7. Detalles que a otros pasan inadvertidos

Muy débil es la razón
si no llega a comprender
que hay muchas cosas que la sobrepasan.

Blas Pascal

Transcurren las vacaciones navideñas del año 1917 en Logroño, una pequeña ciudad española. Desde hace unos días nieva sin interrupción y el nuevo año entra con temperaturas glaciales. El termómetro desciende hasta dieciséis grados bajo cero.

Una de esas mañanas, un chico de quince años sale a la calle. Se llama Josemaría Escrivá. Contempla el espectáculo de la ciudad nevada. El amanecer ha sido blanco y transparente. Cuando pasa por delante del colegio de los Maristas, se encuentra con algo que llama poderosamente su atención y que variará el curso de su existencia: las huellas en la nieve de unos pies descalzos. Se para a examinarlas con curiosidad y observa que aquel rastro corresponde a la pisada desnuda de un fraile carmelita muy popular en la zona: el Padre José Miguel.

Se encuentra enseguida sumergido en una profunda remoción interior. En su alma irrumpe con fuerza una idea. Hay en el mundo personas, como aquel hombre, que hacen grandes sacrificios por Dios y por los demás. ¿Y yo? ¿No voy a ser capaz de ofrecerle nada?

Es probable que bastantes personas hayan pasado por aquel mismo lugar esa mañana. Unos no habrán reparado en aquellas pisadas, entremezcladas quizá con los rastros de otras personas, carros o bicicletas, marcados también sobre la nieve. Otros, las habrán visto, y quizá han pensado que es admirable que haya personas tan extraordinarias, pero en su interior no ha surgido ningún pensamiento que les interpele en su propia vida. En cambio, a ese adolescente le hacen ver que Dios le pide que se complique la vida, que se comprometa en una gran tarea en servicio de los demás. Inesperadamente, se siente interpelado por Dios de un modo nuevo, total, nunca antes imaginado. Comprende que Dios le llama, aunque aún no sabe bien cómo.

Durante dos o tres meses, acude a visitar al padre José Miguel. Le cuenta lo que ha sucedido en su interior, el horizonte, todavía oscuro, que Dios ha querido abrir en su alma. El fraile le propone ingresar en el Carmelo. Josemaría medita esta proposición y la descarta. Sabe, con una convicción que personalmente le sorprende, que el Señor tiene planes diferentes sobre su vida.

Pasa un tiempo en la oscuridad, a solas con su oración perseverante, mientras germina la semilla que el Cielo ha depositado en su corazón. Al mismo tiempo, se emplea a fondo en sus estudios de bachillerato. Por entonces, invade su ánimo la idea de entregarse a Dios siendo sacerdote. No lo había pensado nunca, pero el Cielo sigue pidiéndole algo. Y de la mano de esa llamada, cada vez más fuerte que su propia voluntad, decide emprender ese camino. “Yo no pensaba hacerme sacerdote, pero vino Jesús a mi alma, como viene el amor, en el momento más inesperado.”

Tiene todavía algunas dudas. Su vocación es otra, aunque aún la ve inconcreta. Piensa, eso sí, que siendo sacerdote estará más disponible para cumplir la voluntad de Dios, que aún no conoce, y que sin embargo ilumina ya su vida. En octubre de 1918 ingresa en el Seminario de Logroño, y en 1925 se ordena sacerdote. Hasta el 2 de octubre de 1928 no tuvo claro qué quería Dios de él. Fue entonces cuando vio que, sin querer él ser fundador de nada, Dios le pedía que fundara el Opus Dei. Cuando murió, en 1975, la institución que había iniciado estaba ya extendida por todo el mundo, con más de sesenta mil miembros de todas las nacionalidades. Hoy, San Josemaría Escrivá es una referencia espiritual para millones de personas, pero todo empezó así, con unas sencillas pisadas en la nieve.

Toda la realidad que nos rodea es una interpelación constante hacia la reflexión y el compromiso. El mundo a nuestro alrededor está lleno de preguntas que esperan una respuesta personal. Son como susurros que solo se oyen cuando hay un cierto grado de madurez personal y de rectitud de vida. El que vive acaparado y seducido por sus propios intereses no suele percibir esas preguntas ni esas llamadas. Y si no se perciben las preguntas, es difícil encontrar respuestas que den un sentido claro a la vida.

-¿Piensas entonces que la clave está en que todos tengamos más actitud de escucha y más sensibilidad hacia lo que Dios quiere decirnos?

Es imprescindible esa actitud de escucha, un cierto silencio interior que permita oír bien. Pero, sobre todo, hacen falta respuestas personales generosas. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta clarificadora. En ese sentido, son importantes las preguntas, pero, después, lo fundamental es la respuesta al querer de Dios.

-Pero, para dar una respuesta personal generosa, hace falta saber cuál ha de ser nuestra respuesta, y eso no siempre es sencillo.

Si uno no se hace esas preguntas, nunca encontrará las respuestas. Por eso es preciso afinar el oído, y atreverse a preguntarse para qué estamos en este mundo, qué es lo que puede dar verdadero valor a nuestra vida, qué puede llenar realmente nuestro corazón y otorgarnos una felicidad duradera. Son preguntas que, si se responden con acierto y luego se persevera en el compromiso que suponen, son la condición para llegar a ser uno mismo, para vivir la propia vida y para vivirla con verdadera libertad.

La generosidad de las personas se puede comprobar observando la relación entre el modo en que se le pide algo y cómo responden a esa petición. Cuando aquel chico de quince años ve esas huellas en la nieve, que vieron tantos otros en aquellos días, se siente llamado por Dios a una mayor entrega. Ante una pequeña insinuación de Dios, hay una respuesta generosa.

-¿Y no te parece que para descubrir qué quiere Dios de nosotros, hemos de esforzarnos primero por salir un poco de nuestro individualismo?

El individualismo y el egoísmo son efectivamente impedimentos importantes. Porque percibir el querer de Dios suele ir unido a percibir el querer de los demás. “El amor al prójimo -señala Benedicto XVI- es un camino para encontrar también a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.”

Hace un tiempo leí que una de las decisiones más importantes en la vida de una persona, y que más condicionan el resultado global de su existencia, es una determinación que todos acabamos tomando, casi sin darnos demasiada cuenta, y es esta: si centramos nuestra vida en nosotros mismos o en los demás.

Muchas personas, ya en el ocaso de sus días, hacen balance y se preguntan a qué se debe el resultado tan decepcionante de su vida. Y en medio de todas esas ruinas y naufragios de sus proyectos, se preguntan con asombro la razón de ese caos y esa devastación que observan a su alrededor. Pero no siempre se dan cuenta de que se debe sencillamente a que han querido amar para ellos, a que han confundido amor y egoísmo.

Todo nuestro entorno lanza llamadas continuas a despertar nuestra sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Hay personas que se acostumbran a hacer oídos sordos a esas llamadas. Otras, en cambio, les dan entrada y reflexionan sobre ellas. Son personas que tienen ojos para descubrir los sufrimientos y las necesidades de los demás. Piensan poco en su propia satisfacción y, curiosamente, son quienes luego alcanzan mayores cotas de satisfacción y de felicidad. Saben estar atentos y procuran colmar, con la riqueza de su corazón, las carencias de quienes les rodean. Y quizá parece que en ellos esa actitud es innata, pero se debe más a la educación recibida y, sobre todo, al esfuerzo y la entrega personal a lo largo de la vida.

El 28 de octubre de 1816, Marcelino Champagnat, un sacerdote de veintisiete años recién ordenado, acude con urgencia a la aldea de Les Palais y asiste en su lecho de muerte a un chico llamado Juan Bautista Montagne. El moribundo tiene dieciséis años pero no ha oído nunca ni siquiera hablar de Dios. El joven sacerdote queda muy impresionado, pues comprende entonces que en ese mismo estado deben estar miles y miles de jóvenes, por falta de maestros que les enseñen el camino de la fe. Decide poner en marcha de inmediato una fundación dirigida a instruir cristianamente a la juventud, la congregación de los Hermanos Maristas. En 1818 funda la primera escuela en su pueblo natal, Marlhes. Y al año siguiente, en su parroquia, La Valla-en-Gier. A su muerte, veintidós años después, en 1840, hay ya casi cincuenta escuelas por toda Francia.

Hoy, los Hermanos Maristas son más de cuatro mil religiosos y están presentes en más de cien países, gracias a que San Marcelino Champagnat estuvo atento a la voz de Dios. Primero cuando, a los catorce años, recibe en Marlhes la visita de un sacerdote que le propone entrar en el seminario. Después, cuando persevera en sus estudios, pese a que el primer año fracasa como estudiante y el director del seminario le recomienda quedarse en casa porque no es apto para los estudios eclesiásticos. O más adelante, cuando no se conforma con sus obligaciones como joven sacerdote y se lanza a una nueva fundación, a pesar de su escasa salud y de la convulsa situación del país en aquella época. Con la ayuda de Dios, logró superar numerosas contrariedades, sobre todo en los comienzos de su obra, pues hasta sus colegas sacerdotes lo tildaban de orgulloso, de obrar por la vanidad de presentarse como fundador, y lo consideraron loco y falto de toda prudencia. Sin embargo, no se desanimó por las incomprensiones o las calumnias, fue un gran pionero en muchas cuestiones educativas, un gran evangelizador y un gran santo.

El 2 de septiembre de 1827, una humilde mujer de origen francés que viaja desde Milán a Lyon con su esposo y sus tres hijos, llama a las puertas de una parroquia de Turín. Está en el sexto mes de embarazo y gravemente enferma. Le abre la puerta un sacerdote de cuarenta y un años llamado José Benito Cottolengo. Al verla en ese estado, la conduce en su carruaje hasta el cercano hospital de tuberculosos, pero no es atendida por tratarse de una extranjera que no reúne los requisitos legales para ser internada. Hace nuevos intentos en otras instituciones sanitarias pero todo es en vano: la pobre mujer fallece tras una larga y dolorosa agonía. Al ver los rostros desolados del marido y de los tres niños, comprende que debe hacer algo para que la gente desamparada tenga un sitio al que acudir. Cuatro meses después, ya ha puesto en marcha un pequeño hospital en una casa alquilada. Al cabo de pocos años, disponía ya de varios edificios destinados de modo específico a enfermos mentales, huérfanos, inválidos, desamparados y sordomudos. Fundó una congregación dedicada exclusivamente a prestar asistencia a todos esos pacientes, que estaban en situación de extrema pobreza.

Hoy, en muchos lugares del mundo, a las instituciones que acogen a la gente más desamparada se les designa con el nombre de “cottolengos”, prueba evidente de la gran influencia de aquel sacerdote de Turín que supo captar la voz de Dios en la triste muerte de aquella mujer inmigrante. Esas situaciones no eran infrecuentes en aquella época, pero él tuvo ojos para descubrir en todo ello un designio de Dios para su vida. Quizá a otros les hacía simplemente maldecir la situación, o incluso renegar de Dios, pero a San José Benito Cottolengo le hizo entregar su vida a promover fecundas y extensas iniciativas en favor de todo tipo de necesitados.

El 6 de febrero de 1844, una chica joven de la alta sociedad madrileña visita con una amiga suya el hospital San Juan de Dios, donde están las mujeres de mala vida que caen enfermas. Se llama Micaela Desmaisières López de Dicastillo y Olmeda, Vizcondesa de Jorbalán. Es una mujer sensible, que alterna la vida de la aristocracia con las obras de caridad. Pero aquel día Micaela se topa de pronto con el drama de estas chicas jóvenes en la persona de una de ellas: una muchacha modosa y tímida, hija de un rico banquero navarro, que se había visto abocada a la prostitución tras ser engañada y seducida por unos desalmados. Nunca se había imaginado que los hombres dieran un trato tan injusto y cruel a esas pobres criaturas, después de haberlas corrompido.

Aquel espectáculo es para ella como una revelación del Cielo. Micaela se referirá siempre a aquella mujer como “la chica del chal” y su historia le conmueve de tal forma que la marca de por vida. Cuando se entera, además, de la espantosa vida que les espera cuando salen de allí, piensa que es necesario hacer algo para ayudarlas. Enseguida pone en marcha un pequeño colegio para las muchachas en peligro, y para las que ya han sido víctimas, para intentar redimirlas. A partir de ahí, se produce a su alrededor una verdadera tormenta de incomprensiones, aun entre sus mejores amistades. ¿A quién se le iba a ocurrir que una mujer de la más alta clase social, emparentada con las familias más ricas y famosas de la capital, se dedique a cuidar mujeres de mala vida? Las calumnias van en aumento, pero a ella no parecen importarle demasiado. En 1850, deja los fastos de la corte de Isabel II para vivir con sus chicas en el colegio. Tras grandes dificultades, el colegio crece y ya tiene con ella algunas colaboradoras. Ve la necesidad de formar una comunidad que dé estabilidad a la obra, y en 1856 funda la Congregación de Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad, dedicadas a adorar a Cristo Jesús en la Eucaristía y a trabajar por preservar a las muchachas en peligro y a redimir a las que ya cayeron.

La comunidad se extiende rápidamente y hoy cuenta con casi dos mil religiosas en más de ciento sesenta casas y colegios por todo el mundo. Ella decía a sus religiosas: “Es difícil encontrar otra fundadora que haya sido más acusada, más calumniada y más regañada que yo. Mis acciones las juzgan de la peor manera posible. Pero poco me interesa lo que las gentes están diciendo de mí, porque mi juez es Dios.” Y Dios la glorificó haciendo numerosos milagros por su intercesión. Hoy las religiosas de Santa María Micaela siguen prestando un servicio impagable a decenas de miles de mujeres que sufren el riesgo de las muchas formas de explotación y esclavitud que siempre tiene la sociedad de cualquier época.