Alfonso Aguiló, “Juventud de espíritu”, Hacer Familia nº 153, 1.XI.2006

Un día un niño vio como un elefante del circo, después de la función, era amarrado con una cadena a una pequeña estaca clavada en el suelo. Se asombró el niño de que un animal tan corpulento no fuera capaz de liberarse de aquella pequeña estaca. Lo estuvo contemplando durante un buen rato. Le sorprendió sobre todo que el elefante no hiciera el más mínimo esfuerzo por soltarse.

Decidió preguntar al hombre que lo cuidaba. Este le respondió: “Es muy sencillo, desde pequeño ha estado amarrado a una estaca como esa, y como entonces no era capaz de liberarse, ahora no sabe que esa estaca es muy poca cosa para él. Lo único que recuerda es que durante mucho tiempo no podía escaparse, y por eso ya ni siquiera lo intenta”.
Algo parecido nos sucede quizá a todos, al menos en algún aspecto de nuestra vida. Hay barreras que nos tienen sujetos, porque durante mucho tiempo las hemos visto como infranqueables, y aunque quizá ahora tengamos fuerzas suficientes para superarlas, no lo hacemos porque seguimos viendo esos obstáculos como algo fuera de nuestras posibilidades.

Tenemos quizá que cultivar una sana capacidad de descubrir nuestros falsos convencimientos, las servidumbres que nos encadenan, las ideas simples que no nos queremos cuestionar porque ponen en peligro viejas concesiones a nuestras pocas ganas de luchar. Hemos de desechar esa soberbia sutil que envuelve nuestra mente y la enmaraña en reacciones tontas de envidia, celos o resentimientos, que también nos encadenan. O poner más esfuerzo para salir de las redes de la murmuración, la ira o el malhumor. O reconocer adicciones quizá menos honrosas, al alcohol, el sexo, el juego o lo que sea. Se podrían poner muchos ejemplos de pequeñas ataduras que inmovilizan grandes voluntades, de hombres que no se deciden a liberarse de ellas porque desconocen la magnitud de lo que les frena y no se dan cuenta de que esas ataduras son pequeñeces de las que podrían perfectamente prescindir.

La ignorancia sobre lo que nos ata es quizá la atadura más grave, puesto que, si no advertimos algo, no luchamos contra ello y, por tanto, nunca nos liberamos. Por eso hemos de agradecer que nos lo hagan ver, aunque nos duela un poco escucharlo. Es más, si nos escuece un poco quizá es síntoma de que hay un particular acierto en lo que nos dicen.

Otro gran enemigo es la falta de esperanza en que podamos liberarnos, aunque a lo mejor nos suceda como a aquella águila encadenada que llevaba tiempo intentando romper su atadura y elevar el vuelo, y ya lo había conseguido en su último intento, pero se cansó y se resignó a su encerramiento sin darse cuenta de que ya estaba libre.

Olvidamos demasiadas veces que los grandes logros se alcanzan casi siempre después de muchos intentos fallidos. Tendemos a conformarnos, a acomodarnos a nuestras cadenas porque nos cuesta romperlas y entonces nos autoconvencemos de que no existen, o de que no nos importa que existan.

Josef Pieper decía que hay un tipo de esperanza que surge de la energía juvenil pero se agota con los años, al ir declinando la vida: el recuerdo se vuelve hacia el “ya no” en lugar de dirigirse hacia el “aún no”. Sin embargo, la verdadera esperanza otorga a la persona un “aún no” que triunfa sobre el declinar de las energías naturales. Ofrece tanto futuro que el pasado aparece como “poco pasado”, por larga y rica que haya sido la vida. La esperanza es la fuerza del anhelo hacia un “aún no” que se dilata tanto más cuanto más cerca estamos de él.

Por eso, la verdadera esperanza produce una eterna juventud. Comunica elasticidad y ligereza, suelta y tirante al mismo tiempo, que es frescura propia de un corazón fuerte. Es una despreocupada y confiada valentía, que caracteriza y distingue al espíritu joven y lo hace un modelo atractivo. La esperanza da una juventud que es inaccesible a la vejez y a la desilusión. Así, aunque día a día perdemos un poco la juventud natural, podemos día a día renovar nuestra juventud de espíritu. En vez de dar culto a la juventud del cuerpo, que además produce desesperanza al ver cómo se va marchando, se ponen a la vista las cimas más altas a las que se puede remontar la esperanza de quien rejuvenece día a día su espíritu.

Alfonso Aguiló, índice artículos “El carácter”