El representante municipal en el Consejo Escolar de los centros concertados

Una de las novedades que aporta la aprobación de la LOMLOE es recuperar la figura del representante municipal en el Consejo Escolar de los centros concertados. Se trata de una figura que ya se incorporó en la LOE de 2006 y fue eliminada por la LOMCE en 2013. La LOMLOE habla de incorporar «un representante del Ayuntamiento en cuyo término municipal se halle radicado el centro, en las condiciones que dispongan las Administraciones educativas».

Pero si vamos al artículo 27.7 de la Constitución, según el cual «los padres, los profesores y, en su caso, los alumnos participarán en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos, en los términos que la ley establezca», vemos que este precepto constitucional en modo alguno incluye a la Administración municipal entre los titulares de dicho derecho. También el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 77/1985, vincula el derecho de participación en el control y gestión de los centros sostenidos con fondos públicos a la «comunidad escolar», como lo hace la LODE, y no lo vincula en ningún momento a otros ámbitos ajenos como puede ser el Ayuntamiento. El hecho de que el artículo 27.7 de la Constitución enuncie expresamente quiénes tienen ese derecho de participar en la gestión y control (los padres y los profesores), incluso contemplando un titular de derecho eventual (los alumnos, en su caso) permite sostener razonablemente que se refiere a que solo estos integrasen el Consejo Escolar junto al titular.

Parece razonable que los municipios que tengan políticas de ayudas a los centros concertados que sean equiparables a las que tienen con los centros públicos puedan solicitar estar presentes en el Consejo Escolar. Y parece razonable que haya un representante municipal en los consejos escolares de los centros públicos, al menos en los de Infantil y Primaria, pues al municipio corresponde su mantenimiento y conservación de esos edificios. Pero no tiene mucho sentido que estén representados en centros concertados donde no tienen ninguna competencia ni participan de la financiación. Sería como pretender que haya un representante municipal en las agrupaciones locales de los partidos políticos o los sindicatos, simplemente porque están en determinada localización y son entidades que reciben dinero público.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Derecho de participación de los padres en la escuela

Junto al derecho básico de los padres a que sus hijos sean escolarizados (obviamente, es también un derecho de los propios hijos), hemos hablado del derecho a que esa enseñanza sea de calidad, y también del derecho a que esa enseñanza sea plural, es decir, que los poderes públicos deben garantizar el derecho que asiste a los padres para que sus hijos puedan escoger escuelas que estén de acuerdo con sus propias convicciones.

Junto a eso, a lo largo de las últimas décadas se ha desarrollado bastante el derecho de los padres a participar en la vida de la escuela. Esa participación se ha buscado unas veces como un modo de estimular la labor conjunta de familia y escuela en la educación; en otros casos ha sido más bien el desarrollo de un derecho de los padres a estar presentes en la vida de la escuela y ejercer un cierto control sobre la enseñanza que reciben sus hijos; otras veces ha sido un impulso de los propios titulares de los centros para lograr apoyo en determinadas tareas; etc. En todo caso, es hoy día prácticamente general la existencia de asociaciones de padres y madres de alumnos en todas las escuelas.

Esas asociaciones de padres y madres de alumnos suelen tener reconocido en primer lugar su derecho a constituirse en asociación (que pueden ser una o varias por cada escuela), su derecho a reunirse en el propio centro, derecho a ser informados sobre la educación de sus hijos, derecho a ser escuchados en relación a la educación de sus hijos, etc.

También en la mayoría de los países los padres suelen estar presentes en los órganos de participación y control de los centros públicos o subvencionados, como es el caso de los consejos escolares en la legislación española.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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La escuela como espacio seguro y de buena convivencia

Cada vez hay una mayor sensibilidad social y una mayor conciencia de la importancia de que las escuelas sean un espacio seguro y de buena convivencia. Se puede mejorar aún mucho en la prevención, la sensibilización y la detección precoz de los posibles problemas. Todas las administraciones educativas están publicando extensas normativas que buscan mejorar el respeto y la convivencia, así como erradicar cualquier muestra de acoso o bullying, que ha crecido con el uso de las redes sociales, y todo ello sin olvidar la figura del docente, cuya autoridad es fundamental para garantizar todo eso.

Los centros suelen tener un «plan de convivencia», elaborado con la participación de toda la comunidad educativa, que concreta las normas, estrategias de prevención y resolución, así como una tipología de faltas de diverso grado, teniendo en cuenta circunstancias atenuantes o agravantes, con las correspondientes medidas correctoras. Suele concretar los derechos y deberes de alumnos, padres y profesores. De acuerdo con ese «plan de convivencia», el centro educativo sancionará los actos considerados contrarios a la convivencia, con la obligación de poner en conocimiento de los cuerpos de seguridad o del Ministerio Fiscal aquellos actos que puedan ser de su competencia.

La prevención y erradicación del acoso escolar exige el compromiso de todos. Se debe recordar que cualquier alumno o adulto que observe un caso de intimidación debe hacer lo posible para impedirlo, e informar cuanto antes a quien lo pueda resolver. Es necesario que toda la comunidad educativa se comprometa a colaborar para que los alumnos adopten un comportamiento positivo, y enseñarles cómo reaccionar en caso necesario. Los estudiantes de más edad pueden ser mentores y colaborar con los más jóvenes en este sentido. Es importante crear expectativas positivas con respecto al comportamiento de todos ante cualquier incidencia, aunque sea leve, recordando explícitamente que ser acosador es inaceptable, pero que también es inaceptable ser testigo del acoso y no comunicarlo, o no hacer todo lo posible por evitarlo. Es buena experiencia redactar un documento en contra del acoso, y pedirle a cada alumno y cada familia que lo firme, pues dejar bien claro qué debe hacerse en esos casos es un buen modo de resolverlos cuando son aún pequeños detalles.

Es frecuente que los padres de niños acosadores no puedan creerse que su hijo tenga esas actitudes, y por ese motivo conviene hablar de vez en cuando con los hijos del daño que supone y de las consecuencias que puede acarrear. Los padres deben dar ejemplo positivo en su forma de relacionarse con sus hijos y con otras personas, de modo que aprendan a darse cuenta del efecto que la propia actitud tiene en cómo se sienten los demás, y que en la familia todos eviten actitudes prepotentes, vengativas, iracundas o poco compasivas con los demás.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Cuotas de las familias en los centros concertados

La enseñanza concertada, en sus casi cuatro décadas de existencia en España, ha demostrado unos resultados extraordinarios en equidad y en eficiencia. Sus resultados académicos globales son buenos, y la demanda por parte de las familias es alta. Su principal problema es que está insuficientemente financiada y eso crea unos problemas importantes que conviene resolver.

Todo el mundo reconoce que los módulos económicos del concierto son insuficientes, y que esas escuelas necesitan de unas cuotas o aportaciones para contribuir a sufragar los gastos generales. A estas alturas, todo el mundo sabe que esas cuotas son voluntarias, y que la parte del servicio educativo cubierta por el concierto es gratuita. Y creo que todo el mundo entiende que esa falta de financiación pública debería resolverse, para ser coherentes, antes de hacer tantas proclamas contra las aportaciones voluntarias, que son imprescindibles para que esos centros puedan salir adelante.

Todo esto debe llevarse con equilibrio, poniendo remedio a los abusos que puedan producirse, si realmente se producen. Pero si las administraciones educativas se exceden en su celo contra esas cuotas, el resultado sería una igualación a la baja en el servicio educativo prestado, pues los centros atenderían mal a los alumnos o dejarían de ofrecer actividades o servicios complementarios que con frecuencia resultan muy oportunos. Si la financiación es finalista y es escasa ─que lo es─, y además se dificulta que se haga cualquier mejora añadida, es obvio que eso obstaculiza su funcionamiento. Por el otro extremo, si hubiera un exceso de tolerancia en cuanto a esos cobros, hasta el punto de ser casi obligatorios, se resentiría la igualdad de oportunidades a la hora de elegir centro, pues algunos centros podrían en la práctica quedarse solo con las familias que tienen más recursos.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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¿Tres redes complementarias?

Las familias que eligen centros privados sin ninguna financiación pública, ahorran al erario público cantidades importantes, y lo hacen muchas veces con un notable sacrificio por su parte. Parece lógico que los poderes públicos establezcan un modo de financiación parcial también para esos centros, que, además de ahorrar dinero público, suponen también un incremento de la pluralidad de oferta.

Debería buscarse una solución estable y satisfactoria para la red totalmente privada, sin establecer oposición con la red concertada, ni entre ellas con la red pública. Debe buscarse una solución que no sea defensa de un interés de grupo, sino una solución de consenso, de respeto a la pluralidad de modelos consagrada en la Constitución.

Una opción es elevar la financiación de la enseñanza concertada de modo que no necesite de cuotas a las familias. El problema es que nuestra situación económica actual no permite hoy por hoy grandes incrementos, y, por otra parte, sería bueno que ese incremento económico fuera unido a una mejora en la oferta de actividades y servicios.

En cuanto a la ayuda para quienes eligen centros totalmente privados, puede realizarse por medio de una contribución directa (por ejemplo, mediante alguna fórmula de cheque escolar) o bien mediante una desgravación fiscal por esos gastos en educación por parte de la familia. Es una solución coherente con lo anterior. Porque es cierto que la enseñanza concertada resulta más asequible para la familia, pero está más sometida a control en su financiación y en su gobierno, y está obligada a estar en el sistema público de escolarización. Quienes eligen una enseñanza no concertada pagan más, pero también tienen derecho a una ayuda, como las hay para tantas otras cosas. Existen desgravaciones fiscales por planes de pensiones, por inversión en vivienda, por ascendientes a cargo, por discapacidad, por nacimiento o cuidado de hijos, etc. Si un puesto escolar privado ahorra un puesto escolar público, y además quizá lo hace con un coste menor, tiene toda la lógica que ese gasto tenga un buen tratamiento fiscal, pues en conjunto supone un ahorro económico y a la vez aumenta la pluralidad en la educación y la satisfacción de las familias.

Pienso que en la medida que se logre llegar a un debate sereno sobre estos temas, y en la medida que ese debate permanezca más alejado de luchas políticas o ideológicas, estaremos más cerca de comprender que no tiene demasiado sentido ese enfrentamiento entre la red pública, la red privada subvencionada y la red privada no subvencionada.

Es preciso encontrar un equilibrio en cuanto a los mecanismos de cálculo de la financiación o las ayudas en cada caso, pero partiendo siempre de que todas las escuelas satisfacen un servicio esencial que se ofrece a los ciudadanos, y que el dinero invertido en una u otra no tiene por qué ir en detrimento de las demás. Todas han de ofrecerse a los ciudadanos en un régimen de libre concurrencia, y han de competir lealmente por atraer alumnos con un marco económico claro y transparente, aceptado por todos.

Ese marco abierto mejorará a unos y a otros, pues quizá hoy la enseñanza es todavía un sector demasiado regulado y dependiente de colectivos cautivos zonificados. Todo ciudadano responsable debería alegrarse de que la red pública de enseñanza sea cada vez mejor, y un modo de lograrlo es que haya un régimen de mayor igualdad de oportunidades: para las familias, para los profesores y para quienes promueven y dirigen esos centros, sean públicos o privados.

Con ese enfoque, lo ideal es que cualquiera que desee promover un nuevo centro y acredite un número suficiente de familias que lo demandan, tuviera acceso a una financiación pública. En buena parte, se trata de un planteamiento ya ensayado en numerosos países, sobre todo en el mundo anglosajón.

Muchos se inquietan bastante ante cualquier posibilidad de competencia. Ya hemos dicho que la competencia no es el único ni el mejor motor de la mejora de la enseñanza, pero es probable que algunos de los que tienen tanto temor a la competencia quizá lo que les asusta realmente es que alguien pueda desenmascarar su mediocridad.

En bastantes países se observa un cierto enconamiento en esos debates, un tanto contaminados por intereses políticos muy diversos. En muchos casos, la educación es uno de los puntos donde los partidos buscan su diferenciación frente a sus oponentes, y es precisamente la educación la que sale más perjudicada en esas luchas.

A veces ese enconamiento proviene de aquella vieja idea de que la iniciativa privada siempre defiende intereses oscuros y egoístas, mientras que lo público persigue objetivos altruistas y nobles. Un axioma tan falso como el antes señalado de pensar que las leyes de mercado lo arreglan todo. La enseñanza no es buena por ser pública ni por ser privada. La igualdad o la neutralidad no se garantizan por ser público o por ser privado: es más, como la neutralidad es tan difícil, una buena forma de evitar el adoctrinamiento es que haya un carácter propio del centro bien definido (también en los centros públicos) y que las familias puedan elegir sabiendo bien dónde matriculan a sus hijos. Los centros públicos también deben ser plurales, como lo debe ser la oferta deportiva o cultural promovida por las autoridades públicas. Esa pluralidad y esa igualdad de oportunidades son excelentes formas de respetar y desarrollar los derechos de la familia en el entorno escolar.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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El debate sobre el cheque escolar

Hemos hablado antes de que sería conveniente que existiera una ayuda directa, en forma de contribución directa o de desgravación fiscal, que compense a la familia el ahorro que supone al erario público que hayan optado por un puesto escolar completamente privado. Esto es muy parecido al cheque escolar: la desgravación es un mecanismo más sencillo de gestionar pero tiene el inconveniente de que requiere que la familia adelante el dinero.

Hemos hablado antes un poco de ello al referirnos a escuelas privadas. También se ha ensayado con bastante éxito de modo general en escuelas infantiles y en algunos pocos casos para etapas de estudios posobligatorios en centros concertados (sobre todo en bachillerato o FP superior en la Comunidad de Madrid).

Pero el concepto clásico de cheque escolar es algo más amplio. Los padres recibirían del Gobierno un bono por un importe equivalente al coste medio de un puesto escolar en un centro público para que decidan libremente a qué colegio, público o privado, quieren llevar a sus hijos. Los defensores de este modelo aseguran que se conseguiría mejorar la capacidad de elección de los padres, promovería una sana competencia entre los centros (que llevaría también a reducir los costes, incrementar la calidad y fomentar la innovación), y que el cheque permitiría el acceso a escuelas privadas de los alumnos de familias con rentas bajas y, por tanto, mejoraría la igualdad de oportunidades.

Pero la aplicación del cheque escolar debe resolver dos cuestiones decisivas, que ya se han planteado en bastantes países del Este de Europa que han implantado fórmulas parecidas.

En esos países, donde el gobierno paga a las escuelas una cantidad mensual por cada alumno (que ha elegido libremente esa escuela y, por tanto, en la práctica es muy parecido al cheque escolar), la libertad de elección de los padres no es muy alta. ¿Por qué? Porque esa cantidad que da el gobierno, sea alta o baja, no puede asegurar que cubra el coste de cualquier colegio, pues algunos de ellos, o incluso la mayoría, podrían establecer un precio más alto, y por tanto la familia no podría pagarlo. Y otro problema es que esas escuelas pueden seleccionar a los alumnos con el criterio que consideren oportuno, sobre todo cuando tienen lista de espera. Por tanto, tener un cheque no significa que puedas ir a donde quieras, porque quizá no puedas pagarlo o porque no quieran admitirte. Si se establece un sistema de control de precios y otro sistema de baremación según criterios objetivos para la admisión de alumnos, ese problema se resuelve parcialmente, pero… eso es precisamente el concierto: una ayuda al centro para sufragar los gastos de unos alumnos, con un control de precios y un criterio público general de escolarización.

En definitiva, cuando el cheque escolar se lleva a la práctica, acaba siendo muy parecido al concierto. La principal diferencia es que el cheque es una financiación por alumno y el concierto es una financiación por aulas. Pero es ventajoso que sea por aulas, pues los gastos de una escuela son por aula y no por alumno, pues los costes de un aula en cualquier escuela no dependen apenas del número de alumnos que haya en ella. Por eso es más práctico que la financiación sea por aula, porque si la financiación es por alumno y luego el aula no se llena, la escuela tendría que pedir un dinero suplementario para poder pagar al profesorado… y eso volvería a dificultar que todo el coste estuviera completamente cubierto por el cheque.

Por tanto, puede decirse que el cheque escolar es una buena fórmula, aunque por ahora insuficientemente ensayada y que para asegurar su buen funcionamiento hay que tantear cómo se conjuga su aplicación con las políticas de precios y los criterios de admisión en los centros. Además, se enfrenta actualmente en nuestro país a inconvenientes insalvables, pues no hay suficientes mayorías políticas que apuesten por este modelo y, si las hubiera, supondría un cambio muy grande y se encontraría con una fuerte oposición interna. Por ese motivo, y mientras las mayorías sean las que ahora son, lo más recomendable es procurar mejorar el actual modelo de conciertos, que puede ser tan bueno en libertad de elección como el del cheque escolar.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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El debate sobre la descentralización educativa

Es habitual referirse a la descentralización como una cuestión siempre positiva. Y es igualmente habitual hablar de centralización como algo negativo y casi siempre ligado a actitudes autoritarias. El lenguaje, en este caso, apuesta sin duda por las bondades de la idea de descentralizar, casi siempre envuelta en un contexto de confianza y de libertad.

Sin embargo, es evidente que la mayoría de las políticas públicas necesarias en educación serían imposibles sin unas competencias centralizadas suficientemente fuertes. Sin una política común enérgica habría sido muy difícil salir del analfabetismo, combatir las grandes desigualdades sociales o territoriales, o acometer los problemas puntuales que se dan a veces en determinados ámbitos y que solo pueden resolverse desde una administración superior.

También es claro que cualquier política de descentralización, si se lleva hasta sus últimas consecuencias, desplazando la mayoría de las competencias hasta el último extremo de su periferia, acabaría por malograr la vocación de conjunto necesaria en cualquier colectivo humano que se agrupe bajo una misma identidad.

La descentralización debe buscar siempre una mejora en la prestación del servicio educativo y, precisamente por eso, ha de ir siempre acompañada de sistemas y mecanismos de rendición de cuentas que permitan acreditar su efecto positivo.

Cuando se habla de descentralización, un primer ámbito en que suele pensarse es en la descentralización del currículum. En nuestro país, se han sucedido diversos criterios a la hora de asignar porcentajes del currículum a la normativa básica del Estado, a las comunidades autónomas y a los propios centros.

La experiencia ha demostrado que resulta positivo que cada territorio pueda hacer una adaptación de su currículum, y más aún cuando en él hay una lengua cooficial que precisa de un espacio lectivo semanal. A veces se ha criticado esta descentralización del currículum diciendo que nos está llevando a 17 sistemas educativos, pero la realidad es que luego las diferencias no son tan grandes. Es fácil observar que, al final, en casi todos los países del mundo se acaban estudiando prácticamente las mismas materias, y que no hay tanta heterogeneidad como a veces se dice. El hecho de que en España hayamos asimilado varios millones de chicos y chicas procedentes de la inmigración, y por tanto con un currículum previo diferente, y todo ello sin excesiva dificultad, demuestra que no es tan necesario que todo el mundo estudie exactamente lo mismo y al mismo ritmo en todo el territorio del Estado.

También es positivo dejar un margen de autonomía curricular a los propios centros, como ya se ensayó en 2011 en la Comunidad de Madrid y ahora recoge felizmente la LOMLOE cuando propone que los centros educativos sean autónomos para determinar el 10% del currículum. Hay que decir que la experiencia de Madrid, donde se llegó a tener bastante mayor margen de autonomía en ese sentido, es que pocos centros llegaron a emplear esa capacidad, lo cual demuestra que la autonomía del currículum no es una reclamación tan general como se pensaba.

Las competencias en educación son siempre otro gran capítulo siempre presente cuando se habla de descentralizar. El escalonamiento de competencias entre el Estado, las comunidades autónomas (o regiones, o grandes ciudades) y los ayuntamientos está presente de alguna manera en casi todos los países de Europa, sobre todo desde hace dos o tres décadas.

En algunos de ellos, por ejemplo, ese escalonamiento deja la educación infantil en manos de los ayuntamientos, la primaria en las de las ciudades o regiones y la secundaria queda como competencia estatal. En otros países, los municipios o los distritos tienen un papel mucho más relevante. En España, el Ministerio se ha quedado con poco más que la capacidad normativa básica (la estructura de las etapas educativas, titulaciones, una parte común del currículum, los cuerpos docentes estatales) y la Alta Inspección para asegurar su cumplimiento y efectividad, mientras que los ayuntamientos apenas tienen competencias, quedando casi todas las competencias ejecutivas en manos de las comunidades autónomas.

Esta opción de nuestro país se ha revelado como un modelo de éxito después de más de veinte años desde su total despliegue, pues ha permitido acercar al ciudadano servicios públicos antes excesivamente centralizados, y todo ello sin perder la necesaria unidad como sistema educativo nacional. El hecho de que las comunidades autónomas gestionen todas las etapas educativas supone también una mejor coordinación entre ellas, cuestión no siempre sencilla en los países en que están atribuidas a diferentes ámbitos competenciales.

Cuando se habla de descentralizar el currículum y las competencias, es natural que de inmediato salga a debate la cuestión de la descentralización de la evaluación y de su influencia en el currículum, pero todo eso ya lo hemos comentado en un epígrafe anterior.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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El debate sobre la autonomía de los centros y del profesor

Hemos dicho que la autonomía es en sí misma un concepto positivo. Pero sería demasiado simple pensar que cuanta más autonomía haya, todo irá mejor. O que cualquier asunto que limite la autonomía es una falta de confianza y un acto de autoritarismo. Está bastante demostrado, y no solo en la enseñanza, que una mayor autonomía sin una correspondiente rendición de cuentas no genera en absoluto mejores resultados.

La autonomía debe ir creciendo a medida que se comprueba la responsabilidad local y la capacidad de autogestionarse, y por eso cabe incluso que la autonomía sea diferente según los resultados. Los centros que demuestren mejor capacidad de gestión podrían optar a mayores cotas de autonomía si realmente pueden acreditar un rendimiento adecuado. Por eso la autonomía debe ir ligada a la evaluación y la rendición de cuentas. Quien se resiste a ser evaluado y a rendir cuentas de los recursos económicos y humanos recibidos, a mi juicio resulta sospechoso de que reclama autonomía para su simple comodidad. La autonomía no es un fin en sí mismo, como sí lo es prestar un servicio cada vez mejor, y eso siempre ha de ser de alguna manera evaluado, tanto por la administración educativa como por el conjunto de la sociedad. Y si el centro no va bien de modo continuado, debe perder autonomía y ser intervenido para implantar planes de mejora que eviten que los alumnos de ese centro paguen las consecuencias de esos problemas.

Un punto decisivo al hablar sobre la autonomía de un centro es su capacidad para formar el equipo de profesores. En muchos países, sobre todo en el entorno anglosajón, el equipo directivo de los centros públicos posee un amplio margen de decisión en ese sentido, pero en nuestro país no tiene prácticamente ninguno. Solo en Cataluña en 2014 se hizo un tímido intento por el que los directores de escuelas públicas podían elegir a una pequeña parte de los docentes para ajustar los perfiles a su proyecto educativo. No propongo hacer cambios bruscos en este sentido, pero sí convendría sondear posibles fórmulas que lo faciliten, o que al menos permitan crear claustros especiales para así poder remontar centros en situación de especial dificultad. No es muy realista pensar que se puede lograr sacar un centro de una situación de bajo rendimiento prolongado si no se tiene ninguna capacidad para formar un nuevo equipo.

Otra queja habitual en los centros públicos y concertados es el exceso de burocracia, que resta un tiempo que sería mejor empleado en la atención del alumnado y las familias. Sería deseable reducir un poco los trámites en las áreas donde son menos necesarios y dejar libertad de decisión a los centros, siempre sometida al necesario control a posteriori a través de la inspección educativa.

También cabe hacer una breve mención a la flexibilidad en cuanto a las titulaciones del profesorado. Es obvio que resulta necesario precisar qué estudios o títulos debe poseer un profesor para impartir determinada materia. Pero debería haber un cauce no demasiado complicado de habilitación de otras personas de reconocida capacidad. Del mismo modo que resulta sorprendente que una universidad española no pueda ofrecer una cátedra a un premio nobel, llama la atención que una escuela no pueda contar por un tiempo con la presencia de un profesor de otro país porque conseguir la correspondiente habilitación supone un trámite casi insalvable.

Por último, en cualquier conjunto de escuelas, tanto si son públicas como si se trata de una red de escuelas privadas, hay que diseñar la estrategia de autonomía escolar de modo que se centralicen o requieran autorización solo aquellas tareas o funciones que se haya comprobado que resulta claramente positivo que estén centralizadas o en régimen de autorización. El objetivo debe ser que las escuelas puedan percibir como una ayuda el servicio que se les presta, y no como una carga administrativa, una ralentización, una burocracia inútil, una falta de flexibilidad o un impedimento a su capacidad innovadora o de adaptación.

En esta reflexión sobre la descentralización en la enseñanza, si continuamos hasta el último eslabón de la cadena del servicio educativo, hasta el aula, nos encontramos con la autonomía del profesor. Ya hemos visto que la idea de la libertad de cátedra es uno de los derechos que más se desarrolló desde el siglo XIX, con idea de que el profesor no fuera un simple engranaje en una cadena de transmisión de conocimiento. El profesor debe tener su lógica autonomía, como es evidente, igual que debe tener su lógica rendición de cuentas, como todos en el sistema educativo, desde las más altas autoridades hasta las más bajas.

Si las políticas públicas intervienen demasiado en lo que tiene que explicar el profesor, y a veces está sucediendo, estaríamos ante un estilo autoritario de gobierno. Y cuando el profesado se resiste a rendir cuentas de su tarea, olvida que está ahí para prestar un servicio, y que ese servicio debe ser evaluado, pues las personas a las que se presta ese servicio tienen derechos, como los tiene él. Un profesor recibe un sueldo (sea con dinero público o privado), y recibe sobre todo la confianza de la educación de unas personas, y por ambas razones es natural que deba rendir cuentas de cómo lo hace.

En este contexto se podría hablar también de la participación de la comunidad educativa en los consejos escolares. Es también un modo de reducir la verticalidad del modelo de gobierno y así incorporar en determinadas funciones a los diferentes ámbitos de la comunidad educativa. La implicación de los profesores, de los padres y los alumnos puede ser un excelente modo de generar una mayor inteligencia colectiva en la escuela, sin caer en estilos demasiado asamblearios o que dificulten el necesario ejercicio de la autoridad del equipo directivo o el titular.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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La educación diferenciada

La escuela diferenciada organiza su actividad separando a los niños y las niñas considerando que esa práctica educativa favorece las oportunidades de cada sexo, al desactivarse en gran medida en el aula las presiones de género y potenciar con ello la igualdad, así como la expresión libre y plural de chicas y de chicos, evitando que los estereotipos y prejuicios de género frenen sus intereses naturales y espontáneos.

La educación diferenciada no trata de volver a la vieja escuela separada de épocas pasadas, en las que había diferente plan de estudios para cada sexo y se les preparaba para diferentes papeles en la sociedad. La escuela diferenciada del siglo XXI responde a la participación activa de varón y mujer en total igualdad en todos los ámbitos de la sociedad y busca facilitar el aprovechamiento de las diferentes formas de aprendizaje de chicos y de chicas durante algunas etapas de su desarrollo en la infancia y la adolescencia.

Chicos y chicas presentan diferencias en su ritmo de desarrollo, en su forma de aprender, en el procesamiento de las emociones y en sus motivaciones e intereses. Algunas de esas diferencias son de orden natural, otras proceden del entorno cultural y otras obedecen a estereotipos muy arraigados. En todo caso, la educación diferenciada tiene en cuenta esas diferencias a la hora de definir y concretar las estrategias de enseñanza y aprendizaje más idóneas para alumnas y alumnos, en particular en todo lo que se refiere al impulso de la educación en la igualdad.

Se trata de una apuesta pedagógica que en las últimas décadas han asumido con éxito instituciones educativas muy diversas en todo el mundo, con excelentes resultados académicos y de socialización. Su presencia, aunque habitualmente minoritaria, añade pluralidad al panorama educativo, pues donde coexistan educación mixta y diferenciada siempre se podrán atender mejor las diferentes demandas de cada alumno y cada familia.

A lo largo de las últimas décadas, ha habido un largo debate público en España acerca de la financiación pública de la educación diferenciada. Desde diversos ámbitos se ha sostenido que era segregadora y contraria a la igualdad, y que por tanto no debería tener derecho a acceder a ninguna financiación pública.

No lo ha visto así el Tribunal Constitucional Español, que en siete sentencias del año 2018 (STC 31, 49, 53, 66, 67, 73 y 74 de 2018) afirma la plena constitucionalidad de la educación diferenciada, como «opción pedagógica de voluntaria adopción por los centros y de libre elección de los padres y, en su caso, por los alumnos» que consiste en la «separación entre alumnos y alumnas en la admisión y organización de las enseñanzas» fundada «en la idea de optimizar las potencialidades propias de cada uno de los sexos». Este Tribunal «no puede ofrecer criterio valorativo alguno» sobre este «modelo pedagógico». Ahora bien, bajo la exclusiva perspectiva constitucional, cabe apreciar que constituye «una parte del ideario o carácter propio del centro que escoge esta fórmula educativa» que puede reputarse conforme a la Constitución como cualquier otro. La educación diferenciada «no puede ser considerada como discriminatoria, siempre que se cumplan las condiciones de equiparabilidad entre los centros escolares y las enseñanzas a prestar en ellos».

Para fundar esta conclusión, la STC 31/2018 examina no solo los Convenios internacionales ratificados por España, sino también el derecho comparado de los países de nuestro entorno. En concreto, analiza la legislación de Gran Bretaña, Francia, Bélgica y la República Federal de Alemania, en las que se admite la educación diferenciada, sin que se considere en modo alguno discriminatoria. En particular, destaca la sentencia del Tribunal Federal de lo Contencioso-Administrativo (Bundesverwaltungsgericht) de 30 de enero de 2013, que estableció que «los alumnos también son capaces de efectuar esa interiorización de la igualdad de género en el marco de la educación diferenciada y por ello prohíbe otorgar un trato desfavorable a las escuelas privadas en función de su modo distinto de organizar la formación en este aspecto». También examina la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América, donde en la Ley de 2002 («Ningún niño se quede atrás»), copatrocinada por las entonces senadoras Hillary Clinton (demócrata) y Kay Bailey Hutchison (republicana), se permiten las escuelas públicas diferenciadas, habiendo admitido el Tribunal Supremo norteamericano que «programas de enseñanza diferenciada pueden tener por objetivo específico la superación de las desigualdades de género: disipar, en lugar de perpetuar, las clasificaciones por razón de género tradicionales». En fin, de conformidad con los Convenios internacionales ratificados por España y el Derecho comparado examinado, el Tribunal concluye que la educación diferenciada no es discriminatoria y queda comprendida en el derecho fundamental a la libertad de educación.

Y así parece ser, teniendo en cuenta la coincidencia de estudios realizados en países muy alejados culturalmente que llegan a la conclusión de que la educación diferenciada presenta no solo ventajas educativas para las mujeres, sino que puede ser eficaz para la superación de los estereotipos patriarcales, al eliminar la «amenaza del estereotipo» que se produce en la educación mixta.

Ya en el año 1981 (STC 11/1981), el Tribunal Constitucional recordó que «la Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes, imponiendo autoritariamente una de ellas». Ese pluralismo que promueve la Constitución se desenvuelve desde la libertad de pensamiento y expresión en sus distintas manifestaciones, la libertad ideológica, religiosa y de culto o el derecho de asociación a través de partidos políticos que «expresan el pluralismo político». Y el sustrato imprescindible para la plena realización de ese pluralismo constitucional es el reconocimiento y garantía de la libertad y el pluralismo en el ámbito educativo.

La conclusión a la que llega el Tribunal Constitucional es que «los centros de educación diferenciada podrán acceder al sistema de financiación pública en condiciones de igualdad con el resto de los centros educativos; dicho acceso vendrá condicionado por el cumplimiento de los criterios o requisitos que se establezcan en la legislación ordinaria, pero sin que el carácter del centro como centro de educación diferenciada pueda alzarse en obstáculo para dicho acceso».

Por todo ello resulta evidente que la LOMLOE de diciembre de 2020 resulta inconstitucional en el tratamiento que pretende dar a la educación diferenciada por sexos, en especial en la modificación que hace de la disposición adicional 25ª LOE que pretende excluir del régimen de conciertos a los centros que separen alumnos de alumnas.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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Educación especial

Otro de los debates que en España ha traído la LOMLOE (la ley Celaá) tiene que ver con la educación especial. Los defensores de los centros de educación especial afirman que la LOMLOE va a vaciar estos colegios para alumnos con discapacidad, y reclaman su derecho a elegir lo que consideran mejor para sus hijos.

En España hay unos 8.225.000 alumnos en enseñanzas regladas no universitarias. De ellos, unos 230.000 (un 2,8%) tienen necesidades educativas derivadas de algún grado de discapacidad intelectual. De esos 230.000, unos 37.000 (el 15% del total, es decir, uno de cada seis, y un 0,4% del total de alumnos) están matriculados en alguno de los 480 centros de educación especial, entre los que hay una gran presencia de escuela concertada (en torno al 42%). El resto está en la educación ordinaria, bien en las mismas aulas que sus compañeros, bien en lo que se denomina aulas específicas, bien en un modelo híbrido en el que se combinan ambas fórmulas.

España firmó en 2008 la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad. La citada Convención señala en su artículo 24 que «los Estados Partes asegurarán un sistema de educación inclusivo a todos los niveles», y añade que los Gobiernos asegurarán que «las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás»; «se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales»; «se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva»; y «se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión».

La LOMLOE, en su disposición adicional cuarta, establece que «el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años, los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad». Y añade que «las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios».

Esta disposición adicional se remite al artículo 74 de la LOMLOE, que ha sido modificado para añadir un punto en el que señala para resolver «las discrepancias que puedan surgir» en la escolarización entre familias y administración, se tendrá «en cuenta (…) el interés superior del menor y la voluntad de las familias que muestren su preferencia por el régimen más inclusivo». Esto es, a las familias simplemente se las escucha (no tendrán capacidad de decisión) y solamente si prefieren la solución más inclusiva, es decir, que ninguna familia tendrá capacidad de elegir un centro de educación especial.

Está claro que todos estamos a favor de la inclusión. Y sabemos que la inclusión es relativamente fácil cuando hay, por ejemplo, discapacidades motóricas, auditivas o visuales. Pero no sucede lo mismo con la discapacidad intelectual. Cuando un chico o una chica de 13 o 14 años no sabe leer, y nunca podrá aprender a leer, ¿tiene sentido que esté todo el día en una clase de 2º o 3º de Secundaria? Aunque tenga un apoyo, aunque reciba el profesor de esa aula un excelente asesoramiento… ¿no estará ese chico o esa chica allí menos integrado que en un centro o un aula de educación especial? En todo caso, ¿no conviene dejar un margen de capacidad de decisión a las familias de acuerdo con los profesionales correspondientes? Parece que hay en todo esto un trasfondo ideológico fundamentado en el principio siempre loable de lucha contra la segregación, pero que se lleva a unos extremos no siempre adecuados.

Alfonso Aguiló, “Educar en una sociedad plural”, Editorial Palabra, 2021

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