Enrique Monasterio, “El botellón”, MC, 1.VIII.06

Un asunto desagradable Oigo a Paco y a Sara —pongamos que se llaman así—, que están en el pasillo, junto a la puerta abierta de mi despacho. Paco, de pie, y Sara sentada en el suelo, fuman calmosamente un pitillo entre clase y clase.

—¿Qué vas a hacer el puente? —pregunta ella—.

—No sé… El viernes creo que haremos botellón.

—¿Y el sábado? —Dormir.

Se hace un silencio largo.

—¿Y el domingo? —No sé…

Lo siento; me temo que hoy no seré capaz de escribir un artículo “simpático y optimista como usted sabe”. El botellón es asunto triste.

Ignoro si la terminología y la sintaxis son idénticas en toda España: en Madrid, “hacer botellón” significa ir por la noche a un jardín o parterre de la ciudad para intoxicarse con otros adolescentes en torno a un número suficiente de botellas.

El “botellón” y algunas de sus variantes más conocidas Guillermo, un chaval flaco, listo y simpático, que parece peinado con una aspiradora, me dice que hay botellones de varios tipos: —Tenemos el botellón—light, o pachanguita, a base de cocacola y birra, con mucha niña mona, grititos y tal. Luego está el botellón—acampada, en las afueras, en plan heavy. Una pasada. Yo a eso no voy. Y después el más corriente, que dura hasta las tres o las cuatro de la mañana, y todos acaban mamaos.

La terminología de Guillermo es aún más expresiva e irreproducible.

—Luego —continúa— está el botellón—precalentamiento antes de la discoteca… ¿Sabe qué pasa? Que si tienes menos de 18, en la disco no te dan alcohol. Y si te lo dan, te sale mucho más caro. Además, con el ruido y el follón, la única manera de pasárselo bien es entrar ya colocado o tomarte una pastilla.

Alejandra, que escucha atentamente, dice que sí con la cabeza.

—Es que la discoteca es insoportable.

—¿Y por qué vas? —No sé… Por el ambiente. Tampoco hay muchas alternativas…

En ese momento se incorpora a la tertulia Nacho, que va de marginal, pero en el fondo es un romántico: —Yo sólo me emborracho para volver a casa…

—¿Para volver? —Sí… Así duermes mejor.

—¿Y tu padre qué dice? —Nada. Está en la cama…

A estas alturas ya se habían unido tres o cuatro más a la conversación, y yo trataba de disimular el profundo desánimo que me iba agarrotando el estómago.

Mis conclusiones, ya digo, no fueron muy alentadoras. Son éstas: Los adictos al botellón que conozco son chavales normales, encantadores como todos los de su edad. Más que sinceros, son impúdicos; capaces de contar las mayores atrocidades sin apenas conciencia de culpa.

Es inútil explicarles que “el alcohol mata”, que terminarán con el hígado hecho paté y el cerebro de corcho. Ya lo saben. “los viejos siempre están hablando de lo que nos puede pasar —me dice Sandra—. Y eso no mola. Lo importante es vivir el momento”.

A la mayoría de esos chicos todavía no les gusta el alcohol. De hecho ni siquiera beben entre semana. Toman licores dulces y empalagosos —sobre todo las chicas— como quien chupa una piruleta. Lo único que buscan es el efecto: la borrachera justa para huir de la realidad. Coger el punto, lo llaman. Éste es, por supuesto, el mejor camino hacia el alcoholismo.

Ahora tratan de reprimir el botellón a base de reglamentos. Cualquier día inventan un fiscal antibotellón. Ya se sabe, cuando falla el espíritu y se hunden los valores morales, siempre hay alguien que pide mano dura y leyes enérgicas. Pero lo jurídico tiene su ámbito propio, y no es éste.

El botellón revela hasta qué punto ha calado entre los más jóvenes la mentalidad hedonista. Ellos no tienen toda la culpa: se limitan a llevar hasta sus últimas consecuencias lo que han aprendido. Sienten la atracción de la desmesura, de lo que antes era marginal y ahora lo encharca todo. No les pidamos pues que tengan buen gusto o que sean moderados: su metabolismo se lo impide.

El botellón no tiene alternativas. Es inútil tratar de buscar expansiones civilizadas para que la tribu hedonista se desfogue cada viernes. Es preciso enseñarles a cambiar de mentalidad; decirles que la vida no se agota en el placer, que hay esperanza: podemos y debemos dar fruto. Demasiados adolescentes han renunciado a hacer de sus vidas algo grande. Chicos y chicas resignados con la esterilidad, que necesitan alcohol, ruido o lo que sea, con tal de huir de una realidad que les resulta insoportable.

Ellos no son así. Necesitan elevar el punto de mira para descubrir el espíritu, y encontrar a Dios, y pisar, por fin, tierra firme.

—No sé —me dice Guillermo—. ¿Cree usted que podemos cambiar? —Si no lo creyera, ¿estaría aquí hablando contigo?

Enrique Monasterio, “Los guarrománticos”

Según Kloster, el Romanticismo ha sido el peor virus político, artístico y literario de nuestra historia reciente. Empezó a reblandecer las meninges de Europa a comienzos del XIX, y desde entonces el mundo no ha levantado cabeza. -Nos hemos vuelto gemebundos y moqueantes, amigo mío -me explicaba con su peculiar facundia-. Los suspiros han acabado con los héroes. Malos tiempos para la épica.

Le respondí que, sin romanticismo, nos habríamos perdido a Rousseau, a Goethe, a Brahms, a Bécquer…, pero él apostilló que también habríamos perdido a Bisbal, a Bustamante, la new age y Pasión de Gavilanes. -Y lo malo -concluyó- es que lo peor está aún por venir. Es cierto: los grandes temas del romanticismo clásico -la pasión libertaria, el gusto por lo esotérico, el culto a la naturaleza y, sobre todo, la hipertrofia de los sentimientos- han alcanzado tal crédito social y cultural que nadie cuestiona su primacía sobre cualquier otro valor.

– ¡Mamá, has herido mis sentimien tos…! – clamaba enfurecida Vanesita Ramírez, empleando una expresión oída en un telefilme que le había gustado mogollón-.

Y la sicóloga Cuquita R. Williams, aconsejaba a una atribulada estudiante de bachillerato: -Si sientes algo especial, no temas; libérate de tabúes, corre al encuentro de “él”, y entrégate sin tasa.

El lenguaje de Cuquita es mohoso, pero su doctrina está al día: “sentir algo especial” es suficiente para legitimar cualquier comportamiento.

Hubo un tiempo en que a los niños nos decían cosas terribles como esa de que “los hombres no lloran”. Hoy, por el contrario, llorar es obligatorio. Hay que gimotear, dar rienda suelta a los lagrimales sin miedo a asperger a los vecinos. En el triunfo y en el fracaso, cuando ganamos Operación Triunfo y cuando fallamos un penalti, cuando declaramos nuestro amor y nos lo declaran, nada mola más que una lacrima sul viso.

– ¡Es tan mono! -decía Jessica a su hermana-. Cuando me pidió salir, lloraba como un niño…

-Y tú, ¿hacías pucheros? -¡Ay,sí…! Un día llegó lo inevitable: el romanticismo y el hedonismo se encontraron; comprendieron que habían nacido el uno para el otro y se unieron en solemne concubinato. Al fin y al cabo, entre la exaltación de los sentimientos y la glorificación del placer casi no hay distancia. El hedonismo aportó al romanticismo el aspecto práctico: convirtió el amor en una cuestión química de intercambio de fluidos, desechando su dimensión espiritual. El romanticismo, por su parte, envolvió en un celofán de suspiros las toscas exigencias hedonistas, y renunció a hablar de amor eterno, de fidelidad y de otras obscenidades semejantes. En nombre de los sentimientos -que todo lo justifican- convirtió las urgencias sexuales en actos virtuosos, en lírica pura. Y nacieron los guarrománticos.

Los guarrománticos están por todas partes: hay culebrones guarrománticos, música guarromántica, literatura y hasta poesía guarromántica. Y telefilms, videojuegos, comics… Pero hay, sobre todo, demasiadas víctimas del virus. Pienso en los más jóvenes: miles de chicos y chicas corrompidos, que no se merecían estar así.

Después de charlar con uno pensé escribir estas líneas. Y escribiré algunas más sobre los viejos guarrománticos y sobre los cobardes que no hemos sabido detener la epidemia. Hablaremos también de la vacuna.

Enrique Monasterio, “El ombligo congelado y el Estado nodriza”, MC

Eran las 10 de la mañana y hacía un frío antártico en Madrid. Los termómetros habían comenzado su lenta remontada diurna, pero aún seguían bajo cero. Al abrir la puerta de la Capellanía, la pareja de pingüinos que anida bajo el escritorio salió huyendo hacia el pasillo. Encendí el aire caliente y me dispuse a colgar el abrigo en el perchero. En ese preciso momento oí una voz femenina: —Oye, ¿sabes si hay clase de Civil? Al capellán, ya se sabe, se le puede preguntar cualquier cosa por muy exótica que parezca.

Volví la cabeza, y no pude reprimir un escalofrío. Y es que, entre el jersey de cachemir azul y el pantalón vaquero de aquella chica, quedaba al descubierto un generoso espacio de epidermis congelada con el ombligo en el centro ensartado en un pendiente de plata.

Traté de responder que no sabía nada de las clases, pero la exhibición umbilical a semejante temperatura me heló momentáneamente la laringe. Al fin pregunté: —¿No tienes frío? —Bueno, sí. Normal… Empezaba bien la mañana. Fui a ver a Kloster: —No te preocupes –me dijo–, pronto prohibirán estas cosas.

—¿Prohibir…? Mi amigo estaba fumándose un puro en su despacho con gesto huraño.

—Mira, chico, es tal la fiebre prohibicionista que padecen los gobiernos en Occidente, que a este paso, acabarán multando también a quienes expongan su pellejo a las heladas invernales.

—A ti lo que te molesta es que no te dejen fumar en el pasillo.

—Lo que de verdad me preocupa, amigo mío, es la irrupción del Estado-Nodriza, última etapa evolutiva de eso que llamábamos Estado del Bienestar.

Cuando Kloster se saca de la manga una teoría, venga o no a cuento, lo mejor es dejarle hablar.

—El Estado del bienestar nos ofreció gratuitamente los servicios sanitarios básicos: médicos y medicinas, quirófanos e intervenciones quirúrgicas. Y estábamos todos tan contentos sin comprender que nuestras benéficas autoridades, además de procurarse un aumento de sus ingresos a base de impuestos, tratarían por todos los medios de gastar menos, protegiéndonos, como una madre posesiva y un poco cargante, contra nuestra nefasta manía de hacer lo que nos dé la gana.

—O sea, que, “niños, abrigaos bien, no me vayáis a coger un resfriado; y nada de fumar, que daña vuestros pulmones y luego nos sale carísimo; el móvil, apagado y el cinturón de seguridad bien ajustadito a vuestro frágil esqueleto. Os quitaremos los anuncios en las carreteras y autopistas para que no os distraigáis leyendo la publicidad de Ulloa Óptico y os rompáis la calavera contra un poste. Conformaos con mirar el toro de Osborne, pero sin texto explicativo. Y por supuesto, si salís del automóvil, hacedlo con chaleco antibalas homologado, y siempre con el maletero abarrotado de trastos: cadenas para la nieve, lámparas de repuesto, triángulos señalizadores y algunas otros artilugios que ya se nos irán ocurriendo”.

La fiebre reglamentista del Estado Nodriza va a más y no se vislumbra el final. En un par de años será obligatorio llevar suela de goma los días de lluvia con el dibujo bien marcado para no resbalar en las curvas. Y cuando salga el sol, sombrero homologado por el Ministerio de sanidad, para protegernos de los rayos ultravioletas… Lo dicho: no te preocupes. Las ostensiones umbilicales, con o sin piercings, estarán prohibidas en invierno.

Aquí hizo una pausa mi amigo y, por una vez, me permití discrepar: —Te equivocas, amigo Kloster. Esto no hay quien lo prohíba, porque no se trata de una moda sino de un hecho cultural de primera magnitud. En todas las épocas las mujeres han tratado de realzar lo más significativo de su personalidad: los ojos, el perfil del rostro, los labios, la sonrisa… Ahora hemos entrado en una nueva era autocomplaciente, ególatra y narcisista en la que lo importante ya no es amar entregándose, sino sentirse bien con el propio cuerpo. En una época así, ¿dónde crees que se sitúa el centro de gravedad? —¿En el ombligo? —Por supuesto.

Enrique Monasterio, “El sapo de Isabel”

No se llama Isabel la protagonista de esta anécdota, pero ella me ha pedido que la cuente con todo detalle.

Cuando llegó al colegio hace qué sé yo cuántos años, acababa de cumplir los trece y padecía un pavo en fase aguda. Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en este cole, las profesoras y el capellán le hacían caso. Y tanto le gustó la novedad, que se convirtió en mi sombra, una sombra grata casi siempre y un poco pesada a veces.

La adolescencia es imprevisible y variada. Hay adolescentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas… A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura. El pavo de Isabel, fue lánguido, pegajoso, cansino, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.

No soy capaz de recordar qué enormes problemas le impulsaban a verme cada tres días. Muy graves no eran, ya que alguna vez la devolví a clase con cierta brusquedad.

—¡Qué fuerrrte…! –me reprochó un día haciendo tremolar la erre– Allá usted con su conciencia si no quiere hablar conmigo.

Pasaron los meses, terminó el curso, se fue a la Sierra, y de vuelta en septiembre, como tardaba en venir a saludarme, tomé yo la iniciativa.

—¿Qué tal, Isabel? ¿Cómo ha ido el verano! —Normal.

El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.

—¿Te ocurre algo? —Que paso de colegios, de misas y de curas: son unos comecocos. Y no pienso recibir la Confirmación… Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por “hoy tengo mal día. Mañana hablaremos”. Dos semanas más tarde, sin embargo, perseveraba en su actitud, y yo acudí a una de sus amigas: —A Isabel lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un sapo… Ya lo soltará.

Sí, claro, el famoso sapo; eso debía de ser.

Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como casi siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 50. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 50, ya que la hipocresía requiere mucha práctica. De ahí que el sapo de una adolescente sea sencillo de diagnosticar.

Pero Isabel seguía hermética como una ostra. Sus labios se habían convertido en una línea recta y dura, sellados a cualquier intento de comunicación civilizada.

Hasta que una tarde… Venía hacia mí por la calle, acompañada por un chaval de unos quince años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados que tienen algunos adolescentes. Ella hablaba y hablaba sin dejar de mirarlo. No me vio hasta que casi nos tropezamos en un semáforo.

—Ah, hola… Isabel reaccionó con insólita cortesía: —Le presento a Borja…, un amigo.

El chico me miró confuso. Le estreché la mano y me dirigí a Isabel: —Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto? Se puso roja, se le escapó una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trató de taparse la boca, pero ya era tarde… Al día siguiente, me explicó lo que yo ya sabía: que ése era su sapo. Que le daba cosa que la viera así; pero que seguiría siendo mi amiga y, por supuesto, recibiría la Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este artículo.

Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o a la imagen que le gustaría proyectar al exterior. Así se forma el famoso sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral.

Cuando, al fin, uno quita el tapón, vence al demonio mudo y achica sus miserias en el desaguadero de la Penitencia, el confesor apenas se fija en esos pecados, tan vulgares por otra parte. Lo que le conmueve de verdad son las virtudes que el penitente muestra sin querer. Y el sapo, cuando sale de su guarida, acaba por ser tan terrible como el de Isabel.

Lo que ella no sospechará jamás es que aquel día, roja como el semáforo donde nos encontramos y con la risa acorazada, estaba más guapa que nunca.

* Sapo: “algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores” (Definición de Elena, alumna de 6º de Primaria).

Enrique Monasterio, “Estrenar un cuaderno”

Ahora que empieza el curso, me viene a la pluma lo que decía Heráclito: que nadie se baña dos veces en el mismo río. El río en este caso se llama Aldeafuente y es mi Colegio: el mismo -siempre cambiante- de los últimos quince años. Tanto tiempo llevo ya aprendiendo a ser capellán.

Volveré a clase y las alumnas que encuentre se parecerán poco a las que se fueron de vacaciones en junio. Me pregunto si las de 2º de eso, que me demostraban un singular apego, seguirán siendo encantadoras o habrán adoptado ya el aire displicente y perdonavidas que preludia la llegada de la edad del pavo.

¿Y las de 1º de BUP, que parecían eternamente agotadas, con la barbilla pegada en el pupitre y los párpados a media asta?, ¿habrán recuperado la normalidad? No parece fácil: la adolescencia no se cura con sol de playa y bronceador.

¿Y las pequeñas? Para ellas cada curso es una eternidad, y las vacaciones, una especie de quitamanchas, que elimina, sin dejar rastro, los recuerdos desagradables del año anterior.

A mí, sin embargo, lo ocurrido en los últimos diez o quince años se me amontona y confunde en la memoria sin orden ni concierto. No distingo los cursos ni las promociones: los adultos somos como rocas siempre idénticas a sí mismas -si acaso algo más erosionadas cada día- en medio de la corriente de un río que se renueva implacable.

El colegio que encuentre a mi regreso habrá mejorado un poco: siempre mejoramos, gracias a Dios. Habrá ordenadores más potentes; las niñas estrenarán libros llenos de colorido, que -me temo- habrán subido de precio. Los bolis y los rotuladores cumplirán su cometido sin fallos ni intermitencias. Y los cuadernos aún no tendrán churretes.

¿No es fascinante ese breve rito anual de inaugurar un cuaderno recién comprado? Uno se frota las manos en el jersey para no mancharlo, y muy despacio, con especial mimo, ceremoniosamente, escribe su nombre y apellido en las tapas. Es un gesto viejo y lleno de sentido. Cuando veo con qué pausa y primor dejan su firma las alumnas, pienso que se están diciendo a sí mismas: “este año será diferente”. Será un año sin borrones ni tachaduras.

Y sin embargo estoy casi seguro de que dentro de pocos días el bolígrafo de Maica depositará un borrón azul en la primera hoja; María tachará con furia un error del que no conviene dejar la menor huella; y Pilar llenará su cuaderno de corazones -dibujados sin darse cuenta en un ataque de languidez-, o escribirá declaraciones de amor en inglés dirigidas a un tal Nacho.

¡Maldita experiencia de adulto, que siempre nos lleva a profetizar catástrofes! ¿Y si ocurriera lo contrario; si las tres consiguieran mantener limpios sus cuadernos? ¿Por qué no puede ser éste el curso en que Rocío demuestre lo que vale, el año del milagro que se propone lograr Elena cada septiembre? Hace algunos septiembres, Mercedes -que por entonces estaba en BUP- me contaba, llena de pasión, sus ambiciosos planes, las metas que iba a conseguir y de las que estaba supersegura.

-Se lo prometo -repetía una y otra vez-. Ya verá cómo cambio este curso…

Ella no se acordará, pero aquel día confundí la prudencia con la cautela o con el cinismo. Tendría que haberme solidarizado con su entusiasmo, para luego, en todo caso, matizarlo un poco. Sin embargo solté esa frase tópica de adulto resabiado: -Mira, Mercedes, no te hagas ilusiones…

¡Naturalmente que hay que hacerse ilusiones! ¿En qué estaría yo pensando? También los mayores deberíamos ser capaces de estrenar un cuaderno nuevo cada año, cada mes o cada día con la fe y con la amnesia envidiable de los niños. Lo que nos frena es la experiencia. Mejor dicho, las tristes experiencias de los viejos fracasos, que nos van cargando de tristeza la mochila y, si uno se descuida, acaban por aplastarnos o por inhabilitarnos para cualquier tarea original o creadora.

Pero la experiencia no debe ser un lastre, sino un motor. No un freno, sino un estímulo para recomenzar la pelea con más ímpetu y sabiduría. Hablo, por supuesto de todos los campos de la vida; pero especialmente del terreno espiritual, de la perenne batalla que hemos de sostener por ser santos y en la que siempre hay que estar recomenzando. Nuestro cuaderno será nuevo cada mañana si nos dejamos querer y limpiar por Dios.

Escribamos nuestro nombre y apellido en las tapas, que los borrones ya no están, y el día que hoy empieza es otra vez el primero.

Y a quien le venga la tentación de apelar a la experiencia como coartada para pactar con la mediocridad, puedo contarle lo que me dijo Heinz Kloster el día de su noventa cumpleaños: -Mira, hijo mío, la experiencia demuestra que no conviene fiarse de la experiencia. Al fin y al cabo, cuando uno tiene experiencia de verdad, ya no es capaz de recordar ni la experiencia que tiene.

Enrique Monasterio, “La fachada”

Los diez o doce lectores que aún me quedan quizá recuerden que el mes pasado comencé a escribir una moderada defensa de la “buena pinta”, es decir, de la fachada con que nos presentamos ante los demás. Todo vino a propósito de un chaval a quien cambié de nombre pero no de atuendo, que se presentó en mi despacho de la capellanía vestido de mendigo o de prisionero en Auschwitz. y salió camino de su casa a bordo de un imponente automóvil azul metalizado.

Ya me temía yo que estaba metiéndome en un peligroso jardín, sobre todo cuando hablé de “feísmo” y descalifiqué la moda del pantalón corto y las chancletas.

-Ni feísmo ni “guapismo” -me increpó Luis-. Lo que a usted le parece feo a mí me mola. Y sobre gustos no hay nada escrito.

-Te equivocas, amigo. Sobre gustos se han escrito bibliotecas enteras. Y no todo es subjetivo si hablamos de belleza o fealdad. Lo que pasa, en mi opinión, es que la sociedad se nos ha vuelto del revés, y, en cuestiones de fachada, es decir, de indumentaria, de lenguaje, de trato social etc., los valores de la elegancia y la pulcritud han dejado su puesto a otros más mezquinos.

A ver si soy capaz de explicarme recurriendo a la historia.

Hace cincuenta años el nivel económico del personal se notaba al primer golpe de vista, de nariz y de oído: los pobres vestían de pobre, olían a pobre y hablaban como pobres. Los ricos, por el contrario, vestían de rico, es decir, con ropa de confección, zapatos importados y corbatas de seda. También olían a rico, y su lenguaje almidonado estaba en consonancia con la blancura de sus puñetas y el brillo de sus gemelos de oro.

Todo eso, gracias a Dios, desapareció hace varias décadas. El desarrollo económico y El Corte Inglés hicieron su benéfica tarea homogeneizadora, y el buen gusto dejó de ser patrimonio de los más privilegiados. Ya no era preciso tener una cuenta corriente poco corriente para vestir razonablemente bien.

Pero el vestido, más que para abrigarse, sirve para distinguirse, y como en cuestiones de estética las clases sociales se habían equiparado, los fabricantes de ropa y sus cómplices los clientes, dejaron a un lado la belleza y todas esas monsergas y cambiaron de estrategia. La elegancia ya no dependería del buen gusto del atuendo, sino del precio. Y el precio se reflejaría en una etiqueta, que no se ocultaba, sino todo lo contrario: aparecía bien visible, con logotipo incluido, como un anuncio gratuito de la marca en cuestión y un modo de prestigiar al comprador, con tal de que éste se lo creyera.

Qué éxito, chico. “Vestir de etiqueta” ya no significaba disfrazarse de pingüino, sino llevar el dibujo más prestigioso en el bolsillo trasero del pantalón. Equivalía, para entendernos, a enseñar la factura. Y eso que el famoso cocodrilo de Lacoste se vendía en el Metro de Madrid y te lo cosían en la prenda que eligieras sin aumento de precio.

El siguiente paso fue precisamente el culto de lo feo, de lo cutre, incluso de lo sucio. Eso sí, con etiqueta. Unos buenos tejanos descoloridos y desgarrados, unos zapatos de doscientos euros sin calcetines ni betún, una camisa sudadita y una barba de tres días visten cantidad a bordo de un Ferrari.

La pregunta es: Todo esto, ¿tiene algún significado, o nos hemos vuelto cretinos? No. La fachada que presentamos nunca es casual. En el fondo, toda fachada es un lenguaje, un modo de comunicar a los demás lo que uno piensa de sí mismo y del vecino que tiene enfrente. -Ya. O sea que el hortera adinerado que exhibe su roña… -El hortera en cuestión, probablemente no sea consciente de lo que hace, pero, en el fondo, está diciendo a su vecino que no le merece el menor respeto, que, para él, es irrelevante la sensibilidad ajena.

-Soy rico, muchacho -nos comunica-. Mi dignidad está en mi cartera. Valgo lo que tengo y ni un euro más… Soy sólo un tipo mugriento vestido de etiqueta.

Enrique Monasterio, “En un hospital de Madrid”

Tengo en el disco duro del portátil una carpeta que llamo “congelador”. Allí voy guardando desde hace años anécdotas verídicas, notas de prensa, sucesos más o menos relevantes, frases oídas al pasar y docenas de ocurrencias personales, con la esperanza de que, descongeladas y bien aderezadas, sirvan de algo en el futuro.

Pocas veces hasta ahora he recurrido al congelador; pero hoy, al enfrentarme con el artículo de mayo, he abierto esa carpeta en busca de alguna vieja anécdota. He aquí una que casi había olvidado.

En marzo de 1996 fui a un gran hospital de Madrid para visitar a un amigo al que iban a operar del corazón. Estuve unos minutos con él, y al salir -¡qué importante es vestir “de uniforme” en estos casos!- fui abordado por una señora mayor. Me dijo que su marido iba a entrar en el quirófano, y quería hablar antes con un sacerdote.

-Tenga en cuenta, padre, que tiene la cabeza un poco perdida…

Al cabo de diez años me resulta imposible recordar el rostro del enfermo. Tampoco anoté su nombre, creo que era Juan, pero no he olvidado su mirada entre tímida e irónica ni su piel reseca y traslúcida, como un envoltorio de papel arrugado, demasiado grande para tan poca carne.

Después de confesarse, me sujetó la mano con inopinada energía. Tenía el pulso acelerado y caliente. No quería que me marchara. Tampoco que llamase a su mujer.

Empezó a hablar despacio, buscando con esfuerzo el vocablo preciso y repitiéndolo cuando al fin lo encontraba, como para tatuárselo en la memoria. Me dijo que era navarro y que había trabajado como médico en un gran pueblo de La Mancha. Sus restantes palabras, tal como las apunté entonces en el congelador, son éstas: -“Todos los moribundos piensan en sus madres. Yo lo he visto muchas veces en los hospitales. Y ahora me estoy muriendo yo. Esta operación servirá sólo para la prórroga y para que tengan tiempo de ir grabando el epitafio. A lo mejor ni eso.

“Quiero mucho a mi mujer. Hemos estado juntos casi sesenta años, y sin ella no sabría dónde he puesto las gafas. Ya comprendo que es una pobre declaración de amor… De mi madre no tengo memoria. Murió cuando yo era muy chico. Sólo conservo una foto que no me dice nada. Está amarilla y fría como un cadáver.

“Le cuento esto porque no tiene lógica que todos los días sueñe con ella. Y cuando estoy despierto, a veces la sigo viendo. Si se lo explico a mi hijo, que también es médico, me dirá que ando mal de la cabeza y que hay que ajustar el litio. Este chico todo lo resuelve a base de litio. Pero el caso es que la veo, y, aunque no se parece en nada a la fotografía, sé que es mi madre porque ella me lo dice. Pero como es muy joven y sonríe, me estaba preguntando si no será la Virgen. ¿Qué piensa usted, padre?” No anoté mi respuesta, pero sí que hablamos casi una hora más. A Juan, en efecto, se le iba un poco la cabeza, pero era hombre reciamente cristiano que hablaba de la Virgen, de su mujer, de Dios, de las gafas, del santo patrón del pueblo y de las pastillas que debe tomar cada seis horas, sin salir de la misma oración subordinada. Todo era igualmente real y cercano.

Rezamos juntos un misterio del Rosario. Le hice notar que, en el avemaria, acudimos a nuestra Madre para que nos proteja en los dos únicos momentos importantes de la vida: ahora y la hora de la muerte. Al fin y al cabo, el pasado ya no existe y del futuro ni siquiera sabemos si llegará. El “ahora” es lo importante…

-…y la muerte.

-Sí. Cuando esos dos momentos coincidan, ¿qué madre no saldría al encuentro de su hijo? San Alfonso María de Ligorio escribió en el siglo XVIII un librito titulado Las glorias de María en el que recoge docenas de tradiciones y leyendas marianas, a cual más ingenua y milagrosa.

La mía es menos pintoresca, pero tal vez sirva para este mes de mayo que dedicamos a la Señora.

Y conste que, en mi opinión, el problema del litio es irrelevante en esta historia.

Enrique Monasterio, “Torturas políticamente correctas”, MC, 1.IV.06

-Se os acusa de practicar la autotortura física…

-No me digas…

Uno ya no se asombra de nada. Ni siquiera de que te acusen de extravagancias ni de que te lancen a la cara palabras-tabú, como “tortura”.

-que se nos acusa… ¿de qué? -Ya sabes. La llaman “mortificación corporal”.

-Ya, ¿y en qué consiste el delito? -Bueno…. está claro. Uno no puede obligar a nadie a torturarse. Eso es de sectas.

-Ya. O sea que además obligamos. Sí, realmente es grave…

Sirva este inicio de diálogo, surrealista pero real, para introducir unas melancólicas consideraciones, ahora que termina la Cuaresma y entramos en la Semana de Pasión.

Lo reconozco: torturar está feo: seguro que es anticonstitucional. Y si encima es “auto”, mucho peor. Pero lo que resulta definitivamente irritante es que quienes se sacrifican, aleguen motivos religiosos para tan tenebrosas prácticas.

Con lo fácil que sería sufrir lo mismo o incluso más, pero sin dar la nota. Bastaría con que los “autotorturados” se aplicaran alguno de los suplicios físicos y psíquicos admitidos, recomendados y aplaudidos por la moral dominante. Y es que hay torturas hedonistas, estéticas, políticas, deportivas y económicas la mar de correctas y urbanas, como las que paso a enumerar a continuación sin ánimo de ser exhaustivo.

1. Mortificaciones por razones de imagen: a) la depilación a la cera; b) la liposucción;, c) las perforaciones umbilicales, auriculares, labiales, nasales y linguales, o sea, el piercing. d) La automutilación de las partes adiposas del organismo y otras prácticas quirúrgicas salvajes: forjarse unos morritos-guardabarro a la silicona como los que lucen varias famosas requiere un espíritu de sacrificio cercano al heroísmo. e) Los tatuajes. f) La dietas de la alcachofa y de la sopa de apio. g) El footing mañanero con chándal de penitente. h) Los tacones de aguja. i) El ombligo y los riñones congelados. j) Y, por supuesto, el corsé, ya en desuso, que fue el cilicio de nuestras abuelas.

2. Mortificaciones políticas. a) La laringitis electoral, que nuestros amados líderes padecen después de cada campaña. b) Los insufribles viajes en autobús por el suelo patrio. El tormento se acentúa por el hecho de que muchos líderes no han tomado jamás un autobús. e) La llamada “sonrisa fósil” o rictus metálico: supongo que algunos se operan para aguantar la tirantez muscular del rostro sin desfallecimientos.

3. Mortificaciones hedonistas: a) El zurriagazo masoca y otras prácticas sexuales dolorosas. Antes se llamaban “perversiones” porque lo son; pero si a uno le gustan, se ofertan a buen precio en los periódicos más progres. b) Los atascos vacacionales de ida; e) los de vuelta. d) El tueste al sol con crema bronceadora a la zanahoria. e) El menú creativo de la cuñada. f) Las hormigas fritas. g) La nouvelle cousine. h) La cuenta.

4. Renuncio a enumerar por falta de espacio las mortificaciones olímpicas o deportivas, que están en la mente de todos. Y no digamos nada de las torturas económicas. Por un puñado de dólares, Clint Eastwood se hinchó a matar forajidos en el Oeste para cobrar la recompensa. Por un puñado de euros, nos sacrificamos hasta dejar chiquito al bueno de San Simón el Estilita, supuesto inventor del cilicio.

-Entonces, ¿por qué se escandalizan tanto de las mortificaciones corporales? -Elemental, mi querido Kloster. No se escandalizan del dolor sino de los motivos. Por ganar una pasta estarían dispuestos a dejarse apalear hasta perder el sentido, pero por amor de Dios les parece excesivo mover un dedo.

Cuentan que en cierta ocasión, alguien dijo a la Madre Teresa de Calcuta: “lo que ustedes hacen, yo no lo haría ni por un millón de dólares”. La monja sonrió antes de responder: -Nosotras tampoco, hijo mío.

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía -le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?

Enrique Monasterio, “Sufrir, ¿para qué?”, MC, XI.93

¿Y cuál es el sentido del dolor? Yolanda hizo la pregunta justo en el momento en el que sonaba el timbre que ponía punto final a la clase. La cuestión era demasiado grande para resolverla mientras recogíamos los bártulos y también para estos dos folios. Pero, en el fondo, ¿añadiríamos algo si, en lugar de dos, fueran cuatrocientos? Al que sufre no se le consuela con un artículo ni con un analgésico.

EL DOLOR No vale la pena intentar siquiera una definición. El dolor encarcela al hombre dentro de su cuerpo; bloquea las compuertas del alma y le impide mirar hacia afuera; empequeñece el espíritu y repliega a la persona sobre sí misma.

El dolor, como el gas, tiende a ocupar todo el espacio disponible. Penetra en cada célula, en cada rincón: impide el trabajo y el descanso; agría el carácter, y amenaza con destruir cuanto de bueno hay en nosotros.

También los animales sienten el dolor; pero sólo el hombre, que es espíritu, sabe que lo siente aunque no lo entienda; reflexiona sobre su dolor, y se angustia. Es el espíritu, no la carne, quien de veras sufre y se rebela.

El dolor pone ante los ojos del alma la evidencia de su corporeidad: nos hace entender que somos corruptibles y, por tanto, mortales. Todo dolor es un anuncio de la muerte. Por eso el alma, que es inmortal, se desconcierta, se descubre cogida en una trampa, prisionera más que nunca de la carne.

El dolor angustia aun antes de padecerlo: cuando sólo se presiente. Peor que el sufrimiento actual es el miedo al dolor futuro, que llena el alma de sombras e impele a una huida imposible.

Por evitarlo, hay quien traiciona a los amigos, a las propias ideas, a Dios. Muchas veces es más temido que la propia muerte. Por eso algunos eligen el suicidio con tal de no pagar el necesario peaje del dolor.

Sabéis que no hago literatura. También a los quince o a los veinte años es posible haber tenido la experiencia del sufrimiento. Y, en todo caso, tarde o temprano llega.

PERO ALGO DE BUENO SÍ QUE TIENE… Al parecer María temía que cargarse demasiado las tintas. Por eso me interrumpió para hacer notar que, gracias al dolor estamos vivos. Lo digo así, rotundamente, y tenía razón: cuando en nuestro organismo aparece una enfermedad, una herida o una infección, se dispara el dolor como un mecanismo de alarma, tan molesto y estridente como los que avisan en caso de incendio. Ahí radica su eficacia. El dolor nos grita que algo va mal y que hay que arreglarlo. En este sentido, podemos dar gracias a Dios por habérnoslo enviado: un buen ataque de apendicitis, con chillidos incluidos, puede salvarnos la vida.

EL DOLOR ES UN MAL… ÚTIL Creo, pues, que coincidimos en que algunos dolores pueden servirnos, y mucho: hasta el punto de sernos imprescindibles. Siguen siendo males, pero vale la pena sufrirlos si no hay otra forma de alcanzar un bien mayor o de evitar un daño más grave.

Así, quien permite que le rajen con un bisturí para quitarse un apéndice averiado, no sólo quiere ese dolor, sino que encima lo paga.

La oronda señora que se somete a un planchado de arrugas, con estiramientos incluidos, y se deja chupar la grasa con sofisticados aparatos de tortura, ama ese sacrificio con la misma lógica que el mártir, aunque sus razones sean sensiblemente menos ambiciosas: el mártir trata de conquistar el Cielo, y, para lograrlo, resiste los mayores tormentos. Ella sólo desea recuperar el Paraíso perdido de la esbelta juventud, enfundándose el vaquero, que es la vestidura del Edén.

Y lo mismo cabe decir del paciente que, en pleno uso de sus facultades mentales, visita al terrible dentista; del que se deja el pellejo por ganar un maratón, o por quedar el último…, y así sucesivamente. En resumen, que el dolor es menos cuando es útil, cuando tiene un sentido.

DOLOR Y SACRIFICIO Los ejemplos anteriores ilustran cómo puede ponerse el dolor al servicio incluso del propio egoísmo. Pero también es posible y, por cierto, bien frecuente, sufrir en beneficio de los demás: una madre me contaba que ella por nada del mundo renunciaría al dolor del parto. Intuía que ese dolor es una forma de entrega al hijo que nace. Entendedme; no estoy diciendo que el parto sin dolor sea menos generoso. Me limito a transmitir una experiencia ajena, que me parece respetable e incluso razonable.

En todo caso, todos podríamos poner ejemplos cotidianos de personas que se sacrifican generosamente, quizá es lo que da sentido a su vida: para ellos no es un mal, sino un tesoro. ¿Hay alguien que no lo entienda? Edurne era una vieja sirvienta vasca que conocí hace meses. La atendí en sus últimos días de vida, y estoy seguro de que está en el Cielo. Cuando la vi por primera vez estaba sentada en un sillón, con una manta sobre las rodillas y temblando como una hoja. La señora de la casa me puso al corriente de la situación: -El médico dice que se muere… Y no sabemos de qué. Hasta hace unos meses seguía cuidando a los niños día y noche. Se desvivía. «No sé cómo les aguantas, Edurne, le decía yo… Déjalos estar. No los mimes tanto». Pero ella se quitaba hasta dormir… Con decirle que, cuando mi hija tuvo lo del riñón…: nada, una tontería… Pero quería ofrecer los suyos por si hacían falta para un transplante… Figúrese: para transplantes estaba la pobre… Bueno, pues hace dos meses le tuvimos que pedir que no trabajase más: apenas veía…, teníamos miedo… Siguió viviendo con nosotros, pero se fue apagando. El médico dice que se muere… ¿Usted lo entiende? EL DOLOR INÚTIL Y LA CRUZ -¿Y si el dolor no sirve para nada…? Yolanda tiene la habilidad de hacer la pregunta oportuna en el momento justo.

-¿A quien le sirve, por ejemplo, que yo tenga una enfermedad grave, un cáncer…? -¿Y a quién servía –le contesté- todo ese desvivirse de Edurne, cuando ya estaba casi ciega y más que una ayuda era un estorbo, incluso un peligro? -Supongo que a ella misma… Era su manera de estar viva, ¿no? Sí. Y, sobre todo, era la única forma de amar que le quedaba.

Jesucristo nos descubrió este misterio. Él nos enseñó que amar es, ante todo, donación de uno mismo. No ama más el que más goza, sino el que vive hasta sus últimas consecuencias ese “Le doy mi vida”, que tan alegremente decimos como si fuera una pura imagen lírica.

Dar la vida es, desde luego, una locura. Sólo los seres espirituales podemos hacerlo. Y la entrega en cada gesto, en cada renuncia, cada minuto; pero siempre, necesariamente, con dolor; porque nuestro ser se resiste a ese enorme “desperdicio” de vida que es el amor. Por eso todos los enamorados del mundo sueñan con sufrir. Jesús hizo realidad su sueño y “nos amó hasta el extremo” con su Pasión y su Cruz.

Dios no quiere nuestro dolor… ¿Para qué serviría? Pero nosotros sí lo necesitamos, porque es nuestra forma de amar, de estar vivos, de entregar el alma. ¿Cómo podríamos darla si no existiera el sacrificio?