José Luis Martín Descalzo, “Milagro en un pub”

“Amarse es maravilloso. La amistad lo es. El que tres muchachos en la Nochevieja no caigan en la barata-falsa alegría que parece la etiqueta obligada de esa noche y se dediquen al maravilloso deporte de hablar como verdaderos hombres, también eso me parece un milagro.

Y es que tal vez los hombres vivimos demasiado en nuestra superficie. Y en la Nochevieja elevamos a dogma esa superficialidad, reímos, bebemos, nos alegramos porque así está mandado, pero nunca somos más falsos que en esas alegrías.

Y, sin embargo, debajo de esa piel de superficialidad todos los hombres tenemos un alma. Un alma ardiente de necesidad de amistad. Y la tenemos a la pobrecita olvidada dentro de nosotros, anestesiada, dormida. Nos da vergüenza sacar a la calle su necesidad de amor. Y parecemos frívolos por un tonto pudor de decir lo que dentro tanto necesitamos.

Por eso me alegra tanto el que unos jóvenes charlasen esa noche. No para decir bobadas, no para contarse chistes, no para matar esa noche como un símbolo de la vida que se nos escapa. Sino que hablasen con las almas desnudas. Forzosamente allí tenía que estar Dios. Porque Él está siempre donde unos hombres y unas mujeres lo son verdaderamente. No donde las marionetas que nos fingimos sustituyen a nuestras verdaderas almas. Fue un milagro, sí. Uno de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos.

Un amigo me escribe contándome su extraña, maravillosa Nochevieja. En ella no ocurrió nada llamativo, pero todo fue espléndido. Mi amigo está viviendo una etapa de deslumbramiento. De repente parece haberse arrancado la careta de la amargura que cubría su alma y está encontrándole nuevos horizontes a la vida. Tal vez por eso, porque está a la caza de una vida mejor, le ocurrió lo que le ocurrió esa noche. No sabía dónde tomar las uvas y, un poco por casualidad, se fue a un “pub”. Allí encontró a una pareja de novios desconocida. Amigos de amigos de amigos. Y comenzaron a hablar. No de frivolidades, sino de sus almas, de sus luchas y esperanzas, de sus tristezas y de sus alegrías. Terminaron hablando de Dios. Y la charla se enrolló. Y duró toda la noche. Mientras media España se emborrachaba, ellos hablaron. Hablaron serenamente, de todo, entrando en ese milagro verdadero que es el reposo de la amistad. Y fue una noche relajante, multiplicadora. Entraron cada uno de los tres con un alma y salieron con tres. Porque la verdadera amistad multiplica.

Ahora mi amigo está gozosamente asombrado. Me dice que sospecha que Dios tuvo algo que ver con ese encuentro. Él había ido casualmente a aquel “pub”. Y casualmente habían ido sus nuevos amigos. “¿No cree usted –me pregunta- que aquello fue algo más que simple casualidad? Tampoco quiero sacarle un significado sobrenatural a algo que no lo tiene. Simplemente, que fue demasiado bueno para ser casual.” Y apostilla mi amigo: “Y es que a Dios se le encuentra hasta en un “pub”, si uno se fía de Él.” A mí tampoco me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

José Luis Martín Descalzo, “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor”

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada? LA MONTAÑA DEL DOLOR Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad… Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido? Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

TEORÍAS, NO Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo! El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.

DEMASIADA RETÓRICA La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.

En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre, lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.

VINAGRE, O VINO GENEROSO El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu vida.

Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años. Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano comprensiva y amiga! Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que perdisteis! La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién eras, quién eres.

Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los hospitales, me descubrió qué engañado estaba.

UN ABUSO DE CONFIANZA La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su tarea? Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.

Tomado de http://www.devocionario.com

José Luis Martín Descalzo, “¿Quién decís que soy yo?”

Hace dos mil años un hombre formuló esta pregunta a un grupo de amigos (Evangelio de San Marcos 8, 27). Y la historia no ha terminado aún de responderla. El que preguntaba era simplemente un aldeano que hablaba a un grupo de pescadores. Nada hacía sospechar que se tratara de alguien importante. Vestía pobremente. Él y los que le rodeaban eran gente sin cultura, sin lo que el mundo llama “cultura”. No poseían títulos ni apoyos. No tenían dinero ni posibilidades de adquirirlo. No contaban con armas ni con poder alguno. Eran todos ellos jóvenes, poco más que unos muchachos, y dos de ellos -uno precisamente el que hacía la pregunta- morirían antes de dos años con las más violentas de las muertes. Todos los demás acabarían, no mucho después, en la cruz o bajo la espada. Eran, ya desde el principio y lo serían siempre, odiados por los poderosos. Pero tampoco los pobres terminaban de entender lo que aquel hombre y sus doce amigos predicaban. Era, efectivamente, un incomprendido.

Los violentos le encontraban débil y manso. Los custodios del orden le juzgaban, en cambio, violento y peligroso. Los cultos le despreciaban y le temían. Los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, pero los ministros oficiales de la religión de su pueblo le veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Eran ciertamente muchos los que le seguían por los caminos cuando predicaba, pero a la mayor parte les interesaban más los gestos asombrosos que hacía o el pan que les repartía que todas las palabras que salían de sus labios. De hecho todos le abandonaron cuando sobre su cabeza rugió la tormenta de la persecución de los poderosos y sólo su madre y tres o cuatro amigos más le acompañaron en su agonía.

La tarde de aquel viernes, cuando la losa de un sepulcro prestado se cerró sobre su cuerpo, nadie habría dado un céntimo por su memoria, nadie habría podido sospechar que su recuerdo perduraría en algún sitio, fuera del corazón de aquella pobre mujer -su madre- que probablemente se hundiría en el silencio del olvido, de la noche y de la soledad.

Y… sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a aquel hombre. Los historiadores -aún los más opuestos a él- siguen diciendo que tal hecho o tal batalla ocurrió tantos o cuantos años antes o después de él. Media humanidad, cuando se pregunta por sus creencias, sigue usando su nombre para denominarse. Dos mil años después de su vida y muerte, se siguen escribiendo cada año más de mil volúmenes sobre su persona y doctrina. Su historia ha servido como inspiración para, al menos, la mitad de todo el arte que ha producido el mundo desde que él vino a la tierra. Y, cada año, decenas de miles de hombres y mujeres dejan todo -sus familias, sus costumbres, tal vez hasta su patria- para seguirle enteramente, como aquellos doce primeros amigos.

¿Quién, quién es este hombre por quien tantos han muerto, a quien tantos han amado hasta la locura y en cuyo nombre se han hecho también -¡ay!- tantas violencias? Desde hace dos mil años, su nombre ha estado en boca de millones de agonizantes, como una esperanza, y de millares de mártires, como un orgullo. ¡Cuántos han sido encarcelados y atormentados, cuántos han muerto sólo por proclamarse seguidores suyos! Y también -¡ay!- ¡cuantos han sido obligados a creer en él con riesgo de sus vidas, cuantos tiranos han levantado su nombre como una bandera para justificar sus intereses o sus dogmas personales! Su doctrina, paradójicamente, inflamó el corazón de los santos y las hogueras de la Inquisición. Discípulos suyos se han llamado los misioneros que cruzaron el mundo sólo para anunciar su nombre y discípulos suyos nos atrevemos a llamarnos quienes -¡por fin!- hemos sabido compaginar su amor con el dinero.

¿Quién es, pues, este personaje que parece llamar a la entrega total o al odio frontal, este personaje que cruza de medio a medio la historia como una espada ardiente y cuyo nombre -o cuya falsificación- produce frutos tan opuestos de amor o de sangre, de locura magnífica o de vulgaridad? ¿Quién es y qué hemos hecho de él, cómo hemos usado o traicionado su voz, qué jugo misterioso o maldito hemos sacado de sus palabras? ¿Es fuego o es opio? ¿Es bálsamo que cura, espada que hiere o morfina que adormila? ¿Quién es? ¿Quién es? Pienso que el hombre que no ha respondido a esta pregunta puede estar seguro de que aún no ha comenzado a vivir. Gandhi escribió una vez: “Yo digo a los hindúes que su vida será imperfecta si no estudian respetuosamente la vida de Jesús”. ¿Y qué pensar entonces de los cristianos -¿cuántos, Dios mío?- que todo 1o desconocen de él, que dicen amarle, pero jamás le han conocido personalmente? Y es una pregunta que urge contestar porque, si él es lo que dijo de sí mismo, si él es lo que dicen de él sus discípulos, ser hombre es algo muy distinto de lo que nos imaginamos, mucho más importante de lo que creemos. Porque si Dios ha sido hombre, se ha hecho hombre, gira toda la condición humana. Si, en cambio, él hubiera sido un embaucador o un loco, media humanidad estaría perdiendo la mitad de sus vidas.

Conocerle no es una curiosidad. Es mucho más que un fenómeno de la cultura. Es algo que pone en juego nuestra existencia. Porque con Jesús no ocurre como con otros personajes de la historia. Que César pasara el Rubicón o no lo pasara, es un hecho que puede ser verdad o mentira, pero que en nada cambia el sentido de mi vida. Que Carlos V fuera emperador de Alemania o de Rusia, nada tiene que ver con mi salvación como hombre. Que Napoleón muriera derrotado en Elba o que llegara siendo emperador al final de sus días no moverá hoy a un solo ser humano a dejar su casa, su comodidad y su amor y marcharse a hablar de él a una aldehuela del corazón de África.

Pero Jesús no, Jesús exige respuestas absolutas. Él asegura que, creyendo en él, el hombre salva su vida e, ignorándole, la pierde. Este hombre se presenta como el camino, la verdad y la vida (Juan 14, 6). Por tanto -si esto es verdad- nuestro camino, nuestra vida, cambian según sea nuestra respuesta a la pregunta sobre su persona. ¿Y cómo responder sin conocerle, sin haberse acercado a su historia, sin contemplar los entresijos de su alma, sin haber leído y releído sus palabras?” Tomado de “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”.

José Luis Martín Descalzo, “El chupete”

Cuando estos días veo la famosa campañita de los preservativos no puedo menos de acordarme del viejo chupete, que fue la panacea universal de nuestra infancia. ¿Que el niño tenía hambre porque su madre se había retrasado o despistado? Pues ahí estaba el chupete salvador para engatusar al pequeño. ¿Que el niño tenía mojado el culete? Pues chupete al canto. No se resolvían los problemas, pero al menos por unos minutos se tranquilizaba al pequeño.

Era la educación evita-riesgos. Porque no se trataba, claro, sólo del chupete. Era un modo cómodo de entender la tarea educativa. Su meta no era formar hombres, sino tratar de retrasar o evitar los problemas Yo he confesado muchas veces que, en conjunto, estoy bastante contento de la educación que me dieron mis padres y profesores. Pero en este punto, no, no puedo estar satisfecho. Para ellos lo más importante era que los niños o los adolescentes que nosotros éramos no sufriéramos o sufriéramos lo mínimo indispensable. Pensaban: «Bastante dura es la vida. Ya se encontrarán con el dolor. Pero que sea, al menos, lo más tarde posible.» Y así nos educaban en un frigorífico, bastante fuera de la realidad. Con lo que hicieron doblemente dura nuestra juventud o nuestra primera hombría obligándonos a resolver, entonces, lo que debió quedar iluminado o resuelto en las curvas de nuestra adolescencia. Ocultar el dolor puede ser una salida cómoda para el educador y también para el educando, pero, a la larga, siempre es una salida negativa. Los tubos de escape no son educación.

Y eso me parece que estamos haciendo ahora con la educación sexual, de los jóvenes. Después de muchos años de hablar del déficit educativo en ese campo, salimos ahora diciendo la verdad: que la única educación del sexo que se nos ocurre es evitar las consecuencias de su uso desordenado.

Si fuéramos verdaderamente sinceros, en estos días presentaríamos así la campaña de los anticonceptivos: saldría a pantalla el ministro o la ministra del ramo y diría: «Queridos jóvenes: como estamos convencidos de que todos vosotros sois unos cobardes, incapaces de controlar vuestro propio cuerpo; como, además, estamos convencidos de que ni nosotros ni todos los educadores juntos seremos capaces de formaros en este terreno, hemos pensado que ya que no se nos ocurre nada positivo que hacer en ese campo, lo que sí podemos es daros un tubo de escape para que podáis usar vuestro cuerpo, ya que no con dignidad, al menos sin demasiados riesgos.» Efectivamente: no hay mayor confesión de fracaso de la educación que esta campañita de darles nuevos chupetes a los jóvenes.

¿Se han fijado ustedes en que todos los grandes almacenes – sin excepción- colocan junto a los cajeros de salida toda clase de dulces, chicles, chupachups, piruletas y demás gollerías? Los comerciantes son muy listos. Saben que cuando la mamá cree que ha terminado sus compras, volverá a picar en el último minuto si es que va acompañada por un niño. Porque ¿qué chiquillo no se encaprichará con alguna de esas golosinas mientras se produce el parón inevitable de la mamá en vaciar su carro y pagar lo comprado? ¿Y qué mamá se resistirá en ese momento, cuando sabe que si se niega tendrá el berrinche del niño ante la mirada de la cajera? Como sabe que, al final, acabará comprándolo, prefiere caer en ello desde el principio. Es más cómodo y sencillo añadir diez duros más a la cuenta que intentar formar la voluntad del pequeño. ¿Y qué futuro aguarda a esos niños o a esos jóvenes educados en no tener voluntad, en no carecer de nada, sabiendo que conseguirán todo con cuatro llantos y una pataleta? Claro que lo sexual es algo bastante más importante que unos caramelos más o menos. Pero ahí la postura de la sociedad moderna es igualmente concesiva. Una educación sexual -creo yo- tendría que empezar por despertar en el adolescente y en el joven cuatro gigantescos valores: la estima de su propio cuerpo; la estima del cuerpo de la que será su compañera; la valoración de la importancia que el acto sexual tiene en relación amorosa de los humanos; el aprecio del fruto que de ese acto sexual ha de salir: el hijo. Pero ¿qué pensar de una educación sexual que, olvidando todo esto, empieza y termina (repito: empieza y termina) dando salidas para evitar los riesgos, devaluando con ello esos cuatro valores? No sé, pero me parece a mí que algo muy serio se juega en este campo. Pero ¡pobres los curas o los obispos si se atreven a recordar algo tan elemental! Les tacharán de cavernícolas, de pertenecer al siglo XIX. Y el mundo seguirá rodando, rodando. ¿Hacia qué? Tomado de “Razones desde la otra orilla”.

José Luis Martín Descalzo, “El Mesías disfrazado”

Recordé aquella otra vieja historia de un monasterio en el que la piedad había decaído. No es que los monjes fueran malos, pero sí que en la casa había una especia de gran aburrimiento, que los monjes no parecían felices; nadie quería ni estimaba a nadie y eso se notaba en la vida diaria como una capa espesa de mediocridad.

Tanto, que un día el Padre prior fue a visitar a un famoso sabio con fama de santo, quien, después de oírle y reflexionar, le dijo: “La causa, hermano, es muy clara. En vuestro monasterio habéis cometido todos un gran pecado: Resulta que entre vosotros vive el Mesías camuflado, disfrazado, y ninguno de vosotros se ha dado cuenta.” El buen prior regresó preocupadísimo a su monasterio porque, por un lado, no podía dudar de la sabiduría de aquel santo, pero, por otro, no lograba imaginarse quién de entre sus compañeros podría ser ese Mesías disfrazado.

¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un hombre bueno, pero era vanidoso, creído. ¿Sería el maestro de los novicios? No, no. Era también un buen monje, pero era duro, irascible. Imposible que fuera el Mesías. ¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero? Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y a todos les encontraba llenos de defectos. Claro que -se dijo a sí mismo- si el Mesías estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás de algunos defectos aparentes, pero ser, por dentro, el Mesías.

Al llegar a su convento, comunicó a sus monjes el diagnóstico del santo y todos sus compañeros se pusieron a pensar quién de ellos podía ser Mesías disfrazado y todos, más o menos, llegaron a las mismas conclusiones que su prior. Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos mejor a sus compañeros, a todos, no sea que fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver que tenían más virtudes de las que ellos sospechaban.

Y, poco a poco, el convento fue llenándose de amor, porque cada uno trataba a su vecino como sí su vecino fuese Dios mismo. Y todos empezaron a ser verdaderamente felices amando y sintiéndose amados.

José Luis Martín Descalzo, “Glosa sobre los 10 Mandamientos”

1. Amarás a Dios. Lo amarás sin retóricas, como a tu padre, como a tu amigo. No tengas nunca una fe que no se traduzca en amor. Recuerda siempre que tu Dios no es una entelequia, un abstracto, la conclusión de un silogismo, sino Alguien que te ama y a quien tienes que amar. Sabe que un Dios a quien no se puede amar no merece existir. Lo amarás como tú sabes: pobremente. Y te sentirás feliz de tener un solo corazón y de amar con el mismo a Dios, a tus hermanos, a Mozart y a tu gata. Y, al mismo tiempo que amas a Dios, huye de todos esos ídolos de nuestro mundo, esos ídolos que nunca te amarán pero podrán dominarte: el poder, el confort, el dinero, el sentimentalismo, la violencia. 2. No usarás en vano las grandes palabras: Dios, Patria, Amor. Tocarás esas grandes realidades de año en año y con respeto, como la campana gorda de una catedral. No la uses jamás contra nadie, jamás para sacar jugo de ellas, jamás para tu propia conveniencia. Piensa que utilizarlas como escudo para defenderte o como jabalina para atacar es una de las formas más crueles de la blasfemia. 3. Piensa siempre que el domingo está muy bien inventado, que tú no eres un animal de carga creado para sudar y morir. Impón a ese maldito exceso de trabajo que te acosa y te asedia algunas pausas de silencio para encontrarte con la soledad, con la música, con la Naturaleza, con tu propia alma, con Dios en definitiva. Ya sabes que en tu alma hay flores que sólo crecen con el trabajo. Pero sabes también que hay otras que sólo viven en el ocio fecundo. 4. Recuerda siempre que lo mejor de ti lo heredaste de tu padre y de tu madre. Y, puesto que no tienes ya la dicha de poder demostrarles tu amor en este mundo, déjales que sigan engendrándote a través del recuerdo. Tú sabes muy bien, que todos tus esfuerzos personales jamás serán capaces de construir el amor y la ternura que te regaló tu madre y la honradez y el amor al trabajo que te enseñó tu padre. 5. No olvides que naciste carnívoro y agresivo y que, por tanto, te es más fácil matar que amar. Vive despierto para no hacer daño a nadie, ni a las personas, ni animal, ni a cosa alguna. Sabes que se puede matar hasta con negar una sonrisa y que tendrás que dedicarte apasionadamente a ayudar a los demás para estar seguro de no haber matado a nadie. 6. No aceptes nunca esa idea de que la vida es una película del Oeste en la que el alma sería el bueno y el cuerpo el malo. Tu cuerpo es tan limpio como tu alma y necesita tanta limpieza como ella. No temas, pues, a la amistad, ni tampoco al amor: ríndeles culto precisamente porque les valoras. Pero no caigas nunca en esa gran trampa de creer que el amor es recolectar placer para ti mismo, cuando es transmitir alegría a los demás. 7. No robarás a nadie su derecho a ser libre. Tampoco permitirás que nadie te robe a ti la libertad y la alegría. Recuerda que te dieron el alma para repartirla y que roba todo aquel que no la reparte, lo mismo que se estancan y se pudren los ríos que no corren. 8. Recuerda que, de todas tus armas, la más peligrosa es la lengua. Rinde culto a la verdad, pero no olvides dos cosas: que jamás acabarás de econtrarla completa y que en ningún caso debes imponerla a los demás. 9. No desearás la mujer de tu prójimo, ni su casa, ni su coche, ni su vídeo, ni su sueldo. No dejes nunca que tu corazón se convierta en un cementerio de chatarra, en un cementerio de deseos estúpidos. 10. No codiciarás los bienes ajenos ni tampoco los propios. Sólo de una cosa puedes ser avaro: de tu tiempo, de llenar de vida los años poco o muchos que te fueran concedidos. Recuerda que sólo quienes no desean nada lo poseen todo. Y sábete que, ocurra lo que ocurra, nunca te faltarán los bienes fundamentales: al amor de tu Padre, que está en los cielos, y la fraternidad de tus hermanos, que están en la tierra. Tomado de "Razones para la esperanza", Ed. Atenas.

José Luis Martín Descalzo, “Veinticuatro maneras de amar”

Cuando a la gente se la habla de que “hay que amarse los unos a los otros” son muchos los que se te quedan mirando y te preguntan: ¿y amar, qué es: un calorcillo en el corazón? ¿Cómo se hace eso de amar, sobre todo cuando se trata de desconocidos o semiconocidos? ¿Amar son, tal vez, solamente algunos impresionantes gestos heroicos? Un amigo mío, Amado Sáez de Ibarra, publicó hace muchos años un folleto que se titulaba “El arte de amar” y en él ofrecía una serie de pequeños gestos de amor, de esos que seguramente no cambian el mundo, pero que, por un lado, lo hacen más vividero y, por otro, estiran el corazón de quien los hace.

Siguiendo su ejemplo voy a ofrecer aquí una lista de 24 pequeñas maneras de amar: – Aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los que nos cruzamos en el ascensor y tratarles luego por su nombre.

– Estudiar los gustos ajenos y tratar de complacerles.

– Pensar, por principio, bien de todo el mundo.

– Tener la manía de hacer el bien, sobre todo a los que no se la merecerían teóricamente.

– Sonreír. Sonreír a todas horas. Con ganas o sin ellas.

– Multiplicar el saludo, incluso a los semiconocidos.

– Visitar a los enfermos, sobre todo sin son crónicos.

– Prestar libros aunque te pierdan alguno. Devolverlos tú.

– Hacer favores. Y concederlos antes de que terminen de pedírtelos.

– Olvidar ofensas. Y sonreír especialmente a los ofensores.

– Aguantar a los pesados. No poner cara de vinagre escuchándolos.

– Tratar con antipáticos. Conversar con los sordos sin ponerte nervioso.

– Contestar, si te es posible, a todas las cartas.

– Entretener a los niños chiquitines. No pensar que con ellos pierdes el tiempo.

– Animar a los viejos. No engañarles como chiquillos, peros subrayar todo lo positivo que encuentres en ellos.

– Recordar las fechas de los santos y cumpleaños de los conocidos y amigos.

– Hacer regalos muy pequeños, que demuestren el cariño pero no crean obligación de ser compensados con otro regalo.

– Acudir puntualmente a las citas, aunque tengas que esperar tú.

– Contarle a la gente cosas buenas que alguien ha dicho de ellos.

– Dar buenas noticias.

– No contradecir por sistema a todos los que hablan con nosotros.

– Exponer nuestras razones en las discusiones, pero sin tratar de aplastar.

– Mandar con tono suave. No gritar nunca.

– Corregir de modo que se note que te duele el hacerlo.

La lista podría ser interminable y los ejemplos similares infinitos. Y ya sé que son minucias. Pero con muchos millones de pequeñas minucias como éstas el mundo se haría más habitable.

José Luis Martín Descalzo, “Las tres plenitudes”

Habla San Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: “la plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da”. ¡Qué tremenda verdad! Efectivamente, yo he conocido muchos hombres-vaso. Son gentes que se dedican a almacenar virtudes o ciencia, que lo leen todo, coleccionan títulos, saben cuanto puede saberse, pero creen terminada su tarea cuando han concluido su almacenamiento: ni reparten sabiduría ni alegría. Tienen, pero no comparten. Retienen, pero no dan. Son magníficos, pero magníficamente estériles. Son simples servidores de su egoísmo.

También he conocido hombres-canal: es la gente que se desgasta en palabras, que se pasa la vida haciendo y haciendo cosas, que nunca rumia lo que sabe, que cuando le entra de vital por los oídos se le va por la boca sin dejar pozo adentro. Padecen la neurosis de la acción, tienen que hacer muchas cosas y todas de prisa, creen estar sirviendo a los demás pero su servicio es, a veces, un modo de calmar sus picores del alma. Hombre-canal son muchos periodistas, algunos apóstoles, sacerdotes o seglares. Dan y no retienen. Y, después de dar, se sienten vacíos.

Qué difícil, en cambio, encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiendo la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven y reparten todo cuanto han recreado. Dan sin vaciarse, riegan sin decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser así. El era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed para la vida eterna. Nosotros -¡ah!- tal vez ya haríamos bastante con ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran montaña de la vida.