José Luis Martín Descalzo, “Mozo de equipaje”

El otro día vinieron a entrevistarme unos estudiantes de periodismo para no sé qué revista juvenil, y me preguntaron: “Y tú, ¿no te cansas nunca de dar alientos a los demás?” Les dije que sí, que me cansaba por lo menos tres veces al día. Lo que ocurría es que también por lo menos cinco veces al día sentía la necesidad de no convertir en estéril mi vida y aún no había encontrado otra tarea mejor que esa.

Y cuando los muchachos se fueron, me puse a pensar en un viejo amigo mío que era mozo de equipajes de Valladolid. Debía de tener más o menos la edad que yo tengo ahora, pero entonces a mí me parecía muy viejo. Pero lo asombroso era su permanente alegría. No sabía hacer su trabajo sin gastarte una broma, y cuando te hacía un favor, parecía que se lo hubieses hecho tú a él. Un día le pregunté: “Y tú, ¿cuándo te vas de vacaciones?” Se rió y me dijo: “Me voy un poco en cada maleta que subo para los que se van hacia la playa.” Él sonreía, pero fui yo quien se marchó desconcertado. Nunca había pensado en lo dramático de esa vocación de alguien que se pasa la vida ayudando a viajar a los demás, pero él se queda siempre en el andén, viendo partir los trenes donde los demás se van felices, mientras él sólo saborea el sudor de haberles ayudado en esa felicidad.

¿Sólo el sudor? No se lo dije a mi amigo el mozo de equipajes porque se hubiera reído de mí y me hubiera explicado que el sudor le quedaba por fuera, mientras por dentro le brotaba una quizá absurda, pero también maravillosa, satisfacción.

Desde entonces pienso que todos los que sienten vocación de servicio –sea la que sea su profesión- son un poco mozos de equipajes. Y que todos sienten esa extraña mezcla de cansancio y alegría. Al fin me parece que en la vida no hay más que un problema: vives para ti mismo o vives para ser útil. Vivir para ser útil es caro, hermoso y fecundo.

Claro, desde luego. Todos somos egoístas. Al fin y al cabo, ¿qué queremos todos sino ser queridos? Por mucho que nos disfracemos, nuestra alma lo único que hace es mendigar amor. Sin él vivimos como despellejados. Y se vive mal sin piel. Por eso el mundo no se divide en egoístas y generosos, sino en egoístas que se rebozan en su propio egoísmo y en otros egoístas que luchan denodadamente por salir de sí mismos, aun sabiendo que pagarán caro el precio de preferir amar a ser amados.

Recuerdo haber escrito hace años un extraño poema en el que me imaginaba que, por un día, Cristo se dedicaba a hacer los milagros que a él le gustaban y no los puramente prácticos que la gente le pedía. Y que, en un camino de Palestina, una muchacha hermosísima se presentaba ante Él planteándole la más dolorosa de las curaciones: ella era tan bella, que todos la querían, pero ella no quería a nadie. Deseada por todos, arrastraba una belleza inútil e infecunda. Y le pedía a Cristo el mayor de los milagros: que la concediera el don de amar. Cristo, entonces, la miraba con emoción y compasión y le preguntaba: “¿Sabes que si amas tendrás que vivir cuesta arriba?” La muchacha respondía: “Lo sé, Señor, pero lo prefiero a este gozo muerto, a esta felicidad inútil.” Ahora Cristo le sonreía y le decía: “Ea, levántate y ama, muchacha. Entra en el mundo terrible de los que han preferido amar a ser amados.” Y la muchacha se alejaba con el alma multiplicada, dispuesta a nadar felizmente a contracorriente de la vida.

La fábula seguramente es disparatada, pero verdaderísima. Porque –los recientes enamorados lo saben- amar a la corta es dulcísimo; a la larga, cansado; más a la larga, maravilloso.

¿Cansado por qué? Cansado porque siempre nos sale entre las costillas el viejo egoísta que somos y nos grita tres veces cada día que nadie va a agradecernos nuestro amor –es mentira, pero el viejo egoísta nos lo dice-; porque saca además aquel viejo argumento del ¿y a ti quien te consuela? Un falso planteamiento: porque el problema no es si nuestro amor nos reporta consuelo, sino si el mundo ha mejorado algo gracias a nuestro amor.

Pero claro que es difícil aceptar que nuestro veraneo está en esas maletas de esperanza que hemos subido en el tren de los demás. Para ello hace falta creer en serio en los demás. Y eso sólo lo hacen a diario los santos. Por eso, si yo fuera Papa canonizaría corriendo a mi amigo el mozo de equipajes de Valladolid.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para el amor”.

José Luis Martín Descalzo, “¿Es rentable ser bueno?”

Quiero contarles a ustedes la historia de Piluca. Resulta que, en el colegio donde yo fui muchos años capellán, había dos hermanitas –Piluca y Manoli- que eran especialmente simpáticas y diablillos. Y un día, hablando a las mayores (y a Piluca entre ellas) les expliqué como todos los que nos rodean son imágenes de Dios y cómo debían tratar a sus padres, a sus hermanas, como si tratasen a Dios. Y Piluca quedó impresionadísima.

Aquel día, al regresar del colegio, coincidió con su hermana pequeña en el ascensor. Y, como Piluca iba cargadísima de libros, dijo a Manoli: “Dale al botón del ascensor”. “Dale tú”, respondió la pequeña. “Dale tú, que yo no puedo”, insistió Piluca. “Pues dale tú, que eres mayor”, replicó Manoli. Y, entonces, Piluca sintió unos deseos tremendos de soltar los libros y pegarle un mamporro a su hermanita. Pero, como un relámpago, acudió a su cabeza un pensamiento. ¿Cómo la voy a pegar si mi hermanita es Dios? Y optó por callarse y por dar como pudo al botón.

Luego, jugando, se repitió la historia. Y comiendo. Y por la noche. Y todas las veces que Piluca sentía deseos de estrangular a su hermana, se los metía debajo de los tacones porque no estaba nada bien estrangular a Dios.

A la mañana siguiente, cuando volvieron del colegio, veo yo a Piluca que viene hacia mí, arrastrando por el uniforme a su hermana con las lágrimas de genio en los ojos, y me grita: “Padre, explíquele a mi hermana que también yo soy Dios, porque así no hay manera de vivir.” Comprenderéis que me reí muchísimo y que, después de tratar de explicar a Manoli lo que Piluca me pedía, me quedé pensativo sobre un problema que me han planteado muchas veces: ¿Ser buena persona es llevar siempre las de perder? En un mundo en el que todos pisotean, si tú no lo haces ¿no estarás llamado a ser un estropajo? ¿Hay que ladrar con los perros y morder con los lobos? ¿Es “rentable” ser cordero? Las preguntas se las traen. Y, en una primera respuesta, habría que decir que ser bueno es una lata, que en este mundo “triunfan” los listos, que es más rentable ser un buen pelota que un buen trabajador, que para hacer millones hay que olvidarse de la moral y de la ética.

Pero, si uno piensa un poquito más, la cosa ya no es tan sencilla. ¿Es seguro que ese tipo de “triunfos” son los realmente importantes? Y no voy a hablar aquí del reino de los cielos. En ese campo yo estoy seguro de que la bondad da un ciento por uno, rentabilidad que no da acción alguna de este mundo.

Pero quiero hacer la pregunta más a nivel de tierra. Y aquí mi optimismo es tan profundo que estoy dispuesto a apostar porque, más a la corta o más a la larga, ser buena persona y querer a los demás acaba siendo rentabilísimo.

Lo es, sobre todo, a nivel interior. Yo, al menos, me siento muchísimo más a gusto cuando quiero que cuando soy frío. Sólo la satisfacción de haber hecho aquello que debía me produce más gozo interior que todos los triunfos de este mundo. Moriría pobre a cambio de morir queriendo.

Pero es que, incluso, creo que el amor produce amor. Con excepciones, claro. ¿Quién no conoce que el desagradecimiento es una de las plantas más abundantes en este mundo de hombres? ¡Cuántas puñaladas recibimos de aquellos a quienes más hemos amado! ¡Cuántas veces el amor acaba siendo reconocido… pero tardísimo! Esa es la razón por la que uno debe amar porque debe amar y no porque espere la recompensa de otro amor. Eso llevaría a terribles desencantos.

Y, sin embargo, me atrevo a apostar a que quien ama a diez personas, acabará recibiendo el amor de alguna de ellas. Tal vez no de muchas. Cristo curó diez leprosos y sólo uno volvió a darle las gracias. Tal vez esa sea la proporción correcta de lo que pasa en este mundo.

Pero aún así, ser querido por uno de los diez a quienes hemos querido, ¿no es ya un éxito enorme? Por eso me parece que será bueno eso de amar a la gente como si fuesen Dios, aunque la mitad nos traten después como demonios.

José Luis Martín Descalzo, “Echarle una mano a Dios”

En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente conmovido.

— ¿Rezas a Dios? —pregunta Bloch.

— Sí, cada noche —contesta el pequeño.

— ¿Y que le pides? — Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.

Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores, pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas por lo mal que marcha el mundo, y que, en cambio, lo que hace es simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para algo.

A lo mejor alguien hasta piensa que la cosa teológicamente no es muy correcta. Porque, ¿qué va a necesitar Dios, el Omnipotente? Y, en todo caso, ¿qué puede tener que dar este niño que, para darle algo a Dios, precisaría ser mayor que El? Y, sin embargo, qué profunda es la intuición del chaval. Porque lo mejor de Dios no es que sea omnipotente, sino que no lo sea demasiado y que El haya querido «necesitar» de los hombres. Dios es lo suficientemente listo para saber mejor que nadie que la omnipotencia se admira, se respeta, se venera, crea asombro, admiración, sumisión. Pero que sólo la debilidad, la proximidad crea amor. Por eso, ya desde el día de la Creación, El, que nada necesita de nadie, quiso contar con la colaboración del hombre para casi todo. Y empezó por dejar en nuestras manos el completar la obra de la Creación y todo cuanto en la tierra sucedería.

Por eso es tan desconcertante ver que la mayoría de los humanos, en vez de felicitarse por la suerte de poder colaborar en la obra de Dios, se pasan la vida mirando hacia el cielo para pedirle que venga a resolver personalmente lo que era tarea nuestra mejorar y arreglar.

Yo entiendo, claro, la oración de súplica: el hombre es tan menesteroso que es muy comprensible que se vuelva a Dios tendiéndole la mano como un mendigo. Pero me parece a mi que, si la mayoría de las veces que los creyentes rezan lo hicieran no para pedir cosas para ellos, sino para echarle una mano a Dios en el arreglo de los problemas de este mundo, tendríamos ya una tierra mucho más habitable.

Con la Iglesia ocurre tres cuartos de lo mismo. No hay cristiano que una vez al día no se queje de las cosas que hace o deja de hacer la Iglesia, entendiendo por «Iglesia» el Papa y los obispos. «Si ellos vendieran las riquezas del Vaticano, ya no habría hambre en el mundo». «Si los obispos fueran más accesibles y los curas predicasen mejor, tendríamos una Iglesia fascinante». Pero ¿cuántos se vuelven a la Iglesia para echarle una mano? En la «Antología del disparate» hay un chaval que dice que «la fe es lo que Dios nos da para que podamos entender a los curas». Pero, bromas aparte, la fe es lo que Dios nos da para que luchemos por ella, no para adormecernos, sino para acicateamos.

«Dios —ha escrito Bernardino M. Hernando— comparte con nosotros su grandeza y nuestras debilidades». El coge nuestras debilidades y nos da su grandeza, la maravilla de poder ser creadores como El. Y por eso es tan apasionante esta cosa de ser hombre y de construir la tierra.

Por eso me desconcierta a mi tanto cuando se sitúa a los cristianos siempre entre los conservadores, los durmientes, los atados al pasado pasadísimo. Cuando en rigor debíamos ser «los esperantes, los caminantes». Theillard de Chardín decía que en la humanidad había dos alas y que él estaba convencido de que «cristianismo se halla esencialmente con el ala esperante de la humanidad», ya que él identificaba siempre lo cristiano con lo creativo, lo progresivo, lo esperanzado.

Claro que habría que empezar por definir qué es lo progresivo y qué lo que se camufla tras la palabra «progreso». También los cangrejos creen que caminan cuando marchan hacia atrás.

De todos modos hay cosas bastante claras: es progresivo todo lo que va hacia un mayor amor, una mayor justicia, una mayor libertad. Es progresivo todo lo que va en la misma dirección en la que Dios creó el mundo. Y desgraciadamente no todos los avances de nuestro tiempo van precisamente en esa dirección.

Pero también es muy claro que la solución no es llorar o volverse a Dios mendigándole que venga a arreglarnos el reloj que se nos ha atascado. Lo mejor será, como hacía el niño de Bloch, echarle una mano a Dios. Porque con su omnipotencia y nuestra debilidad juntas hay más que suficiente para arreglar el mundo.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

José Luis Martín Descalzo, “Milagro en un pub”

“Amarse es maravilloso. La amistad lo es. El que tres muchachos en la Nochevieja no caigan en la barata-falsa alegría que parece la etiqueta obligada de esa noche y se dediquen al maravilloso deporte de hablar como verdaderos hombres, también eso me parece un milagro.

Y es que tal vez los hombres vivimos demasiado en nuestra superficie. Y en la Nochevieja elevamos a dogma esa superficialidad, reímos, bebemos, nos alegramos porque así está mandado, pero nunca somos más falsos que en esas alegrías.

Y, sin embargo, debajo de esa piel de superficialidad todos los hombres tenemos un alma. Un alma ardiente de necesidad de amistad. Y la tenemos a la pobrecita olvidada dentro de nosotros, anestesiada, dormida. Nos da vergüenza sacar a la calle su necesidad de amor. Y parecemos frívolos por un tonto pudor de decir lo que dentro tanto necesitamos.

Por eso me alegra tanto el que unos jóvenes charlasen esa noche. No para decir bobadas, no para contarse chistes, no para matar esa noche como un símbolo de la vida que se nos escapa. Sino que hablasen con las almas desnudas. Forzosamente allí tenía que estar Dios. Porque Él está siempre donde unos hombres y unas mujeres lo son verdaderamente. No donde las marionetas que nos fingimos sustituyen a nuestras verdaderas almas. Fue un milagro, sí. Uno de esos milagros que habría en nuestras vidas si tuviéramos los ojos abiertos.

Un amigo me escribe contándome su extraña, maravillosa Nochevieja. En ella no ocurrió nada llamativo, pero todo fue espléndido. Mi amigo está viviendo una etapa de deslumbramiento. De repente parece haberse arrancado la careta de la amargura que cubría su alma y está encontrándole nuevos horizontes a la vida. Tal vez por eso, porque está a la caza de una vida mejor, le ocurrió lo que le ocurrió esa noche. No sabía dónde tomar las uvas y, un poco por casualidad, se fue a un “pub”. Allí encontró a una pareja de novios desconocida. Amigos de amigos de amigos. Y comenzaron a hablar. No de frivolidades, sino de sus almas, de sus luchas y esperanzas, de sus tristezas y de sus alegrías. Terminaron hablando de Dios. Y la charla se enrolló. Y duró toda la noche. Mientras media España se emborrachaba, ellos hablaron. Hablaron serenamente, de todo, entrando en ese milagro verdadero que es el reposo de la amistad. Y fue una noche relajante, multiplicadora. Entraron cada uno de los tres con un alma y salieron con tres. Porque la verdadera amistad multiplica.

Ahora mi amigo está gozosamente asombrado. Me dice que sospecha que Dios tuvo algo que ver con ese encuentro. Él había ido casualmente a aquel “pub”. Y casualmente habían ido sus nuevos amigos. “¿No cree usted –me pregunta- que aquello fue algo más que simple casualidad? Tampoco quiero sacarle un significado sobrenatural a algo que no lo tiene. Simplemente, que fue demasiado bueno para ser casual.” Y apostilla mi amigo: “Y es que a Dios se le encuentra hasta en un “pub”, si uno se fía de Él.” A mí tampoco me gusta buscarle explicaciones milagrosas a las cosas de la vida. Tal vez porque todo lo que nos ocurre me parece milagroso.

José Luis Martín Descalzo, “Razones para vivir”.

José Luis Martín Descalzo, “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor”

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada? LA MONTAÑA DEL DOLOR Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad… Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido? Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

TEORÍAS, NO Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo! El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.

DEMASIADA RETÓRICA La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.

En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre, lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.

VINAGRE, O VINO GENEROSO El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu vida.

Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años. Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano comprensiva y amiga! Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que perdisteis! La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién eras, quién eres.

Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los hospitales, me descubrió qué engañado estaba.

UN ABUSO DE CONFIANZA La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su tarea? Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.

Tomado de http://www.devocionario.com

Rafael Navarro-Valls, “El retorno del matrimonio”, El Mundo, 4.XII.98

Ocho de cada 10 españoles (78%) opinan que el matrimonio es «una institución muy importante»; el 63% entiende «que es la mejor forma de convivencia». Según el censo de población, el 66% de los españoles mayores de 19 años están casados. Los datos son de la última encuesta hecha pública hace unos días por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Datos que coinciden en el tiempo con el «retorno» del matrimonio y la familia, también en la Europa dominada por la izquierda.

Abrió el fuego en Inglaterra la tercera vía de Blair. Su ministro de Interior puso sobre el tapete el informe Supporting Families. Conclusión: «El matrimonio es la mejor institución y el modelo más estable para educar a los hijos». Su tutela -siempre según el informe de Jack Straw -puede acabar con peligrosas enfermedades de la sociedad británica. En concreto, con la tasa de divorcios más alta de Europa (cuatro de cada 10 matrimonios); la elevada proporción de nacimientos fuera del matrimonio (el 34% en 1996); las deficiencias escolares de los hijos de familias monoparentales, y los índices de delincuencia y drogadicción, atribuidos indirectamente a los problemas familiares (siete de cada 10 parejas que se divorcian tienen hijos). Ya es sintomático que, desde estas mismas páginas, Anthony Giddens -el cerebro de Tony Blair- acabe de centrar en la familia buena parte de sus observaciones al programa social del nuevo laborismo británico.

Al viraje socialdemócrata británico se sumó Lionel Jospin en Francia. Desde el palacio Matignon -sede de la Conferencia sobre la Familia, convocada este verano por el propio Gobierno- el primer ministro dedicaba a la familia frases incendiarias, que harían enrojecer a los viejos socialistas. Para Jospin la familia «es un lugar privilegiado donde, naturalmente, el niño ha de encontrar sus puntos de referencia y descubrir los valores que forjarán su personalidad. Un lugar de aprendizaje de la solidaridad, de la ciudadanía y del respeto al otro». La defensa de la familia y el matrimonio no era un lapsus del primer ministro francés. Se apoyaba en un informe del propio Partido Socialista -«Por una política familiar de izquierda»- publicado unos días antes. Apartándose de la vieja visión que hacía de la familia «una cuestión privada perpetuadora de las ideas insolidarias de la derecha», el PSF comienza a conceptuarla como una forma de convivencia de la mayor importancia, «en la que se articulan los espacios privados y los públicos». La marcha atrás no se ha quedado en el marco de los principios. El Gobierno francés ya ha anunciado -entre otras medidas- que a partir de 1999, todas las familias de al menos dos hijos, cualquiera que sea su renta, recibirán de nuevo aquellos subsidios familiares que, en 1997, el mismo Gobierno reservó a las familias que no superaran cierto nivel de ingresos. Se rectificaba así el viejo criterio de la izquierda que justificaba los subsidios como un elemento de política social (tener menos renta) y no como un elemento de política familiar (tener hijos). En este contexto, no es de extrañar que la Ley de Parejas de hecho esté encontrando en el Parlamento francés más dificultades de las previstas. La declaración «en defensa del matrimonio republicano», firmada por 18.845 alcaldes franceses, muchos de ellos de izquierda, está haciendo mella en el Gobierno y en los mismos diputados socialistas, consciente de sus contradicciones en esta materia.

En realidad, tanto Blair como Jospin no hacen más que apuntarse a los guiños que, con su giro hacia el centro, les lanzaba Clinton desde el otro lado del Atlántico. Este no olvidaba los buenos dividendos electorales que, en plena campaña hacia su segundo mandato, le reportó la firma de la ley de defensa del matrimonio (Defense of Marriage Act). Al reservar el término matrimonio solamente «a la unión legal entre un hombre y una mujer como marido o esposa», y el término cónyuge «a una persona del sexo contrario que es marido o esposa», frustraba las pretensiones de equiparar las uniones heterosexuales al matrimonio. Que esa posición la comparten la mayoría de norteamericanos, acaba de demostrarlo el resultado de los referendos populares que el pasado 3 de noviembre se realizaron en Alaska y Carolina del Sur acerca de esta misma cuestión.

Aunque con alguna lentitud, la onda también parece haberle llegado al candidato socialista a La Moncloa. Hace unas semanas Borrell afirmaba que «la sociedad española tiene la suerte de que la familia no ha desaparecido como núcleo básico de apoyo mutuo». Remachaba: «Y no debe desaparecer». Es cierto que adoptaba una plural visión de la familia, pero es evidente que estaba contemplando preferentemente la familia de base matrimonial, si se repara que de las 12 millones de uniones estables existentes en España, 11.850.000 son matrimoniales. Y cuando en Cataluña se regulan las parejas de hecho, se hace en una ley distinta a la que regula el Código de Familia, como queriendo subrayar que una cosa es la relación de hecho y otra la matrimonial.

Falta ahora que Schröeder saque consecuencias del informe presentado por su antecesor en la Conferencia de Ministros Europeos de Asuntos Familiares. La conclusión era: «El matrimonio está considerado hoy en Alemania mejor que en la década de los 80». En concreto, el 86% de los alemanes entre 18 y 52 años están de acuerdo en que «el matrimonio es sinónimo de seguridad y estabilidad».

¿Cuál es la causa de este acercamiento al matrimonio y a la familia, también desde posiciones políticas que tradicionalmente les eran hostiles? Tal vez radique en que, desde instancias sociológicas serias, viene alertándose de que el creciente «malestar en el estado del bienestar» trae su origen, en buena parte, en problemas cuyo foco radica en la desatención a la familia. Y lo más sorprendente es que este retorno del matrimonio se está produciendo con casi todo en contra: la legislación, los modelos sociales, los media, lo políticamente correcto… y hasta el consejo de los asesores fiscales. Aunque desde posiciones elitistas se hable del matrimonio como «una discutible muestra de triunfalismo heterosexual», la realidad es que comienza a cundir entre el ciudadano medio (que es quien decide las elecciones) un cierto cansancio a que desde instancias minoritarias se adelanten modelos familiares en los que la mayoría no se reconoce o considera residuales. Probablemente el giro hacia el centro pase por una política inteligente de apoyo a la familia, en especial de base matrimonial. La izquierda europea -en medio de sus contradicciones en el tema- comienza a darse cuenta. La cuestión es si el centro-derecha se dejará arrebatar esta baza política. De momento parece tener buenos reflejos, si estamos a las medidas de choque que, para junio de 1999, acaba de anunciar Aznar con su Plan de Apoyo Integral a la Familia.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “Frenesí clonador”, El Mundo, 12.VIII.01

Existe una especie de frenesí clonador que recorre los bajos fondos de la medicina genética. Y no sólo los bajos fondos. No hace mucho Panayotis Zavos, un especialista en esterilidad de la Universidad de Kentucky, declaró que, junto a Severino Antinori, estaban creando un consorcio para clonar seres humanos, con la misión -entre otras- de solucionar los problemas de infertilidad. El propio investigador italiano lo acaba de confirmar. «Di un paso hacia esta aventura y me atrapó como arena movediza. Si no fuera clonado antes de morir, dispondré en mi testamento que sea clonado después», declaraba a Time Randolfe Wicker, portavoz de la Human Cloning Foundation.

Investigadores de Corea del Sur confiesan que habían clonado ya un embrión humano, pero lo destruyeron antes de inseminarlo en una madre receptora. En fin, los raelianos -un grupo religioso que aguarda la llegada de los extraterrestres a la Tierra- disponen de 50 mujeres a la espera de ser madres receptoras de embriones humanos clónicos. La cuestión está tomando tal entidad, que el propio presidente de la República Federal de Alemania ha plantado cara a su canciller Schröder en materia de manipulación de embriones.

Johannes Rau ha calificado de «capitulación ética» el argumento: «Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros». Es decir, en las cuestiones existenciales de fuerte carga ética, lo técnicamente posible ha de ser legalmente reprobado. Al igual que en cuestiones como el trabajo infantil, la pena de muerte o la esclavitud no aceptamos el argumento de «los otros también lo hacen», en materia de seres humanos transgénicos conviene poner coto cuanto antes al frenesí clonador. Desde luego la clonación puede tener lugar no porque la mayoría lo apruebe, sino porque una minoría sin escrúpulos actúe. Pero en este caso, los contraventores han de ser conscientes del rechazo social.

Los peligros derivados de la clonación de mamíferos son tan grandes que los creadores de la oveja Dolly califican de «irresponsabilidad criminal» experimentar con humanos. Entre otras cosas, porque el 98% de los embriones no llegan a implantarse, mueren durante la gestación o poco después de nacer. En todo caso, parece muy probable que los niños clónicos que naciesen sufrirían un proceso de envejecimiento prematuro, malformaciones, problemas cardiacos o sistemas inmunológicos débiles. Sería irónicamente trágico intentar copiar un niño muerto trágicamente y que el resultado fuera otro hijo muerto. O que un problema de infertilidad desembocara en una cadena de muertes prematuras o de sistemas inmunológicos tan frágiles como los contaminados por el sida.

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y Secretario General de la Real Academia de Jurisprudencia.

Rafael Navarro-Valls, “La objeción de conciencia científica”, El Mundo, 21.IX.00

Hace unos días, el Parlamento europeo aprobó una resolución en la que, además de reprobar la decisión del Reino Unido de autorizar la clonación de embriones humanos con finalidad terapéutica, solicitó a la ONU que prohibiera universalmente clonar seres humanos «en cualquier fase de su formación y desarrollo». La resolución señala lo siguiente: «El Parlamento Europeo considera que la clonación terapéutica que implique la creación de embriones humanos con fines de investigación plantea un problema profundo… en el campo de la investigación». Lo que más ha llamado la atención es que, en la aprobación de la resolución (237 votos a favor, 230 en contra y 43 abstenciones), haya sido decisiva la posición de los grupos ecologistas, que votaron a favor de ella. «Ha vencido el sentido común», sentenció el portavoz del grupo Verde en Estrasburgo. Coincidiendo con esta votación, la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (AAAS) -la mayor federación de científicos del mundo- acaba de recomendar, por razones éticas y científicas, una mayor reflexión sobre las investigaciones que impliquen una modificación hereditaria de los genes del ser humano.

La explicación del enigma parlamentario y del informe de la AAAS reside en la radicalización de los conflictos entre conciencia y ley en materias biogenéticas y ecológicas. En este campo, se está produciendo una especie de big bang jurídico, con la consiguiente dilatación de las objeciones de conciencia. No es de extrañar que, desde hace algún tiempo, circule por el Congreso de los Diputados español un borrador de Proposición de Ley de Objeción de Conciencia en Materia Científica, elaborado por el Departamento Confederal de Medio Ambiente de CCOO. En él se atribuye el derecho de objeción de conciencia a toda persona integrada en un centro de trabajo, investigación o estudio en actividades «cuya consecuencia suponga daño para el medio ambiente, los seres vivos o la dignidad y los derechos fundamentales de la persona».

Entre esas actividades se mencionan las manipulaciones genéticas de microorganismos, plantas, animales y seres humanos, tanto en su utilización como en su comercialización; la liberación al medio ambiente de organismos modificados genéticamente; las intervenciones sobre seres vivos que les causen trastornos o menoscabos orgánicos, funcionales, psicológicos o de conducta. El borrador de Proyecto de Ley extiende el ámbito de la objeción de conciencia a «cualquier persona ligada por vínculo laboral, estatutario o funcionarial, así como becarios y estudiantes, siempre y cuando realicen dichas actividades». Para entender esta nueva modalidad de objeción de conciencia conviene retrotraernos algo en el tiempo. En 1970, Paul Berg, un bioquímico de la Universidad de Standford, inició un complejo proyecto para llevar a cabo en una probeta un injerto de virus de humor animal SV 40 (virus de simio) en una versión de laboratorio de una bacteria, E.coli, encontrada en el tracto digestivo de los mamíferos. Este híbrido podía resultar útil en sondas genéticas, pero también podría salirse de la probeta e infiltrarse en un ser humano, seguramente dando lugar a una enfermedad. Cuando el experimento trascendió, la comunidad científica se alarmó, hasta el extremo de que cinco años más tarde, y después de que se advirtiera del peligro de algunas experiencias sobre ADN recombinante, en el centro de congresos de Asilomar (cercano a Monterrey, California) tuvo lugar una reunión internacional sobre el tema. Los periodistas la llamaron gráficamente «el congreso de la Caja de Pandora». Los debates que siguieron y precedieron al Congreso de Asilomar -muy bien explicados por Roger Shattuck- representan el primer ejemplo de la Historia en el que un importante grupo de científicos investigadores adoptaba restricciones voluntarias sobre su propia actividad. Sobre Asilomar planeaban las perplejidades que, años atrás, sacudieron las conciencias de Einstein y Oppenheimer en el tema de la bomba atómica. J. Robert Oppenheimer -una especie de «Prometeo frágil, un Frankenstein castigado»- inicialmente contestó afirmativamente a las dos preguntas claves: ¿Debemos fabricar la bomba?, ¿debemos utilizarla?, para luego dar un giro de 180 grados y espetarle al presidente Truman: «Señor presidente, tengo sangre en las manos». Sólo dos años después de Hiroshima y Nagasaki, el propio Oppenheimer decía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts: «Con la fabricación de armas atómicas, los físicos hemos conocido el pecado».

Las tensiones se incrementaron a partir de mediados de los 80, cuando fue presentado el Proyecto de Genoma Humano (PGH), al que no dejó de acompañar el entusiasmo y la polémica. Hacer el mapa de los ciento y pico mil genes de nuestros 23 pares de cromosomas y secuenciar los tres billones de bases nucleótidas que forman el ADN del genoma humano contribuirá, desde luego, a unas técnicas ya utilizadas para predecir el inicio de ciertas enfermedades hereditarias y mejorará los sistemas para examinar óvulos, embriones, fetos prenatales, etcétera. Pero, junto a estas ventajas, no han dejado de menudear las críticas, entre otras cosas, por el gran número de «implicaciones éticas, legales y sociales». Por ejemplo, las pruebas prenatales -como observa Shattuck- podrían desembocar en una suerte de «meritocracia hereditaria», con la consiguiente «discriminación genética». Hay, pues, un sentimiento de ambivalencia hacia la investigación genética. Sentimiento al que no es ajeno el propio Tribunal Constitucional español. Por ejemplo, en el voto particular de Manuel Jiménez de Parga y Fernando Garrido Falla a la sentencia 116/1999, de 17 de junio del Tribunal Constitucional, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley de Técnicas de Reproducción Asistida de 22 de noviembre de 1988, se hace notar la conexión de estas cuestiones con derechos fundamentales «que afectan directa y esencialmente a la dignidad de la persona» y que «generan divisiones profundas… morales y culturales».

El borrador de Proyecto de Ley español sobre objeción de conciencia científica -al que acabo de referirme- no es algo aislado en el panorama legal. Al contrario, es una secuencia más en el conjunto de leyes vigentes similares y dictadas en el marco de la Unión Europea. La propia Inglaterra, en la que Blair ha manifestado su intención de autorizar la clonación de embriones humanos, protege la libertad de conciencia del personal científico en el campo de la biogenética (apartado 34 de la Human Fertilisation and Embriology Act de 1990). Austria, en su ley de reforma universitaria, concede análoga tutela a los investigadores y estudiantes en el caso de experimentaciones cuyos métodos o contenidos puedan crear problemas de conciencia. Italia permite al personal sanitario declinar su participación -«por fundados o declarados motivos»- en programas de investigación elaborados por organismos a los que pertenecen (Ley del 9 de enero de 1987); y en el Parlamento francés se ha presentado una Proposición de Ley de objeción de conciencia científica. Sin olvidar que comienza a reconocerse el derecho de objeción de conciencia en experimentación animal.

Coincidiendo con la votación del Parlamento Europeo y el informe de la AAAS, se ha llamado la atención sobre una serie reciente de trabajos publicados en las revistas Science y Nature, en los que se demuestra que, a medio plazo, las células madre de adulto (del sistema nervioso o de la médula ósea) permiten resultados tan prometedores o más que las embrionarias para curar enfermedades, sin plantear problemas éticos para los investigadores. La objeción de conciencia científica pretende indicar aquellos caminos compatibles con la conciencia que la misma ciencia descubre. Puede ser una llamada de alerta para no extraviarnos por otros de incierto destino.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

Rafael Navarro-Valls, “El tercer secreto”, El Mundo, 29.VI.00

Hace unos días el “Center for Media and Public Affairs” de Estados Unidos publicaba un detallado estudio sobre los medios de comunicación y el tema de la religión. Conclusión: a finales de esta década se detecta un renovado interés por las noticias de esta índole, que duplican en número las de la década anterior. La gran novedad en el ocaso del segundo milenio es el resurgir del sentimiento religioso. Esto explica, por ejemplo, que uno de los últimos Pulitzer se conceda a una obra cuyo argumento y título es Dios. Una Biografía (de Jack Miles); que un país como Francia -que ha hecho del laicismo un signo distintivo- se apasione por un bautismo celebrado hace 1.500 años (Clodoveo, rey de los francos); que a un líder religioso (Juan Pablo II) acabe de concedérsele la Medalla de Honor del Congreso de los Estados Unidos; o que la sociología localice en la des-secularización el gran desafío del siglo XXI.

De hecho, hoy se declaran creyentes el 92% de la población de EEUU, el 91% en Italia y el 86% en España. Las insurrecciones masivas en el Este europeo fueron efecto directo de dos fuerzas -nacionalismo y religión- cuya vitalidad se menospreció durante decenios. La religión salta así de páginas perdidas en los dominicales a la primera plana de los diarios. En este contexto hay que encuadrar la atención -de creyentes y no creyentes- sobre el llamado tercer secreto de Fátima, que acaba de hacerse público en su totalidad.

¿Por qué revelarlo ahora? Si estamos a opiniones autorizadas, la razón estriba en que el mensaje de Fátima había sido indebidamente secuestrado por un sector que lo centraba en un catastrofismo apocalíptico de carácter tremendista. Sobre ese texto inédito se especulaba en clave milenarista. Con lo cual quedaba en la penumbra el mensaje público y manifiesto de Fátima. Es decir, la insistencia en lo que es central en la doctrina cristiana: la necesidad de la oración y la penitencia. También para fomentar la esperanza en la misericordia divina y su capacidad de alterar el rumbo de la Historia. Mensaje, ciertamente, inteligible sólo desde la fe. Al igual que su corolario: el masivo quebranto de las leyes morales tiene imprevistas consecuencias, que desencadenan contiendas bélicas y devastadores conflictos sociales. Lo accesorio -tercer secreto- se había acabado convirtiendo en lo fundamental. Desvelando el secreto, lo fundamental vuelve al primer plano.

Conviene no olvidar que, con el final de la guerra fría, los apocalipsis al uso no son tanto el nuclear cuanto los catastrofismos milenaristas y ecológicos. Lo cual es consecuencia directa de una cierta degradación del propio concepto de religión, que tiende a ser deformado por lo que Luigi Accattoli llama «notas de registro bajo». Es decir, tonos que la centran en aspectos marginales, dotados de cierta espectacularidad y que se mueven en zonas fronterizas con los cataclismos, la magia, el folclor o la patología. Aunque el apocalipsis retrocede, aún queda la fascinación por él. Desvelando la totalidad de lo que los pastorcillos de Fátima vieron y oyeron el 13 de mayo de 1917, se evita que ese aludido retorno de lo religioso se convierta en mercadillo de lucro de algunos especuladores.

Quizás por ello la Santa Sede ha hecho público la totalidad del mensaje de Fátima, adjuntando una fotografía del texto hológrafo escrito por Sor Lucía. Probablemente para desautorizar a quienes especulaban con el apocalipsis y también para cortar de raíz el rumbo de manipulaciones interesadas, que en determinados medios comenzaron a difundirse, cuando Sodano reveló hace un mes en Fátima los términos generales del tercer misterio, sin aludir para nada a supuestos anatemas contra el Concilio y el posconcilio, que algunos expertos vaticinaban que el texto ahora hecho público contenía.

Lo cual, claro está, no significa que lo desvelado ahora carezca de importancia. Como es sabido, lo hecho público es la última parte de un mensaje único que sólo las circunstancias han troceado. Del mensaje único se sabía desde hace tiempo algunos contenidos. El anuncio de la Segunda Guerra Mundial. La muerte prematura de dos de los tres protagonistas (Jacinta y Francisco), como así fue. En fin, el anuncio de posteriores conflictos bélicos debidos, en buena parte, a lo que en el mensaje se enuncia como «Rusia» (hoy hablaríamos de imperialismo soviético) y acompañados de la aniquilación de varias naciones (Estonia, Lituania, Letonia etcétera). También se insinuaba el desplome del socialismo real.

Si estamos a lo acaecido durante estos últimos 100 años, lo anunciado en 1917 no parece descaminado. El siglo XX ha sido el más sangriento de toda la Historia de la Humanidad. Unos 140 millones de personas han muerto en 135 guerras locales (Corea, Vietnam, Angola, Etiopía, Afganistán, Yemen del Sur, Mozambique, Laos, Camboya, etcétera, etcétera) o mundiales. Más que todos los muertos en contiendas bélicas antes de 1900.

La última parte de ese mensaje único, adopta la forma de una suerte de profecía simbólica, que sintetiza la historia del siglo XX en una sucesión de hechos superpuestos en el tiempo. Como más reseñables: la contienda de las ideocracias contra las creencias religiosas; el atentado contra «un obispo vestido de blanco», que Sor Lucía identifica en el texto con un Papa y que el cardenal Sodano hace un mes y medio identificaba con Juan Pablo II; el martirio de un número indeterminado de personas. Este tercer secreto parece preanunciar el siglo de los grandes totalitarismos -en especial, el de los campos nazis de exterminio y el de los gulags soviéticos- con sus millones de mártires cristianos y no cristianos. Se entiende así que, antes de viajar a Fátima, Juan Pablo II recordara en el Coliseo romano una lista de 13.000 nombres que quieren simbolizar el conjunto de esas víctimas. Y se entiende también que en el atentado contra el Pontífice comience a hablarse -junto a la pista búlgara- de la pista religiosa. Algo más que una coincidencia parece darse entre los días 13 de mayo de 1917 (primera aparición de la Virgen en Fátima), 13 de mayo de 1981 (atentado contra el Papa) y 13 de junio de 2000, indulto de Alí Agca. Un indulto que se suma a lo que Rosario Priore -el juez italiano que terminó de instruir el atentado- llama el «segundo milagro» de la Plaza de San Pedro. Es decir, no sólo que Juan Pablo II no muriera por los disparos de Alí Agca, sino que éste escapara indemne de lo previsto en el desenlace de la trama: su muerte a manos de terceros en el propio escenario del crimen proyectado.

Como advierte Beretta es probable que, a partir de ahora, junto al «secreto de Fátima», haya de hablarse del «escándalo» de Fátima. Es decir, de la perplejidad de los «bien pensantes» ante la invitación -implícita en el mensaje a los tres pastorcillos- de interpretar en clave religiosa el siglo más irreligioso de la Historia. De introducir, junto a las claves geopolíticas al uso, criterios teológicos para explicar las grandes quiebras morales del siglo XX. Ya Paul Claudel decía sobre Fátima: «Es una irrupción violenta, iba a decir escandalosa, del mundo sobrenatural en este agitado mundo material». Antes de escandalizarnos conviene reparar que, en el revés de la trama humana, se ocultan unas claves que la teología de la Historia puede ayudar a comprender. Entre esas claves -Ratzinger lo apunta en la presentación oficial del documento- hay que incluir la intervención maternal de la Virgen en la historia del mundo así como el valor y significado de la mujer, de toda mujer, en la aventura humana.

Se dirá que lo hecho público ahora es ya Historia. Que el velo del futuro no ha sido descorrido. Pero no puede olvidarse que los destinos de los pueblos y de los individuos singulares deben a su historia casi el 90%. De ahí que un politólogo pueda afirmar con sólidos argumentos a un condenado sobre cuyo pescuezo va a caer la cuchilla de la guillotina: «Serénese, esta ejecución corresponde a un momento de la historia completamente superado». Jean-François Revel -que es de quien tomo la imagen- concluye con razón que «las nueve décimas partes de lo que nos sucede es el fruto de momentos de la Historia completamente superados».

Desde luego, el mundo hoy sería muy distinto si no hubiera ocurrido lo que vieron esos chiquillos de Fátima que ocurriría este siglo XX.

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.

El Mundo, 29.VI.00

Rafael Navarro-Valls, “Un viaje religioso”, El Mundo, 20.III.00

Nos sentamos frente al Papa con el escritorio entre él y nosotros. Al empezar la conversación, Simon Peres le invitó oficialmente a visitar Israel. Juan Pablo II no respondió, y la conversación sobre temas generales continuó diez o quince minutos. Entonces nuestro ministro de Asuntos Exteriores pensó que quizás el Papa no le había oído correctamente, así que repitió la invitación, dejando claro que se trataba de una invitación oficial a visitar Jerusalén. Hubo un momento de silencio y vi lágrimas en los ojos del Papa, lágrimas que bajaron lentamente por sus mejillas. Estaba terriblemente conmovido. Nos dio las gracias por la invitación… Fue un momento digno de Shakespeare».

Así describe Avi Pazner -embajador israelí en Roma- el momento histórico (23-10-92) en que el Gobierno laborista de Isaac Rabin invitó formalmente al Papa a visitar Jerusalén. Lo cuenta Tad Szulc. Han pasado ocho años. Hoy se inicia el viaje que ha necesitado casi una década de gestación. Pocos saben, sin embargo, que el primer itinerario que hizo Karol Wojtyla fuera de Europa antes de ser elegido Papa fue precisamente a Tierra Santa. Allí veló una noche entera en la cripta de Belén y pasó otra noche en la cima del monte Tabor, en plena Galilea. Pero el viaje de ahora es distinto: ahora vuelve como Papa. De ahí la emoción del Pontífice.

El Gabinete israelí ha calificado la visita como «la más importante de los 52 años de Historia de Israel, visita que la gran mayoría de hebreos espera con los brazos abiertos». Sin embargo, la estancia del Papa en Tierra Santa puede verse perturbada por acciones incontroladas de grupos fundamentalistas islámicos -como el palestino Hamas y el chií proiraní Hizbulá- o por sectores ultraortodoxos hebreos. Si en la visita de Clinton se emplearon 2.000 agentes israelíes, en la estancia del Papa serán necesarios más de 5.000. Se inserta, además, en un contexto político complicado, con palestinos e israelíes especialmente enfrentados. Los segundos, maniobrando para evitar la anunciada proclamación unilateral del Estado palestino, y los palestinos crecidos por la dura declaración de la Liga Arabe, reunida en Beirut hace unos días pidiendo la congelación de relaciones con Israel. Siria, Jordania -donde se iniciará el viaje-, Irak, Líbano, Egipto, los territorios de la Autoridad Nacional Palestina y medio mundo siguen con atención inusitada las visicitudes del viaje. Si a todo esto se añade que, en Jerusalén, se producirá una de las concentraciones de periodistas más intensas de la Historia (se habla de unos 2.000), se entiende enseguida la expectación que ha levantado este viaje a una zona del planeta donde los católicos representan solamente el 1,38% del total de la población.

Aunque será inevitable la perspectiva política y la óptica interecuménica del acontecimiento, la verdadera clave de esta peregrinación hay que ponerla en un ángulo diverso. Ciertamente Juan Pablo II se entrevistará con los líderes políticos de los países visitados -rey de Jordania, Arafat, Weizman y Barak-, visitará un campo de refugiados palestinos en Belén, rezará ante el Mausoleo del Holocausto (Yad Vashem), y realizará encuentros interreligiosos con los dos grandes rabinos y el Gran Mufti de Jerusalén. Pero eso es tan sólo el marco de una peregrinación personal a los lugares del Antiguo y Nuevo Testamento. A quien realmente visita, si se me permite la expresión, es a Jesucristo en los lugares en que vivió y murió, es decir, al festejado en el año jubilar, cuyo 2.000 aniversario de su nacimiento se conmemora. Como el propio Juan Pablo II ha recalcado, «se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad. Me desagradaría que se le atribuyeran otros significados diferentes». Repárese en que normalmente los viajes papales se anuncian siempre como «viajes pastorales». Las únicas excepciones están siendo las de sus itinerarios a los lugares bíblicos. En estos casos los viajes se denominan «Peregrinación Jubilarde Juan Pablo II a Egipto y Sinaí (o Tierra Santa)». Es decir, excluyendo implícitamente la dimensión política, que es donde la opinión pública busca las claves de lectura.

Otra clave de comprensión del viaje es el deseo de Juan Pablo II de subrayar la continuidad judeocristiana del patrimonio de valores del que el Papa es representante. La influencia del pequeño Estado de Israel sobrepasa la de su base demográfica y sus límites geográficos. Si a Wojtyla le gusta llamar al pueblo judío «nuestros hermanos mayores» es porque los judíos dieron al mundo el monoteísmo ético. Como se ha dicho, «la Historia del pueblo hebreo enseña que la existencia humana tiene un propósito y que no nacemos sólo para vivir y morir como bestias». Y al conjuntarse con el mensaje cristiano, debemos a la tradición judeocristiana las ideas de la igualdad ante la ley, del amor como fundamento de la justicia, de la dignidad de la persona humana como reflejo de la filiación divina. Desde luego, toda esta contribución a la dotación moral de la mente humana hace, como concluye Paul Johnson, que «el mundo y la razón, sin los judíos, hubieran sido lugares mucho más vacíos».

Jerusalén es hoy tres religiones y dos pueblos. La visita de Juan Pablo II simboliza que solamente en el vértice de los tres monoteísmos (hebreo, cristiano e islámico) será posible un encuentro real y eficaz de los pueblos que siguen una y otra fe. El camino será muy largo, pero en Tierra Santa Karol Wojtyla quiere subrayar, una vez más, que «todo camino de mil leguas comienza con un paso».

Rafael Navarro Valls es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.