Angela Aparisi, “Objeción de conciencia en la píldora del día siguiente”, PUP 18.VI.01

En la historia de los derechos humanos ocupa un lugar preliminar el reconocimiento de la libertad de conciencia. Quizás una de sus manifestaciones más claras sea el derecho a la objeción de conciencia. Las demandas que, históricamente, se han ido acogiendo a la objeción de conciencia han sido muy variadas. Podemos citar, en el pensamiento griego, el caso de Antígona, que se negó a obedecer las órdenes del rey por respetar los dictados de su conciencia. Otro ejemplo podemos encontrarlo en Tomás Moro, ejecutado por orden de Enrique VIII en la Inglaterra del siglo XVI. Su negativa a acatar una decisión del monarca se fundamentó en que ésta agredía profundamente su conciencia. Decía: “En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo constreñido a obedecer a mi príncipe… Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”.

También merecen destacarse, en el siglo XVII, las reclamaciones de los cuáqueros, al negarse a empuñar las armas por razones de conciencia. En nuestros días quizás las demandas más frecuentes han sido las referentes a exención de la prestación del servicio militar y la objeción de conciencia a la práctica del aborto.

La libertad está por encima de los Estados, salvo en los autoritarios A pesar de la diversidad de supuestos que, históricamente, se han acogido a la objeción de conciencia, en la base de todos ellos encontramos un mismo presupuesto: el poder (lo detente quien lo detente) no puede ordenar cualquier cosa, sobre todo, si ello agrede gravemente la conciencia de los ciudadanos. De este modo, la objeción de conciencia implica siempre el incumplimiento de una obligación de naturaleza jurídica cuya realización produciría en el individuo una agresión grave a la propia conciencia. Lo bien cierto es que desde los orígenes del Estado de Derecho se ha entendido que el respeto a la conciencia es uno de los límites más importantes del poder, ya que la dignidad y la libertad humanas se encuentran por encima del propio Estado. Por el contrario, el rechazo del derecho a la libertad de conciencia se encuentra, entre otros rasgos, en la base de todos los autoritarismos. Ciertamente, una de las características más frecuentes de los Estados autoritarios es que pretenden invadir y dirigir la conciencia de los ciudadanos.

Esta realidad, la importancia que en un sistema democrático tienen la libertad ideológica y de conciencia de las personas, pretende ser negada en la actualidad a ciertos sectores de la población. Al menos, ello es lo que se deduce del debate actual sobre la dispensación por los farmacéuticos de la píldora del día siguiente.

Por un lado, resulta muy lógico que a un profesional, formado en el respeto a la vida y la promoción de la salud, le provoque un grave daño a su conciencia tener que participar en la eliminación de un embrión humano. No obstante, desde ciertos sectores se está intentando presionar para negar la posibilidad de que el farmacéutico pueda acogerse a la objeción de conciencia. Frente a ello, es evidente que el farmacéutico, como cualquier otro sanitario, posee una formación y capacitación específica que le permite tomar decisiones, en ciencia y en conciencia, y ser responsable de ellas. Impedir esta capacidad es negarle, no sólo su lugar como profesional del ámbito de la sanidad, sino también un derecho humano básico, el de actuar según su conciencia. No se trata de un asunto baladí, por cuanto que la dispensación de la píldora del día siguiente afecta al bien jurídico más importante de nuestro ordenamiento e incluso de nuestra sociedad, la vida humana.

Angela Aparisi, Directora del Instituto de Derechos Humanos Universidad de Navarra.

Johannes Rau, “¿Irá todo bien? Por un progreso a medida humana”, Berlín, 18.V.2001

Discurso del Presidente Federal, Johannes Rau, 18 de mayo de 2001.
Salón de Actos Otto Braun de la Biblioteca Nacional de Berlín.

Continuar leyendo “Johannes Rau, “¿Irá todo bien? Por un progreso a medida humana”, Berlín, 18.V.2001″

Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002

EL SIDA 100 CUESTIONES Y RESPUESTAS SOBRE EL “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA” Y LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS febrero de 2002

PRÓLOGO

¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué a mí o a uno de mis seres queridos? Son interrogantes que sacuden la conciencia del hombre en cualquier época y lo sitúan irremediablemente ante el misterio dramático de su existencia.

Continuar leyendo “Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002″

Juan Manuel de Prada, “Animalitos”, ABC, 22.I.2001

En «Náufrago» hay una secuencia en que el robinsón Tom Hanks ensarta con un palo el caparazón de un cangrejo. Vemos cómo el cangrejo patalea en su agonía; a continuación, vemos cómo Hanks socarra al fuego de una hoguera el cangrejo, cómo desmiembra sus patas y cómo ávidamente se come su carne. Sin embargo, si aguantamos hasta el final de la película, una vez que han desfilado los títulos de crédito, descubriremos una leyenda avalada por no sé qué sociedad protectora de animales, en donde se asegura que ningún animal ha sido sometido a crueldades durante el rodaje, y que las imágenes en que aparecen animales en peligro han sido fingidas mediante maquetas animadas. O sea, que el cangrejo ensartado con el palo era un artilugio mecánico gobernado mediante control remoto; pero el cangrejo que a continuación se zampa el protagonista tiene toda la pinta de ser real. Se deduce, pues, que los productores de la película, después de gastarse un pastón en la maqueta animada, se han dirigido al mercado de la esquina y han comprado un cangrejo de verdad. Pudiera ocurrir, incluso, que ese cangrejo haya sido pescado con redes ilegales, o fuera de temporada. Pero lo que ocurra fuera del rodaje de la película carece de importancia. La misma película que recurre a subterfugios y fingimientos tan disparatados, para evitarle a un cangrejo el sufrimiento, contiene secuencias en que vidas humanas son expuestas al peligro de escalar un risco o nadar en mitad del océano, pues la verosimilitud del cine actual aconseja que dichas secuencias no sean rodadas en decorados. Sabemos que, de vez en cuando, un extra perece durante el rodaje de una película, decapitado por las hélices de un helicóptero o despeñado al fondo de un barranco; sabemos que, sin llegar a estos extremos de fatalidad, no hay rodaje que no registre un saldo venial de costillas rotas y magulladuras entre los miembros más sufridos del elenco. Y mientras los extras se afanan en cabriolas y contorsiones que ponen en peligro su vida, los cangrejos son suplantados por «maquetas animadas», para que no sufran. Esta inversión del orden natural (la vida humana relegada a un arrabal subalterno, frente a la intangible vida animal) no merecería mayor glosa si restringiera su ámbito a la anécdota cinematográfica. Pero mucho me temo que esta alteración de valores forma parte de una perversión social mucho más extendida. Ayer mismo publicaba ABC una fotografía de unos manifestantes londinenses que reclamaban la prohibición de la caza del zorro (uno sospecha que, cuando por fin lo consigan, se manifestarán contra la caza del gamusino); algunos enarbolaban, a guisa de pancartas, retratos de zorritos con la misma convicción con que la madre de un desaparecido alzaría el retrato de su hijo ante el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile. Esta fotografía me obligó a reflexionar sobre los mecanismos de suplantación y circunloquio que puede llegar a urdir una sociedad enferma; cuando asuntos mucho más graves y perentorios aún no se han solucionado, cuando la codicia o el marasmo espiritual nos impiden pronunciarnos sobre asuntos que atañen mucho más directamente a la dignidad del hombre, la mala conciencia social acaba desaguándose a través de reclamaciones pintorescas. Ciertamente, la caza del zorro constituye un residuo abominable de señoritismo, pero, ¿merece acaso que la califiquemos, pomposamente, de «inmoral»? Los estudiosos de las perversiones sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual muchos hombres soslayan la angustia que les produce enfrentarse con el coño; manifestarse contra la caza del zorro es un «andarse por las ramas», a través del cual soslayamos la vergüenza que nos produce enfrentarnos con la caza del hombre (desde su estado embrionario hasta sus postrimerías); una caza que plácidamente aceptamos, aunque sea, incluso, un poquito más inmoral que cazar zorros o gamusinos.