¿Una muerte digna?

“No daré veneno a nadie
aunque me lo pida,
ni le sugeriré tal posibilidad”.

Juramento de Hipócrates

La intolerancia con los débiles

La intolerancia frente a los débiles ha adquirido con frecuencia a lo largo de la historia una dolorosa forma social e institucionalizada de legalidad.

Son muchas las voces que se han atrevido a denunciar con firmeza esos atropellos de la dignidad humana. Atropellos que llegan a veces a constituir una auténtica “cultura de la muerte” que en todas las épocas se ha manifestado en la muerte legal de inocentes.

La historia reciente nos lo muestra con crudeza en el genocidio nazi, en las limpiezas étnicas de tantos conflictos bélicos, o en el más sutil y solapado quitar la vida a los seres humanos antes de su nacimiento, o antes de que lleguen a la meta natural de la muerte.

Son siempre los miembros más débiles de la sociedad quienes corren mayor riesgo frente a esta peligrosa manifestación de intolerancia. Las víctimas suelen ser los no nacidos (aborto y manipulaciones genéticas), los niños (comercio de órganos), los enfermos y ancianos (eutanasia), los pobres (abusivas imposiciones de control demográfico), las minorías, los inmigrantes y refugiados, etc. Continuar leyendo “¿Una muerte digna?”

Respeto a la vida, ¿por qué?

La vida tiene una historia muy larga,
pero cada individuo tiene un comienzo muy preciso:
el momento de su concepción.

Jérôme Lejeune

Vidas humanas expuestas a toda suerte de manipulaciones

En el mismo ADN de un embrión humano está ya presente toda la constitución de la persona: sistema nervioso, brazos, piernas, incluso el color de sus ojos. Y en el momento en que está compuesto solo de tres células, inmediatamente después de la fecundación, el individuo es ya único, rigurosamente diferente de cualquier otro. Nunca se ha dado antes y no se dará de nuevo nunca más; es una novedad absoluta. Como ha escrito Jérôme Lejeune, el embrión es un ser vivo; y procede del hombre; por tanto, el embrión es un ser humano. De ahí se deduce que no puede considerarse propiedad de nadie. Continuar leyendo “Respeto a la vida, ¿por qué?”

Derecho a decidir, pero hay un tercero en juego

La peor verdad solo cuesta un gran disgusto.
La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños
y al final, un disgusto grande.

Jacinto Benavente

A un paso de algo que parece importante

Cuando Macbeth se da cuenta de que no hay ningún obstáculo entre él y la corona de Escocia, salvo el cuerpo durmiente de Duncan, piensa que con solo realizar un acto cruel podrá ser feliz para toda la vida.

Y decide que compensa hacer ese mal para lograr un bien que considera muy grande.

Sin embargo, el efecto del crimen fue desconcertante e insoportable: un solo acto contra la ley introdujo a Macbeth en un ambiente mucho más sofocante que el de la ley. Continuar leyendo “Derecho a decidir, pero hay un tercero en juego”

Miguel A. Cárceles, “Educación afectivo-sexual de niños y adolescentes”, Palabra, IV.01

Dios, que es amor y vive en una comunidad de amor, al crear al hombre a su imagen y semejanza le ha conferido una vocación como la suya: una vocación al amor. Este amor es siempre don de sí mismo.

«El hombre y la mujer pueden llevar a cabo esa llamada, o como personas individuales, o unidos con carácter permanente en una pareja que forma una comunidad de amor. Si lo hacen individualmente vivirán la virginidad; cuando establecen una comunidad de amor, la viven en el matrimonio. Pero en ambos casos es la totalidad de la persona la que hace el don de sí» (Engracia A. Jordán, La educación para el amor humano).

Siendo el hombre un compuesto de cuerpo y alma, su radical vocación a amar abarca también el cuerpo humano, que se hace partícipe del amor espiritual. El hombre ama con todo su ser, en cuerpo y alma.

Educación de la afectividad La sexualidad no puede reducirse a un fenómeno puramente biológico: a la experiencia genital, a la unión carnal hombre–mujer. La sexualidad alcanza categoría humana cuando se enlaza en el misterio del amor, esencial en la existencia del hombre. Por esta razón, la educación sexual ha de estar incluida en el marco de la educación de la afectividad, es decir, en la educación de los sentimientos y tendencias humanas, entre las que el amor tiene carácter primordial.

Cuando el sexo no se entiende enmarcado en la espiritualidad se vuelve inhumano, y lo inhumano es más bajo que lo puramente animal. El sexo aislado del mundo espiritual –del contexto global del hombre– ve en el otro un «objeto sexual», no «una persona amada». La pura unión carnal, desprovista de espíritu, rebaja las personas a la condición de cosas que sólo tienen sentido en cuanto producen satisfacción o placer.

«Dado que la vida se hace específicamente humana en la medida en que se utiliza la razón –afirma Víctor García-Hoz–, la educación empieza por una acción sobre la inteligencia. De aquí la consecuencia de que toda educación en le aspecto sexual tiene que apoyarse en la formación de una conciencia clara del papel que desempeñamos cara a Dios en nuestra vida».

Esta educación afectivo-sexual debe ser, por tanto, una educación para el amor, que oriente a cada uno, según su vocación específica, hacia la virginidad o hacia el matrimonio. La primera es una vocación al amor, al don de sí mismo primero a Dios y en Él a todos los hombres. La segunda requiere una sana educación para el amor conyugal, que es un amor de totalidad.

Actualidad y urgencia «En la actual situación socio–cultural es urgente dar a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes una positiva y gradual educación afectivo–sexual, ateniéndose a las disposiciones conciliares. El silencio no es una norma absoluta de conducta en esta materia, sobre todo cuando se piensa en los numerosos «persuasores ocultos» que usan un lenguaje insinuante» (S. C. para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual, nº 106).

La razón es obvia: el tema del sexo está en la calle y entra en el hogar a través de los medios de comunicación social, que con gran frecuencia emplean un lenguaje destinado únicamente a estimular el instinto y a provocar manifestaciones sexuales desconectadas con el sentimiento y el espíritu, con el don de sí, con la apertura a los otros, a la vida y a Dios. Es ésta «una cultura que banaliza en gran parte la sexualidad humana –afirma Juan Pablo II–, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta» (Familiaris consortio, nº 37).

Por eso es preciso oponer, a esta acción deformadora y corruptora, la verdadera educación afectivo-sexual, centrada en el concepto cristiano de la sexualidad humana.

Derecho y deber de los padres Como toda educación, también la afectivo-sexual corresponde principalmente a los padres. La familia es la primera comunidad de amor y en ella se forman los hijos en el verdadero amor, como un servicio sincero y solícito hacia los demás. Es en la familia donde surgen numerosas ocasiones para entablar el diálogo sobre distintos temas relacionados con el sexo y la afectividad: la llegada de un nuevo hijo, la gestación del niño en el seno de la madre, el desarrollo sexual en la pubertad, la atracción de los adolescentes hacia amigos y conocidos de distinto sexo, etcétera. Son momentos oportunos para conversar sobre el tema.

Sobre esta materia, el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer aconseja: «Que sean los padres los que den a conocer a sus hijos el origen de la vida, de un modo gradual, acomodándose a su mentalidad y a su capacidad de comprender, anticipándose ligeramente a su natural curiosidad; hay que evitar que rodeen de malicia esta materia, que aprendan algo, que es en sí mismo noble y santo, de una mala confidencia de un amigo o de una amiga» (Conversaciones, nº 100).

Para esta importante labor educativa los padres cuentan con la gracia de estado recibida en el sacramento del Matrimonio, que «los consagra en la educación propiamente cristiana de los hijos (…) y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a sus hijos en su crecimiento humano y cristiano» (Familiaris consortio, nº 38).

Existen, además, libros sencillos y apropiados, asociaciones familiares, cursillos de orientación familiar organizados por entidades de confianza, etcétera, que permiten profundizar en la mejor forma de impartir la urgente educación afectivo-sexual.

Modo de impartirla La educación afectivo-sexual ha de ser: — Verdadera: ha de ajustarse siempre a la realidad de las cosas, con precisión y delicadeza.

— Clara: comprensible para el niño o adolescente.

— Gradual: el conocimiento ha de adquirirse al compás del desarrollo corporal y espiritual. De este modo irá evolucionando armónicamente toda la personalidad, primero del niño y después del adolescente. –Individual, pues lo que convenga decir a un chico o una chica, quizá otro de la misma edad no esté en condiciones de asimilarlo.

— Completa: tanto en cuanto a los temas, como en cuanto a la extensión y profundidad con que se tratan.

— Oportuna: deben aprovecharse las ocasiones más favorables, que ordinariamente se presentan cuando el niño hace preguntas sobre estos temas, o en determinados períodos críticos, como son los siete años y la pubertad. Sin ir más allá de lo que pregunta, pero dejando siempre abierta la puerta para que pueda hacer nuevas preguntas.

La respuesta personal Toda educación exige una respuesta por parte del alumno: no sólo debe ser asumirla, sino también complementarla mediante la lucha personal. Con mayor motivo cabe afirmar esto a propósito de la educación y de la vivencia afectivo-sexual. «El uso cristiano de la sexualidad –afirma García-Hoz– no se realiza sin esfuerzo, sobre todo en la época de la adolescencia y de la juventud, en las que la fuerza de las tendencias sexuales y la poca madurez de la personalidad exigen una lucha más rigurosa».

Es preciso concienciar a adolescentes y jóvenes de que la vida humana sólo se realiza a través del esfuerzo. La impureza es, en buena parte, un problema de pereza. Una y otra –o una con otra–, si se descontrolan, si no se las encauza del modo adecuado, machacan la personalidad embaucando con el goce inmediato, roban la auténtica alegría, pasan siempre amargas facturas al cabo del tiempo y pueden dejar hondas heridas para el futuro.

Resulta desaconsejable cargar las tintas en los aspectos meramente costosos y negativos, que chocan con su falta de perspectiva y sus afanes juveniles y, a veces, fomentan un insensato espíritu de rebeldía. Por el contrario, a adolescentes y jóvenes –ellos y ellas– debe animárseles a pasar al campo de los fuertes, de los generosos, de los magnánimos, que es el campo de las personas nobles y sabias, de las felices y de las que tienen porvenir.

Los medios De igual modo es necesario descubrirles los medios, tanto humanos como sobrenaturales, para coronar con éxito el empeño.

He aquí algunos medios humanos: — Desear de veras la pureza, y rebelarse contra el mal que intenta esclavizarles, es el primero de los medios humanos.

— Estar siempre ocupado mediante el trabajo, estudio, deporte o cualquier otra actividad, ya que «la ociosidad –como dice la Escritura–, es maestra de todos los vicios».

— Vivir el pudor y la modestia: «el pudor, afirma Max Scheller, no sólo da forma humana a la sexualidad, sino que favorece, además, su armónico desarrollo».

— Vigorizar la voluntad, venciendo pequeñas dificultades de todo estilo que se presenten, sin ceder a la pereza, la comodidad, el desorden, el capricho, etcétera.

— Despreciar o sortear las ocasiones innobles: lecturas, amistades, películas, conversaciones subidas de tono, etcétera.

Entre los medios sobrenaturales destacan: — La oración, ya que sin ella es imposible vencer de modo habitual: «orad, dice Jesús, para no caer en la tentación».

— La mortificación, pues no sólo fortalece la voluntad, sino que –como enseña el Beato Josemaría Escrivá– «es la oración de los sentidos».

— La frecuencia de sacramentos, ya que, tanto en la Sagrada Comunión como en la Penitencia, Jesucristo fortalece el alma con su gracia y la ayuda a vencer.

— El trato frecuente con la Santísima Virgen.

— La conversación periódica con un sacerdote.

— El aprecio del cuerpo, ya que es templo del Espíritu Santo. Vale la pena tener en cuenta que el sentimiento de dignidad es uno de los rasgos fundamentales de la personalidad, que se vive con especial intensidad en la juventud, y por lo que constituye uno de los estímulos más fuertes para la educación. n CASTIDAD Y CAPACIDAD DE AMAR La conciencia del significado positivo de la sexualidad, en orden a la armonía y al desarrollo de la persona, como también en relación con la vocación de la persona en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, representa siempre el horizonte educativo que hay que proponer en las etapas del desarrollo de la adolescencia. No se debe olvidar que el desorden en el uso del sexo tiende a destruir progresivamente la capacidad de amar de la persona, haciendo del placer –en vez del don sincero de sí– el fin de la sexualidad, y reduciendo a las otras personas a objetos para la propia satisfacción. Tal desorden debilita tanto el sentido del verdadero amor entre hombre y mujer –siempre abierto a la vida– como la misma familia, y lleva sucesivamente al desprecio de la vida humana concebida, que se considera como un mal que amenaza el placer personal.

Consejo Pontificio para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia, 8-XII-1995, n. 105 Miguel Ángel Cárceles Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001

Gonzalo Herranz, “El sacrificio de prisioneros de guerra y los embriones congelados”, PUP, 7.XI.02

El autor -Director del Departamento de Humanidades Biomédicas de la Universidad de Navarra- se pregunta si son reales las expectativas que ofrece a la medicina la investigación con embriones congelados excedentes de FIV. A este planteamiento añade otro de un gran calado ético, como es el de la dignidad humana. Estos embriones, aunque están abocados a su desaparición, tienen igual dignidad que el resto de seres humanos. Las clínicas de FIV deberían defender sus vidas.

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Andrés Ollero, “La dignidad humana es anterior a la autonomía”, 8.I.2003

En el Congreso de los Diputados español se ha rechazado recientemente una proposición de ley de despenalización de la eutanasia. Andrés Ollero, catedrático de Filosofía del Derecho y diputado del Partido Popular, razonó el voto en contra de su grupo. Continuar leyendo “Andrés Ollero, “La dignidad humana es anterior a la autonomía”, 8.I.2003″

Juan Ramón García-Morato, “La educación afectiva, una asignatura pendiente en la cultura actual”

Escribir sobre el corazón del hombre sin caer en tópicos o reduccionismos fáciles parece tarea complicada. Y a la vez es materia constante de análisis, de obras artísticas, de literatura más o menos afortunada. Juan Ramón García-Morato, médico cirujano, sacerdote, profesor universitario, hombre inconformista y sobre todo lector insaciable, publica en su libro reciente “Crecer, sentir, amar”, una serie de sesiones televisadas. El origen de todo es una entrevista donde se le preguntaba a bocajarro, y respondía desde la espontaneidad: con sus convicciones y su experiencia. El atractivo de este libro brilla sobre todo en el diálogo con cientos de personas, muy distintas, muy lejanas en sus convicciones. Queda así un tejido rico, de rigor intelectual y ameno. Las preguntas y respuestas que siguen son sólo botón de muestra de cuestiones más complejas abordadas en su obra. Continuar leyendo “Juan Ramón García-Morato, “La educación afectiva, una asignatura pendiente en la cultura actual””

Emilio Sanz, “Pisar la raya”, La Tribuna, 15.XI.02

Confieso públicamente que, cada vez que sale una nueva novela de John Grisham, (ese abogado estadounidense que cambió la toga por la pluma, y del que los fabricantes de chistes de abogados dirían que dejó de contar historias en los tribunales para contarlas en las novelas), cada vez que sale una nueva, digo, intento conseguírmela cuanto antes y me la leo en “dos patás”.

Pues resulta que, en una de las últimas de Grisham, se hace una descripción bastante buena de un hombre sin norte, que eso son los negociantes tramposos de las novelas, y el último rasgo del retrato viene a decir que “era uno de esos tipos que borró la raya, de tanto pisarla”.

Me he acordado de esto del pisar la raya al informarme sobre la cuestión de la clonación terapéutica.

La empresa estadounidense “Advanced Cell Technology” ha sido la primera en acercar el pie a la raya anunciando la posibilidad de utilizar embriones nacidos de un proceso de clonación humana, para obtener células madre, y con estas últimas tratar a pacientes con enfermedades degenerativas.

Pues bien: lo que propone el citado laboratorio norteamericano es aprovechar esos embriones humanos que pretende crear mediante clonación, para sacarles las células de su disco embrionario (células madre) y, después de una serie de procesos y cultivos, trasplantar esas células a un enfermo. Hay que decir que para poder extraer el disco embrionario, el embrión en cuestión debe morir.

El proceso sería el siguiente: 1.- Tomar una célula del paciente y clonarla. De ahí se obtiene un embrión humano; 2.- Cultivar ese embrión en un laboratorio durante unos días, el tiempo suficiente para que se le puedan separar las células de su disco embrionario (las famosas células madre). El embrión muere, y ya tenemos células madre; 3.- Esas células son tratadas para evitar su envejecimiento, y luego se transforman en células del tipo que necesita el enfermo: nerviosas, musculares, o del tipo que sea; y 4.- Se hace el trasplante, y se tiene cuidado de que no haya rechazo y de que las células trasplantadas se integren funcionalmente en el cuerpo del enfermo.

Dicen los científicos que, de todos estos pasos, ahora mismo sólo se sabe cómo hacer el segundo de ellos, porque se ha ensayado sobre embriones “sobrantes” de fecundaciones in vitro. Pero los demás pasos, no se sabe cómo hacerlos. Estamos, pues, en condiciones de hablar, por ahora, sólo de experimentos. Resulta curioso que ya han corrido ríos de tinta sobre este tema, pero en discursos de políticos, en artículos de periodistas, y en anuncios de empresas: artículos científicos hay sólo media docena.

A mí me ha quedado bastante claro que se trata de crear un ser humano mediante la técnica de la clonación, para luego extirparle un trozo. Con esa extirpación el ser humano se muere, pero se muere “por una buena causa” como es que se cure su progenitor biológico. Como si la bondad de la intención justificase la barbaridad de crear un ser humano con la única finalidad de luego matarlo para aprovechar sus despojos. Suena muy fuerte, pero porque es muy fuerte. Digan lo que digan los diputados y los ministros de letras, un embrión humano es un ser humano. Para evitar la asociación de ideas, a veces dicen “conjunto de células”, en vez de embrión. Pero es lo mismo: un ser humano.

Pensemos un poco. Siempre que surge la controversia ética/ciencia existe la tentación de admitir que el fin justifica los medios. Con el señuelo del progreso y con el dolor de la pena que da un enfermo, nos plantean que hay que hacer lo que sea para llegar a la solución. Y ese “lo que sea” es el que suscita el debate ético. Y, si no se tienen las ideas claras, se puede ir tapando la verdad a base de echarla encima paladas de sentimentalismo que ahoguen a la verdad misma.

Cuando hay en juego vidas humanas, y no sólo vidas humanas sino la concepción que en la sociedad se tiene acerca de su naturaleza y de su valor, es mejor mantenerse muy lejos de aquella raya de la que hablábamos al principio, no vaya a ser que, de tanto pisarla, la borremos.

Y lo mejor del caso es que, paralelamente, se están haciendo experimentaciones clínicas en las que, en vez de obtener células madre de un embrión, se obtienen de un organismo adulto, extracción ésta que no mata a nadie, con lo que no parece que sea necesario cultivar embriones. La pregunta es la que todo el mundo tiene en la cabeza: Entonces, ¿por qué tanto interés en los “experimentos” con embriones humanos? La respuesta no la tienen los diputados de letras, ni los periodistas, ni siquiera los científicos. Pero podría estar en que a esa empresa le interese económicamente ir acercándose a la raya, con el riesgo para todos de que, en un descuido, la pise, y la termine borrando. La estrategia sería, así, perfecta: se busca un motivo terapéutico, se desarrolla la técnica, se comercializa, y la propia dinámica de las cosas irá extendiendo su uso a otros fines menos terapéuticos.

Lo dicho: por favor, es mejor que nadie pise la vida.

Publicado en La Tribuna de Ciudad Real, 15.XI.02 Tomado de www.sanz.biz

BMJ, “La educación sexual y el embarazo de adolescentes”, Aceprensa, 4.XII.02

La educación sexual de los últimos treinta años no previene el embarazo de adolescentes. Continuar leyendo “BMJ, “La educación sexual y el embarazo de adolescentes”, Aceprensa, 4.XII.02″

Ana Mª Romero Iribas, “La amistad, un tesoro”, Nuestro Tiempo, I.03

Para Aristóteles la amistad era “lo más necesario para la vida”, y nosotros cuando oímos decir que “un amigo es un tesoro” o que “donde está tu amigo, está tu tesoro”, nos damos cuenta de que esas palabras resuenan como un aldabonazo en nuestro interior. No nos dejan indiferentes, porque todos sabemos o intuimos qué clase de tesoro puede llegar a ser una amistad.

A las personas nos gusta tener amigos: gente con la que compartir vida, experiencias, tiempo, conversación… Nos gustan los amigos y nos parecen muy importantes, incluso imprescindibles. La amistad es una relación humana con un valor muy especial. Junto con la familia y el trabajo, es algo que nos parece que merece la pena y a lo cual dedicamos tiempo y esfuerzo. Queremos tener amigos en la vida: para no estar solos —a veces se siente la soledad incluso estando rodeados de gente—, para vivir la vida más a fondo y para disfrutarla de verdad. Como escribió Aristóteles, “sin amigos nadie querría vivir aun cuando poseyera todos los demás bienes”.

Quizá por eso escribo esto. Escribir sobre la amistad me ayuda a saber qué espero yo de ella, qué doy yo a mis amigos, si mi amistad con ellos es plena o sólo algo “satisfactorio”. Reflexionar sobre las cosas ayuda a vivirlas mejor. Reflexionar es un modo de vivir.

La amistad como regalo Decía más arriba que dedicamos esfuerzo a hacer amigos. Y el esfuerzo es necesario porque las cosas no salen solas. Sin embargo, la amistad no se puede forzar. Por eso también puede decirse que la amistad surge siempre como un regalo, como un don que se recibe. En un momento dado, aparece entre dos personas un deseo de compartir, de comunicarse, de contar lo que se lleva dentro y de contrastarlo, de ser conocido muy a fondo. De hecho, cuando uno vislumbra en el horizonte la posibilidad de hacer una nueva amistad, de esas profundas y verdaderas, que aportan y llenan tanto por dentro, parece que su espíritu se hincha y crece. Es como ver nacer un día radiante. La vida se ve de otro color porque los amigos hacen cobrar sentido a nuestras vivencias: éstas no van a ser sólo para nosotros. Las cosas son distintas porque las vivimos pensando en compartirlas, en transmitirlas, en discutirlas, en compararlas. De nuestros amigos nos interesa todo: lo que piensan, lo que hacen, cómo viven las cosas. Lo importante no es sólo lo que cuentan ni lo que les pasa; lo importante es que eso “es tuyo”, “eres tú”.

Desde mi adolescencia he experimentado disgusto ante las cartas meramente descriptivas de los acontecimientos, o las que eran como una reseña informativa de lo que había ocurrido en el verano. Las cartas verdaderas eran aquellas en las que los acontecimientos del lunes o del viernes se describían como cosas que me pasaban y no sólo como cosas que pasaban a mi lado. Lo interesante y lo que hacía disfrutar era ver cómo esas cosas se vivían desde dentro de mi amigo. Como si fuera con él en un submarino: en el suyo. ¡Y qué deseos tan enormes se sentían de entrar en el submarino! ¡Qué maravilloso era todo desde allí dentro! Aunque no siempre fueran cosas bonitas las que se veían, se veían desde la casa de tu amigo, y estar en el interior de la casa, contemplar el mundo desde allí, era un privilegio. El grado de amistad con los amigos podía distinguirse precisamente por eso. Por si las cartas estaban llenas de preguntas convencionales y frases que se repetían del mismo modo en todas las demás cartas o si en ellas te dejabas llevar, trayendo a colación esto o aquello, y acabando en lugares desconocidos para ti misma, pero bonitos y en los que habías disfrutado. Escribir para los amigos era descubrir el mundo con unos ojos nuevos para dárselo a ellos.

La amistad es un regalo porque es vivir otra vida además de la propia. Es poder vivir dos veces. Y es también reafirmar tu propia existencia porque hay alguien que la quiere así: incondicionalmente. En el amigo encontramos aceptación plena. La amistad es don porque, en cierto modo, llega cuando y como quiere; no es programable; simplemente, surge y es como un regalo, un don que uno recibe. Esa comunión del espíritu que hay entre los amigos, ese compartir denso e intenso, ese vivir y ser sin dar explicaciones porque éstas no son necesarias para nuestro mutuo entendimiento, ese encontrar las puertas del alma siempre abiertas y acogedoras para ti porque eres tú, es el tesoro incalculable. No es extraño que los griegos la calificaran como regalo de los dioses.

Regalo es también en el sentido de que nunca es verdaderamente merecida. Si se puede hablar así, algunos podrían merecer más que otros el tener amigos. Pero en el fondo, la amistad de una persona difícilmente es algo que uno llegue a “merecer”. Se pueden tener de modo habitual disposiciones personales adecuadas para la amistad, para tener amigos (no todo el mundo las tiene). Pero no se puede decidir en qué momento aparecerá el amigo o de quién seré amigo. Por ejemplo, todos contamos con momentos imborrables de la vida en los que comprendes repentinamente que tienes delante a alguien que puede leer dentro de ti como si fueras tú quien lo hicieras; que puede pasearse por tu alma sin explicaciones de tu parte; sin necesidad de mapas, brújulas o palabras clave que le hagan entender lo que se va a encontrar. Es la empatía, una sintonía especialísima que se establece con muy pocas personas a lo largo de la existencia, y que es un descenso y un ascenso vertiginoso por las entrañas de la verdadera vida.

Mirar a las personas Cuando nos sentimos así, vistos con unos ojos ajenos que al mismo tiempo son como los nuestros propios, es como si todo nuestro ser despertara. Querríamos saberlo todo acerca de aquella persona y que ella conociera nuestro yo hasta el final. Las conversaciones se convierten en un continuo maravillarse y mutuo aportarse. Sentimos el mundo como un pequeño globo terráqueo que gira entre nuestras manos y el motor de ese movimiento es la corriente que entre nosotros se ha creado. Es un encuentro con otro yo, sin que ese yo se refiera a un yo idéntico, a un “alma gemela”; pues puede serlo o no. Es otro yo porque se pone en nuestra piel como si fuéramos nosotros mismos; pero al tiempo que mantiene su mismidad y su alteridad. Y por eso, hay mucha riqueza en el trato con el amigo, porque lo distinto siempre nos enriquece.

Mirarnos en un amigo es mirarnos en un espejo. En un espejo que devuelve algo más que una simple reproducción de la propia imagen. Mirarnos en un amigo es encontrarnos a nosotros mismos vistos desde fuera y con mayor perspectiva, pero con el cuidado con que nosotros mismos pondríamos al mirarnos: “a través de él, los amigos se enriquecen y perfeccionan, se descubren e interpretan. Se podría decir que, al ver al otro, cada uno de ellos aprende a conocerse” (Marías). La acción de mirar que tanto aparece entre los amigos, es algo que me parece esencial para que pueda surgir amistad entre dos personas: para tener amigos hay que saber mirar.

En una carta que recibí hace unos meses me decía una amiga que “había encontrado el camino para trascender lo inmediato. El despertador para mirar (…) era el del pensamiento filosófico y la contemplación de las cosas bellas”. En mi respuesta, le reafirmé en su descubrimiento porque me parecía realmente valioso: la filosofía y la contemplación estética son dos medios muy buenos para acceder a lo más hondo de la realidad.

La belleza es un camino hacia la verdad especialmente bueno. Porque la belleza no produce únicamente la mera delectación estética; posee una cualidad inestimable, y es que exige contemplación por nuestra parte. Ante las cosas bellas no basta pasear la vista. Para disfrutarlas verdaderamente hay que mirarlas con detenimiento , con miramiento. Con ellas, hay que andarse con contemplaciones. Y contemplar es importante porque hace que nos detengamos y miremos las cosas tal como son, “dejando” que sean así.

La contemplación es un camino abierto hacia la verdad. Hacia la verdad personal, la de los demás y la del universo entero. Eso lo expresa muy bien de otro modo Lorenzo Silva en una de sus novelas. Escribía que “el mundo está lleno de tesoros sin descubrir porque no hay quien se pare a mirarlos. Pero en cuanto hay alguien que se detiene ante ellos, se abren ante esa persona como una maravillosa realidad llena de riqueza y significado ofreciéndole nuevos horizontes”. Yo he pensado muchas veces que eso exactamente pasa con las personas.

Por eso, para tener amigos hay que saber mirar. Mirar es ver con atención, es contemplar, es concentrar nuestro ser entero en los ojos deseando captar lo que hay frente a ellos. Mirar presupone una vista limpia, sin prejuicios ni cargas anteriores, para captar lo que hay y no lo que yo he puesto o quiero poner. Mirar no es ver lo que yo quiero ver sino percibir cómo son las cosas o las personas en sí. Y además de limpieza interior, la mirada requiere también aceptación, renuncia a dominar. Cuando miramos de verdad, estamos dispuestos a dejar ser a las cosas y a las personas tal y como son. Esto es especialmente importante con las personas. A las personas hay que dejarlas ser, hay que aceptarlas como son. Sin esa condición nunca sabremos lo que es una verdadera amistad; nunca llegaremos a saborear el gozo inmenso que produce esa identificación con el otro, ese compartir la vida, los sueños, los deseos, los fracasos. Habrá siempre en el amigo una zona de acceso prohibido o de “reservado”.

Para mirar de verdad hay que aprender a hacerlo. Los hay que conocen ese arte de modo natural o han sido educados en él. Pero también puede aprenderse. Para mirar hay que pararse, parar la rueda de la actividad exterior y parar también nuestro ruido interior (qué tengo que hacer luego, cómo resolveré la cena en casa de mi hermano, qué ropa necesito, a ver cómo queda el Madrid, a ver si consigo cerrar un buen trato con este cliente…) Para mirar hay que perder el miedo a “pasar tiempo” sin haber sido “eficaces”.

Todos hemos conocido personas que provocan que los que están a su lado den lo mejor de sí mismos. Son personas que logran que los demás quieran —parafraseando a Salinas— “sacar de sí su mejor yo”. Es así porque son personas que saben mirar y que por eso han sabido encontrar la llave interior de las personas. Esa llave de la confianza que uno entrega sólo cuando va a saberse visto, aceptado y querido por sí mismo.

La morada del yo Llegar a la intimidad del alma, al centro de la persona o sólo rozar su periferia, exige rodeos: rodeos que son esencialmente contemplación, escucha atenta y activa, mirada abierta y receptiva. Sólo cuando una persona percibe ese clima de confianza a su alrededor, es capaz de empezar a abrir las rendijas de su yo. Y a través esas rendijas pueden empezar a filtrarse los rayos de la luz que toda persona esconde. La intimidad, la interioridad es siempre luminosa en el sentido de iluminadora. Porque muestra siempre algo desconocido para quien no está allí dentro. No siempre será lo original y nuevo el qué diga esa persona pero sí el cómo ella lo vive. Esta es la llave que entregamos a nuestros amigos, y que hace que quedemos totalmente al descubierto: vulnerables, también.

Algunas veces, tras haber desnudado la intimidad del alma en conversación con la persona que nos ha inspirado esa confianza, uno siente el vértigo del miedo a romperse, a que le rompan, a que se burlen, a que no comprendan, al silencio indiferente o superficial. Hasta ahora, esos pensamientos, deseos, aspiraciones, miedos y preguntas más íntimas habían quedado dentro de nuestra alma. A veces nos angustiaban, otras nos elevaban, otras nos desbordaban por dentro de tal forma que había que expresarlos de algún modo (quién no ha cantado, llenado de piruetas su salón, compuesto una melodía o garrapateado un poema, historia o carta, por puro desbordamiento. Tanto no cabía dentro; fuera crecía, pero tenía más apoyos para ser sostenido, para ser vivido). Sin embargo, no dejaban de ser nuestros: los demás sólo poseían de ellos su cara externa, lo que era fruto de la superabundancia. Por lo demás, no habían sido escuchados por nadie hasta el final y sólo de vez en cuando abríamos a alguien una pequeña ventanita de nuestro interior, observando con atención la reacción del interlocutor ante aquello.

Pero, de repente, hemos encontrado alguien que ha provocado que primero quisiéramos abrir una ventanita y después otra, y otra… Luego le hemos pasado al interior de la casa, y —poco a poco— le hemos encendido todas las luces que había en ella, iluminando incluso rincones sucios, destartalados, rincones sin ordenar, o habitaciones llenas de trastos que no sabemos en dónde colocar. Le hemos enseñado el sillón de los sueños, frente a la ventana, y le hemos invitado a sentarse allí porque desde él puede conocerlos mejor. Le hemos presentado el rincón de los miedos, ese sí está a oscuras porque nos parece que la luz acabará por hacerlos crecer. Es un rincón siempre difícil de enseñar; se supone que de esos no tenemos, y nos cuidamos mucho de dejarlos salir. También le hemos pasado al cuarto de las preguntas; esa habitación está llena de frases sueltas, de pensamientos, de párrafos incluso y hasta de alguna página escrita. Pero sobre todo está lleno de interrogantes; es una habitación poblada de signos de interrogación que hemos ido recogiendo a lo largo de nuestra vida: por qué las relaciones humanas son tan complicadas, por qué hay personas que no miran hacia adentro, por qué las focas son más importantes que los países del Sur… Hay también un cuarto sin techo que mira directamente al sol, o al firmamento si es de noche. Ese es el cuarto de las aspiraciones grandes, el cuarto en el que respiro hondo, el cuarto al que hay que acudir siempre que hemos pasado un día entre mucho polvo, o mucho tiempo en el sillón. También ha conocido la buhardilla; allí no vamos demasiadas veces porque es donde están los pedazos rotos de nuestra vida y todavía nos cuesta mirarlos sin sentir dolor o pena.

Hay personas a las que paseamos por nuestra morada interior sin miedo alguno; es más, deseamos desde lo más íntimo de nuestro ser hacerlo. Sentimos desde muy hondo que apreciará, entenderá y comprenderá cada objeto que encuentre en ella. No le importarán los cacharros rotos, aunque tengamos la estantería llena de ellos; no querrá reírse de nuestras inquietudes: se le iluminará la mirada al conocerlas porque también ella las había sentido latir más de una vez. Le encantará que tengamos un sillón de sueños y un cuarto sin techo, y querrá saber qué nos dicen los astros por la noche y cómo es el vuelo de los pájaros que vemos pasar. Son personas que hacen que sintamos la necesidad de hacer crecer todo eso, de mostrárselo, de hacerlo vivir para ellas .

Esas personas son los amigos, el amigo: aquel con quien me atrevo a ser yo misma; sin restricciones y sin temores. Esa persona con la que puedo decir todo porque todo lo va a entender en su contexto; esa persona con la que puedo hablar en borrador: sin orden, sin hilazón, sin sentido algunas veces. Con rabia o ira otras, con desesperación, con alegría exultante, desvariando. Descubriendo todas las raíces de mi alma y sabiendo que en ningún momento se aprovechará de ello para arrancarme de mi lugar. “Y sabiendo que —como escribió alguien— “comprende esas contradicciones en mi naturaleza que llevarían a otros a juzgarme mal”. Eso es un amigo.

Amistad y silencio La amistad se nutre más de la comunicación que del silencio. Sin embargo, el silencio es precisamente en algunos casos el medio de comunicación que utilizan los amigos: es necesario tanto saber estar en silencio como transmitir lo que uno lleva dentro.

Asistir al desvelamiento de un secreto, al desvelamiento de la intimidad de las personas, produce en el ser humano un enmudecimiento del espíritu, un sentimiento de gratitud por lo que se percibe como un don o regalo inmerecido, una impresión de estar pisando terreno sagrado. De hecho, todos podemos remitirnos a alguna ocasión en la que, en conversación íntima con un amigo, al acabar de escuchar, no hemos encontrado palabras adecuadas para decir nada. En esos casos, quizá la prueba de mayor gratitud o de “correspondencia” sea precisamente el silencio; un silencio, eso sí, cuajado de respuesta.

Hay veces en las que no se puede decir nada… porque las palabras lo estropean todo. Hay cosas que la única contestación que merecen o que exigen es el silencio; hay cosas con las que sólo puede mantenerse conversación en silencio. Porque o el lenguaje es limitado, o uno es limitado, o ambas cosas. Pero algunas cosas, si se expresan, se profanan. Así ocurre en las experiencias de encuentro: con un amigo, con un paisaje, una obra de arte. En esos momentos, pronunciar algo es mancharlo; hablar es romperlo. Algunas veces la comunicación con las cosas y también con las personas requiere como condición que haya silencio; solamente silencio. Y no un silencio para llenar, sino como medio de entendimiento.

Cuando se tiene la suerte de topar con alguien que tiene algo —poco o mucho— que decir; cuando se tiene la suerte de que esas personas te abran sus puertas y dejan que te asomes y penetres en su mundo interior, en la mayor parte de los casos sólo se puede contestar enmudeciendo. Y ese silencio quiere ser entonces un homenaje: la mayor muestra de agradecimiento y de admiración. Porque no se trata de un silencio vacío sino pletórico de contenido: no significa carencia sino plenitud.

El silencio es importante en la amistad. Estar con un amigo es también poder estar en silencio sin miedo a que éste tenga que romperse y sin sentir la necesidad perentoria de tener que llenarlo con palabras. No hay verdadera amistad entre dos amigos si no saben disfrutar y valorar su silencio. El silencio es en sí mismo un espacio y un tiempo para compartir. Rico de contenido y esencialmente valioso porque supone una íntima comunión de espíritus.

La interioridad La amistad está también muy relacionada con la interioridad. Entre dos amigos ésta es más rica y sólida cuanta mayor sea la intimidad, la interioridad de cada uno de ellos. Hay quienes tienen un gran mundo interior; tienen mucho que decir porque son personas que integran en sí todo lo que hay a su paso: una frase que ha dicho en clase el catedrático, la actitud de tal o cual persona, la satisfacción de haber llegado al pico de la montaña, la crisis que le produce una situación difícil de trabajo, una novela que ha leído, los tirones de la madurez.

Así es como las personas se van enriqueciendo por dentro y como su interioridad cobra cada vez mayor volumen: integrando la experiencia, la vivencia personal y las de las otras personas. Aprendemos también a través de las vivencias de los demás, de la experiencia ajena. Quien está atento a su alrededor aprovecha todo intensamente.

Se puede aprender a sentir de un modo distinto al propio; se puede aprender a pensar de manera diferente a la que uno piensa; se puede aprender a valorar cosas que yo no valoro. Escuchar a las personas y tratar de ser ellas, nos permite conocer el mundo desde mil perspectivas diferentes a las nuestras. Y eso conlleva ampliación personal, crecimiento, enriquecimiento, altura, perspectiva y profundidad. La interioridad rica hace que la relación entre los amigos se amplíe. Una amiga me decía hace poco —hablando de otra persona— la satisfacción que le producía tratar con ella “porque es de esas personas que tienen algo que aportar”.

El conocimiento que alimenta la intimidad es —una vez más— el que sabe mirar, sabe escuchar, sabe estar. La sola convivencia con las personas, o el mero estar junto a las cosas o entre las cosas (junto al mar rodeado de un bellísimo paisaje, o entre las obras magníficas del Louvre) no basta. Más de una vez las ratas habrán correteado por los pasillos del Louvre; sin embargo todavía no hemos tenido ocasión de encontrarlas embelesadas frente a la Venus de Milo, tras haber pasado frente a ella toda la noche. Para las personas, las que son capaces de ello, las cosas tienen una historia que contar, la naturaleza tiene algo que transmitir y todo lo que encuentran es capaz de darles un mensaje. El hombre con interioridad es capaz de ver sentido a todas las cosas; y en cierto modo de darles él mismo el sentido puesto que es él quien lo capta, lo descubre y —en ese sentido— lo crea, lo recrea. Por eso, forma parte del “tesoro” de la amistad tener amigos con un gran mundo interior.

La amistad de las personas es un regalo. El regalo es mayor cuanta mayor sea la interioridad y la intimidad compartida. Esta debe cuidarse y en ella juega un papel muy importante el saber mirar porque puede franquearnos el paso al alma del amigo. Una vez dentro, el mundo se abre ante nosotros de un modo desconocido y luminoso que provoca en nosotros muy diversos sentimientos (admiración, compasión, respeto, etc.), pero siempre el de “desear el bien del amigo, por el amigo mismo” (Aristóteles).

Ana Mª Romero Iribas a_romeroiri@hotmail.com