30. Cuarto Mandamiento

Exposición del caso: La madre de Patricio ha estado siempre muy pendiente de su educación. Desde el primer momento ha procurado que no le faltara nada, tanto en lo material como en lo espiritual. Escogió para él el colegio que según sus referencias mejor cuidaba la formación humana y cristiana. Siempre ha estado pendiente de lo que hacían sus hijos y con quién salían. Se esforzaba más si cabe viendo que su marido, un prestigioso médico, estaba muy absorbido por su trabajo, de forma que apenas podía estar con su familia, y cuando lo estaba adoptaba una postura pasiva debido sobre todo al cansancio. De hecho, Patricio había dicho alguna vez que apenas conocía a su padre.

Un día, Patricio habla con su madre y le dice que ha decidido dedicar su vida por entero a Dios, y que lo comenta con ella antes de dar el paso por ser su madre. Ante la sorpresa de Patricio, su madre reacciona violentamente. Le dice que “ni lo piense”, y, gritando, que “quién le ha metido esas ideas en la cabeza”. Añade que tiene que obedecerla “porque es su madre”, que con 15 años es demasiado pequeño para pensar una cosa así, y que no puede tomar esa decisión “porque todavía no sabe nada de la vida”; “cuando seas mayor haces lo que te dé la gana, pero ahora ni hablar”. Patricio se queda desconcertado. Continuar leyendo “30. Cuarto Mandamiento”

31. Quinto mandamiento

Exposición del caso: Victoria es una chica de 17 años desenfadada y, en apariencia, segura de sí misma; ella misma dice que “ya tiene edad para saber lo que quiere”. Es orgullosa y discute con facilidad. Se sabe atractiva, y adopta un estilo ligero en el vestir, hablar y comportarse, aunque de hecho mantiene las distancias. Piensa que se divierte así, y juega con ello.

Un día, uno de sus amigos le dice que, como sus padres van a estar fuera el fin de semana, piensa organizar una fiesta el sábado por la noche y cuenta con ella. Acude, y van transcurriendo las horas entre música a alto volumen, baile, conversación y copas. El anfitrión saca las botellas del mueble—bar de sus padres, y se va consumiendo alegremente por unos asistentes que no están acostumbrados a tenerlo gratis. Victoria, que piensa que tiene buen “aguante” y conoce dónde está su límite —”ponerse alegre sin perder control”—, se sienta junto al anfitrión y hablan. La elegancia y la simpatía del chico hacen que no se dé realmente cuenta de lo que, poco a poco, está bebiendo. Los demás invitados se van yendo, y al final se quedan los dos solos, en un estado que delata su locuacidad, volumen de voz, mirada perdida y alternancia de momentos quietos con otros de movimientos bruscos. Cerca ya de la madrugada, él se ofrece a llevarla a su casa en coche. Victoria acepta, y salen, algo mareados. Continuar leyendo “31. Quinto mandamiento”

32. Sexto mandamiento

En la parroquia de Sofía hay un grupo de catequesis y un día les toca una charla sobre moral y sexualidad. Son casi todo chicas, la catequista es bastante mayor, y va pasando revista a una serie exhaustiva de comportamientos. Sofía va oyendo cosas tales como que “no se puede ir provocando”; “la mayoría de los bikinis son una indecencia”; “un cristiano decente no puede ir hoy a muchas de las playas”; “y lo mismo de muchas discotecas”; “tanto la tele como internet está lleno de indecencias”; etc.

Sofía, aunque intentaba aparentar serenidad, se iba poniendo nerviosa e indignando progresivamente. Todo eso le parecía una exageración. Le disgustaba además lo que se le antojaba un tono recriminatorio y hasta un poco desafiante. Además, pensaba que si tan contundentemente sentenciaba, tendría que explicar los porqués. Y le parecía que proponía un tono de vida agobiante, en el que parece todo eran peligros morales.

Por la tarde, Sofía coincidió con varias del grupo y empezaron a comentar esa charla, bastante negativamente. Se oyó de todo. Descalificaciones aparte, cada una expuso sus argumentos. Para Loreto había “machismo”. Diana pensaba que eso era “puritanismo”, pues “no te dejan hacer nada, todo está mal, todo es pecado. La que más habló fue Gloria. Dijo que trataba de estas cosas a menudo con su hermana mayor, que estaba en el último curso de Psicología. Para ella, el sexo tenía que dejar de ser una especie de tabú, porque es algo totalmente natural, y había que dejar conceptos antiguos que agobiaban, y ver las cosas con una mentalidad nueva y libre de prejuicios.

Sofía siguió pensando en esto. Si lo que había oído por la mañana le había parecido una exageración, tampoco quedaba satisfecha con todo lo oído por la noche. Algunos argumentos le parecían más fruto del enfado que otra cosa. Al final, intuía que esas cosas debían ser más serias de lo que había pensado. A su vez, se daba cuenta de que había aspectos que no comprendía bien, y se propuso aprender bien, porque se jugaba más de lo que antes pensaba.

Preguntas que se formulan:

— ¿Es verdaderamente importante lo que afecta a la sexualidad? ¿Por qué? ¿Qué relación tienen con la persona y la personalidad? ¿Es algo meramente físico o fisiológico? ¿Cómo incide todo eso en la moralidad?
— ¿Qué entiende Gloria por “algo totalmente natural”? ¿Lo es realmente? ¿Qué noción de ser humano está implícita en esa consideración?
— ¿Justifica la inclinación afectiva cualquier ejercicio sexual? ¿Por qué?
— ¿Es cierto lo que dice Loreto? ¿Hay algo de verdad en ello? ¿Hay diferencias en esto entre hombre y mujeres?
— ¿Cómo juzgarías los ejemplos que aparecen en la charla? ¿Son comportamientos propiamente sexuales? ¿Qué relación tienen con esta materia? ¿Qué es una ocasión de pecado? ¿Qué es el pudor? ¿Qué sentido tiene?
— ¿Qué opinión te merecen las objeciones de Sofía? ¿Cómo habría que explicar estas cosas? ¿Vivir bien la castidad lleva consigo algún agobio? ¿Cuál es la actitud correcta?
— ¿Cómo responderías a los planteamientos finales de Sofía?

Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 371-372, 2331-2359.

Comentario:

Cuando se trata de la castidad, la principal cuestión es entender bien su sentido. El resto se deduce solo, completándose con la aplicación a este terreno de lo que se ha explicado sobre la prudencia en algunos casos anteriores. Por eso el caso aborda directamente los fundamentos, sin perderse en la multiplicidad de conductas que pueden atentar contra este mandamiento; de todas formas, algunas han ido apareciendo incidentalmente en otros casos.

De las opiniones expresadas por las compañeras de Sofía, la más interesante es la de Gloria. En la historia ha habido dos grandes errores sobre este tema que, como suele ocurrir, se contraponen entre sí. El primero es despreciar lo sexual. No entraremos aquí en la explicación de las posturas filosóficas que han sustentado esta visión, sino en su resultado, que era ver al sexo como algo malo, o al menos vergonzoso, que se “toleraba” en determinadas condiciones —en el matrimonio— por pura necesidad: hay que perpetuar la especie. Más o menos a esto se refiere considerarlo como un “tabú”. Pero una visión serena de las cosas debe desbaratar esa visión. El sexo, como parte de la naturaleza humana, es un don de Dios, destinado a cumplir una función que no tiene nada de vergonzosa —la reproducción—, y a configurar un amor —el esponsal— que cuando es auténtico es de las cosas humanas más nobles, y así ha sido reconocido siempre.

Es demasiado frecuente en la historia de la humanidad pasar de un extremo erróneo al extremo contrario, también erróneo, como si no hubiera más posibilidades. Es lo que sucede con Gloria, y con tanta gente en nuestros días. El resultado es trivializar lo sexual. Alega para ello que es algo “totalmente natural”, y la verdad es que podemos llamar a su postura “naturalismo”. ¿Qué falla en ella? Dos cosas.

La primera, y con esto contestamos también a Diana, es el estado de esa naturaleza. Quienes no conozcan o no crean en el pecado original, al menos tendrían que tener ojos para ver sus consecuencias. La naturaleza humana está, desde entonces, herida. Tiene una tendencia al descontrol, a dejarse llevar por las pasiones las apetencias, y con ello al mal. Y el instinto sexual es fuerte, de forma que se descontrola con facilidad. De ahí que, por mucho que proteste Diana con ejemplos claramente exagerados, resulta obvio que es necesario cuidarse y tomar medidas para evitar males, a la vez que se protege la intimidad ante una situación que se presta a su desprecio o “cosificación”: tomar a una persona como cosa apetecible, y nada más. Hay que aceptar las cosas como son. Cuando el ser humano tenía una naturaleza íntegra, nos cuenta el Génesis que Adán y Eva iban desnudos sin avergonzarse por ello. Tras la caída, lo primero que hicieron fue… vestirse. Sería sin duda maravilloso que tuviéramos una naturaleza íntegra, perfectamente dominada por la razón, pero esa no es la que tenemos. Siempre ha sido un sueño de la humanidad una naturaleza perfecta, pero sería un funesto error confundir la realidad con un sueño o con un deseo.

El segundo error de la postura de Gloria es lo que ésta parece entender por naturaleza humana. Es incompleto. El ser humano es un único ser, con cuerpo y espíritu, en el que se entrelazan ambas realidades. En el sexo esto se puede ver bien. No es algo puramente fisiológico. Es también anímico, y tiene una vertiente espiritual. Es algo que abarca la persona entera. El sexo está en lo físico, en lo psíquico y en lo espiritual. Pero, y seguimos sin salirnos de lo sexual, como en todo lo que concierne a la persona, el escalón inferior debe subordinarse y orientarse al superior. Y así, resulta que el sexo, en el ser humano, está hecho para vivirse en el amor auténtico, un amor que compromete a la persona entera y apto para transmitir la vida de forma humana, creando una familia donde pueda desarrollarse la descendencia como corresponde a la dignidad humana. Ése es el amor conyugal, el de los esposos.

El amor, bien entendido, es entrega. Cuando la sexualidad está por medio, la entrega es de la propia intimidad, y de una dimensión muy personal. De ahí que la educación sexual —incluida la etapa del noviazgo, la última previa al matrimonio— sea educación para el amor. Consiste en enseñar a reservar esa capacidad de amar para el único amor que verdaderamente lo merece, sin que se estropee con otras cosas que podrán ser atractivas, incluso afectivamente atractivas.

¿Y tiene razón Sofía al indignarse por lo que oye de la profesora? ¿Es exagerado? Habría que oír la sesión completa para juzgar bien, pero da la impresión de que al menos falla en las formas. Lo importante no es tanto “sentenciar” comportamientos de manera drástica, sino explicar el sentido de la sexualidad y de la virtud de la castidad. Por supuesto, también es necesario sacar conclusiones prácticas, y si es necesario detalladas. Pero si se quiere enseñar con los ejemplos, hay que saber explicarlos bien. Y hay que ser positivos: si se piden esfuerzos, es por conseguir algo que valga la pena el esfuerzo.

¿Y es tanto el esfuerzo? ¿Es agobiante? A veces puede se costoso, pero no debe ser en ningún caso agobiante; si lo es, puede deducirse que hay algo mal planteado en ese esfuerzo. Como para todo esfuerzo, el cristiano debe contar con la ayuda de la gracia de Dios (oración, sacramentos…). Por lo demás, no es tan difícil si se cuenta con la prudencia que la sensatez aconseja y se evitan las ocasiones de pecado.

33. Séptimo mandamiento

Exposición del caso: Un sábado por la tarde Claudio queda con dos amigos, sin saber muy bien qué van a hacer. Aburridos a media tarde por la calle, deciden entrar en unos grandes almacenes. Después de hacer un recorrido, a Claudio se le ocurre que “podrían mangar algo, para darle emoción a la cosa”. Los otros dos no se deciden a hacerlo, y al final acuerdan que “taparán” a Claudio para que no la vean, mientras él “actúa”. Va así sustrayendo algunas cosas, pensando que nadie la ve, pero al final, cuando va a irse, es parado por un detective del establecimiento, y llevado a una oficina. Allí llaman a su casa, y su madre debe acudir, abochornada, y abonar el importe de todo lo que se llevaba Claudio: en total, unas 25.000 pesetas.

Una vez en casa, además de la regañina, la madre de Claudio le dice que el dinero gastado va a salir de su paga, y que no va a recibir nada, salvo lo justo para pagar el autobús, hasta que cubra con ello lo gastado. Al cabo de dos días, Claudio, que ve que es inútil tratar de que cambie de postura su madre, habla con su padre, y en tono quejoso le dice que no puede vivir así “sin un duro”, y que no puede ni salir con sus amigos, y que eso es una injusticia. Su padre le responde escuetamente que “aquí la única injusticia es lo poco que estudias y las calabazas que te dan”. Continuar leyendo “33. Séptimo mandamiento”

34. Octavo mandamiento

Exposición del caso: A la salida del colegio, Mónica espera, con una amiga, a que las recoja su padre en su coche nuevo. Llega éste, y pronto advierte que las dos están alteradas. Lo que ha sucedido es que una de las profesoras había expulsado a ambas de clase.

Cuando el padre de Mónica preguntó qué pasaba, dieron su versión de los hechos. Decían que, sucediera lo que sucediera, “siempre les tenía que tocar a ellas”, pero “que ya sabían que no las podía ni ver”. Añadían que “si está frustrada nosotras no tenemos la culpa”, y que estaban seguras (ya casi no se distinguía cuál de las dos hablaba, o si hablaban ambas a la vez) de que lo que pasaba con ella es que estaba frustrada y que su marido no la quería. “La oímos hablar con él por teléfono y era más seca que un palo, y eso es porque no se quieren”. El padre de Mónica intentaba apaciguar los ánimos con un “vamos, no será para tanto”, pero daba la impresión de que eso las incitaba más todavía. “Y seguro —continuaban— que está resentida porque ella llevaba más años en el colegio, y han hecho jefa de estudios a la de Lengua. Está resentida y lo tenemos que pagar nosotras. Es una resentida y una guarra”. Un intento más de calmar los ánimos vuelve a acabar mal, con una serie de insultos: se empezó con “es una imbécil y una cara de sapo”, y se llegó pronto a calificativos malsonantes. Continuar leyendo “34. Octavo mandamiento”

35. Noveno y Décimo mandamientos

Belén es una chica de temperamento tranquilo. Es, y ha sido siempre, apática y poco comunicativa. Se esfuerza poco en el estudio, y es bastante perezosa. Su comportamiento pone muy nerviosa a su madre —ya muy nerviosa de por sí—, que no aguanta verla sin hacer nada, encerrada en su habitación o medio tumbada en un sofá, todo el día con la televisión o con el móvil. Suele reaccionar mal: empieza diciendo que “no sé a quién has salido tú, porque ni tu padre ni yo somos así”, para seguir con cosas como “ya no sé qué hay que hacer para que espabiles”; “contigo no sé qué vamos a hacer “; “eres un desastre sin remedio”; “siempre sin hacer nada”; o “te doy por imposible, mira que lo he intentado todo…”. Y los comentarios casi siempre suelen acabar con una referencia comparativa a su hermana mayor: “¿No podrías aprender algo de ella?”; “qué habré hecho mal para que salierais tan distintas, con lo bien que lo hace todo Conchi”; “tu hermana lo deja todo ordenado…”; “mira tu hermana, cómo estudia…”

El primer tipo de comentarios había hecho concluir a Belén que, efectivamente, en la vida real no tenía mucho que hacer. Incluso, cuando su madre decía que “lo había intentado todo”, recordaba que incluso la había llevado a un psicólogo. Ella pensaba que era “un caso perdido”, pero que “a alguno tenía que salir”. Todo ello, sumado a que no se sentía muy querida ni muy aceptada, respaldaba el que se refugiase en su mundo interior: los mundos fantásticos eran más gratos que el real. Pero, además, iba acumulando resentimiento hacia todos, y en especial hacia su hermana: las continuas comparaciones, el que ella siempre acaparase los elogios y los premios, el que ella no le hiciera mucho caso —y menos desde que salía con un chico bien plantado—, y el que efectivamente era bastante mejor dotada en casi todos los aspectos, era en conjunto algo que exasperaba y deprimía a Belén. Por eso, uno de sus entretenimientos favoritos era imaginarse a su hermana humillada, llorando porque la despreció su novio, mientras ella tenía al “chico perfecto” rendido a sus pies, o incluso al novio de su hermana prefiriéndola a ella; su hermana hundida soportando “la gran bronca” por haber destrozado el coche de su madre a causa de la torpeza más tonta; etc.

Pero a Conchi le seguían saliendo bien las cosas, y eso Belén lo tomaba como una contrariedad. Y cuando no le iba bien, como una vez que atracaron a su hermana, Belén lo pasaba muy bien imaginando el susto de muerte que debía tener Conchi, y recordando la cara de rabia que pudo ver después.

En el mundo fantástico de Belén abundaban las “novelas rosas”, que con frecuencia pasaban de lo “rosa” a lo “verde”, imaginando escenas obscenas, muchas veces con el novio de su hermana, que, a decir verdad, también le gustaba a ella.

El tiempo no parecía arreglar nada de esta situación; si acaso, iba a peor. Una de las cualidades de Belén era que raramente se enfadaba, pero últimamente se enfadaba con frecuencia. Nadie entendía los motivos, y nadie parecía darse cuenta de que coincidían con las ocasiones en que su hermana le regalaban o se compraba algo. Cuando se compró un pequeño automóvil de segunda mano, gracias a algunos trabajos que hizo, le molestaba mucho verla irse en coche mientras que ella tenía que ir en transporte público a todos sitios.

Belén se iba dando más cuenta de que así no podía seguir, de que “se estaba amargando la vida” y que el enfado que crecía en ella tenía bastante de frustración: o sea, que se enfadaba con ella misma, aunque lo proyectase con los demás. Pero no se veía con fuerzas para superar esa situación, y, repasando quién podría ayudarla, iba descartando a todo el mundo, por razones varias según los casos. Al final, un atisbo de solución vino de donde menos lo esperaba: de su padre. Belén no tenía nada contra él, pero pensaba que “pasaba de ella”. Hablaron finalmente un día, de una forma aparentemente casual, y lo que siguió resultó sorprendente para ella. Le dijo que era cierto que su madre se ponía nerviosa con facilidad, pero que lo que no había visto eran las veces que había llorado pensando qué podía hacer para sacarla de esa pasividad. Y tampoco había oído a su hermana decir a sus padres que le preocupaba cómo estaba y preguntar si podía ayudar, ni se había dado cuenta de que había pasado por alto toda una serie de fastidios causados por ella: desde probarse todo lo que su hermana se compraba —como no sabía doblarlo bien, se notaba—, hasta quitarle alguna foto de su novio, y otros incordios. Añadió que creía de verdad que Belén no tenía nada de anormal sino sobre todo de dejadez, y que esa pasividad le hacía perder confianza en sí misma y abandonar su esfuerzo por salir adelante. Belén le contó todo lo que le pasaba y su padre se ofreció a ayudarla cada día a esforzarse por ser menos perezosa y salir así de esa pasividad enrarecida. Belén contestó que sí, que “de verdad que sí”, aunque no acababa de confiar en que fuera capaz de ello.

Preguntas que se formulan:

— ¿Qué comportamientos encuentras contra los dos últimos mandamientos?
— ¿Qué importancia tiene dominar la imaginación para facilitar estas virtudes?
— ¿Cómo juzgarías a cada uno de los personajes que aparecen?
— ¿Cómo se podría ayudar a Belén para superar esa situación? ¿Hay razones para ser optimistas a este respecto?

Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1859, 1866, 2514-2527, 2534-2550.

Comentario:

Como ya se dijo anteriormente, en este mandamiento se contemplan los pecados internos —sin acción exterior— referentes a los mandamientos 6º y 7º. En este caso se aprecian con nitidez los dos ejemplos más característicos de incumplimiento del mandamiento: los llamados “pensamientos impuros” y la envidia, respectivamente.

Las conductas humanas suelen tener explicaciones, aunque eso no quiere decir que, si son malas, sirvan de eximentes, ni siquiera muchas veces de atenuantes. Aquí uno se explica muy bien la conducta de Belén. Su temperamento apático es una primera explicación. Tampoco es muy animante tener a una “doña perfecta” de hermana. Y para acabar de hacer difícil la situación está su madre. Sus nervios le traicionan, y comete demasiados errores que no debe cometer una madre: descalificaciones globales, comparaciones siempre desfavorables con la hermana, declarar repetidamente que la daba por imposible, etc. Al final resulta que todos la querían, pero tendrían todos que haberse tomado la molestia de demostrárselo alguna vez por lo menos. Pero todo esto junto no puede justificar esa pasividad de Belén, que le lleva a desaprovechar la vida, y a albergar en su interior cosas que le hacen daño y van contra esos dos mandamientos.

Desear tener cosas que no se tienen no es en sí algo malo; el problema moral es cuando se desean desordenadamente, y peor aún cuando se desean injustamente (o sea, se desea lo que sería injusto tener: no por casualidad se define el mandamiento como “no codiciarás los bienes ajenos”). ¿Y cómo se puede medir la codicia? Quizás la manera más clara es viendo si hay envidia. Codicia y envidia no son lo mismo, y hay puede haber personas con mucha codicia y poca envidia. Pero ésta suele ir pareja a aquélla, y la envidia es más fácil de detectar, y su maldad aparece con más claridad en la conciencia. Y, a decir verdad, es bastante evidente que en Belén la envidia había llegado a unos niveles muy considerables. Merece también atender a la relación que hay entre estas conductas y la dependencia que Belén tiene de los aparatos de todo tipo: televisión, videojuegos, móvil, redes sociales, etc. No es difícil de entender que el excesivo amor a las cosas propicia el progresivo distanciamiento de las personas: o sea, al revés de lo que debería ser. Y así resulta bastante fácil caer en pecados como son la codicia y la envidia.

Solucionar los problemas humanos suele tener como condición previa reconocer el problema en sus justos límites. Aceptar las situaciones y, todavía más importante, aceptarse a uno mismo, es la condición previa para mejorar la situación y mejorarse a uno mismo. Belén se da cuenta, aunque le habría ido mejor si se hubiera dado cuenta antes. Lo mismo puede decirse de su padre. A lo que él dice habría que añadir los medios sobrenaturales, proponerse vivir en gracia habitualmente, confesarse cuando sea necesario, pero por lo demás lo que dice es plenamente acertado, y la ayuda que ofrece es la adecuada. En esos términos, y aclarando a Belén que ese remontar que necesita no va a ser cosa de un día precisamente, se puede y se debe salir adelante. Belén debería confiar en ello.

36. La oración

Exposición del caso: Jaime es un chico nervioso e inquieto, con mucha vitalidad: no en balde tiene 15 años. Es también inconstante: con frecuencia no acaba lo que empieza, y si le preguntan el motivo suele contestar que “le cansa” o “le ha conseguido aburrir”. A sus padres esa inconstancia parece preocuparles, sobre todo cuando se refleja en sus notas, y suelen decir una y otra vez a Jaime cosas como “en este mundo nadie te da nada, si quieres algo tienes que conseguirlo por ti mismo”, “de que te esfuerces o no depende todo lo que vayas a ser en la vida”, u otras parecidas. Son católicos, pero poco practicantes. Alguna que otra vez, cuando ha salido a conversación la religión con ocasión de alguna noticia, Jaime les ha oído comentar que es todo muy bonito, pero deben poderlo vivir bien los frailes, porque piden a la gente normal cosas que de hecho son imposibles; que se alejan del mundo real, y por eso la mayoría de la gente no les hace caso. Jaime ve que sus padres son voluntariosos —desde luego, más que él—, y por eso piensa que si dicen eso es porque así será. Él a la única que ve rezar es a su abuela —vive con sus padres—, una viejecita bastante mayor que reza rosarios todo el día. Jaime considera a esa “máquina de rezar rosarios” casi como un ser de otro planeta, le parece lo más aburrido del mundo, no entiende que alguien pueda repetir lo mismo una y otra vez, y no le ve utilidad ninguna. Es más, eso es un nuevo motivo que le inclina a dar la razón a sus padres. Continuar leyendo “36. La oración”