Huir del destino

Su padre era marino. Un día, cuando no era más que un niño, el padre le invita a dar un paseo en barco. De repente descubre a lo lejos un enorme pez, de aspecto terrible, que sigue al barco. Se lo comunica a su padre, pero su padre no ve nada; cree que son figuraciones de su hijo. En un segundo viaje vuelve a ocurrir lo mismo; pero esta vez el padre lo entiende todo, palidece de susto y le explica a su hijo: “Ahora temo por ti. Eso que has visto es un Colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá escoge a su víctima y le sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima”. “¿Y no es una leyenda?”, pregunta el hijo. “No -le dice su padre-. Yo nunca lo he visto, pero lo han descrito: hocico fiero, dientes espantosos… No hay duda hijo mío: el Colombre te ha elegido, y mientras andes por el mar no te dará tregua. Vamos a volver a tierra y nunca más te harás a la mar por ningún motivo. Tienes que resignarte. Por otra parte en tierra también puedes hacer fortuna”. Pasan los años y el chico crece y consigue en la vida todo lo que todo el mundo anhela. A los ojos de todos es un triunfador. Pero él sabe que su vida ha sido un fracaso, que en el fondo de su alma sigue presente, como herida abierta, la renuncia a la que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Un día, viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide enfrentarse con aquel peligro, hacer por fin algo valioso, enfrentarse con aquel animal que había visto muchas veces, cada vez que se acercaba al mar, a cierta distancia de la costa. Un día, de noche, cogió un arpón, se montó en una pequeña barca y se internó en el mar. Al poco tiempo aquel horrible hocico asomó al lado de la barca. “Aquí me tienes, ahora es cosa de los dos”, dijo el hombre mientras levantaba el arpón contra el horrible animal. Entonces el pez empezó a hablar, quejándose con voz suplicante: “Ah, qué largo camino para encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuanto me has hecho nadar. Y tú huías y huías… porque nunca has comprendido nada”. “¿A qué te refieres?”. “A que no te he seguido para devorarte. El único encargo que me dio el Rey del Mar fue entregarte esto”. Y el gran pez sacó de la lengua, tendiendo al anciano una esfera fosforescente. Él la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de enorme tamaño. Reconoció en ella la famosa perla del mar, que da a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu”. En aquel instante el viejo lo entendió todo. Y entendió también que ahora era demasiado tarde. “¡Ay de mí! ¡Qué horrible malentendido! Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia y además he arruinado la tuya. Adiós, hombre infeliz.” Y se sumergió en las aguas para siempre. (D. Buzzati, El Colombre, Alianza).

El día que Jesús guardó silencio

Aún no llego a comprender cómo ocurrió, si fue real o un sueño. Sólo recuerdo que ya era tarde y estaba en mi sofá preferido con un buen libro en la mano. El cansancio me fue venciendo y empecé a cabecear… En algún lugar entre la semiinconsciencia y los sueños, me encontré en aquel inmenso salón, no tenía nada en especial salvo una pared llena de tarjeteros, como los que tienen las grandes bibliotecas. Los ficheros iban del suelo al techo y parecían interminables en ambas direcciones. Tenían diferentes rótulos. Al acercarme, me llamó la atención un cajón titulado: “Muchachas que me han gustado”. Lo abrí descuidadamente y empecé a pasar las fichas. Tuve que detenerme por la impresión, había reconocido el nombre de cada una de ellas: ¡se trataba de las chicas que a mí me habían gustado! Sin que nadie me lo dijera, empecé a sospechar dónde me encontraba. Este inmenso salón, con sus interminables ficheros, era un crudo catálogo de toda mi existencia. Estaban escritas las acciones de cada momento de mi vida, pequeños y grandes detalles, momentos que mi memoria había ya olvidado. Un sentimiento de expectación y curiosidad, acompañado de intriga, empezó a recorrerme mientras abría los ficheros al azar para explorar su contenido. Algunos me trajeron alegría y momentos dulces; otros, por el contrario, un sentimiento de vergüenza y culpa tan intensos que tuve que volverme para ver si alguien me observaba. El archivo “Amigos” estaba al lado de “Amigos que racioné” y “Amigos que abandoné cuando más me necesitaban”. Los títulos iban de lo mundano a lo ridículo. “Libros que he leído”, “Mentiras que he dicho”, “Consuelo que he dado”, “Chistes que conté”, otros títulos eran: “Asuntos por los que he peleado con mis hermanos”, “Cosas hechas cuando estaba molesto”, “Murmuraciones cuando mamá me reprendía de niño”, “Videos que he visto”… No dejaba de sorprenderme de los títulos. En algunos ficheros había muchas más tarjetas de las que esperaba y otras veces menos de lo que yo pensaba. Estaba atónito del volumen de información de mi vida que había acumulado. ¿Sería posible que hubiera tenido el tiempo de escribir cada una de esas millones de tarjetas? Pero cada tarjeta confirmaba la verdad. Cada una escrita con mi letra, cada una llevaba mi firma. Cuando vi el archivo “Canciones que he escuchado” quedé atónito al descubrir que tenía más de tres cuadras de profundidad y, ni aun así, vi su fin. Me sentí avergonzado, no por la calidad de la música, sino por la gran cantidad de tiempo que demostraba haber perdido. Cuando llegué al archivo: “Pensamientos lujuriosos” un escalofrío recorrió mi cuerpo. Solo abrí el cajón unos centímetros.. Me avergonzaría conocer su tamaño. Saqué una ficha al azar y me conmoví por su contenido. Me sentí asqueado al constatar que “ese” momento, escondido en la oscuridad, había quedado registrado… No necesitaba ver más… Un instinto animal afloró en mí. Un pensamiento dominaba mi mente: Nadie debe de ver estas tarjetas jamás. Nadie debe entrar jamás a este salón… ¡Tengo que destruirlo! En un frenesí insano arranqué un cajón, tenía que vaciar y quemar su contenido. Pero descubrí que no podía siquiera desglosar una sola del cajón. Me desesperé y trate de tirar con más fuerza, sólo para descubrir que eran más duras que el acero cuando intentaba arrancarlas. Vencido y completamente indefenso, devolví el cajón a su lugar. Apoyando mi cabeza al interminable archivo, testigo invencible de mis miserias, y empecé a llorar. En eso, el título de un cajón pareció aliviar en algo mi situación: “Personas a las que les he compartido el Evangelio”. La manija brillaba, al abrirlo encontré menos de 10 tarjetas. Las lágrimas volvieron a brotar de mis ojos. Lloraba tan profundo que no podía respirar. Caí de rodillas al suelo llorando amargamente de vergüenza. Un nuevo pensamiento cruzaba mi mente: nadie deberá entrar a este salón, necesito encontrar la llave y cerrarlo para siempre. Y mientras me limpiaba las lágrimas, lo vi. ¡Oh no!, ¡por favor no!, ¡Él no!, ¡cualquiera menos Jesús!. Impotente vi como Jesús abría los cajones y leía cada una de mis fichas. No soportaría ver su reacción. En ese momento no deseaba encontrarme con su mirada. Intuitivamente Jesús se acercó a los peores archivos. ¿Por qué tiene que leerlos todos? Con tristeza en sus ojos, buscó mi mirada y yo bajé la cabeza de vergüenza, me llevé las manos al rostro y empecé a llorar de nuevo. Él se acercó, puso sus manos en mis hombros. Pudo haber dicho muchas cosas. Pero Él no dijo ni una sola palabra. Allí estaba junto a mí, en silencio. Era el día en que Jesús guardó silencio… y lloró conmigo. Volvió a los archivadores y, desde un lado del salón, empezó a abrirlos, uno por uno, y en cada tarjeta firmaba Su nombre sobre el mío. ¡No!, le grité corriendo hacia Él. Lo único que atiné a decir fue sólo ¡no!, ¡no!, ¡no! cuando le arrebaté la ficha de su mano. Su nombre no tenía por que estar en esas fichas. No eran sus culpas, ¡eran las mías! Pero allí estaban, escritas en un rojo vivo. Su nombre cubrió el mío, escrito con su propia sangre. Tomó la ficha de mi mano, me miró con una sonrisa triste y siguió firmando las tarjetas. No entiendo cómo lo hizo tan rápido. Al siguiente instante lo vi cerrar el último archivo y venir a mi lado. Me miró con ternura a los ojos y me dijo: – Todo esta Consumado, está terminado, yo he cargado con tu vergüenza y culpa. En eso salimos juntos del Salón… Salón que aún permanece abierto…. Porque todavía faltan más tarjetas que escribir… Aún no sé si fue un sueño, una visión, o una realidad… Pero, de lo que sí estoy convencido, es que la próxima vez que Jesús vuelva a ese salón, encontrará más fichas de que alegrarse, menos tiempo perdido y menos fichas vanas y vergonzosas.

Invita al verdadero festejado

Como sabrás nos acercamos nuevamente a la fecha de mi cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor y creo que este año sucederá lo mismo. En estos días la gente hace muchas compras, hay anuncios en el radio, en la televisión y por todas partes no se habla de otra cosa, sino de lo poco que falta para que llegue el día. La verdad, es agradable saber, que al menos, un día al año algunas personas piensan un poco en mí. Como tu sabes hace muchos años que comenzaron a festejar mi cumpleaños, al principio no parecían comprender y agradecer lo mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que lo celebran. La gente se reúne y se divierte mucho pero no saben de que se trata. Recuerdo el año pasado al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero sabes una cosa, ni siquiera me invitaron. Yo era el invitado de honor y ni siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mi y cuando llego el gran día me dejaron afuera, me cerraron la puerta. ¡Y yo quería compartir la mesa con ellos! (Apoc. 3,20). La verdad no me sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió estar sin hacer ruido, entré y me quedé en un rincón. Estaban todos bebiendo, había algunos borrachos, contando chistes, carcajeándose. La estaban pasando en grande, para colmo llego un viejo gordo, vestido de rojo, de barba blanca y gritando: “JO JO JO JO”, parecía que había bebido de más, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los niños corrieron hacia él, diciendo “Santa Claus” “Santa Claus”. ¡Cómo si la fiesta fuera en su honor! Llegaron las doce de la noche y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando que alguien me abrazara. Y ¿sabes?, nadie me abrazó. Comprendí entonces que yo sobraba en esa fiesta, salí sin hacer ruido, cerré la puerta y me retiré. Tal vez crean que yo nunca lloro, pero esa noche lloré, como un ser abandonado, triste y olvidado. Me llegó tan hondo que al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a pasar, además me trataron como a un rey, tú y tu familia realizaron una verdadera fiesta en la cual yo era el invitado de honor. Que Dios bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de estar en ellas en ese día y todos los días. También me conmovió el Belén que pusieron en un rincón de tu casa. Otra cosa que me asombra es que el día de mi cumpleaños en lugar de hacerme regalos a mi, se regalan unos a otros. ¿Tú que sentirías si el día de tu cumpleaños, se hicieran regalos unos a otros y a ti no te regalaran nada? Una vez alguien me dijo: ¿Cóomo te voy a regalar algo si a ti nunca te veo? Ya te imaginaras lo que le dije: Regala comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos a los que están solos y yo los contaré como si me lo hubieran hecho a mí (Mt. 25,34-40). A veces la gente solo piensa en las compras y los regalos y de mí ni se acuerdan. (Probablemente así hablaría Jesucristo).

El diamante

Nació en Italia, pero se fue a los Estados Unidos de joven. Aprendió malabarismo y se hizo famoso en el mundo entero. Finalmente, decidió retirarse. Anhelaba regresar a su país, comprar una casa en el campo y establecerse allí. Tomó todas sus posesiones, sacó un billete en un barco hacia Italia e invirtió todo el resto de su dinero en un solo diamante, y lo escondió en su camarote.

Una vez en la travesía, le estaba enseñando a un niño cómo él podía hacer malabarismo con muchas manzanas. Pronto se había reunido una multitud a su alrededor. El orgullo del momento se le subió a la cabeza. Corrió a su camarote y tomó el diamante, que entonces era su única posesión. Le explicó a la multitud que ese diamante representaba todos los ahorros de su vida, para así generar mayor dramatismo. Enseguida comenzó a hacer malabarismos con el diamante en la cubierta del barco. Estaba arriesgando más y más. En cierto momento lanzó el diamante muy alto en el aire y la muchedumbre se quedó sin aliento. Sabiendo lo que el diamante significaba, todos le rogaron que no lo hiciera otra vez. Impulsado por la excitación del momento, lanzó el diamante mucho más alto. La multitud de nuevo perdió el aliento y después respiró con alivio cuando recuperó el diamante. Teniendo una total confianza en sí mismo y en su habilidad, dijo a la multitud que lo lanzaría en el aire una vez más. Que esta vez subiría tanto que se perdería de vista por un momento. De nuevo le rogaron que no lo hiciera. Pero con la confianza de todos sus años de experiencia, lanzó el diamante tan alto que de hecho desapareció por un momento de la vista de todos. Entonces el diamante volvió a brillar al sol. En ese momento, el barco cabeceó y el diamante cayó al mar y se perdió para siempre.

Nuestra alma es más valiosa que todas las posesiones del mundo. Igual que el hombre del cuento, algunos de nosotros hicimos o seguimos haciendo malabarismos con nuestras almas. Confiamos en nosotros mismos y en nuestra capacidad, y en el hecho de que nos hemos salido con la nuestra todas la veces anteriores. Con frecuencia hay personas alrededor que nos ruegan que dejemos de correr riesgos, porque reconocen el valor de nuestra alma. Pero seguimos jugando con ella una vez más… sin saber cuando el barco cabeceará y perderemos nuestra oportunidad para siempre.

La botella

Un hombre estaba perdido en el desierto, destinado a morir de sed. Por suerte, llegó a una cabaña vieja, desmoronada sin ventanas, sin techo. El hombre anduvo por ahí y se encontró con una pequeña sombra donde acomodarse para protegerse del calor y el sol del desierto. Mirando a su alrededor, vio una vieja bomba de agua, toda oxidada. Se arrastró hacia allí, tomó la manivela y comenzó a bombear, a bombear y a bombear sin parar, pero nada sucedía. Desilusionado, cayó postrado hacia atrás, y entonces notó que a su lado había una botella vieja. La miró, la limpió de todo el polvo que la cubría, y pudo leer que decía: “Usted necesita primero preparar la bomba con toda el agua que contiene esta botella mi amigo, después, por favor tenga la gentileza de llenarla nuevamente antes de marchar”.

El hombre desenroscó la tapa de la botella, y vio que estaba llena de agua… ¡llena de agua! De pronto, se vio en un dilema: si bebía aquella agua, él podría sobrevivir, pero si la vertía en esa bomba vieja y oxidada, tal vez obtendría agua fresca, bien fría, del fondo del pozo, y podría tomar toda el agua que quisiese, o tal vez no, tal vez, la bomba no funcionaría y el agua de la botella sería desperdiciada. ¿Qué debiera hacer? ¿Derramar el agua en la bomba y esperar a que saliese agua fresca… o beber el agua vieja de la botella e ignorar el mensaje? ¿Debía perder toda aquella agua en la esperanza de aquellas instrucciones poco confiables escritas no se cuánto tiempo atrás? Al final, derramó toda el agua en la bomba, agarró la manivela y comenzó a bombear, y la bomba comenzó a rechinar, pero ¡nada pasaba! La bomba continuaba con sus ruidos y entonces de pronto surgió un hilo de agua, después un pequeño flujo y finalmente, el agua corrió con abundancia… Agua fresca, cristalina. Llenó la botella y bebió ansiosamente, la llenó otra vez y tomó aún más de su contenido refrescante. Enseguida, la llenó de nuevo para el próximo viajante, la llenó hasta arriba, tomó la pequeña nota y añadió otra frase: “Créame que funciona, usted tiene que dar toda el agua, antes de obtenerla nuevamente”.

Hay muchas lecciones que podemos extraer de esta historia. Muchas veces tenemos miedo de iniciar un nuevo proyecto porque demandará una gran inversión de tiempo, recursos, preparación y conocimiento. Muchos se quedan parados satisfaciéndose con los resultados mediocres, cuando podrían lograr grandes victorias. Muchas veces tenemos grandes oportunidades que se nos presentan en la vida y que pueden ayudarnos a ser mejores personas o pueden abrirnos puertas nuevas que nos conducen a un mundo mejor… pero tememos… no confiamos. La vida es un desafío, ¿por qué no nos arriesgamos?, ¿por qué no creemos? El tren pasa algunas veces por nuestra vida cargado de cosas… podemos arriesgarnos y subir… o dejarlo pasar… ¿Y si no vuelve? ¿Y si esa oportunidad que hoy dejamos pasar no se repite?

El dolor

Tanya era una niña conducida a su consultorio con un vendaje sobre un tobillo dislocado. El medico lo movió en una y en otra dirección. Llegó a hacer ciertos movimientos extremos, pero Tanya no notaba ningún dolor. Sacó entonces el vendaje y descubrió que su pie estaba infectado con llagas en ambos pies. Nuevamente examinó el pie, profundizó las heridas hasta llegar al hueso. El Doctor quería ver si había alguna reacción en Tanya, pero ella se mostraba más bien aburrida. Su madre entonces le contó al doctor algunos episodios de Tanya cuando tenía dos años: “Pocos minutos después fui la habitación de Tanya y la encontré sentada en el suelo. Dibujaba remolinos rojos con sus dedos sobre un plástico. Al principio no me di cuenta, pero cuando me acerqué grité espantada. Era algo horrible. Tanya se había cortado la punta de su dedo y estaba sangrando y esa era la tinta que estaba utilizando para hacer sus diseños. Grité horrorizada: “Tanya, ¿qué pasa?” Ella me sonrió y allí comprendí todo al ver la sangre manchando sus dientecitos. Ella misma se había mordido el dedo y estaba jugando con su sangre. Durante varios meses los padres de Tanya trataron de que no se mordiera los dedos. Pero ella se los fue mordiendo todos, uno por uno. El padre llegó a llamarle “El Monstruo”. El Dr. Brand escribe: “Tanya no es un monstruo, sino un ejemplo extremo -una metáfora humana- de lo que puede ser la vida sin dolor. La vida sin dolor nos puede producir un daño enorme. El dolor nos indica que estamos enfermos y que necesitamos ser curados”. Si no existiera el dolor, la salud sería imposible. Y algo semejante sucede en la vida del espíritu.

La confidencia del ángel

Una persona joven fue a visitar a un hombre santo para hablarle de sus afanes, ilusiones, la razón de su existencia y posible vocación. Recibió sus consejos y quedaron para verse más adelante. Cuando volvió por segunda vez, aquel hombre santo había tenido un sueño. Soñó que moría y al llegar al cielo le dicen que pida lo que quiera, que se lo conceden. Sorprendido, dice que tiene una gran curiosidad por conocer al ángel que confortó a Jesús en la agonía del Huerto de Getsemaní. Cuando se lo presentaron, le dice: “¿Qué dijiste a Jesús cuando sudaba sangre al ver todo lo que iba a sufrir por nosotros los hombres? ¿Cómo le consolaste?”. Se interrumpió el hombre y preguntó al joven: “¿De verdad quieres saber lo que me dijo el ángel?”. “¡Pues claro!”. Y el hombre prosiguió: “El ángel le habló a Jesús de ti y de mi, de tu generosidad y de la mía”.

El peso de la cruz

Esta era una vez un hombre que quería seguir a Jesús y alcanzar a través de este servicio el Reino de los Cielos. En un sueño profundo, aquel hombre quiso entrevistarse con Nuestro Señor, y le indicaron el camino del bosque. A poco andar encontró a Jesús y le expuso sus intenciones. Nuestro Señor le miró con inmensa ternura, luego desprendió del suelo un árbol jóven pero alto y le dijo: “Recorre el camino de tu vida con esta cruz al hombro y así alcanzarás el Reino de los Cielos”. El hombre inició su camino con gran entusiasmo y lleno de buenas intenciones, pero rápidamente cayó en cuenta que la carga era demasiado pesada y le obligaba a un paso lento y en algunos momentos doloroso. En una de las oportunidades en que se dispuso a descansar se le apareció el mismísimo demonio, que le regaló un hacha, ofreciéndosela convincentemente sin condiciones. Él la aceptó, pensando que cargarla no constituía un mayor esfuerzo y considerándola una herramienta de mucha utilidad en su cada vez más difícil camino. Pasó el tiempo y el hombre mantenía su propósito, aunque nublado por el cansancio y angustiado por la lentitud de su marcha. Entonces se le volvió a aparecer el demonio bajo otra apariencia, y aparentando buena disposición de ayuda le convenció para usar el hacha para recortar un poco las ramas. ¡Qué distinta se sentía la carga, qué sensación tan agradable experimentó el hombre al reducirla! Al pasar algún tiempo, volvió a sufrir el peso agobiante de su cruz y pensó que si recortara otro poco la carga no cambiaría en nada su gran misión y más aún, con ello apresuraría su llegada al encuentro con Jesús; así que volvió a usar el hacha. De allí en adelante continuaron los recortes, hasta que el árbol se transformó en una hermosa cruz preciosamente tallada que colgaba de su cuello y causaba la admiración de todos. La cruz no tardó en convertirse en una moda, luego vino la fama y el reconocimiento, y adicionalmente un caminar de gacela hasta el Reino de los Cielos. Alcanzado el final del camino, el hombre muere. En medio del esplendor celestial, distingue un hermoso castillo, desde una de cuyas torres Jesús en Gloria y Majestad se dispone a recibirlo. El hombre dice: “Señor, he esperado mucho tiempo este momento. Señalame la entrada.” Jesús le responde: “Hijo, para entrar al Reino deberás subir hasta donde estoy, usando el árbol que te entregué cuando iniciaste el camino hacia mi.” El hombre lleno de vergüenza reconoció haberlo destruido y lloró amargamente su error. Despertó entonces de su profundo sueño, y agradecido con el Señor, regresó al bosque aquel para tomar su cruz y llevarla entera al Reino de los Cielos.

El hombre triste

Había una vez un muchacho que vivía en una casa grande sobre una colina. Amaba a los perros y a los caballos, los autos deportivos y la música. Trepaba a los árboles e iba a nadar, jugaba al fútbol y admiraba a las chicas guapas. De no ser porque debía limpiar y ordenar su habitación, su vida era agradable. Un día el joven le dijo a Dios: “He estado pensando y ya sé que quiero para mí cuando sea mayor”. “¿Que es lo que deseas?”, le pregunto Dios. “Quiero vivir en una mansión con un gran porche y un jardín en la parte de atrás, y tener dos perros San Bernardo. Deseo casarme con una mujer alta, muy hermosa y buena, que tenga una larga cabellera negra y ojos azules, que toque la guitarra y cante con voz alta y clara. Quiero tres hijos varones, fuertes, para jugar con ellos al fútbol. Cuando crezcan, uno será un gran científico, otro será político y el menor será un atleta profesional. Quiero ser un aventurero que surque los vastos océanos, que escale altas montañas y que rescate personas. Y quiero conducir un Ferrari rojo, y nunca tener que limpiar y ordenar mi casa.” “Es un sueno agradable – dijo Dios-. Quiero que seas feliz.” Un día, cuando jugaba al fútbol, el chico se lastimó una rodilla. Después de eso ya no pudo escalar altas montañas, grandes, y mucho menos surcar los vastos océanos. Así ni siquiera pudo trepar árboles, por lo que estudió mercadotecnia y puso un negocio de artículos médicos. Se casó con una muchacha que era muy hermosa y buena, y que tenía una larga cabellera negra. Pero era de corta estatura, no alta, y tenía ojos castaños, no azules. No sabía tocar la guitarra, ni cantar. Pero preparaba deliciosas comidas chinas, y pintaba magníficos cuadros de aves, y cocinaba aves sazonadas con exóticas especias. A causa de su negocio, el hombre vivía en la ciudad, en un apartamento situado en lo alto de un elevado edificio, desde el que se dominaba el océano azul y las luces de la urbe. No contaba espacio para dos perros San Bernardo, pero era dueño de un gato esponjado. Tenía tres hijas, todas muy hermosas. La más joven, que debía usar silla de ruedas, era la mas agraciada. Las tres querían mucho a su padre. No jugaban al fútbol con él, pero a veces iban al parque y correteaban lanzando un disco de plástico… Excepto la pequeña, que se sentaba bajo un árbol y rasgueaba su guitarra, entonando canciones encantadoras e inolvidables. Nuestro personaje ganaba suficiente dinero para vivir con comodidad, pero no conducía un Ferrari rojo. En ocasiones tenía que recoger cosas, incluso cosas que no eran suyas, y ponerlas en su lugar. Después de todo, tenía tres hijas. Y entonces el hombre se despertó una mañana y recordó su viejo sueño. “Estoy muy triste”, le confió a su mejor amigo. “¿Por qué?”, quiso saber éste. “Porque una vez soñé que me casaría con una mujer alta, de cabello negro y ojos azules, que sabría tocar la guitarra y cantar. Mi esposa no toca ni canta, tiene los ojos castaños y no es muy alta”. “Tu esposa es muy guapa y muy buena -respondió su amigo-, y pinta unos cuadros maravillosos y sabe cocinar muy bien”. Pero el hombre no le escuchaba. “Estoy muy triste”, le confesó a su esposa un día. “¿Por qué?”, inquirió su mujer. “Porque una vez soñé que viviría en una mansión con porche y un jardín en la parte de atrás, y que tendría dos perros San Bernardo. En lugar de eso, vivo en un apartamento en el piso 47”. “Nuestro apartamento es cómodo y podemos ver el océano desde el sillón de la sala de estar -repuso ella-, y nos queremos, y tenemos pinturas de aves y un gato esponjado…, por no mencionar a nuestras tres hermosas hijas. Pero su marido no la escuchaba. “Estoy muy triste”, le dijo en otra ocasión a su psicoterapeuta. “¿Por que razón?”, pregunto el especialista. “Porque una vez soñé que era un gran aventurero. En vez de ello, son un empresario calvo, con la rodilla lesionada”. “Los artículos médicos que usted vende han salvado muchas vidas”, le hizo notar el médico. Pero el hombre no le escuchaba. Así que el terapeuta le cobro 100 dólares y lo mandó a casa. “Estoy muy triste”, le dijo a su asesor. “¿Por qué?”, indagó éste. “Porque una vez soñé que conduciría un Ferrari rojo y que nunca tendría que ordenar mis cosas. En vez de ello, utilizo el transporte público, y a veces tengo que ocuparme de muchos quehaceres”. “Usted viste trajes de calidad, come en buenos restaurantes y ha viajado por toda Europa”, señaló el asesor. Pero el hombre no le escuchaba. El asesor le cobró 100 dólares de todos modos. Soñaba con un Ferrari rojo para sí mismo. “Estoy muy triste”, le dijo a su párroco. “¿Por qué?”, le preguntó el sacerdote. “Porque una vez soñé que tendría tres hijos varones: un gran científico, un político y un atleta profesional. Ahora tengo tres hijas y la menor ni siquiera puede caminar.” “Pero todas son hermosas e inteligentes -afirmó el párroco-, y te quieren mucho, y han sabido aprovechar bien su talento: una es enfermera, otra es pintora, y la más joven da clases de música a los niños.” Pero el hombre no escuchaba. Se puso tan melancólico que enfermó de gravedad. Yacía postrado en una blanca habitación del hospital, rodeado de enfermeras con blancos uniformes. Varios cables y mangueras conectaban su cuerpo a maquinas parpadeantes que alguna vez él mismo le había vendido al hospital. Estaba triste, muy triste. Su familia, sus amigos y su párroco se reunían alrededor de su cama. Ellos también estaban profundamente preocupados. Sólo su terapeuta y su asesor seguían felices. Y sucedió que una noche, cuando todos se habían ido a casa, salvo las enfermeras, el hombre le dijo a Dios: “¿Recuerdas cuando era joven y te hablé de las cosas que deseaba?”. “Sí. Fue un sueño maravilloso”, asintió Dios. “¿Por qué no me otorgaste todo eso?”, preguntó el hombre. “Pude haberlo hecho -respondió Dios-, pero quise sorprenderte con cosas que no habías soñado. Supongo que has reparado en lo que te he concedido: una esposa hermosa y buena, un buen negocio, un lugar agradable para vivir, tres adorables hijas. Es uno de los mejores paquetes que he preparado…”. “Sí -le interrumpió el hombre-, pero yo creí que me darías lo que realmente deseaba”. “Y yo pensé que tú me darías lo que yo quería”, repuso Dios. “¿Y qué es lo que tu deseabas?”, quiso saber el hombre. Nunca se le había ocurrido que Dios necesitara algo. “Quería que fueras feliz con lo que te había dado”, explicó Dios. El hombre se quedo despierto toda la noche, pensando. Por fin decidió soñar un sueño nuevo, un sueño que deseaba haber tenido años atrás. Decidió soñar que lo que más anhelaba era precisamente lo que ya tenía. Y el hombre se alivió y vivió feliz en el piso 47, disfrutando de las hermosas voces de sus hijas, de los profundos ojos castaños de su esposa y de sus bellísimas pinturas de aves. Y por las noches contemplaba el océano y miraba con satisfacción las titilantes luces de la ciudad, una a una.

La estrella verde

Había millones de estrellas en el cielo, estrellas de todo los colores: blancas, plateadas, verdes, rojas, azules, doradas. Un día, inquietas, ellas se acercaron a Dios y le propusieron: “Señor, nos gustaría vivir en la Tierra, convivir con las personas.” “Así será hecho”, respondió el Señor. Se cuenta que en aquella noche hubo una fantástica lluvia de estrellas. Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños. La Tierra quedó, entonces, maravillosamente iluminada. Pero con el correr del tiempo, las estrellas decidieron abandonar a los hombres y volver al cielo, dejando a la tierra oscura y triste. “¿Por qué habéis vuelto?”, preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo. “Señor, nos fue imposible permanecer en la Tierra, allí hay mucha miseria, mucha violencia, demasiadas injusticias”. El Señor les contestó: “La Tierra es el lugar de lo transitorio, de aquello que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere. Nada es perfecto. El Cielo es el lugar de lo inmutable, de lo eterno, de la perfección.” Después de que había llegado gran cantidad de estrellas, Dios las recontó y dijo: “Nos está faltando una estrella… ¿dónde estará?”. Un ángel que estaba cerca replicó: “Hay una estrella que quiso quedarse entre los hombres. Descubrió que su lugar es exactamente donde existe la imperfección, donde hay límites, donde las cosas no van bien, donde hay dolor.” “¿Qué estrella es esa?”, volvió a preguntar. “Es la Esperanza, Señor, la estrella verde. La única estrella de ese color.” Y cuando miraron para la tierra, la estrella no estaba sola: la Tierra estaba nuevamente iluminada porque había una estrella verde en el corazón de cada persona. Porque el único sentimiento que el hombre tiene y Dios no necesita retener es la Esperanza. Dios ya conoce el futuro y la Esperanza es propio de la persona humana, propia de aquel que yerra, de aquel que no es perfecto, de aquel que no sabe cómo puede conocer el porvenir.