Informe sobre el estado de la libertad religiosa a inicios del siglo XXI, 28.III.01

El estado de la libertad religiosa a inicios del siglo XXI
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Robert Spaemann,”¿Qué es el fundamentalismo?”, Atlántida VII.1992

Qué es un fundamentalista? «Alguien que niega todo discurso, un fanático con el que no se puede hablar» Ésta sería la definición crítica del fundamentalismo. Otra de carácter apologético diría quizá: «Un hombre para el que algo es sagrado, y que no está dispuesto a negociarlo» De este modo podemos dibujar los contornos del problema que en nuestra civilización se esconde tras el término fundamentalismo. Origen del fundamentalismo El concepto ha dejado su ámbito de origen hace mucho tiempo. Pero hay que tener presente ese ámbito, para comprender este fenómeno universal. Fundamentalistas eran, en primer lugar, los protestantes americanos que—en contra de la ilustración científlca y la hermenéutica teológica—insistían en tomar al pie de la letra la Biblia y, especialmente, lo que dice sobre la creación, rechazando la teoría moderna de la evolución. El problema adquirió relevancia política con la cuestión de si el sistema educativo del Estado podía favorecer alguna de esas opiniones, concretamente, la teoría de la evolución. Es bueno dejar claro que un fundamentalismo suficientemente radical no entra en conflicto ni con la lógica ni con la experiencia. Desde David Hume sabemos que el common sense extrapola la validez de las leyes de la experiencia hacia el pasado y hacia el futuro, y esto hasta ahora nos ha ido bien. Pero no es posible hallar ni rastro de un argumento convincente contra aquellos que afirman que un día dejará de irnos bien, o que las leyes de la naturaleza empezaron a tener vigencia exactamente hace seis mil años, porque en aquel momento fue creado el vniverso, junto con su «pasado»—irreal—,es decir, junto con los fósiles. También en sueños vemos con frecuencia un pasado que trasciende la actualidad soñada, pero que es esencialmente pasado y nunca fue presente. E incluso dentro de la época en la que rigen nuestras leyes de la naturaleza, éstas no deciden sobre las excepciones, es decir, los milagros. Sólo dan la medida de su improbabilidad, pero esa medida carece de interés para lo que es esencialmente único. El sentido, visto como un todo, siempre es algo improbable, y una fe que se refiere al sentido de un acontecimiento se refiere por tanto, precisamente a lo inverosímil. El fundamentalismo cristiano es un fenómeno en gran medida protestante. «Que dejen prevalecer la Palabra y no se les dé las gracias por ello…» Este verso de Lutero presenta la Reforma como un movimiento fundamentalista, de regreso a los orígenes, lo que significa, sobre todo, regresar a las Sagradas Escrituras. Detrás de este movimiento latía la convicción de una falta de autenticidad de la corriente surgida en esa fuente, y de la falta de competencia de la instancia de interpretación que pretendía unir constantemente la evolución del cristianismo con su origen. Toda tradición es al mismo tiempo historia de la interpretación. Sócrates, preguntado acerca de por qué no escribió nunca un libro, respondió: «Un libro está indefenso, siempre precisa que su padre acuda en su ayuda.» Allí donde esta ayuda no se produce, mediante la delegación de poderes a una instancia que interprete—«quien a vosotros escucha, a mí me escucha»—,se puede cuestionar la legitimidad de la evolución de esa doctrina. Siempre puede y tiene que ver revisada por cada individuo. Pero la última instancia de revisión tiene que ser el propio texto, y a su vez éste sólo se da como interpretado, porque leer es ya interpretar. El fundamentalismo cree poder sustraerse a este círculo hermenéutico, que parece tornar todo arbitrario y todo —hasta el ateísmo compatible con la Biblia, mediante una literalidad del texto aparentemente libre de interpretaciones. «Que dejen prevalecer la Palabra…» La historia enseña que de tales lecturas literales de determinados textos siempre han emanado impulsos de revitalización y renovación de tradiciones. Como ejemplo, puede bastar San Francisco con su interpretación literal de algunas partes del Evangelio referidas a la pobreza. Pero igualmente claro es que cada una de estas reformas tenía a su vez que constituir algo así como una ortodoxia, es decir, una tradición interpretativa vinculante y fundante de una identidad. Naturalmente, en el protestantismo la ortodoxia siempre ha tenido un estatuto precario, porque los escritos en los que se basa no pueden apoyarse por su parte en una autoridad interpretativa específica, basada en la escritura. De este modo, la ortodoxia protestante siempre estuvo amenazada por dos lados: por el lado de la crítica histórica o la ilustración científica y por el lado del utopismo, que invoca directamente el testimonio del Espíritu Santo en el iluminado lector de la Escritura. La ortodoxia, en cambio, es una construcción intelectual católica. Presupone una instancia legitimadora de la evolución de la doctrina, es decir, una instancia que se remonte al origen y la tradición. El fundamentalismo es, por así decirlo, su contrafigura «protestante». El tradicionalismo católico La contraprueba de esta tesis es el tradicionalismo católico del arzobispo cismático Lefebvre. Él adoptó de hecho una postura fundamentalista, pero no en relación a la Biblia, sino en relación a antiguas manifestaciones doctrinales de la Iglesia que parecen difícilmente compatibles con las declaraciones del Concilio Vaticano II, sobre todo las referidas a la libertad religiosa. Sin duda, el Concilio ha declarado que «la doctrina, que nos ha sido transmitida de la obligación moral del hombre y las sociedades respecto de la verdadera religión y la única Iglesia de Jesucristo, permanece inalterada», pero no ha hecho intento alguno por garantizar la continuidad de la tradición y con ello la propia legitimidad haciendo que las nuevas manifestaciones mantuvieran una relación de re-interpretación con las antiguas. De este modo, era provisible el recurso fundamentalista a la validez «literal» de anteriores manifestaciones doctrinales eclesiásticas, aparentemente necesitadas de interpretación. Naturalmente, el fundamentalismo católico está en una situación tan trágicoparadójica como la ortodoxia protestante. Si el primero presupone de hecho un magisterio auténtico, esta última presupone el libre examen de los textos canónicos, es decir, un principio protestante. El fundamentalismo islámico Esta frase: «que dejen prevalecer la Palabra» podría servir también como grito de guerra de aquellos musulmanes que en Occidente se califica de fundamentalistas. También el fundamentalismo islámico es la reacción a la ruptura de una tradición y a la crisis de un identidad legitimadora de una evolución. Para que los cambios culturales puedan ser entendidos como progreso, hay que tener escalas que permitan distinguir las mejoras de los empeoramientos. Tales escalas aseguran la identidad, al unir la evolución a los propios orígenes, al entenderla como «cumplimiento» de lo que se ha dicho desde el principio. En sus tiempos de grandeza, el Islam desplegó un poderoso potencial creativo, filosófico y científicoartístico, superior en su época al del Occidente cristiano. Sin embargo, la moderna revolución científico-técnica no ha surgido en suelo islámico, sino que ha irrumpido en éste desde fuera, la mayoría de las veces bajo el signo del colonialismo. No fue casualidad que el tenebroso y sangriento fundamentalismo tuviera su centro en el país al que un déspota ilustrado había sido el primero en importar ideas occidentales de reforma agraria, tecnocracia, emancipación de la mujer y alfabetización. La truculencia del régimen iraní y el desafío a la comunidad de Estados civilizados producido por la llamada al asesinato de un escritor, no dejaron lugar a duda sobre la seriedad del fenómeno. La peligrosidad es tan sólo la otra cara de una pretensión seria. Un ciudadano occidental medio difícilmente puede imaginar que alguien se tome en serio el honor de Alá y el respeto a lo que los creyentes consideran una revelación divina. El hecho de que la revelación tenga en el Islam la forma de la transmisión de un libro, y no como en el cristianismo—la de la aparición de un hombre, hace del fundamentalismo, de la «literalidad», de la sola scriptura, un fenómeno genuinamente islámico, y de la cuestión de cómo «el padre puede venir en ayuda del libro» una cuestión abierta. Sólo una autoconciencia recobrada y fortalecida dará a los pueblos islámicos la tranquilidad, que es la única que puede hacer posible algunas respuestas creativas. Fanatismo y funcionalismo La civilización occidental preparó desde el siglo XVII el vocablo despreciativo «fanatismo» para aplicarlo a las convicciones incondicionadas, que escapaban al discurso universal. Al principio la palabra fue empleada por los católicos contra los protestantes, después por los protestantes ortodoxos contra los utopistas y, por último, por los protagonistas de la ilustración contra toda forma de fe revelada. El Islam pasaba por ser la forma de fe revelada más resistente a la transformación en «religión natural», y por tanto—como dijera Voltaire—,el prototipo del fanatismo. El fanatismo es la contrafigura del ideal del imperio de la razón, es decir, del discurso universal, racional y sin presupuestos sobre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Un discurso así debía ser posible y fecundo porque la razón, como escribió Descartes, es la cosa más uniformemente repartida del mundo. Imperio de la razón y derechos humanos parecían ser casi sinónimos. El historicismo del siglo XIX nos ha hecho conscientes de que el universalismo de la razón, los derechos humanos y la ciencia misma sólo pueden surgir en el territorio de una determinada cultura, con presupuestos muy específicos. El relativismo cultural del siglo xx afirma que estos postulados permanecen ligados a sus presupuestos históricos, es decir, que precisamente no pueden pretender una vigencia universal. En este sentido, hace algunos anos que Georg Picht salió al paso del universalismo de los derechos humanos como la expresión tardía de una metafisica fracasada en Europa. No tomaba en consideración que, para aquel que ha sido privado de ellos, la evidencia de los derechos humanos podría ser quizá un argumento a favor de la metafisica que llevan implícita. En la medida en que el universalismo europeo se emancipa de sus propios fundamentos, se autodisuelve. El resultado de esta autodisolución es un concepto teórico de racionalidad que se refleja sólo en la funcionalidad de los elementos del sistema y en los eventuales impulsos a la evolución producidos por las disfuncionalidades. El funcionalismo es una forma de pensar que, al entender todos los contenidos como funciones, los hace sustituibles por sus equivalentes funcionales. Convicciones dogmáticas, veredictos morales incondicionales —por ejemplo, frente a la tortura o el aborto , vínculos personales irrevocables, son cuerpos extraños en una civilización funcionalista. Sólo es capaz de entender los problemas morales que plantea la tecnología genética en términos de aceptación, pero no contribuye en nada a legitimar o impedir esa aceptación. Libertad y dignidad le parecen, a un cientifista ilustrado como Skinner, reliquias fundamentalistas que sólo pueden ser un impedimento en la construcción de una sociedad satisfecha y funcional. Se consideran obstáculos, como lo era para el teórico moderno de la soberanía, Thomas Hobbes, la frase bíblica «hay que obedecer más a Dios que a los hombres». Fundamentalismo y nacionalismo Una civilización que rompe de manera rotunda con sus orígenes provoca un fundamentalismo radical, que se remonta a toda la tradición histórica de Europa, y es el biológico. Este comienza ya a finales del siglo XIX. El cristianismo había pedido a los pueblos de Europa que se dejaran adoptar como «gentiles» por una nueva genealogía, que llamaran a Abraham «nuestro padre» e imitasen a sus reyes David y Salomón. El reino de los alemanes no había sido un reino alemán, sino el mismo Imperio Romano. Liberado de esta historia «colonial» e «invasora», el fundamentalismo biológico esperaba el despliegue del genuino potencial de la raza céltica o germánica. El nacionalsocialismo fue la primera toma de poder del fundamentalismo naturalista, que, aunque hijo de la ilustración cientifista, contemplaba su universalismo racional en materia de derechos humanos como parte de la herencia judeo-romana que había que superar. Por lo demás, el nacionalsocialismo fue una enseñanza respecto al destino que espera a todo fundamentalismo que alcanza el poder político: dejar de ser fundamentalismo (esto también es válido para el Islam). No por casualidad Hitler hizo reescribir la historia en la segunda mitad de su período de gobierno imperialista: Carlos, el «asesino de los sajones», volvió a ser «Carlomagno», y fueron precisamente los nacionalsocialistas los que eliminaron la antigua escritura germánica y la sustituyeron por la latina, usual en el resto de Europa, de forma que hoy los niños ya no saben leer las cartas de juventud de sus abuelos. El fundamentalismo verde El fundamentalismo biológico ha sobrevivido a su variante nacional, estatal-terrorista, y ha acogido en su seno nuevos motivos. También el fundamentalismo verde es un movimiento de deslegitimación. Se deslegitima una evolución civilizadora en nombre de algo originario, elemental, que en esta evolución no se desplegó, sino que fue reprimido y negado. Este algo originario ya no son las razas humanas, sino las especies naturales de la Tierra, y entre ellas la especie homo sapiens y sus amenazadas condiciones naturales de s pervivencia. Este movimiento es fu damentalista en tanto que recha. toda mediación social-históricojul dica para su escala de valores. El si tema social de las culturas más ava] zadas se basaba, desde su punto de vista, en la represión de la naturaleza y, por así decirlo, de la mujer como representante de la naturaleza dentro del sistema social. El racionalismo europeo no sería sino la culminación de tal historia de represión, que habría marcado y envenenado de forma sexista nuestras estructuras lingüisticas. La fuerza de este nuevo fundamentalismo estriba en un hecho indiscutible y en una opinión igualmente indiscutible. El hecho: el sistema industrial ha llevado al límite de lo tolerable nuestras condiciones naturales de vida. Eso ha hecho que por primera vez, éstas sean tematizadas, y que se tome conciencia de que todos los seres humanos estamos en el mismo barco en lo que a este peligro se refiere. La opinión: en este sentido, lo bueno y lo malo son magnitudes más o menos fijas. Son como son, independientemente del consenso o aceptación de que gocen. Si en relación a las condiciones de supervivencia tiene lugar un consenso y aceptación erróneos, posiblememte sea demasiado tarde para aprender del error. En este sentido, estamos ante uno de los muchos retornos inevitables del Derecho Natural, es decir, de lo correcto e incorrecto «por naturaleza». Cuando el fundamentalista no negocia algo es porque no está a su disposición. Rousseau decía que si los Estados infringían el Derecho Natural caerían en un estado de caos hasta que «la invencible naturaleza de las cosas vuelva a tomar el poder». Rousseau, al afirmar esto, pensaba en el caos social y político. Para los fundamentalistas verdes, el caos social es preferible, en determinadas circunstancias, a un orden social que produce tanto más caos externo cuanto más perfecta es su organización interna. Sin duda, también aquí vencerá al final «la invencible naturaleza de las cosas», pero en determinadas circunstancias eso llevará consigo la desaparición del homo sapiens de la superficie de la Tierra. Del hecho de que las condiciones de supervivencia no dependen de él, el fundamentalista deduce, equivocadamente por otra parte, que tampoco sus ideas al respecto están disponibles para ser corregidas, y del hecho de que la verdad no admite compromisos deduce que los compromisos siempre serán malos a la hora de alcanzar lo que cree correcto. En relación con esto, también es muy instructiva la forma de entender los derechos humanos del fundamentalismo verde. En primer lugar, está determinada por la tendencia a hacer desaparecer la diferencia entre derechos civiles y derechos humanos. Ni el pasado histórico común, ni la comunidad linguística, ni la disposición para formar parte de una comunidad solidaria con fines a largo plazo definen de manera relevante la unidad política, sino la categoría puramente natural de la «afectación» común actual. Esta concepción se vuelve explosiva cuando se une a una idea de los derechos humanos que no los entiende como derechos de defensa, sino como derechos de exigencia incondicionados de cada persona, ejecutables directamente. Por ejemplo, el derecho de ser acogido en nuestra comunidad—por princlpio en toda—mientras la acogida del «afectado» se vea como una mejora de su situación vital, es decir, mientras se eliminen los dec]ives de sus expectativas de vida, condicionados histórica y geográficamente, y la ley de la entropía de la sociedad mundial nivele todas las estructuras de la «buena vida». Fundamentalismo político El fundamentalismo político está en estrecho contacto con lo que Max Weber llamaba «ética de la convicción». En todo caso, parece que la distinción entre «ética de la convicción» y «ética de la responsabilidad» no existe en realidad. Weber llama «ética de la responsabilidad» a la que desarrolla una acción política que quiere alcanzar o provocar a medio plazo situaciones que considera deseables en el área limitada que le ha sido confiada. En cambio, la «ética de la convicción» es o bien la que contempla la responsabilidad como directa y limitada, es decir, que hay un responsable del resultado de una acción concreta, por ejemplo, la muerte de un hombre, o bien la que pone sus acciones al servicio de una estrategia a largo plazo en el marco de una visión global de los objetivos, y cuya justificación escapa, por tanto, a la valoración del common sense. Weber mostraba mayor respeto por la «ética de la convicción» en el primer sentido. Pero advertía que ésta no es una ética política. Sólo sería capaz de poner límites a la ética política. La segunda pretende ser ética política, pero tampoco lo consigue, porque, al fin y al cabo, sólo lleva a privar a las cosmovisiones políticas de su comprobación racional, y a exigir a su servicio una libertad de actuación ilimitada. Es por tanto, fanatismo en el sentido auténtico del término. La distinción entre las dos formas de «ética de la convicción» nos permite diferenciar también dos formas de fundamentalismo. El fundamentalismo es una postura esencialmente apolítica, porque el espacio de lo político es el espacio de la mediación, de la relativización funcional, de la ruptura con todas las exigencias de incondicionalidad. La absolutización del punto de vista político, la interpretación de todas las realizaciones humanas a través de su función política positiva o negativa es la característica del totalitarismo. Todo totalitarismo es antifundamentalista, aunque a menudo tenga un origen fundamentalista. Pero su antifundamentalismo no significa nihilismo, porque para la «humanidad común» podría decirse: cualquier persona es fundamentalista en algo. Hay símbolos de lo incondicionado que, aunque de naturaleza finita, contienen una exigencia incondicional para los seres finitos. Sin tales símbolos, la incondicionalidad se convierte en una palabra vacía y el hombre en un ser despreciable para el que nada es «sagrado», es decir, al que todo le está permitido. Por otra parte, lo incondicionado se presenta como objeto de respeto, no de imposición. Una política que impusiera los derechos humanos nunca podría tener la misma incondicionalidad que el mandato moral de respetar esos derechos. El análisis de estos temas es antiguo. Está expuesto insuperablemente en dos tragedias griegas, la Antigona de Sófocles y la Orestiada de Esquilo. Antígona es el prototipo insuperable de una fundamentalista negadora del discurso. La obligación de enterrar a su hermano se basa en una ley inmemorial de los dioses, que a la vez responde a la ley del corazón: «No estoy aquí para odiar, sino para amar.» Creón, el rey, fundamenta su prohibición en razones de Estado. Su insolencia radica en imponer un cálculo racional que no respeta como medida aquello que es más antiguo y «más fundamental» que el sistema político. Sin embargo, todavía no ha caído en la trampa de Hobbes de devaluar la frase «hay que obedecer más a Dios que a los hombres», declarándose como soberano y único intérprete auténtico de ese mandato divino. Pero en este caso el fundamentalismo que encierra esa frase, igual que el que hay detrás del comportamiento de Antígona no es directamente amenazador, desde el punto de vista político, por cuanto da pie a acciones sin duda desobedientes, de resistencia activa, de rebelión, pero no políticas. Antígona no quiere que su hermana Ismene tome parte en la empresa La actuación política sólo tiene sentido cuando es eficaz. Y sólo puede ser eficaz cuando sigue las leyes de la lógica política, cuando se aventura fuera de los muros de la fortaleza inexpugnable del fundamentalismo La tragedia clásica tiene también una obra maestra sobre el trato político legítimo con el fundamentalismo: la Orestiada de Esquilo. El poder político, el poder fundador de la polis de la paz, aparece aquí en la figura de Atenea, que ante el Areópago deposita su voto en la balanza a favor de Orestes, asesino de su madre: hay que poner fin a la cadena de muertes Pero las furias Erinias rugen. No quieren sacrificar su derecho fundamentalista y feminista a la vindicación del asesinato, a la nueva lógica de la paz. En realidad, Atenea no impone el derecho a las Erinias, sino que intenta, con éxito, apaciguarlas. Las invita a permanecer en la ciudad como «Euménides», como diosas benéficas, «despolitizadas» por así decirlo, y liga el bienestar de la ciudad a que estas diosas, que son más antiguas que ella misma, tengan siempre un lugar sagrado en su seno. Al ser privadas del poder político, su presencia se convierte en una garantía de que lo político no perderá su mesura y su respeto a lo «sagrado», que precede a toda política y que ella misma no puede generar. Tomado de http://www.unav.es/capellaniauniversitaria/

Joseph Ratzinger, “El fundamentalismo islámico”, 1993

Tomado de "Una mirada a Europa", Rialp, 1993.

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J. Adelman y A. Kuperman, “Persecución a los cristianos en Oriente Medio”, ACI, 7.I.02

Un análisis publicado por el Denver Post y elaborado por los profesores Jonathan Adelman y Agota Kuperman, dos expertos en Islam, revela el dramático proceso por el cual los cristianos del Medio Oriente, cuya historia se remonta a los orígenes mismos del cristianismo, vienen desapareciendo bajo la presión del fundamentalismo islámico.

“En la siguiente década, más o menos en ese periodo de tiempo de acuerdo a lo que se da en el presente, habrán, si es que hay, muy pocos cristianos viviendo en Belén, lugar donde nació Jesús. Lo mismo en Nazaret, donde Jesús creció, y hasta en Jerusalén, donde cerca de 600 iglesias históricas existen todavía”, afirma el estudio y explica que “los cristianos en el territorio palestino han caído del 15 por ciento de la población árabe en 1950, a tan solo 2 por ciento de hoy. Belén y Nazaret, que han sido pueblos abrumadoramente cristianos, tienen ahora una fuerte mayoría musulmana”.

El análisis explica que “hoy, tres cuartos del total de los cristianos de Belén viven fuera, y más de los cristianos de Jerusalén viven en Sydney, Australia, que en el lugar de su nacimiento. Hoy, los cristianos comprenden sólo el 2.5% de Jerusalén, aunque en ellos todavía se incluye a algunos de los que nacieron en la vieja ciudad cuando los cristianos todavía constituían una mayoría”.

“¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han habido tantos, y tan pocos reportados cristianos exiliados del Medio Oriente, con alrededor de 2 millones huyendo en los últimos 20 años? ¿Por qué es que de repente la mitad de todos los cristianos iraquíes emigraron clandestinamente en los últimos 10 años?”, se preguntan los autores.

El informe responde que “la única gran causa es la presión de los radicales musulmanes. Para estar seguros, también han habido otras razones para estos exilios. Los cristianos educados del medio oriente algunas veces se han ido por razones económicas, otros para evitar el inicio de violentos conflictos”.

Sin embargo, “un grupo entero de cristianos no abandona la tierra en donde sus ancestros han vivido cerca de 2000 años simplemente por buscar una sociedad más próspera. Esa gente ha tenido que ser presionada para salir. Y eso es precisamente lo que los radicales islámicos tratan de hacer”.

El estudio desarrolla algunos de los casos más importantes: “En Egipto, muchas leyes o costumbres favorecen a los musulmanes y su constitución proclama al Islam como la religión del estado. Es casi imposible construir o restaurar iglesias al tiempo que muchos miles de nuevos edificios musulmanes han sido aprobados por el estado. Las leyes prohiben las conversiones de musulmanes al cristianismo.

En Arabia Saudita, todos los ciudadanos deben ser musulmanes, es ilegal importar, fabricar o poseer materiales cristianos o no musulmanes, y los cristianos son encarcelados y deportados por esa causa.

Sudán ha seguido los códigos islámicos desde 1983 y se declaró a si mismo como país islámico en 1991.

Una brutal guerra civil emprendida por los musulmanes de Arabia del norte contra los cristianos y los africanos negros animistas del sur ha matado más de 2 millones de personas.

En Afganistán la aplicación rigurosa de las leyes islámicas ha sembrado tal odio hacia los cristianos que no hubieron más iglesias abiertas ni números significativos de cristianos reunidos en el país.

En Irán, los cristianos forman el 0.4 por ciento de la población. La pequeña población cristiana es tratada como una “segunda clase”. La literatura cristiana es ilegal, los conversos del Islam a otra religión son perseguidos de muerte y la mayoría de la iglesias evangélicas son subterráneas”.

Jonathan Adelman y Agota Kuperman, ACI, 7.I.02

Ignacio Aréchaga, “El año de la tolerancia cero”, Aceprensa, 17.VII.02

Últimamente los políticos hablan mucho de tolerancia. Pero suele ser para propugnar la “tolerancia cero”. Bush anuncia “tolerancia cero” para atajar los escándalos financieros, dispuesto a meter tras las rejas a los culpables de fraudes: “Se han acabado los días en que se podía amañar la contabilidad y ocultar la verdad”. “Tolerancia cero” es también la consigna para afrontar la delincuencia juvenil. En Francia un proyecto de ley del nuevo gobierno endurece el procedimiento penal para los menores: los jóvenes de 13 a 16 años sospechosos de haber cometido un delito podrán ser encarcelados preventivamente, y se podrá imponer sanciones educativas desde los 10 años. Tony Blair también está alarmado ante el crecimiento de la delincuencia juvenil. Convencido de la importancia de la escuela y de la autoridad paterna para evitarla, amenaza con suprimir los subsidios familiares a los padres que no hagan lo necesario para evitar el absentismo escolar de los hijos.

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Ayuda a la Iglesia Necesitada, “Mejora ligeramente la libertad religiosa en el mundo”, 1.VII.02

ROMA, 1 julio 2002 (ZENIT.org).- En el mundo aumenta en general el diálogo y la sensibilidad al respeto y la tolerancia hacia la religión. Pero todavía hay países donde reina la intolerancia, como pone de relieve el Informe 2002 de la asociación Ayuda a la Iglesia Necesitada, presentado este jueves en Roma.

Hay países, como Sudán o Yemen, donde la conversión al catolicismo puede costar la vida. En otros, por ejemplo China o Vietnam, la actividad evangelizadora está severamente controlada por las autoridades y se prevén durísimas sanciones en caso de violación de las normas.

Existen también aquellos donde la actividad terrorista de grupos extremistas integristas, como India e Indonesia, de hecho impide profesar la propia religión. Y por último hay países, como Rusia y Ucrania, donde la presencia de una tradición religiosa hace difícil, desde el punto de vista administrativo, a otras confesiones religiosas el ejercicio misionero.

Al inicio del nuevo milenio, la situación de la libertad religiosa en el mundo se presenta todavía con muchas sombras y problemas no resueltos: persecuciones, masacres, represiones, obstáculos de naturaleza legislativa o burocrática se oponen a este derecho fundamental del hombre.

Los autores del informe han señalado cinco categorías de países en las cuales, con diferente intensidad y forma, se conculca la libertad religiosa.

Área islámica Presenta una situación siempre difícil para el pluralismo religioso. Hay casos extremos, como los de Sudán y Yemen, o las normas severísimas que rigen en Arabia Saudita, donde no está oficialmente permitido ningún tipo de culto y los trabajadores no islámicos son considerados de segunda categoría, hasta el punto de que no pueden ser enterrados en el lugar; la prohibición de proselitismo rige para las incluso respetadas comunidades religiosas no musulmanas en Irán; países como Egipto, en los que no rige ninguna regla restrictiva, de hecho es prácticamente imposible construir nuevas iglesias.

Área comunista En China, Vietnam, Cuba, Corea del Norte, los espacios de culto son tolerados con la condición de un estrecho control por parte de las estructuras estatales que a menudo intervienen en delicadísimas decisiones, como el nombramiento de obispos o el número de seminaristas a admitir cada año. Hay que añadir las discriminaciones de carácter político y social, la primera de ellas la marginación en el partido para quien profesa una fe religiosa y las violentas represiones para el que se adhiere a Iglesias o confesiones no controladas por el Gobierno.

Área budista e hinduista La expansión del fanatismo religioso en países como India, Sri Lanka o Nepal crea dificultades de convivencia con los otros cultos minoritarios. Cada vez se propagan más los actos de violencia contra los adeptos y las religiones menos difundidas, perpetrados por grupos extremistas, y las peticiones de parte del clero local de limitar su culto.

Área de conflictos locales La guerra civil y los enfrentamientos étnicos presentes en países como Colombia, Sudán o Ruanda se traducen en asesinatos de misioneros y en masacres de miembros de diferentes comunidades religiosas.

Área de restricciones Incluye países de todo el mundo en los que por diversos motivos existen limitaciones y obstáculos de carácter administrativo al pleno ejercicio del derecho a la libertad religiosa, o donde los exponentes de la religión mayoritaria presionan al Gobierno para que no conceda la misma ciudadanía a todas las confesiones. Entre ellos hay estados ex comunistas como Rusia y Ucrania, naciones islámicas «laicas» como Turquía e Irak, y otros países donde la política del Gobierno choca con la postura de las Iglesias, como Venezuela.

Sin embargo, en general, se puede hablar de cierta mejoría de la situación. Luca Diotallevi, profesor de la Universidad de Roma, destacó cuatro indicadores positivos: aumento del número de países que adoptan modelos de legislación de tutela de la diversidad religiosa, incremento del número de conversiones, mayor pluralismo dentro de las religiones y crecimiento de la sensibilidad y de las relaciones entre religiones distintas.

Tomado de Zenit, ZS02070102

Tadeusz Kondrusiewicz, “Vuelven persecuciones de la era comunista”, HR, 24.IX.02

El arzobispo católico de Moscú denuncia que vuelven persecuciones de la era comunista. Monseñor Tadeusz Kondrusiewicz hace una dramática llamada de auxilio al mundo entero, en favor de los católicos rusos en riesgo de asfixia y exterminio.

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Informe anual sobre libertad religiosa en el mundo, 11.V.05

El 11 de mayo la Comisión para la Libertad Religiosa Internacional de Estados Unidos (USCIRF) presentaba su informe anual sobre libertad religiosa. Junto con el informe, la comisión anunciaba sus recomendaciones a la secretaria de estado, Condoleezza Rice, sobre «los países de especial preocupación» (CPCs).

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Juan Luis Lorda, ¿Es relativa la moral?, Nuestro Tiempo, I.2006

¿Es relativa la moral? Gran parte de nuestros contemporáneos contestarían que sí, sin dudarlo y sin pensarlo. Y por relativa entenderían “opinable”. Creen sinceramente que la moral está sujeta a los gustos de cada uno. Otros contestarían que no, que la moral es inmutable. Y con esto querrían decir que los preceptos de la moral son iguales para todos los hombres de todos los tiempos. Son posiciones poco compatibles, desde luego. Unos creen que la moral es subjetiva, que se fundamenta en los propios gustos o decisiones; otros creen que la moral es objetiva, que se fundamenta en la realidad de las cosas.

Los escolásticos medievales pensaban que, cuando hay opiniones contrapuestas sobre un tema, es preciso distinguir para dar a cada uno la razón que tiene. Porque la gente suele apoyarse en alguna razón y hay que concedérsela. Es lo que vamos a intentar.

Lo relativo del Everest Relativo es, de entrada, una palabra tremenda. Porque es exactamente lo contrario que “absoluto”. Y Absoluto, en la historia de la filosofía, es una palabra que se reserva para Dios o para lo divino o para el Todo. Lo demás, por comparación, es siempre relativo.

La idea del Absoluto implica, entre otras cosas, que si pudiéramos llegar a conocerlo bien, sólo podría ser pensado de una manera. En esto se basa, en parte, el famoso argumento ontológico de San Anselmo. En cambio, todas las cosas que no son el Absoluto pueden ser pensadas de otra manera: podrían no existir o existir de otra forma.

Se puede pensar el mundo de muchas maneras. Tolkien ha pensado un mundo fantástico con elfos, orcos y hobbits; y este mundo podría haber existido. Nada lo impide. Y podrían imaginarse otros, cada uno con sus reglas. En nuestra imaginación, cabe un número infinito de mundos. En la misma medida, podría haber infinitas morales.

Si estuviésemos hechos de una substancia esponjosa, podría ser un gran gesto de aprecio con los ancianos vapulearlos con una estaca, si eso estimulara la circulación y rejuveneciera los tejidos. El mundo y la especie humana podrían ser así. Pero, de hecho, no son así. Vapulear a los ancianos con una estaca les produce mucho daño y, en consecuencia, es objetivamente una crueldad, además de una injusticia. Podría ser de otro modo, pero no es de otro modo.

Esto hay que subrayarlo porque está en la base de casi todas las confusiones. Siempre podemos pensar la realidad y la moral de otro modo. En este sentido, la moral es relativa.

También, en ese sentido, el Everest es relativo. Podría tener más metros de los que tiene (8848) o, quizá, tener menos. Dentro de unos mínimos de coherencia, ninguna razón impide que acabara en tres picos o en ocho, en aristas o en formas redondeadas. Nada impide que estuviera unos kilómetros más a la derecha o más a la izquierda. Es relativo. Siempre podemos imaginarlo de otra manera Claro es que, si tuviéramos que viajar en avión, mediríamos bien las distancias. Porque, aunque podamos imaginarlo de otro modo, el Everest está donde está y no se puede pasar por en medio.

Quien conozca bien la tercera vía de Santo Tomás de Aquino y la moral kantiana, podrá añadir por su cuenta interesantes precisiones. Pero como no son necesarias para la substancia del argumento y son difíciles, no las vamos a desarrollar. De momento, basta con decir que la moral, como todo lo relativo, dentro de unos mínimos de coherencia, puede ser siempre pensada de otra manera. Con esto damos razón a los que creen que pueden imaginarse una moral distinta. Siempre pueden hacerlo. Pero sucede como con el Everest: es preferible descubrir el que existe.

El umbral de la experiencia moral En un famoso pasaje de la Etica a Nicómaco, Aristóteles analiza los motivos de las acciones humanas. Y dice que pueden ser tres: obramos buscando el placer, buscando lo que es conveniente, o porque es hermoso obrar así. También obramos por sus contrarios: para evitar el dolor, lo que es inconveniente o lo que nos parece repugnante. Aunque hay algunas variantes en su interpretación, esta clasificación nos da una pista sobre la experiencia moral.

Desde luego, muchas de nuestras acciones tienen como motivo el placer. Obramos porque nos apetece y buscando darnos gusto. En otros casos, buscamos un provecho o una ventaja para nosotros. Y también hacemos cosas porque nos parece que hay que hacerlas (deberes y obligaciones). Nos parece hermoso obrar de esta manera e indigno obrar de otra (ideales de conducta). En estas distinciones se juega lo que es la moral.

Hay un umbral muy claro. Mientras el motivo de nuestras acciones sea sólo el propio placer y la propia ventaja, no estamos dentro de la experiencia moral. Nos falta el aspecto más importante. Por eso, el utilitarismo es tan insuficiente como proyecto para una ética personal. Puede ayudar a razonar los mínimos de la convivencia política y, en algunos casos, las responsabilidades morales, pero el cálculo de las ventajas no permite construir una moral que sirva para guiar personas. Las encierra en el egoísmo. Desde este punto de vista, las morales que cada uno puede inventarse en relación con sus gustos y aspiraciones, no son en realidad, morales. Porque no cuentan con los resortes morales. Sólo pueden ser disfraces de moral.

La existencia de la moral se juega precisamente en experimentar y reconocer que existen más móviles que el cálculo egoísta (personal o colectivo) de los propios placeres e intereses. Cuando se admite que las situaciones reclaman algo de nosotros, más allá de nuestros placeres e intereses, es cuando entramos en el campo de la moral. Cuando se percibe que hay una manera de actuar bella y digna del hombre y también una manera repugnante e indigna.

En realidad, a la mayor parte de la humanidad le parece indigno poner los propios placeres e intereses por encima de todo. Este egoísmo suele ser considerado por las personas normales no intelectuales, como la esencia de la inmoralidad. En cambio, sacrificar los propios placeres y los propios intereses en beneficio de otros, la generosidad y el altruismo, son considerados como la quintaesencia de la nobleza.

Lo primero es repugnante para el sentido moral ordinario y lo segundo suscita admiración. El bombero que se juega la vida por salvar al niño, el capitán que abandona el último el barco que se hunde, o los padres que sacrifican sus gustos por atender a sus hijos son considerados universalmente como conductas nobles, como ejemplos que hay que imitar, que hacen a la humanidad más digna y nos apartan de la ley de la selva. En estas cosas, hay un acuerdo prácticamente universal que no se basa en razones.

Naturalmente, cualquiera puede imaginar unas bases morales distintas; bien por el deseo de llevar la contraria al conjunto de la humanidad, que es una de las grandes pasiones intelectuales; o bien por justificar su egoísmo, que es una pasión muy común y no afecta sólo a los intelectuales. No se puede justificar teóricamente que el sacrificio sea noble y el egoísmo innoble. Siempre se puede negar intelectualmente. Es como el Everest.

Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿la moral es relativa? Ya hemos traspasado el umbral de la experiencia moral y nos hemos encontrado con un campo que tiene referencias bastante claras. Pero todavía serán más claras, si nos adentramos en este campo. Hace años traté a un excelente gestor y aprendí de él principios de gobierno tan sabios como éste: “si quieres no poder resolver un problema, generalízalo”. Y es cierto, cuando se generalizan las cuestiones, se pierde el control sobre ellas. Si la pregunta es si la moral es relativa, lo peor es generalizar, y lo mejor es que miremos el campo de la moral y pensemos honradamente qué parte puede ser relativa.

La moral tiene tres partes fundamentales. La que se refiere a la relación con los demás, que compendia los deberes de justicia y solidaridad. La que se refiere a la relación con uno mismo, al tenor o estilo de vida. Y la que se refiere a la sexualidad, matrimonio y familia. En estos tres apartados, se puede meter casi todo. ¿Qué parte es relativa? La parte más universal de la moral: la justicia y la solidaridad Como somos seres sociales y vivimos en sociedad, la parte más amplia de la moral se refiere a los demás y se concreta en los deberes de justicia y solidaridad. Esto es prácticamente el 80 o 90 por ciento de la moral. Y es la parte más ampliamente compartida de la moral.

La justicia tiene algo de necesidad matemática porque se basa en la equidad. En dar igual a los que son iguales. Y pedir por igual a los que son iguales. Como los seres humanos somos iguales en lo fundamental (en ser humanos), todas las relaciones humanas se basan en cierta equidad, en una correspondencia. Y esto se capta espontáneamente.

La justicia tiene una primera parte que se refiere al respeto que merecen los demás; al respeto de su persona, de su fama y de sus bienes. Y se compendia en una norma que se considera la regla de oro de la moral, y que encontramos por todas partes: “No hagas a otro lo que no quieres para ti”. Lo recomendaba Confucio (Lun-Yu 15,23; 12,2). Y C. S. Lewis, en su hermoso libro La abolición del hombre, ofrece una amplia lista de otras fuentes. Se trata de algo muy evidente, pero, como todo, podría ser oscurecido o ignorado teóricamente.

Un segundo campo de la justicia son los tratos entre particulares. Son justos cuando hay equilibrio y cuando se cumple lo pactado. También en este aspecto, hay un acuerdo espontáneo y universal. A Cicerón le parecía lo más elemental y obvio de la justicia y lo más necesario para el orden civil. No necesita que le dediquemos más tiempo.

Un tercer campo son las relaciones del particular con la sociedad o la comunidad humana. A esto se le llama “justicia distributiva”, a la que distribuye equitativamente -con una medida de igualdad- los beneficios y las cargas sociales entre los miembros de una sociedad. Como es sabido, la equidad no es la igualdad matemática. Pues es lógico atender más a los que más necesitan. Y pedir más a los que más pueden. La equidad es una exigencia constante de los pueblos para sus gobernantes. Pero también se puede observar en cualquier reparto que realice un grupo de niños.

Por último, están los deberes de solidaridad. Es decir la inclinación a ayudar al miembro de la sociedad que está necesitado. Este deber es reconocido espontáneamente en cualquier sociedad, porque forma parte de la dotación natural del ser humano, que, cuando está sano, siente compasión por sus semejantes y se pone en su lugar. La solidaridad está unida al sentimiento común de pertenencia. Por eso, a veces, se limita. a ayudar al cercano; y se excluye al esclavo o se odia al extranjero.

¿Hasta dónde tiene que llegar la solidaridad? En el fondo, es la pregunta del Evangelio: “¿quién es mi prójimo?” Jesucristo no dejó lugar a dudas: para un cristiano, es prójimo todo aquel que pasa a su lado. El precepto de “Amar al prójimo como a ti mismo” se extiende a todos los hombres porque todos son hijos de Dios. También está asumido en las legislaciones democráticas, que han tomado sus ideales de igualdad y fraternidad del legado cultural cristiano. E, independientemente del cristianismo, existe en muchas culturas donde se prescribe ser hospitalario con los forasteros y extranjeros (quizá es un indicio de su dificultad).

En otras culturas y otros momentos, se pueden observar restricciones de la solidaridad. Hemos mencionado ya la esclavitud. También la guerra. Es difícil ver que el enemigo es un prójimo. Y se han dado otros casos históricos. Los nazis, por ejemplo, hicieron una política basada en la desigualdad de personas y razas. También los jacobinos y los comunistas sacrificaron los derechos de las personas a los supuestos intereses del Estado. Pero no se trata de morales distintas, sino más bien de aberraciones teóricas que reprimen el sentido común moral. De todas formas, por los resquicios de la teoría, e incluso en medio de los horrores, se dejan ver los sentimientos humanitarios, que muestran la capacidad humana de ponerse en el lugar del otro. Hay muchos ejemplos hermosos que honran a la humanidad.

Los deberes de justicia y solidaridad cuentan con un reconocimiento prácticamente universal. Están en la base del reconocimiento de los derechos humanos. Y son, como hemos dicho, el 80 o 90 por ciento de la moral. Por tanto, es estadísticamente falso decir que la moral es relativa, en el sentido de que sea variable. Lo cierto es que casi toda la humanidad está de acuerdo en la mayor parte de la moral. Y niega violentamente (con policía y cárceles) que dependa de gustos particulares. Sólo se oponen teóricamente unos cuantos intelectuales y, prácticamente, unos cuantos canallas.

La parte más aristocrática de la moral: el dominio de sí (la virtud) A diferencia de la justicia, que, en su mayor parte, es muy intuitiva y evidente, la cuestión de cómo comportarse y qué tenor de vida llevar, es más compleja. Y tiene algo de subjetivo. Pues depende de la experiencia que se tenga.

Los jóvenes son sensibles a la autenticidad y a los ideales, y juzgan con mucho idealismo y radicalidad sobre la justicia. Pero son menos certeros sobre el tenor de vida que conviene llevar. La opinión juvenil sobre las diversiones y el alcohol, por ejemplo, no es un juicio moral. Sólo indica sus preferencias viscerales. Los jóvenes son muy pasionales, les enganchan las emociones fuertes o románticas y les falta experiencia de la vida. Pueden estar seguros de que el alcohol, la velocidad y la juerga son estupendos y llamarle a esto una opinión moral. Pero no lo es, porque no se basa en un juicio equilibrado sobre la realidad de las cosas, que apenas conocen. Tampoco es una opinión estable, porque va a cambiar con la experiencia.

Los jóvenes no perciben qué rastro puede dejar en sus vidas, en sus familias o en la sociedad una vida desarreglada, dada al alcohol, a las emociones fuertes o a la juerga. Les puede fascinar que uno se juegue la vida con un coche. Y no les causa pena ver a una persona borracha o drogada. Para que esto duela, hace falta haber aprendido a amar la dignidad y la conciencia humanas. Hace falta experiencia y años para saber qué construye y qué destruye. También hace falta experiencia de lo buena que es la sobriedad.

Cuando maduran, las personas saben más y juzgan mejor sobre lo que es bueno para la vida. Y si procuran vivir con rectitud, alcanzan la sabiduría. Es recto el que responde a lo que cree que exigen las cosas y no se deja desviar ni por el egoísmo ni por el miedo Muchas tradiciones culturales tienen esos hombres sabios como referencia (otras no). Y el destilado de la sabiduría universal sobre los ideales de la vida humana es muy concorde. Por debajo, se concentra en el ascetismo: en el ideal del dominio de sí y de la sobriedad. Por encima, se concentra en dedicar la vida a los grandes bienes de la contemplación de la verdad, de las artes o del servicio a la sociedad. Negarse a los instintos para poder servir a los grandes bienes. Los muchos sabios que ha tenido el mundo (Confucio, Buda, Sócrates, Platón, Aristóteles, Séneca, San Agustín, Juan Luis Vives, Gandhi, por ejemplo) no conciben que haya otras aspiraciones dignas de un hombre. Con palabras de Max Scheler, “el hombre es un animal ascético”. Sólo con renuncias, puede el hombre vivir a la altura de su espíritu.

Es un consenso universal, pero sólo entre los sabios. En estos asuntos, no todos juzgan igual. Tienen un sentido moral más profundo y más certero los mejores (aristos), los que reúnen experiencia y rectitud. Ya lo sabían los clásicos. Pero también Umberto Eco en su diálogo con el cardenal Martini: “La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est (cuyo dios es el vientre)”.

La moral personal no es democrática, sino aristocrática (de aristos). No es extraño. La ciencia tampoco es democrática; y el arte tampoco. Aunque todos valemos lo mismo como personas, no valemos lo mismo como sabios, como científicos o como escritores. Hay que respetar la conciencia de cada uno, pero la pretensión de que cada uno haga la moral a su gusto, es tan poco razonable como si hiciera la ciencia a su medida. No hay otro camino que aprender de los que saben, reunir experiencia personal y procurar ser recto, es decir juzgar con rectitud en lo propio, sin dejarse desviar ni por el egoísmo ni por el miedo.

En esta segunda parte, el problema no es que la moral sea variable, sino que es variable nuestro sentido y nuestra calidad moral. Una cosa es que, en la vida democrática, haya que respetar a todos y no meterse a juzgar vidas ajenas, y otra es que haya que fingir que no se sabe cómo funciona el egoísmo, cuánto importa el dominio de sí y qué noble es la generosidad, que son experiencias morales prácticamente universales.

La parte más compleja de la moral: la moral sexual Nos queda la tercera parte: la moral sexual. Aquí es donde hay más problemas. Cuando se dice que la moral es relativa, muchas veces es un eufemismo para justificar libertades sexuales. Los eufemismos están hechos para disimular la crudeza de la realidad y, desde luego, hacen más amable la convivencia, pero confunden el pensamiento. No se puede pensar bien con eufemismos: conviene destaparlos.

La moral sexual tiene algunos aspectos en común con las otras dos partes. Por ejemplo, en toda relación sexual con otra persona, hay aspectos de justicia, a veces, muy graves. Prometerse o tener un hijo genera obligaciones y deberes muy graves, que van mucho más allá que el capricho y la opinión personal. Como hemos visto, el conjunto de la humanidad considera repugnante al egoísta que pone sus placeres e intereses por encima de sus deberes con los demás. Abandonar una mujer o unos hijos sólo por enamorarse de otra persona es, por ejemplo, una evidente manifestación de egoísmo a la vez que una grave injusticia. Aunque se puede entender que, después de hacerlo, alguien quiera construir una moral nueva.

En la sexualidad también hay aspectos de dominio de sí, que tienen que ver con la segunda parte de la moral. Dejarse arrebatar por los caprichos sexuales es tan indigno y genera tantas injusticias y daños como dejarse conducir por la bebida o la droga. El placer sexual necesita ascetismo. Y mayor que otras cosas, precisamente porque tira más. También en esto el acuerdo de los sabios es prácticamente universal. Valga, como ejemplo, esta cita de Epicteto: ”En cuanto a los placeres sexuales, en lo posible, hay que conservarse puro antes de la boda y al unirse, compartir el gusto legítimo” (Enchiridion 33,8).

El placer y la pasión sexual es, muchas veces, lo más aparatoso de la sexualidad. Y tiene su dignidad y su función. Pero es el aspecto menos importante. Si no se pone en su sitio, no se puede hacer una moral sexual. Porque no se puede superar un planteamiento egoísta. Hay que situarlo en su marco real.

Por el lado biológico, la sexualidad tiene que ver con algo tan importante como la reproducción. En el plano personal, tiene que ver con el amor conyugal y con lo que es la familia, como relación de personas. En el plano social, afecta directamente al bien común, porque siempre pone en juego el futuro de la sociedad. Estas cuatro dimensiones (biología, amor conyugal, familia, sociedad) componen su marco real. Y no son imaginaciones.

No es posible describir en unos pocos párrafos la moral sexual. Pero se puede trazar sus líneas principales, partiendo de este marco. La primera referencia es la verdad biológica, natural y ecológica del sexo. Los órganos masculino y femenino tienen una complementariedad y hay una manera natural y ecológica de usar el sexo; y todas las demás no lo son. Claro es que se puede imaginar y defender que lo son, pero el hecho es que no lo son. El orden natural y ecológico de la sexualidad es tan opinable como el del aparato digestivo. No hace falta ser biólogo para darse cuenta. Usar del sexo sin respetar esta ordenación es privar de sentido biológico a la sexualidad y, en esa misma medida, es antinatural e inmoral. Es tan antinatural y tan inmoral como comer para producirse placer y luego vomitar.

La segunda referencia es la verdad del amor humano, por llamarla así. El amor entre varón y mujer no es un amor entre cuerpos, sino entre personas que se comprometen mutuamente. Siempre han existido otras fórmulas, para desfogar la pasión sexual, sin necesidad de trato personal ni compromiso de amor. Muchos animales lo viven así y el hombre puede imitarlos. Pero hay una relación entre varón y mujer donde el sexo es expresión de una entrega, de unas promesas de amor que quieren ser eternas: eso es el amor conyugal. Un amor que aspira y supone -por sí mismo- un compromiso de fidelidad. Todos los quebrantos románticos no hacen más que ponerlo de relieve. Manifiestan la belleza y fuerza de ese ideal, y también su dificultad.

No hace mucho, el cantante Robbie Williams, declaraba: “Nunca he estado con una mujer porque me gustara, sino porque me sentía solo. Ser yo mismo y entregarme a alguien era algo impensable. Me faltaba la autoestima necesaria para eso. Pensaba que si una mujer se enamoraba de mí, es que no valdría la pena. Cuando hace cinco años dejé las drogas y me apunté a Alcohólicos anónimos, me prometí involucrarme en una relación sólo cuando me viera capaz de ofrecer lo que una compañera pudiera esperar de mí: sinceridad y fidelidad” (XLSemanal, 20. XI, 05, 26). Lo que Robbie quiere al sentirse sano es el ideal. Lo otro no lo era. Hay que desear que lo logre, aunque el punto de partida no sea muy prometedor.

La tercera referencia es la familia: los deberes y alegrías de la paternidad y maternidad; y la convivencia entre padres e hijos. Como es experiencia universal, en este contexto se producen, muchas veces, las relaciones humanas más intensas y duraderas que existen. Las muchas tragedias personales que surgen cuando no funciona muestran qué nivel humano tan hondo alcanzan. También manifiestan qué importantes deberes de justicia están implicados y qué esfuerzo conviene hacer para que conseguir que funcione.

La cuarta referencia es el beneficio social. Todo lo que se diga es poco. Desgraciadamente, el tema de la familia está tan artificialmente privatizado en nuestra cultura, que se considera de mal gusto poner de relieve cuánto depende de ella la salud y el futuro de una sociedad. La familia es un ámbito educativo, un lugar de acogida y asistencia social y un núcleo económico, que motiva el trabajo, capitaliza el ahorro, crea y estabiliza empresas y transmite experiencia profesional. Hay que ponerse a hacer cuentas para saber con qué se juega. En la vida social, puede ser necesario tolerar errores y quiebras, y buscarles algún remedio, pero sería un error desconocer cuál es el ideal que hay que primar y proteger.

La moral cristiana, que es una moral revelada por Cristo, se planta directamente en el ideal con todos sus rasgos: pide un matrimonio de uno con una y para siempre; un uso sexual que respete el orden natural y biológico; y una atención entregada a los hijos hasta su madurez. Ha aportado históricamente una gran claridad al tema y es un punto de referencia incluso para los que no creen. Hay una gran experiencia de los muchos bienes que de aquí se derivan. También hay experiencia de que el amor conyugal es exigente y, muchas veces, heroico. Pero es que no se trata de un juego. Tiene dificultades serias y, para que salga bien, hay que invertir mucho tiempo, mucha dedicación y mucho cariño. Esa es la receta. Con menos no sale. Y en estos temas, cuanto más egoísmo, peor.

El sexo se puede sentir como un impulso privado y un derecho al goce personal, pero tiene el marco natural que hemos descrito. Intentar hacer una moral sin tenerlo en cuenta es como imaginarse el Everest en otro lugar.

Variantes y deformaciones de la moral Hemos visto en qué parte tan grande la moral es universal. Y qué bases tan claras tiene. Hay que reconocer también que se dan algunas variantes históricas en los usos morales. Esto se debe a distintas causas. La moral depende de la percepción de la realidad. Y, esto viene condicionado en parte por las tradiciones culturales. Cada uno ve con sus ojos, pero juzga la realidad también con las categorías que le han enseñado.

Como hemos dicho, los ideales de justicia son bastante evidentes. Pero el odio racial puede oscurecer el sentimiento de igualdad. Y unas condiciones muy duras de supervivencia pueden generar costumbres sociales muy crueles, especialmente con los más débiles (enfermos, ancianos, esclavos, prisioneros). Además, por lo mismo que hay personas egoístas y violentas, hay sociedades con distintos grados de egoísmo y violencia. Y esto lo transmiten a sus miembros.

Las necesidades de la supervivencia, la necesidad de conservar el orden social y la experiencia de la vida suelen imponer en cualquier sociedad criterios de justicia, moderación personal y disciplina sexual bastante rígidos. Ninguna sociedad puede sobrevivir, por ejemplo, con una indisciplina sexual generalizada. Los hijos son un bien de primer orden para los padres y para la sociedad. Es la razón de que, por todas partes, en las sociedades estables, se observen unas leyes sexuales tan rígidas, aunque haya algunas variantes y, por supuesto, transgresiones. Es que están en juego bienes muy reales, con reglas muy reales también.

Nuestra sociedad ha alcanzado unos niveles de sensibilidad moral muy altos en justicia y solidaridad. Nunca ha resultado tan clara y tan respetada esta parte de la moral. Es un gran éxito que hay que valorar, aunque luego mencionaremos algunas dolorosas incoherencias.

En lo que se refiere al estilo de vida, nuestra cultura se ha convertido en una sociedad de consumo, dominada por la presión publicitaria, que es tan ubicua como la atmosférica, y combate directamente los ideales de una vida sobria. Nuestra sociedad admira esos ideales (en monjes, en fáquires, en misioneros o en voluntarios de ONGs), pero, desde luego, no se los propone. Por eso, es incapaz de educar a sus jóvenes. Nadie se atreve a pedirles sacrificios, que es el entrenamiento más elemental de la vida moral: poner los deberes por encima de los gustos. Más bien, se les tiene envidia (poder gozar de todo siendo jóvenes y sin obligaciones) y padecemos un “Complejo de Peter Pan” colectivo.

La moral sexual es el aspecto más alterado. En nuestra sociedad, se ha producido una revolución sin precedentes, que no se debe desde luego al progreso moral, sino más bien a sencillas posibilidades técnicas que separan los placeres sexuales de sus consecuencias naturales. La “píldora” y otros medios han quitado su gravedad (y su sentido natural) a las relaciones sexuales. Esto ha provocado una “sexualización” generalizada (del que es un testimonio la pornografía) y una trivialización de las costumbres sexuales. Sólo después se han intentado hacer nuevas morales donde cupieran los hechos, pero no caben.

En realidad, el marco natural y moral de la sexualidad no ha variado: sus cuatro aspectos son los mismos; y la felicidad personal y el futuro de las sociedades sigue dependiendo, en altísima medida, de las familias. La realidad es como es. El amor libre y los sistemas de cría alternativos a la familia ya han sido probados, con pésimos resultados, por los totalitarismos del siglo XX. Y es evidente que una sociedad de viejos verdes solteros (VVS) no tiene ningún futuro.

La presión sexual ha hecho más inestable el vínculo familiar. Y ha oscurecido los deberes de justicia que están en juego respecto a los hijos y cónyuges. Los partidos radicales (lo que queda de la izquierda y mucha parte de la derecha) siguen promoviendo el divorcio. Y han puesto los derechos (y caprichos sexuales) del individuo por encima del vínculo familiar, de los derechos del otro cónyuge y de los derechos de los hijos a la permanencia del hogar (que es un derecho que existe, teniendo presentes los daños que sufren cuando se destruye). Pero esto tampoco es una moral nueva. No es que hayan descubierto con más claridad nuevas exigencias morales, sino que la presión del egoísmo sexual ha atropellado otros valores más importantes, pero más indefensos.

También se ha producido un grave oscurecimiento sobre el valor de la vida. Los medios anticonceptivos han facilitado la promiscuidad, pero no siempre impiden el curso natural de la sexualidad. Esto produce muchos hijos no deseados y en condiciones anómalas. La presión para quitárselos de encima ha originado una de las alteraciones más dolorosas del sentido moral público. Mientras que el hijo nacido es un bien de interés general y un ciudadano protegido por la ley, la presión sexual ha conseguido dejar desprotegido al no nacido. Así en España, por pura presión, la legislación considera el aborto como un crimen no perseguible en algunos supuestos, y en la práctica sanitaria, quitarse un hijo es casi como quitarse una berruga.

Cuando, en este contexto, se defiende que cada uno tiene su moral, es un eufemismo. No es que exista un gran debate moral y las alternativas apasionen porque se desea acertar. Más bien es lo contrario. Prima la práctica. Detrás no hay una nueva moral, sino ninguna moral. Nadie abandona a su mujer, aborta o practica la promiscuidad sexual porque haya descubierto una nueva moral. Sino porque ha perdido o no ha tenido nunca las referencias morales de la sexualidad. Muchas veces, no es culpa suya, nadie le ha enseñado otra cosa. La misma sociedad que trivializa el sexo puede dejar sola a una chica con su problema y facilitarle sólo la salida más triste.

Conclusión Es una tentación hipócrita hacer morales a la medida de los hechos. “Cuando el corazón se entrega al placer que seduce, la razón se abandona al error que justifica”. Es Cicerón (De natura deorum I, 54). Son los hechos los que tienen que acomodarse a la moral y no se puede construir una moral partiendo de la defensa del egoísmo. La prueba de fuego de toda moral es, precisamente, el sacrificio del interés personal en aras de lo que vale más. Lo contrario es la definición misma de inmoralidad Como vemos, la distorsión mayor de nuestra cultura se da en la moral sexual y, en menor medida, en los ideales de vida. Son la parte más “privada” de la moral. En cambio, como hemos dicho, nuestra sociedad tiene mayor sensibilidad moral sobre las cuestiones de justicia. Esa es la razón de que tantas veces se oiga decir que cada uno tiene su moral. Pero, en realidad, no se comprueba que existan otras morales. Sino sólo que existen otras conductas.

La convivencia social exige respetar a los demás, y tolerar la diferencia de opiniones. También hay que respetar el ámbito privado de la vida, mientras no dañe al bien común. Pero no hay porqué aceptar que cualquier cosa sea una moral. El pensamiento tiene una vida pública y es un gran servicio proponer y juzgar lo que se propone.

Aquí, sin ofender a nadie, hemos pensado lo que es la moral y lo que no es la moral. Naturalmente, muchos puntos necesitarían mayor desarrollo. Habría que hablar sobre los tipos de fenómenos morales y la manera en que las exigencias morales se hacen presentes en la conciencia y cómo se forman las convicciones morales y cómo se comparten y transmiten en una sociedad. Pero, en unas pocas páginas, sólo se pueden trazar las líneas fundamentales.

Existe la mala costumbre intelectual de aprovechar la oscuridad de los límites para poner en duda el contenido entero de una cuestión. Esto pasa, frecuentemente en la moral. Basta descubrir un aspecto discutible o discutido, para declarar relativa y opinable toda la moral. Pero es como si se declarara irreal la pirámide de Keops porque se descubre que no es exáctamente una pirámide. La pirámide de la moral, con sus tres planos, la justicia, el ascetismo personal y el marco natural de la sexualidad, no es una imaginación que dependa del capricho de cada uno. Siendo menos visible que la pirámide de Keops o el Everest, es, sin embargo, mucho más real y con una influencia mucho mayor sobre la felicidad de las personas y el futuro de las sociedades.

Esto no es un discurso confesional. Lo puede compartir quien no tenga el don de la fe. Pero la fe añade seguridad. Porque confirma que, en el fondo de la realidad, hay un orden inteligente querido por Dios. Lo expresa hermosamente el sabio judío Filón de Alejandría (s. I). Al comentar el primer libro de la Biblia, el Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice: “Este comienzo es más maravilloso de lo que pueda decirse, porque incluye el relato de la creación del mundo en el que está implícita la idea de que el mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo, por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza por la que se gobierna el universo entero” (De Op. Mundi, I, 1-3).