Conferencia Episcopal Española, “100 cuestiones y respuestas sobre el SIDA”, II.2002

EL SIDA 100 CUESTIONES Y RESPUESTAS SOBRE EL “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA” Y LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS febrero de 2002

PRÓLOGO

¿Por qué la enfermedad? ¿Por qué a mí o a uno de mis seres queridos? Son interrogantes que sacuden la conciencia del hombre en cualquier época y lo sitúan irremediablemente ante el misterio dramático de su existencia.

¿Por qué el SIDA? Es una concreción de esas cuestiones dolorosas; es un grito angustiado de tantos hombres y mujeres de hoy. En este texto un amplio equipo de especialistas -médicos, juristas, moralistas, etc.- convocados por la Conferencia Episcopal Española, intenta responder con rigor a los difíciles interrogantes encerrados en esta llaga actual del SIDA. La problemática es penosa y acuciante; su consideración abarca múltiples aspectos: sanitarios, sociales, políticos, educativos, psicológicos, éticos, etc. Agradecemos a la Asociación Española de Farmacéuticos Católicos, la publicación de este estudio. ¿En qué sentido ha de orientarse la respuesta del creyente ante esta terrible enfermedad? “Para los que creen en Dios y confían en Él, la aparición del SIDA, en vez de ser un escándalo o una razón para la desesperación es, más bien, un estímulo para el trabajo, la solidaridad, la purificación interior y la propia salvación” (El SIDA: Algunas reflexiones cristianas. Nota Pastoral de la Comisión Permanente del Episcopado Español, 12 de junio de 1987). El sufrimiento del prójimo enfermo contiene, en primer lugar, una llamada a la compasión. La compasión de Dios hacia el hombre, manifestada en la entrega de Jesucristo hasta la muerte en la Cruz y la victoria de la resurrección, ha cambiado el sentido del sufrimiento humano, haciendo posible la plena esperanza. “En el programa mesiánico de Cristo, que es a la vez el programa del reino de Dios, el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor” (Juan Pablo II, Carta apostólica Salvífici doloris, n. 30). Mons. Juan Antonio Reig Pla Obispo de Segorbe-Castellón y Presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida de la Conferencia Episcopal Española INTRODUCCIÓN Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal (Hch 10,38). De este modo resume la Iglesia la misión de Jesucristo en este mundo y reconoce la impresión profunda que dejó su paso en aquellos que convivieron con Él. Así la Iglesia aprende su propia misión que está enmarcada en la respuesta al problema del mal, porque (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 309): No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal. El problema del mal sigue siendo en la actualidad un escándalo para muchos hombres. Nuestro tiempo ha experimentado de un modo muy agudo el alcance del dolor en la historia. La rapidez y capacidad de los medios de comunicación y la importancia que han adquirido las relaciones internacionales ponen ante nuestros ojos multitud de desastres y de sufrimientos, nos muestran patentemente la imagen de un mundo envuelto en el dolor y el sufrimiento. Un modo equivocado de reaccionar sería acostumbrarse, y considerar que es un problema “de los demás”. La extensión del pretendido “Estado de bienestar”, que reduce el bien común a alcanzar un determinado nivel de vida, a veces adormece la conciencia de los ciudadanos respecto a este problema; pero el crecimiento de las organizaciones humanitarias y el voluntariado social son indicadores precisos de que el dolor es un problema latente en nuestra sociedad y que reclama la respuesta de los corazones generosos. Dentro del marco del sufrimiento y la experiencia del mal, ha aparecido en nuestros días un nuevo fenómeno: el SIDA, una enfermedad grave, de difícil tratamiento en nuestros días y altamente contagiosa fundamentalmente a partir de determinadas “conductas de riesgo”. Se trata de la epidemia más devastadora que ha sufrido jamás la humanidad (véase el informe de la ONU: UNAIDS, en: www.unaids.org ). Su rápida extensión obliga a la sociedad, al Estado y a los organismos médicos a la puesta en marcha de planteamientos globales e intervenciones eficaces para poder combatir la epidemia. La Iglesia no puede estar al margen de la lucha contra esta enfermedad y es consciente de que lo específico de su respuesta lo encuentra a partir de lo que ha aprendido de Cristo. Es Él con sus palabras y sus obras el que guía el camino de la Iglesia que pasa por el hombre. La actividad curativa es parte fundamental de la manifestación mesiánica de Cristo: Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia (Mt 9,35). Las curaciones son un signo manifiesto de la actuación del Padre en medio del mundo. Es Él el que se acerca al hombre que yace en el camino (cfr. Lc 10,29-37), a aquél que no tenía a nadie que lo ayudase (cfr. Jn 5,7), para cumplir en ellos la salvación que procede del Padre. Lo hace en un ambiente social en el que se hallan vinculadas la enfermedad y el pecado. Por ello, al sufrimiento de la enfermedad se le añadía un desprecio al enfermo al que se le consideraba pecador y se valoraban sus dolores como un justo castigo a su pecado. El natural rechazo del mal se dirigía así de modo injusto a generar un rechazo al enfermo que lo padecía. Frente a esta postura, las curaciones de Jesús son un signo, no sólo por los hechos curativos en sí mismos, sino por el modo de hacerlos y los destinatarios de los mismos. Sus curaciones en sábado que asombran a los fariseos, indican no una revolución contra la Ley, sino su pretensión de redimensionarla en torno a la verdad del hombre. La referencia ética pasa a centrarse en testificar en el amor al prójimo el amor a Dios: Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Ga 5,14). Uno de los hechos más significativos de esta actividad es la curación de leprosos, una enfermedad dolorosa, contagiosa y mortal en su época a la que al rechazo que existía ante el enfermo se añadían los castigos de la impureza ritual y la exclusión social (cfr. Lv 14). Los leprosos constituían un grupo social totalmente apartado del trato con los demás y despreciado por considerarlo un castigo divino sobre ellos. Jesucristo, por el contrario, no rechaza a los leprosos sino que busca su curación. Va a considerar superada toda discriminación por motivo de enfermedad y manifiesta así el amor de Dios hacia los enfermos. Por eso la curación de los leprosos está explícitamente mandada en la misión pastoral de los discípulos (Mt 10,8). Es la misma actitud que Jesús muestra ante los pecadores y que desconcierta a sus contemporáneos. Es una revelación de su misión salvífica que se funda en el amor al hombre: No necesitan médico los que sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2,17). Por ello, la visión de Jesús llega más allá de la simple curación de la enfermedad, para indicar una liberación del hombre que alcanza el fondo del problema. No acaba con la curación física sino que busca el reconocimiento agradecido de la gracia concedida. Es la queja de Jesús cuando sólo uno de los leprosos curados volvió para darle gracias; sólo él oyó las palabras de salvación: tu fe te ha salvado (Lc 17,19). El problema más profundo no es el del mal físico de la enfermedad, sino el pecado del hombre que lo arrastra tantas veces a muchos excesos y a maltratar la dignidad humana, propia y ajena. La esperanza que Jesús ofrece ante el dolor del hombre incluye el establecimiento de una nueva comunidad en la que tienen lugar las primicias del Reino de los Cielos, en la que es esencial la acogida de todos los hombres (cfr. Col 3,11). Así se libera al hombre de una enfermedad más escondida y más profunda, la soledad, la desesperación y la tristeza que llevan en sí una semilla de muerte (cfr. 1 Co 7,10). Toda curación se enmarca así en el anuncio de la liberación del pecado y de la muerte que Jesús realiza en el Misterio Pascual, de su muerte y resurrección. Así lo han entendido los cristianos, por la propia liberación que experimentan en su encuentro con Cristo. Por eso, su misión ante el enfermo no es otra sino la de acercarlo a Jesús en un encuentro rodeado de fe y esperanza. Así lo vemos ejemplificado en otra curación, la del paralítico (Mc 2,1-12). Como aquellos hombres que llevaban al paralítico, llenos de fe, los cristianos en esta labor han de superar diversas dificultades: la de la gente que impide el encuentro con Cristo, los obstáculos que sobrevienen y el peligro de la situación. Jesús ensalza la fe de los que le presentan el enfermo y es la fe la que inicia todo el hecho salvador. Jesús conoce el corazón del hombre (Jn 2,25), la fe de cada uno y los juicios del corazón (Mc 2,8). Frente a la hipocresía de los que sólo juzgan por sus criterios mezquinos, que no les interesa la curación del hombre, sino la justificación de su ideología, Jesús comienza proclamando la salvación de los pecados por la fe: “hijo, tus pecados te son perdonados” (v. 5). Éste es el problema radical que mira la salvación del hombre en su integridad y que escandaliza a aquellos que consideran imposible la inocencia. En consecuencia, la Iglesia no tiene miedo ante la incomprensión en su misión de proclamar el Evangelio de la salvación y la vida a todos, porque cree en la acción de Dios en nuestro mundo. Así ha comprendido la Iglesia su propia misión. Ha de llevar a cabo su anuncio por medio de hechos salvadores que alcancen una relevancia social. Entiende que la solución al problema del sufrimiento humano no está únicamente en el empleo de medios técnicos y sociales, que alivian el dolor o que incluso curan la enfermedad. Es el corazón del hombre el que está enfermo y es de su enfermedad interior de donde brotan tantos males y dolores: “las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas esas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7,21-23). Sólo desde esta consideración moral se hace justicia al corazón y a la verdad del hombre. No se pueden solucionar los problemas humanos sólo a base de esperanzas científicas que se vuelven ineficaces para resolver los problemas de fondo, es necesario abordar con seriedad ese mismo fondo en donde se revela la verdad del hombre. Así ve la Iglesia, también, el problema actual del SIDA, una enfermedad en la que se expresa no sólo la inseguridad ante un peligro grave que afecta a muchos hombres y mujeres, sino un auténtico problema moral de una sociedad que está enferma y que, a veces, hipócritamente quiere dar sólo soluciones técnicas a un problema cuyo origen y desarrollo tiene un componente moral ineludible. Una enfermedad ante la que a veces se evita llegar a la raíz moral del problema como si fuera un hecho irrelevante. Una enfermedad que causa en la sociedad discriminaciones injustas hacia los afectados, tantas veces los más inocentes como son los niños. La Iglesia se sabe –humildemente- experta en humanidad, conocedora del corazón del hombre. Por eso la Iglesia confía en la respuesta que su mensaje va a encontrar entre los hombres a pesar de todos los condicionamientos contrarios, de una sociedad que pretende ser neutra en los temas de una “ética privada” que se deja a la conciencia de cada individuo y se encuentra, a veces, incapaz de ofrecer una orientación eficaz ante un problema grave. La tarea es de toda la comunidad cristiana, pues el problema afecta a la sociedad en todos sus niveles. Debe ser una respuesta generosa ante un reto de tal calado. Esta clarificación se quiere ofrecer en este documento, hecho, como en otros casos semejantes, mediante la formulación y la respuesta a 100 cuestiones-clave, esta vez las que se despiertan a partir del SIDA. En ellas se consideran los elementos fundamentales que quedan afectados por esta enfermedad: la sociedad, el Estado, los profesionales sanitarios y la valoración moral de todo el problema. Pedimos a María, salud de los enfermos, que guíe estos intentos a buen término y se llegue a una prevención eficaz de la epidemia del SIDA, a un tratamiento verdaderamente humano de los afectados y al anuncio de la salvación y de la paz a todos los hombres.

I. LA MEDICINA ANTE EL SIDA 1. ¿Qué es el SIDA? Es la enfermedad que se desarrolla como consecuencia de la destrucción progresiva del sistema inmunitario (de las defensas del organismo), producida por un virus descubierto en 1983 y denominado Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH). La definen alguna de estas afecciones: ciertas infecciones, procesos tumorales, estados de desnutrición severa o una afectación importante de la inmunidad.

  1. ¿Por qué se llama SIDA? La palabra SIDA proviene de las iniciales de Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, que consiste en la incapacidad del sistema inmunitario para hacer frente a las infecciones y otros procesos patológicos. El SIDA no es consecuencia de un trastorno hereditario, sino resultado de la exposición a una infección por el VIH, que facilita el desarrollo de nuevas infecciones oportunistas, tumores y otros procesos. Este virus permanece latente y destruye un cierto tipo de linfocitos, células encargadas de la defensa del sistema inmunitario del organismo.

  2. ¿Cómo se transmite la infección por VIH? Las tres vías principales de transmisión son: la parenteral (transfusiones de sangre, intercambio de jeringuillas entre drogadictos, intercambio de agujas intramusculares), la sexual (bien sea homosexual masculina o heterosexual) y la materno-filial (transplacentaria, antes del nacimiento, en el momento del parto o por la lactancia después). Con menor frecuencia se han descrito casos de transmisión del VIH en el medio sanitario (de pacientes a personal asistencial y viceversa), y en otras circunstancias en donde se puedan poner en contacto, a través de diversos fluidos corporales (sangre, semen u otros), una persona infectada y otra sana; pero la importancia de estos modos de transmisión del virus es escasa desde el punto de vista numérico.

  3. ¿Qué diferencia hay entre ser portador y ser enfermo de SIDA? Se llama portador a la persona que, tras adquirir la infección por el VIH, no manifiesta síntomas de ninguna clase. Se llama enfermo de SIDA al que padece alguno de los procesos antedichos (infecciosos, tumorales, etc), con una precariedad inmunológica importante. Tanto el portador como el enfermo de SIDA se denominan seropositivos, porque tienen anticuerpos contra el virus que pueden reconocerse en la sangre con una prueba de laboratorio. En líneas generales, desde que una persona se infecta con el VIH hasta que desarrolla SIDA, existe un período asintomático que suele durar unos 10 años. Durante este tiempo el sistema inmune sufre una destrucción progresiva, hasta que llega un momento crítico en que el paciente tiene un alto riesgo de padecer infecciones y tumores. Se estima que, por término medio, existen alrededor de 8 (de 5 a 12) portadores por cada enfermo de SIDA.

  4. ¿Cuántos portadores existen en el mundo? Según la última estimación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), a finales de 2001 existían 40 millones personas infectadas de VIH; 21.8 millones han muerto ya; durante ese año hubo 3 millones de muertos. El 95% del total de portadores vive en países en vía de desarrollo, más de 25 millones en el África subsahariana; donde hay, además, más de 12 millones de niños huérfanos a causa del SIDA. En este último continente hay países en los que el 25 % de sus habitantes y el 30% de las mujeres embarazadas, son seropositivos. En España, según los datos de 1998, hay alrededor de 130.000 portadores del VIH, aunque esta cifra podría alcanzar los 200.000, pues realmente es muy difícil calcular adecuadamente el número de infectados. En junio de 2001 habían fallecido más de 32.000 personas, siendo ya la primera causa de muerte entre los varones de 25 a 39 años. En junio de 2001 el total de enfermos de SIDA eran 61.028.

  5. ¿Todo portador del VIH será un día enfermo de SIDA? En ausencia de tratamiento la evolución natural de la enfermedad por el VIH aboca necesariamente al desarrollo de SIDA al cabo de unos años. Así ocurre actualmente, por desgracia, en los países subdesarrollados. Sin embargo, con la aparición en el año 1996 de la nueva y potente terapia combinada anti-retroviral se consigue controlar el deterioro inmunológico producido por el virus y, como consecuencia, prevenir el desarrollo de SIDA. Actualmente no es posible predecir el futuro a largo plazo de estos pacientes que, sin embargo, han visto prolongada su supervivencia con los nuevos tratamientos. Estas terapias, a pesar de su eficacia, no están exentas de serios inconvenientes: toxicidad, difícil cumplimiento, disminución de su eficacia (el virus puede hacerse resistente) y elevado coste económico. Todos estos factores hacen que, hoy por hoy, no sea posible pronosticar si un paciente concreto, actualmente en tratamiento, va a desarrollar SIDA en el futuro.

  6. ¿Significa esto que el SIDA es incurable? La erradicación del VIH en los paciente infectados no parece posible con los tratamientos actuales. Propiamente hablando, hoy el SIDA es incurable. Sin embargo, muchos de los procesos oportunistas que comprometen la vida de los pacientes con SIDA tienen tratamiento eficaz. Además, la administración de fármacos anti-retrovirales ha permitido alargar considerablemente la supervivencia de los sujetos seropositivos, de manera que la enfermedad se ha convertido en un proceso crónico. A pesar del amplio desarrollo que ha alcanzado la investigación de esta enfermedad en los últimos años, no parece aún cercana la posibilidad de disponer de una vacuna eficaz.

  7. ¿Cuáles son esos fármacos que se utilizan en la actualidad contra el SIDA? En el momento actual hay alrededor de 15 fármacos que se están utilizando en el tratamiento de la infección por el VIH. El tratamiento incluye la combinación de varios fármacos antirretrovirales que evitan el deterioro inmunológico y suprimen la replicación viral. La terapia antirretroviral (TAR) es compleja, pues supone la administración de al menos tres fármacos (triple terapia) con un elevado número de tomas y de comprimidos por día, que producen efectos adversos, interaccionan con otros fármacos y que deben de tomarse en presencia o ausencia de alimentos. El nombre genérico –o principio activo- de los medicamentos inhibidores nucleósidos de la transcriptasa inversa son: la zidovudina, didanosina, zalcibatina, estavudina, lamivudina, abacavir zialgen, cuyos nombres comerciales son Retrovir, Videx, HIVID, Zerit, Epivir, Zialgen. De los medicamentos inhibidores no nucleósidos de la transcriptasa inversa son: nevirapina, delavirdina y efavirenz, y sus nombres comerciales son Viramune, Rescriptor y Sustivida. Los ihibidores de la proteasa son: indinavir, ritonavir, saquinavir y nelfinavir, y sus nombres comerciales son: Crixizan, Norvir, Invirasey Viracept. Con estos fármacos se consigue una reducción del progreso de la enfermedad y de la aparición de infecciones oportunistas, con lo que se ha logrado una extraordinaria reducción de la mortalidad y de los ingresos hospitalarios de los pacientes VIH positivos. Se comprende, por la complejidad de la medicación, la importancia de una exacta dosificación y administración. Tres días sin tomar correctamente la medicación pueden ser suficientes para hacer fracasar el tratamiento. Asimismo se ha de cuidar con esmero el estado nutricional del enfermo VIH (+), pues condiciona el curso de la enfermedad. En efecto, una malnutrición aumenta la morbilidad por alterar el normal funcionamiento del organismo ya que empeora la tolerancia al tratamiento. Estos fármacos tienen un gran coste motivado por las prolijas y exhaustivas investigaciones que han desarrollado las grandes industrias farmacéuticas. Gracias a ellas, en los países desarrollados, se puede decir que el SIDA se ha convertido en una enfermedad crónica, y aunque en la actualidad incurable ha dejado de ser mortal.

La tragedia es en los países pobres, especialmente de Africa, que no tienen medios económicos para sufragar unos gastos tan importante. La Convención sobre el SIDA que tuvo lugar en Sudáfrica, el año 2001, de los países afectados de Africa, auspiciada por la ONU, ha denunciado la situación que padecen: hoy por hoy el SIDA es la primera causa de mortalidad de dicho continente, dada la imposibilidad de obtener fármacos asequibles a su economía, pues el coste de la medicación está valorado en una media de un millón cien mil pesetas a millón y medio (6610 – 9000 euros), por persona y año. En consecuencia, se reclama el abaratamiento de dichos fármacos, así como la posibilidad de fabricación de medicamentos genéricos de dichos principios activos. Por desgracia, la realidad sigue siendo muy desoladora.

  1. ¿Continúa extendiéndose la epidemia? Sí. La OMS estima que actualmente hay un incremento de más de 15.000 nuevos infectados por día, y se produjeron 5.3 millones de nuevas infecciones en el año 2001. El ritmo de crecimiento de la epidemia en los países del Tercer Mundo es mucho más rápido que en los países industrializados. España es uno de los países de Europa con mayor incremento de casos al año; puede estimarse que aproximadamente unos 20 jóvenes se infectan cada día por el VIH en nuestro país. Sin duda, la morbilidad y mortalidad del SIDA han disminuido notablemente. Sin embargo, coincidiendo con el control de la enfermedad gracias a los nuevos fármacos anti-retrovirales, estamos asistiendo a un incremento en la aparición de nuevos contagios. Este hecho probablemente es debido al clima de confianza en la opinión pública producido por las nuevas terapias, que lleva a muchas personas a no evitar conductas de riesgo.

Por ello, cuando se quiere realizar un juicio sobre la expansión de esta enfermedad, hay que valorar por separado ambos aspectos: evolución clínica de los pacientes e incidencia de nuevos infectados. Así pues, no se pueden realizar juicios excesivamente optimistas sobre la expansión de esta enfermedad, valorando únicamente los avances terapéuticos conseguidos, si paralelamente no se consigue disminuir también el número de nuevos infectados, especialmente los contagiados por vía heterosexual, cosa que por el momento no se está consiguiendo.

  1. ¿Se puede cuantificar el riesgo de contagio del VIH por transfusiones de sangre contaminada? Sí. Se infectan más del 90 por ciento de los receptores de sangre procedente de portadores del VIH. Desde 1987 es obligatorio en España excluir a estos donantes, y desde esas fechas puede decirse que el riesgo de infección por transfusiones se ha reducido casi por completo.

  2. ¿Cómo se intenta evitar el contagio por esta vía? Mediante dos procedimientos: la exclusión de donantes con prácticas de riesgo de infección por VIH, y la investigación sistemática de anticuerpos en todas las donaciones de sangre. Lo primero se logra con cuestionarios de autoexclusión a todos los donantes; lo segundo es ya norma obligada desde 1987 en la mayoría de los países desarrollados. Otras recomendaciones para los bancos de sangre son: restringir al máximo posible el número de transfusiones; transfundir sangre del menor número posible de donantes distintos; reclutar preferentemente donantes de sexo femenino; promover la donación por parte de sujetos previamente conocidos como VIH negativos. Así y todo, existe un riesgo residual mínimo de contagio del VIH a partir de donantes en el llamado período de ventana, es decir, en el tiempo en que el donante está recientemente contagiado pero todavía su organismo no ha generado anticuerpos contra el virus; este período suele durar entre tres y seis semanas.

  3. ¿Es grande el riesgo de infección en los drogadictos? Sí. Se contagian más del 90 por ciento de los consumidores de drogas que intercambian jeringuillas con personas infectadas. La mayoría de las personas infectadas y enfermas en España lo han sido por esta vía. Según los datos epidemiológicos más recientes, son casi el 60% del total de diagnósticos de SIDA.

  4. ¿Cómo se intenta reducir el contagio entre drogadictos? Se han intentado dos tipos de medidas: las que buscan reducir el uso de drogas por vía venosa, y las que pretenden reducir el intercambio de jeringuillas, cuando fracasa lo anterior. Entre las acciones del primer grupo está la administración oral de metadona, como sustitutivo de la droga endovenosa; entre las del segundo grupo está todo lo orientado a hacer fácil el acceso a jeringuillas nuevas, como su administración gratuita a los drogadictos. Pero estas propuestas mantienen a los drogadictos en su dependencia y no son propiamente preventivas, sino limitativas de la epidemia de SIDA. Con las drogas “sustitutivas” y con el reparto de jeringuillas permanecen el problema central de la dependencia y de la aceptación del grave mal de la toxicomanía.

El modo más digno y adecuado de evitar el contagio entre drogadictos es ayudarles a abandonar la adicción. En este sentido trabajan muchas comunidades terapéuticas de apoyo.

  1. ¿Es muy alto el riesgo de infección en los homosexuales? En los homosexuales que practican el coito anal ese riesgo es muy elevado, sobre todo en el receptivo, y más aún cuando se mantienen contactos sexuales con varias parejas (promiscuidad homosexual). También hay posibilidad de transmisión del VIH mediante “sexo oral” (7% de los casos de homosexuales en San Francisco). Los varones homosexuales fueron el grupo más afectado al inicio de la epidemia de SIDA, precisamente porque coincidían en ellos las relaciones sexuales de muy alto riesgo (como el coito anal) y la elevada promiscuidad.

  2. ¿Qué propuestas existen para reducir la transmisión del VIH asociada a la homosexualidad? En primer lugar, abstenerse de este comportamiento sexual, que es, obviamente, el modo absolutamente eficaz para prevenir esta vía de contagio. Esta es la verdadera prevención. Una terapia adecuada puede ayudar a equilibrar la vivencia de la sexualidad.

Pueden ser útiles, las siguientes medidas propuestas con frecuencia: no mantener relaciones sexuales con sujetos seropositivos; evitar la promiscuidad; rechazar el coito anal; y, en situaciones especiales, utilizar el llamado preservativo.

  1. ¿Cuál es el riesgo de transmisión por relaciones heterosexuales? La probabilidad de infección por el VIH después de una única relación heterosexual varía desde el 1/1000 al 1/10, aunque para los hombres que tienen relaciones con prostitutas infectadas la probabilidad de contagio puede elevarse al 3% – 5%.

Entre parejas heterosexuales que no tienen contactos sexuales con otras personas, y en las que el varón está infectado y la mujer no, la posibilidad de contagio después de dos años de relaciones sexuales normales, aún utilizando el preservativo, es de aproximadamente un 5%.

El contagio heterosexual es hoy, a nivel mundial, la principal vía de contagio del virus del SIDA. En los países en vía de desarrollo del 75% al 85% de los infectados lo son por contactos heterosexuales. En los países desarrollados este porcentaje es menor, aunque la vía heterosexual es la segunda causa de contagio. En España, según los datos de 2000, el 22% de los nuevos contagiados lo han sido por contactos heterosexuales, aunque cabe destacar que esta vía adquiere un especial relieve en las mujeres, ya que representa aproximadamente el 40% de las nuevas infecciones.

  1. ¿Cómo se intenta reducir la transmisión heterosexual del SIDA? Hay unanimidad entre los científicos en que sólo la abstinencia sexual y las relaciones monógamas con persona no infectada aseguran la no transmisión del SIDA. Para los que quieran asumir el grave riesgo de mantener relaciones sexuales fuera de la monogamia con persona sana, la recomendaciones habituales son: utilizar el preservativo; evitar las relaciones sexuales con personas posiblemente infectadas; evitar las relaciones sexuales traumáticas, etc.

  2. ¿Es eficaz el “preservativo” para evitar la transmisión del VIH? Con toda objetividad se puede afirmar que el preservativo reduce las posibilidades de contagio por el VIH, pero no las elimina del todo. Existen numerosos estudios que lo confirman. El preservativo reduce el riesgo de infección por el VIH alrededor del 80% en términos relativos. En parejas en las que uno de los miembros está infectado el porcentaje de contagio en un año, usando el preservativo oscila entre el 1.5% y el 17%. Las causas por las que el preservativo puede fallar son: ruptura, deslizamiento, mala utilización, así como la contaminación de la superficie externa del preservativo y la permeabilidad del látex a microorganismos, que aumenta en ocasiones por el clima, la temperatura y la humedad. Por tanto, es gravemente erróneo, desde el punto de vista científico, equiparar la utilización del llamado preservativo a “sexo seguro”.

  3. ¿Cómo es que los porcentajes de seguridad del preservativo presentan estas diferencias tan grandes? Porque es imposible realizar una evaluación exacta de su eficacia, al estar vedada cualquier posibilidad de diseñar experimentos prospectivos para medir su efecto protector. Ninguna Comisión de Deontología podría aprobar jamás un experimento clínico en el que se comparasen dos grupos, uno que usase preservativo y otro que no lo utilizase, en el que sujetos inicialmente no infectados mantuvieran, durante un período de tiempo determinado, relaciones sexuales con otros infectados, a fin de evaluar la tasa precisa de protección proporcionada por el preservativo. Por lo tanto, los porcentajes de protección serán siempre estimativos y con amplios márgenes de diferencia entre unas apreciaciones y otras. Lo que no admite error, en todo caso, es que el preservativo reduce el riesgo de contagio del VIH, pero no lo elimina.

  4. ¿Cuál es el riesgo de contagio en los hijos nacidos de madres seropositivas? La transmisión ocurre más frecuentemente durante el final de la gestación. La probabilidad de que se produzca la infección en ausencia de profilaxis es de aproximadamente del 25-35% en los países en desarrollo y del 15-25% en los desarrollados. Actualmente, en este aspecto es donde más se ha avanzado en desarrollar adecuadas medidas preventivas y se ha conseguido reducir el riesgo de transmisión de madrea a hijo a menos del 5%.

  5. ¿Qué medidas existen para reducir la transmisión materno-filial? Los bajos riesgos descritos anteriormente se logran si: a) Se administra zidovudina a la madre desde el principio del segundo trimestre hasta el final del embarazo e intraparto, y al recién nacido durante las 6 primeras semanas. b) Se realiza la cesárea. c) Se suprime la lactancia materna. d) Se acorta el período entre la ruptura de membranas y el parto. Está justificado, por tanto, no sólo tratar con zidovudina a toda madre gestante seropositiva, sino hacer una detección sistemática del VIH a toda embarazada (pidiendo previamente su consentimiento informado). Dado el aumento de la prevalencia del VIH en las madres de recién nacidos, son necesarios el consejo y la oferta sistemática de la prueba del VIH en todas las mujeres embarazadas.

II. LA SOCIEDAD ANTE EL SIDA 22. ¿Es el SIDA una enfermedad específicamente distinta de las hasta ahora conocidas? El SIDA tiene muchos aspectos comunes con otras enfermedades que han producido pánico en la historia: carácter contagioso, resultado fatal a largo plazo, extensión rápida hasta constituir una verdadera pandemia. Pero junto a estos caracteres, el SIDA tiene un elemento que hace de esta dolencia algo específicamente distinto: su transmisión va ligada a menudo a comportamientos reprobados por la moral, como son el consumo de drogas, la conducta homosexual y la promiscuidad sexual. Si estableciéramos alguna comparación entre el SIDA y alguna otra enfermedad reciente, la referencia podría ser la sífilis antes del descubrimiento de los antibióticos. Por su carácter incurable, al menos hoy por hoy, hay un aspecto del SIDA que lo convierte en algo singular: por la responsabilidad moral que puede suponer el haberlo contraído y el poderlo transmitir a otras personas, se cae en la cuenta de las consecuencias del ejercicio de la libertad. Además, el SIDA plantea ante nuestra civilización dos cuestiones adicionales, con una intensidad que hoy no es en absoluto frecuente: por un lado, lo inevitable de la muerte; por otro, las limitaciones de la ciencia y de la técnica, que no tienen respuesta eficaz para todo. Por un comprensible mecanismo psicológico, mientras existe posibilidad de curación el hombre tiende a alejar de sí la perspectiva de la muerte y basa su seguridad en la eficacia de la ciencia y de la técnica. Pero el SIDA confronta con la necesidad de admitir que la naturaleza plantea límites morales: es propio de la verdad de la libertad humana el asumir las consecuencias, a veces irreparables, de los propios actos; la muerte es la perspectiva vital de todos, y la ciencia y la técnica no son la panacea que lo resuelva todo. De ahí el pánico generalizado que el SIDA produce en nuestros días, y que plantea la necesidad de reflexionar sobre lo correcto o erróneo de algunos elementos culturales que configuran la mentalidad contemporánea.

  1. ¿Puede decirse, pues, que en el problema del SIDA existe un aspecto que podríamos llamar cultural? Sí, por dos razones: la primera es que, en las sociedades desarrolladas, la enfermedad y la muerte se consideran como poco menos que fracasos de los que hay que huir a todo trance, y, en estas condiciones, se tiende a poner en la ciencia y la técnica toda la esperanza; pero el SIDA pone de manifiesto que eso no es suficiente: aunque los avances científicos y técnicos ayuden mucho a la calidad de vida y al bienestar social, tienen unos límites y no pueden anular la responsabilidad del hombre, que debe asumir las consecuencias de sus actos. La segunda razón es que, al no conocerse para este mal un tratamiento curativo médico eficaz, surge la idea de que sólo puede ser combatido con medidas preventivas tendentes a lograr cambios en la conducta personal; lo cual plantea la cuestión de los valores éticos, es decir, de los criterios últimos de lo que se puede hacer y lo que no se debe hacer. Eso pone en cuestión algunos prejuicios de la cultura moderna como un ejercicio de la libertad sin restricciones ni valores, la irrelevancia social de algunos comportamientos que se llaman privados, etc. En este sentido, el SIDA, además de una enfermedad, produce un fenómeno cultural que incita a la sociedad contemporánea a replantearse todo un sistema de valores que algunos daban por supuestos. Los criterios necesarios en materia de conductas preventivas del SIDA parecen afectar así, de una forma peculiar, a algunas de las consideradas libertades individuales.

  2. ¿Cómo puede afectar a las libertades individuales la prevención del SIDA? Los que viven en sociedades desarrolladas ya no están acostumbrados a imponerse auto-limitaciones en su conducta ni siquiera para evitar poner en peligro su vida o su salud, especialmente en lo que se suele llamar libertad sexual. La auto-limitación en las conductas personales como medida preventiva sólo se acepta en materia de accidentes (seguros, cinturones de seguridad, casco para motoristas, mineros o trabajadores de la construcción, etc.), y en algunos comportamientos muy concretos, como el hábito de fumar. Pero en el caso del SIDA, el autocontrol en algunos comportamientos con finalidad profiláctica -rechazo del consumo de ciertas drogas y, sobre todo, de las prácticas homosexuales o de la promiscuidad sexual- se considera por algunos una intromisión inaceptable en la autonomía del individuo.

  3. ¿Por qué la exclusión de conductas de riesgo se considera en unos casos como una intromisión, y en otros, no? Porque el consumo de drogas y los comportamientos sexuales están considerados por quienes participan de esta mentalidad como una manifestación primigenia y absoluta de la libertad que define al hombre y, por lo tanto, como esenciales a la autonomía del individuo.

En consecuencia, esta mentalidad dificulta una actitud coherente de lucha social contra la transmisión del virus ligada al consumo de drogas, ya que muchos legitiman el consumo privado aunque sean partidarios de perseguir su tráfico.

En cuanto a la transmisión por vía sexual, se tiende a negar que existan criterios objetivos para juzgar que determinadas conductas sexuales implican riesgos para la salud.

  1. ¿Y no sería lógico que la extensión del mal diera origen a un cambio profundo en la mentalidad social, y que las conductas de riesgo -como la promiscuidad sexual o el consumo de drogas- fueran rechazadas mayoritariamente? En efecto, así parece. Pero la relación que se establece entre las “conductas de riesgo” de contagio del SIDA y las libertades individuales (como el ejercicio de la autodeterminación en materia sexual), hacen que cualquier intervención de los poderes públicos que tienda a reducir la práctica de las primeras se considere una extralimitación o, en su caso, una vulneración de la neutralidad ética exigible -según esta mentalidad- al Estado. Este planteamiento de la cuestión hace del SIDA una enfermedad que suscita problemas sociales muy singulares y distintos de los que se producen con otras enfermedades. El SIDA y toda la problemática social y el debate que lleva consigo sólo puede comprenderse en este peculiar contexto cultural en las sociedades occidentales a finales del Siglo XX. Además, las personas que tienen conductas de riesgo tienden a centrar su vida en dichas conductas y a desatender irresponsablemente el riesgo que corren y en el que ponen a otros. Y hay que considerar que se da un intervalo de tiempo frecuentemente largo entre la contaminación por el virus y el descubrimiento de la misma. Durante ese tiempo ha podido infectar a muchas personas sin saberlo. La peculiar epidemiología del SIDA hace que sea una auténtica pesadilla para la prevención, porque el período desde que el paciente se infecta hasta que empiece a ser contagioso es sólo de días, mientras que el de incubación, antes de que se desarrollen los síntomas (portador sano), dura unos 10 años.

  2. ¿Cuáles son las características principales de este contexto cultural en relación con el SIDA? Entre los años 60 y 70 se desarrolla en esas sociedades (y, como eco, en muchas otras) la denominada “revolución sexual”. Su idea central es la separación radical de los conceptos de amor conyugal y sexualidad humana, de sexualidad y procreación. Se piensa, erróneamente, en una libertad separada de todas las tendencias naturales, de modo que el cuerpo humano no tendría un valor moral propio, sino que el hombre sólo sería libre cuando reelabora el significado de tales tendencias según sus preferencias, imponiendo sobre las leyes de la naturaleza su propio arbitrio. Eliminado el aspecto procreativo, propio de la verdad moral del amor conyugal y de la biología y naturaleza sexual, su verdad completa queda falseada, como ocurriría si se redujese el amor sexual al mero aspecto reproductor. De esta manera, la homosexualidad o la promiscuidad sexual pasan a constituir opciones alternativas equiparables al ejercicio de la sexualidad en el matrimonio, en lugar de ser conductas contrarias a las leyes de la sexualidad humana. Este modo de pensar elimina la diferencia moral entre actos naturales, conformes con la dignidad de la persona humana, y actos no naturales, contrarios a esa dignidad y a la naturaleza del ser humano. Elimina, en consecuencia, toda referencia ética acerca de cualquier conducta sexual, de forma que ya no es posible establecer ninguna distinción entre lo que está bien y lo que está mal en esta materia. En estas condiciones, al legitimar cualquier conducta sólo por responder a la libertad entendida como mera ausencia de restricciones, la sociedad se auto-desarma, porque ha renunciado a las claves que permiten hacer un juicio sobre la ética de las conductas personales, y queda paralizada a la hora de luchar contra la raíz moral de lo que ya es una verdadera pandemia, porque sólo puede actuar contra algunas de sus manifestaciones periféricas. Este desarme moral de la sociedad se traduce en la impotencia de los poderes públicos para actuar. El resultado inevitable de esta situación es que la infección no cesa de extenderse.

  3. Y la drogadicción, ¿también es un fenómeno propio del contexto cultural de nuestro tiempo? Aunque el consumo de sustancias estupefacientes o alucinógenas viene de muy atrás y formó parte de los usos de algunas antiguas civilizaciones (orientales e indígenas americanas, principalmente), los fundamentos culturales de su uso en nuestros días y en países económicamente desarrollados no provienen de aquellos tiempos remotos, sino que se insertan en el marco que acabamos de considerar. Pretender erróneamente afirmar la propia libertad frente a toda tendencia natural, junto a una mentalidad según la cual sentirse bien y triunfar en las situaciones más competitivas son los principales objetivos de la vida, constituyen el caldo de cultivo para la extensión de la drogadicción. Debido a las consecuencias económicas y sociales que acarrea la drogadicción (puerta de muchos delitos, degradación física y psicológica de los adictos, graves problemas familiares, etc.), los poderes públicos encuentran más apoyo social para luchar contra este fenómeno, y lo hacen con más intensidad que contra los efectos socialmente perniciosos de la irresponsabilidad sexual; pero, al igual que en este caso, sólo lo hacen por sus consecuencias y en algunos aspectos circunstanciales, no contra sus causas profundas, que, como queda dicho, son efecto de este clima social proclive a considerar cualquier actitud ante la vida como opción alternativa, tan respetable como cualquier otra. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la drogadicción, por sí misma, no es un vehículo de transmisión del SIDA, sino que lo es sólo el intercambio de jeringuillas en el uso de drogas administradas por vía endovenosa. Pero en la medida en que se extiende este tipo de drogas, aumenta sin remedio también el riesgo de contagio.

  4. Entonces, ¿cómo se combate socialmente el SIDA en la actualidad? Se combate, o, mejor dicho, se pretende combatir, desde un modelo que podría calificarse de ideológico, que se inspira básicamente en una supuesta neutralidad absoluta del Estado en todo lo concerniente a las conductas privadas de los individuos, por funestas que sean socialmente sus consecuencias. Y cuando éstas se dejan sentir visible y dramáticamente, los poderes públicos no pueden con facilidad e incluso no quieren, volverse atrás en la ideológica aceptación igualitaria de todos los comportamientos en la sociedad. Aun conociéndose claramente y sin lugar a dudas las conductas de riesgo que deberían desterrarse para evitar la transmisión del virus (drogadicción, promiscuidad sexual), los gobernantes se limitan a recomendar estrategias o técnicas que permitan continuar con esos hábitos, pero con menor riesgo: por ejemplo, no intercambiar jeringuillas o utilizar preservativos.

  5. Y esto, ¿es suficiente, o no lo es? Es por completo insuficiente, porque de esta manera se intenta poner una especie de remiendo al problema que, sin embargo, no se resuelve en verdad. Además, es gravemente peligroso para la sociedad, como se encarga de demostrarlo la pura estadística, que acredita que después de las campañas masivas y las inversiones crecientes de fondos públicos que conocemos, no cesa de aumentar el número de personas infectadas. Y quizás no es exagerado decir que este modo de concebir la lucha contra el SIDA es responsable, en buena medida, de la expansión de la epidemia.

  6. ¿Significa todo esto que la sociedad tendría que considerar necesaria no sólo la prevención de los efectos, sino también de las conductas o los comportamientos irregulares que dan origen a la expansión del SIDA? Así debería ser en buena lógica. Pero la conexión que fácilmente surge entre conductas de riesgo y comportamientos considerados tradicionalmente como inmorales en virtud de convicciones religiosas, hace que cualesquiera medidas de censura social o legislativa respecto de estas conductas sean interpretadas en nuestro presente contexto cultural como la imposición de una moral o una religión particular y, en consecuencia, como un intento de regreso a épocas inquisitoriales o de defensa de fundamentalismos ideológicos intransigentes.

  7. ¿Y es correcta esta forma de enfocar la prevención del SIDA? No, porque decir que ciertas conductas relacionadas con el sexo o las drogas suponen un riesgo para la vida no es una afirmación moral o religiosa, sino la constatación de algo evidente. El hecho de que esta constatación coincida con los planteamientos morales de determinadas religiones sólo significa que éstas son muy congruentes con la verdadera naturaleza de las cosas. Por lo tanto, cuando la sociedad o los poderes públicos actúan frente a dichas conductas teniendo presente la evidencia, no se están plegando a ninguna imposición religiosa, sino que, al tomar decisiones, se limitan a respetar la realidad. Por sorprendente o absurdo que pueda parecer, en muchas de las polémicas sobre la prevención del SIDA no subyace otra cosa que la obstinación en el error de negar la evidencia de los datos, ya que éstos van contra algunos arraigados prejuicios de la sociedad actual.

  8. Entonces, ¿es inevitable que el SIDA siga propagándose más y más, al menos en las sociedades que viven con este sistema de valores? No lo es, pero es difícil evitarlo mientras no se cambie toda esta mentalidad: una enfermedad que se difunde a través de comportamientos. Así ocurre con los drogadictos, para quienes el SIDA es una amenaza a lo que ellos consideran un estilo de vida alternativo. También es el caso de algunos homosexuales, que ven en toda medida de profilaxis un ataque a sus pretensiones de conferir a sus relaciones el valor de una relación heterosexual o, incluso, el del mismo matrimonio.

  9. ¿Cuál podría ser entonces un enfoque correcto de la lucha social contra el SIDA? De entrada, además de combatir científica, clínica y humanamente la enfermedad, es preciso aceptar, como un hecho, que en la gran mayoría de casos existe una interdependencia entre infección por el virus del SIDA y determinados comportamientos o estilos de vida. Todos los ciudadanos deben sentirse implicados en la prevención de esta grave pandemia. Y especialmente los grupos y personas considerados de mayor riesgo de poder ser infectados.

  10. ¿Se puede concretar la prevención social contra el SIDA? Hay dos tipos de prevención, que deberían conjugarse armónicamente. Por una parte, la que podríamos llamar prevención primaria fundamental, orientada a prevenir el arraigo de la enfermedad, que debe inspirarse en una visión de la sexualidad humana acorde con el bien integral de la persona y que incluye: a) la educación y formación de las virtudes, sobre todo en la adolescencia, en la integración de la dimensión sexual en el conjunto de la personalidad; y b) la evitación de riesgos para la propia salud y para la propia vida.

Esta visión, necesariamente, ha de rechazar cualquier teórica neutralidad frente al valor ético y las implicaciones sociales de las distintas conductas de la persona. Esta es la prevención social básica del problema del SIDA, la más descuidada por los poderes públicos en nuestros días. Hay después un procedimiento de reducción del daño: se trata de una posición médico-epidemiológica que, sin recusar la bondad y la lógica de la prevención primaria, sostiene que en situaciones muy concretas de inminente contagio y cuando sean ineficaces los planteamientos de autodominio, se pueden utilizar medios que, aun no modificando los comportamientos desordenados, y persistiendo el riesgo, puedan al menos disminuir sus efectos.

  1. ¿Se podría concretar más la prevención primaria fundamental del SIDA? Una prevención primaria debe abordar dos tipos de medidas. Unas primeras, orientadas a los grupos de riesgo, pero ampliables a toda la población, que informen de forma correcta e integral acerca de las causas del SIDA y de las circunstancias que lo promueven y difunden. Esta información ha de ser veraz y real, lo que exige no reducirla ni manipularla con la intención de defender los tabúes y los mitos ideológicos de la revolución sexual. Por tanto, en estas campañas informativas debe decirse que, salvo en los casos accidentales (transfusión de sangre contaminada, por ejemplo) o en la transmisión del virus de la madre al hijo aún no nacido, el SIDA es una enfermedad que se adquiere a la carta, por así decirlo, ya que es seguro que no se va a contraer si se ponen los medios adecuados para impedir el contagio. Pasó, afortunadamente, el tiempo en que en algunas sociedades desarrolladas, concretamente la española, se consideraba el consumo de drogas (especialmente las erróneamente llamadas blandas) como algo inocuo. Pero debe insistirse en que la mejor manera de prevenir el SIDA es, en relación con la conducta sexual, el ejercicio de la abstinencia y mantener relaciones íntimas sólo en el seno del matrimonio con persona no infectada. El segundo tipo de medidas se orienta a la educación -especialmente de los adolescentes- acerca de la dimensión sexual de la persona, que se base en una visión de esta realidad integrada en el conjunto de la personalidad, y no en la supeditación de la persona a su faceta sexual. De este modo será posible acercarse al fondo de una de las principales causas detonantes del SIDA, que es la infra-cultura de la promiscuidad sexual. Se trata de fomentar estilos de vida sanos, acordes con la integración moral de las dimensiones físicas y psíquicas de la persona humana, donde se destaque el sentido de la sexualidad y su significado en el marco de la vida conyugal, y donde se evidencie toda la tragedia humana que puede estar detrás de unos comportamientos frívolos aparentemente lúdicos (que suelen promoverse entre los más jóvenes) que pueden conducir a la promiscuidad sexual y a la droga y, por medio del SIDA, a la frustración y a la muerte.

  2. Pero esto, ¿no significa entrometerse en la vida privada de los individuos? Ciertamente, no. Lo que significa es asumir la responsabilidad social de frenar el arraigo de conductas o modos de vida que ponen en peligro grave la salud de un gran número de ciudadanos. La expansión creciente del SIDA por vía heterosexual, en nuestro ámbito, es un importante argumento que debe ser invocado para la protección de ese bien que es la vida de los ciudadanos, que se pone en riesgo en la medida en que se avalan estilos de vida que aumentan las situaciones de riesgo.

  3. ¿Tienen los educadores una responsabilidad en la lucha contra el SIDA? Indudablemente. La educación para vivir de forma serena y alegre la realidad sin recurrir a las drogas y la sexualidad propia en la preparación para el amor responsable, es el único camino para la plena madurez personal. En el camino desviado, en la falsa información, en la ilusión de “paraísos artificiales” o de un falso “sexo seguro”, está la amenaza del SIDA, de la drogadicción, de otras enfermedades de transmisión sexual y en muchos casos la realidad de la muerte.

  4. ¿Cuáles son los valores educativos que deberían promoverse como primer frente ante la expansión del SIDA? Como queda dicho, el primer medio de prevención educativa es transmitir a los más jóvenes la noción de que es necesaria una vida sexual ordenada, cuya expresión neta se encuentra en la monogamia acompañada de la fidelidad conyugal. Es imposible realizar una campaña honrada de prevención del SIDA sin destacar este aspecto. Respecto a la drogadicción, vehículo del SIDA en gran parte de nuestros enfermos, es necesario dar a conocer claramente que no hay drogas duras y drogas blandas; que evadirse de la realidad, por dura que ésta sea, mediante la creación de “paraísos artificiales” y la provocación de alucinaciones, da una mínima expectativa de éxito y felicidad personal, mucho menos cuando se procura con sustancias que crean adicción y destruyen, tarde o temprano, al hombre. Para que esta tarea educativa sea de utilidad, se precisa la participación de todos los sectores implicados en esta toma de conciencia, y todos deben tener una clara voluntad de resolución del problema por encima de ideologías o conveniencias políticas o económicas coyunturales. La educación ha de enseñar a vivir bien, moral y físicamente. Hay que enseñar a decir “no” a lo que destruye. Es imprescindible educar la voluntad y la libertad mediante el autodominio y la motivación.

  5. ¿Por qué esa responsabilidad educativa recae sobre todos los sectores de la sociedad? ¿No es primariamente responsabilidad de los poderes públicos? En modo alguno. Esta responsabilidad afecta, desde luego, a los poderes públicos, pero recae con más gravedad en los padres, y también en los educadores, los amigos, los vecinos y los medios de comunicación. Una sociedad libre y pluralista no es sinónimo de una sociedad neutra que carezca de convicciones, sino un marco estructurado que permita la convivencia dinámica, con ciertos valores éticos compartidos por todos, que reclame una actitud de compromiso con los valores propios que cada grupo social desee que se mantengan vivos en la sociedad. Esto afecta gravemente a los padres, y les exige asumir la responsabilidad de transmitir a sus hijos, en el calor del hogar, los grandes principios de la vida moral. Uno muy importante, que no se debería soslayar, es una educación orientada a una cultura de la vida capaz de superar la contra-cultura de muerte, en la cual prolifera el uso de las drogas y el desorden de la sexualidad y de la afectividad. Esto requiere, en conciencia, una propia reflexión acerca del significado integral de la sexualidad en la vida conyugal. Exige la adquisición de una experiencia pedagógica que haga asequible y eficaz la transmisión de estos valores. Y exige, finalmente, una inteligente actitud, a través de los años, para corregir en los hijos los influjos negativos de otros valores u otros significados de la sexualidad latentes en determinadas épocas en la sociedad. La familia es la principal escuela para la vida, pero también lo son los distintos ambientes en que crecen los niños y adolescentes. Los centros docentes, las amistades, los medios de comunicación (singularmente, por su capacidad de penetración, la televisión), deben estar en sintonía con esos valores básicos -que no excluyen de ninguna manera el pluralismo- para lograr una sociedad sana, física y moralmente.

  6. ¿Tienen los medios de comunicación una responsabilidad especial en la lucha contra el SIDA? Sí, como la tienen también en tantos otros órdenes de la vida. Los medios de comunicación forman parte de un mecanismo bien conocido de interacción social: reflejan la sociedad en la que viven, pero también contribuyen a darle forma. Lo que aparece en los medios es la crónica de las cosas que pasan, pero también, se quiera o no, tiene un valor pedagógico, y aun ejemplar, para el público. Los responsables de los medios de comunicación no pueden, si son consecuentes, ignorar esta capacidad de influencia, sobre todo en la configuración del sistema de valores socialmente aceptados, si ese sistema incide en la aceptación social de conductas que favorecen la extensión del SIDA. Si el público percibe por los medios de comunicación que las prácticas homosexuales, la drogadicción, la promiscuidad sexual, la trivialización de la palabra dada en el matrimonio, son comportamientos al menos tan respetables como sus contrarios, carecerán de todo valor y de toda autoridad las campañas seudo-moralizantes que desde esos medios se organicen contra el SIDA, porque igualmente será perceptible que hay una actitud radicalmente incoherente cuando se lucha contra las consecuencias, pero no se influye adecuadamente en las conductas de riesgo que causan la propagación del mal. Cosa distinta de la lucha contra el SIDA y sus causas, es la actitud de ayuda, de acogida y solidaridad que hay que tener respecto de las personas que padecen la enfermedad; actitud que se ha de transmitir desde los medios de comunicación, como también desde la familia o la escuela.

  7. ¿Cómo debe entenderse el papel de la sociedad ante los enfermos de SIDA? Ante los enfermos de SIDA el papel de la sociedad, de sus instituciones y de cada una de las personas concretas que la integramos, sólo puede ser el que se adopta con un enfermo: de solidaridad, acogida y ayuda. Los enfermos de SIDA tienen los mismos derechos humanos que los sanos. Y, uno más: el de -precisamente por ser enfermos- ser acogidos y ser beneficiarios de la solidaridad de los demás, lo que conlleva el esfuerzo correspondiente de todas las instituciones sociales y los poderes públicos. Rechazar a los enfermos de SIDA, por ser tales, en la escuela, en el mundo laboral, en la función pública o en las instituciones sociales, es inhumano e injusto. La sociedad está obligada positivamente, como respecto de cualesquiera otros de sus miembros dolientes o enfermos, a arbitrar los medios a su alcance para hacerles la vida lo más llevadera posible. En contrapartida, la sociedad tiene derecho a exigir de los enfermos de SIDA que eviten los riesgos de transmisión de esta enfermedad. Sólo si voluntariamente alguien se negase a poner los medios adecuados para evitar que por su culpa otras personas puedan ser contagiadas, cabría legitimar moralmente una conducta proporcional de rechazo o limitación de los derechos de estas personas. La solidaridad debe poner también los medios económicos para la investigación que permita obtener tratamientos, para crear centros de acogida u hospitales cuando la enfermedad llega a su fase terminal, etc.

  8. ¿Se pueden enunciar algunas actitudes concretas en esa actitud de solidaridad social con las personas enfermas de SIDA? Sí. Además de las exigibles con todos los seres humanos cuya enfermedad les condiciona la vida, pueden enunciarse éstas: la primera, ayudar a las estructuras sanitarias, demandando de los poderes públicos una respuesta justa y generosa, y reclamando programas de prevención integrales que respeten la dignidad humana. La segunda, contribuir a movilizar los recursos suficientes para ayudar a las iniciativas que la sociedad promueva libremente para el cuidado de estos enfermos. Un camino concreto es ayudar económicamente a los dispensarios, servicios clínicos y casas de salud para enfermos de SIDA promovidas por la generosidad de personas particulares o instituciones, como la Iglesia. Otra, tutelar siempre que sea posible, a nivel personal, la dignidad de los seropositivos de forma que se eviten fenómenos de marginación de cualquier naturaleza, en el uso de los servicios públicos, en el acceso al empleo, en el trabajo, en las escuelas, etc.

  9. ¿Qué añadir respecto al caso de tener que convivir con un enfermo de SIDA en la familia? El ámbito primigenio de acogida y solidaridad es la familia, que debe estar muy especialmente al servicio de esta misión. Esta obligación de solidaridad, que, por desgracia, desaparece en algunos sectores de nuestra sociedad al socaire de los prejuicios y los miedos existentes frente al SIDA, es una exigencia inmediata de justicia que en conciencia nos obliga a todos. En el ambiente familiar, el estado de enfermedad no disminuye, sino que acrecienta el deber de asistencia y de solidaridad con el enfermo, porque, por su propia naturaleza, está ligado a la mutua ayuda que caracteriza a la comunidad familiar. Si acaso se añade el deber que la sociedad y las instituciones tienen de facilitar y de sostener a las familias en el cumplimiento de esta tarea con todas las medidas económicas y sanitarias adecuadas, que les permita enfrentarse a tan acentuada dificultad. Pero la obligación (obligación de amor) de cuidar a los enfermos de SIDA o de convivir con los seropositivos implica recíprocamente el deber de éstos de no dañar, en el mismo ámbito, la salud del cónyuge, de los hijos o de otros familiares, y por tanto de cumplir rigurosamente con las lógicas precauciones a fin de evitar el contagio.

  10. ¿Y en relación con la presencia de niños seropositivos conviviendo con niños sanos en las escuelas? En la medida en que existe la prueba fehaciente de que la mera convivencia no implica riesgo de transmisión del virus -siempre que se tomen las elementales medidas cautelares, necesarias y razonables-, no existe razón alguna para que los padres de niños sanos rechacen la presencia en la escuela de niños seropositivos. Esta actitud hostil, si se produjese en las condiciones mencionadas, sería una manifestación de discriminación injusta, de rechazo hacia niños inocentes y, por lo tanto, no se puede justificar. Rechazar la presencia en la escuela de niños seropositivos es una discriminación injusta, una manifestación de insolidaridad y un atentado a la dignidad de estos niños.

Lo mismo se puede decir de los ámbitos laborales o de la función pública, donde convivan personas seropositivas con otras que no lo sean. Mientras no exista una activa y voluntaria creación de situaciones de riesgo o ésta dimane de la naturaleza de la convivencia, discriminar a los enfermos será un acto de injusticia, inhumano e inadmisible.

III. EL ESTADO ANTE EL SIDA 46. ¿Cual debería ser la actitud del Estado frente al SIDA? El SIDA no es la primera pandemia que sufre nuestra sociedad, ni la primera enfermedad contagiosa con que los pueblos se enfrentan, aunque probablemente sea la de mayores dimensiones. Obligaciones del Estado respecto a enfermedades especialmente graves como lo es el SIDA, de incidencia importante y carácter contagioso son: a) Informar a los ciudadanos a cerca de la naturaleza y características de la enfermedad, así como de las conductas que deben evitarse para eliminar los riesgos de contagio. b) Poner los medios razonables a su alcance para que se llegue a obtener la curación de los afectados, incluyendo las ayudas al efecto a los países en vías de desarrollo. c) Arbitrar los instrumentos asistenciales y jurídicos aptos para fomentar la correcta atención de quienes padecen la enfermedad. d) Sancionar a quienes son creadores de riesgos graves y evitables para la salud de los ciudadanos. e) No emitir nunca mensajes que transmitan o escondan una aprobación tácita a los estilos de vida que son responsables de la epidemia.

  1. Esto parece muy sencillo de comprender, pero lo cierto es que, en el caso del SIDA, existe un debate que no se ha dado con otras enfermedades. ¿Por qué? Porque el SIDA pone sobre el tapete una cuestión esencial para las modernas sociedades laicistas: la neutralidad ética del Estado, que algunos parecen entender como compromiso activo del poder público con una moral permisiva, con la ideología del “todo vale” en el campo moral. Muchos Estados han aceptado como algo indiscutible el que la sexualidad pertenece a la esfera privada del individuo, de suerte que no puede darse una interferencia de los poderes públicos en esta materia. De acuerdo con esto, el Estado debería abstenerse de toda actuación o juicio sobre cualesquiera conductas sexuales, porque todas serían igualmente aceptables. Pero el SIDA ha emergido como fuente de problemas para los poderes públicos, no sólo en el aspecto asistencial, sino también en el de la prevención, porque la única forma seria de prevenirlo es actuando sobre las conductas de riesgo y éstas son, en parte importante, las que simbolizan la mencionada ideología del “todo vale” de la moral permisiva. Ante esta evidencia empírica, los Gobiernos se encuentran, por un lado, con que están obligados a presentar el compartir el material de inyección para la droga, la promiscuidad sexual y el comportamiento homosexual como de riesgo mortal; pero, por otro, con que esto atenta frontalmente contra los postulados básicos del relativismo ético. Y, en esta situación, no existe muchas veces una disposición honesta y valiente a revisar sus prejuicios a la luz de los hechos.

  2. ¿Cuál es, en definitiva, la causa de que sean polémicas las actitudes de los Estados en relación con el SIDA? La causa es que los poderes públicos quieren sinceramente combatir la enfermedad, evitar su propagación y eliminar sus causas, pero se resisten a admitir que esto exige calificar públicamente ciertos comportamientos “de riesgo”, que no sólo expresan opciones individuales, sino que lleva consigo una amenaza para la salud pública ante la cual el Estado no puede ser indiferente. Los prejuicios ideológicos de algunos políticos y la aceptación de una infra-cultura de muerte y de relativismo ético, los enfrenta así a sus obligaciones en materia de salud pública. En esta situación, ni siquiera la amenaza del SIDA ha impedido a muchos Gobiernos favorecer ciertas ideologías, aun a riesgo de comprometer la salud pública, minusvalorando los efectos propagadores de la enfermedad.

  3. ¿No exige la deseable neutralidad ética del Estado que éste se inhiba de todo juicio de valor sobre las conductas personales de los individuos en cuanto que -como la sexualidad- se limitan a expresar el derecho a la intimidad personal? No. La pregunta da por supuestas dos afirmaciones que son falsas o, al menos, matizables: ni el Estado puede ser éticamente neutro, ni la droga y determinados modos de vivir la sexualidad implican sólo dimensiones de la persona concernientes a la intimidad individual.

  4. ¿Por qué el Estado no puede ser éticamente neutro? El Estado no puede ser éticamente neutro, aunque quisiera, porque es una organización hecha por hombres y al servicio de los hombres; y donde actúa un ser humano respecto a otros, hay un actuar ético o contrario a la ética, y es imposible la neutralidad. La misma “neutralidad” es también una toma de postura con consecuencias previsibles y queridas, sin olvidar el valor pedagógico de las leyes. Esto no quiere decir que el Estado deba convertir en jurídicamente relevantes todos y cada uno de los contenidos de la moral, o que sea confesional y se ponga al servicio de una organización religiosa concreta. La ética y la moral suponen una ciencia o sabiduría sobre la verdad de la conducta humana de contenido más amplio que la política, y de ellas no se deriva una ideología política concreta; pero desde ellas se puede y se debe juzgar la actuación de los políticos y las políticas concretas que desarrollan, pues en cuanto se trata de actos humanos y para una sociedad de hombres, son susceptibles de un enjuiciamiento ético, por lo demás inevitable.

  5. ¿Por qué la sexualidad no implica sólo dimensiones que conciernen a la intimidad individual? En lo que respecta a la sexualidad como expresión de la intimidad personal, efectivamente el Estado no ha de entrometerse en la vida privada, pero es que la sexualidad humana tiene dimensiones que exceden lo meramente privado. Esto ocurre, por ejemplo, cuando del ejercicio de la capacidad sexual surgen instituciones sociales como el matrimonio y la paternidad / maternidad; cuando ese ejercicio atenta a la moral común (pornografía, escándalo público); cuando atenta a los derechos de los menores (pederastia); o cuando el uso del sexo implica la creación de un riesgo para otros y, a la postre, para la salud pública, como sucede con el SIDA. En este caso -y otros que se podrían aducir (turismo sexual, mafias de prostitución)- el sexo desborda el ámbito privado de la persona y lleva consigo connotaciones positivas o negativas para los demás, que afectan al bien común y, por ello, legitiman la intervención de las autoridades públicas.

  6. Sin embargo, la tolerancia es también un valor moral. ¿No implica esto que el Estado no debe hacer juicio de valor alguno sobre las opciones de conducta de los ciudadanos, tratándolos a todos por igual? No. La tolerancia es un valor relativo y que se dirige a permitir el mal por otra causa mayor, no a fomentar el bien. Por ello, la tolerancia puede ser una obligación moral cuando hay que convivir con algo malo o cuando intentar erradicarlo implicaría causar mayores males. Pero tolerar el mal no significa considerarlo como un bien. El bien no se tolera; el bien se promueve, se ama. Tolerancia no es lo mismo que benevolencia. Sin embargo, en materia de droga y de sexualidad las sociedades occidentales han dado el paso que va de la mera tolerancia con todo tipo de comportamientos al relativismo ético: todos ellos son considerados en modo indiferente. Este relativismo ético no puede ser confundido con la tolerancia.

  7. En el ámbito de la prevención, que es donde surgen las discrepancias, ¿cuáles son las obligaciones del Estado? El Estado está obligado a prevenir la extensión del SIDA. Para ello ha de promover la información a los ciudadanos sobre los medios por los que el SIDA se transmite, y ha de comprometerse en la erradicación de las conductas de riesgo, lo que conduce necesariamente a una educación de los ciudadanos. Todo ello con exquisito respeto a los derechos de la persona, pero con firmeza proporcional al riesgo de transmisión de una enfermedad tan dañina como el SIDA.

  8. ¿Cumple el Estado estas obligaciones? En algunos aspectos, más o menos importantes, podría decirse que sí; pero no las cumple del todo, porque da una información insuficiente, que lleva a los ciudadanos a concebir una falsa seguridad, y, en consecuencia, se dificulta una estrategia completa en la lucha contra el contagio. 55. ¿Y en las campañas de difusión del preservativo y similares? Las campañas sobre el preservativo o condón del estilo de la que se desarrolló en España bajo el zafio eslogan Póntelo, pónselo, y otras posteriores (Sí da-No da; Juega sin riesgo; Por ti, por mí, etc.), incurren en grave irresponsabilidad por tres razones: porque inducen a engaño, porque ocultan información y porque no colaboran a la prevención, sino a una mayor difusión de las conductas de riesgo, ya que implican que las autoridades sanitarias están dando su visto bueno a las conductas y estilos de vida que son responsables de la epidemia.

  9. ¿Por qué inducen a engaño estas campañas? Porque llevan a creer que, usando preservativos, desaparece el riesgo de infección, cuando lo cierto es que ese riesgo disminuye, pero no desaparece. Si se hiciese publicidad de cualquier otro producto farmacéutico o alimenticio ocultando que existe un riesgo parecido de efectos tóxicos o mortales por su consumo, se consideraría a los responsables, sin ningún género de dudas, como negligentes en su cuidado de la salud pública.

  10. ¿Por qué ocultan información? Porque silencian que la verdadera forma segura de anular todo riesgo de contagio por vía sexual es o bien la abstinencia sexual, o bien el acto conyugal monógamo, mutuamente fiel, entre un hombre y una mujer que no hayan tenido antes relaciones extramatrimoniales con terceros. Y además, porque callan el riesgo de contagio que existe a pesar del preservativo, como antes se indicó.

  11. ¿Y por qué, en lugar de colaborar a la prevención, estas campañas producen el efecto contrario? Por dos razones: primera, porque están concebidas con una mentalidad de exaltación y apoyo al permisivismo sexual e incentivan más o menos expresamente las relaciones sexuales, especialmente entre adolescentes y jóvenes a los que se ofrece “sexo seguro” suministrando información incompleta y sesgada sobre la eficacia del preservativo. El aumento de las relaciones sexuales extramatrimoniales implica necesariamente un mayor riesgo de contagio del SIDA, que está vinculado precisamente a la promiscuidad sexual que estas campañas no combaten, sino que promueven, implícita o aun explícitamente. De hecho, de modo semejante las campañas que promocionan el uso de los anticonceptivos para evitar los embarazos no deseados han conducido siempre a un mayor número de estos embarazos precisamente por fomentar la promiscuidad sexual. En segundo lugar, porque los mensajes que contienen van dirigidos de modo indiscriminado a toda la población a través de medios de comunicación que buscan la máxima audiencia posible. Aun sin hacer juicios de intenciones y presuponiendo la mejor voluntad en los planificadores de esas campañas, no puede menos que dar resultados contraproducentes el recomendar por la televisión a media tarde, por ejemplo, la conveniencia de ponerse un preservativo para el coito anal o de no intercambiar jeringuillas para drogarse, como si el público de ese medio y a esas horas fuera un público “de riesgo”, constituido mayoritariamente por homosexuales o drogadictos. Con ello se sigue el efecto de “normalizar” esas conductas, de que todos las acepten como normales, e incluso triviales, sin inconvenientes de ningún género. Desde el punto de vista técnico estas campañas comente el grave error de olvidar o no tener en cuenta una idea elemental de la educación para la salud: la necesidad de segmentar los cauces de transmisión del mensaje, buscando cauces específicos para cada población peculiar y no tratando indiscriminadamente por igual a toda la población. Ello puede ocasionar confusión y malentendidos fatales.

Afortunadamente se abre paso entre los especialistas en el tratamiento del SIDA la idea de adaptar los mensajes sectorialmente a cada grupo específico de población al que se dirijan en cada caso, y eso no tanto por razones de tipo moral como por el puro sentido común que conlleva una correcta valoración de la relación entre riesgos y beneficios de este tipo de campañas.

  1. ¿Por qué estas campañas resultan insuficientes? Desde un punto de vista antropológico, porque tratan la sexualidad como si sólo tuviera una dimensión, la del placer, y como si la búsqueda de esta dimensión placentera fuese determinante y absolutamente necesaria para el ser humano. Pero ambos presupuestos son falsos. Que cada ser humano someta a criterios éticos sus posibilidades físicas es el fundamento de las relaciones interpersonales no violentas. Lo mismo se ha de decir del sexo: integrar la mera potencialidad física, sexual, del cuerpo en el conjunto de la persona es un requisito para el equilibrio humano de la persona íntegra, en la cual operan dimensiones somáticas, psicológicas, éticas y religiosas a la vez. La sexualidad, como el resto de las dimensiones humanas, puede y debe ser sometida a la superior dirección de la inteligencia y la voluntad. El ejercicio de la sexualidad humana tiene una pluralidad de dimensiones: generativa, placentera, afectiva, relacional, cognitiva… Considerar la sexualidad exclusivamente como una fuente de placer empobrece la personalidad, fomenta un individualismo egoísta, cercena posibilidades de relaciones interpersonales enriquecedoras y supone una visión mutilada de la realidad integral del hombre y una toma de postura ideológica no sólo contra la moral cristiana, sino también contra la ética natural humana. En consecuencia, dirigirse a las personas -especialmente si son adolescentes- como si el sexo en todas las formas físicamente posibles formase parte necesaria de su biografía con carácter compulsivo e inevitable, sería sólo una ridiculez si no fuese además algo deshumanizador y peligroso. Si esto lo hace el Estado, es un abuso –una penosa perversión de menores- financiado con el dinero de todos.

  2. ¿Pero puede el Estado legítimamente proponerse actuar sobre las conductas particulares sin violar los derechos de la persona? Sí. El Estado puede, y en ocasiones debe, actuar sobre las conductas particulares por exigencias del bien común. De hecho lo hace continuamente. Piénsese en las campañas sobre la limpieza en las vías públicas, la contribución fiscal, el consumo de tabaco, la conducción imprudente, la vacunación infantil o las revisiones ginecológicas, el cuidado de los animales, la importancia del voto, etc. Desde otra perspectiva, es evidente que gran parte del ordenamiento jurídico tiene esa finalidad: la tipificación en el Código Penal y en otras leyes sancionadoras de determinadas conductas como sancionables, tiene el objetivo expreso de desanimar a los ciudadanos de la comisión de tales actos. Ocurre igual con las prohibiciones de venta de algunos productos (drogas, alcohol, tabaco) a los jóvenes o la imposición de determinadas conductas como obligatorias para los ciudadanos: pagar impuestos, acudir a la enseñanza obligatoria, cumplir las leyes del tráfico rodado, atender las necesidades de los hijos, respetar las normas de salud e higiene en el trabajo, etc. Como se puede apreciar, es normal que el Estado actúe sobre las conductas de los ciudadanos, bien para prohibir, bien para obligar, bien para inducir o para desaconsejar; y esta forma de actuar no atenta contra los derechos de la persona, siempre que se respete la proporción entre el instrumento social elegido (información, consejo, sanción), y el interés público que se persigue, y siempre que no se viole el contenido esencial de la dignidad de la persona y los derechos y libertades en que se concreta. En el asunto que nos ocupa, el Estado debe observar un exquisito respeto al derecho a la intimidad y una rigurosa proporcionalidad con el fin perseguido, que es evitar o limitar la expansión de una enfermedad cuya transmisión está a menudo vinculada a determinados estilos de vida y conductas de riesgo, teniendo presente que éste, hoy por hoy, es un riesgo grave, e incluso de muerte. No hay razón objetiva alguna para que estos principios queden en suspenso cuando se trata de conductas sexuales.

  3. La libertad de la persona, ¿exige al Estado que trate exactamente igual la homosexualidad y la heterosexualidad? No, en absoluto. La relación heterosexual responde a los mecanismos biológicos humanos, aptos para la transmisión de la vida y para la acogida y desarrollo de esta vida. En consecuencia, es el ámbito natural de creación de la familia. En toda sociedad civilizada la familia es un bien social, pues otorga una estabilidad a las relaciones personales que con frecuencia la relación homosexual o, por definición, las uniones heterosexuales esporádicas y ocasionales no consiguen. Además, al generar nuevas vidas humanas en un ámbito adecuado y acogedor, la familia aporta un bien insustituible que hace al matrimonio acreedor a una protección jurídica específica (cfr. SANTA SEDE, Carta de los Derechos de la Familia, 22.X.1983).

La relación homosexual, con independencia de su significado moral, no aporta al conjunto de la sociedad los bienes específicos que trae consigo el matrimonio entre un hombre y una mujer, abierto por naturaleza a la transmisión de la vida: el bien de la procreación da lugar a la sustitución generacional, que posibilita la supervivencia de la sociedad, y a la solidaridad intergeneracional en que se fundamenta el bienestar social. Además, la procreación conduce de modo natural a la tarea educativa, prolonga la misión propia de los padres. Tratar de forma desigual a lo desigual no sólo no debe rechazarse, sino que es una exigencia de justicia. Tratar jurídica y políticamente de forma distinta a la relación homosexual y a la heterosexual no es injusto, sino necesario, si se quiere respetar la naturaleza de las cosas. Y si a la conducta homosexual, por la promiscuidad que suele llevar consigo, se asocia de hecho el riesgo de transmisión de una enfermedad mortal, es obligación del Estado comunicar esta información a los ciudadanos. Si un Gobierno actúa sobre los escolares presentándoles las relaciones homosexuales como de igual valor que las heterosexuales, está engañando e induciendo a la corrupción a los más jóvenes; y si, además, no les advierte del riesgo añadido que suponen las primeras, mientras el virus del SIDA esté incontrolado, ese engaño puede adquirir connotaciones delictivas, por lo que tiene de colaboración con la difusión de un peligro grave para la salud pública.

  1. Respecto al consumo de drogas, ¿no debería el Estado abstenerse de todo juicio mientras no se mezcle con la práctica de algún delito, incluido su tráfico? No. El Estado no puede ser indiferente ante el consumo de drogas, que: a) desde el punto de vista individual, ataca la salud, destruye a las personas y anula su libertad; b) divide, enfrenta y arruina a las familias; c) socialmente, genera delincuencia y produce graves quebrantos sobre todo a las economías más débiles. Toda actuación del Estado que se separe del rechazo frontal del consumo de drogas sería una inconsecuencia: no es congruente tolerar el consumo y perseguir a los que lo promueven y lo facilitan. Si además el consumo de drogas se vincula con la transmisión del SIDA -caso del consumo endovenoso- existe una razón más para que el Estado se implique activamente en la erradicación de estos consumos, sin emprender nunca acciones que, al buscar una reducción del daño transmitan una aprobación de la autoridad al consumo de drogas (cfr.: CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, De la desesperación a al esperanza: familia y toxicodependencia, 8.V.1992; CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LOS AGENTES SANITARIOS, Carta de los Agentes Sanitarios, 1994; IDEM, Iglesia, droga y toxicomanía. Manual de pastoral, 2001).

  2. ¿Sería legítimo que el Estado optase por el reparto gratuito de jeringuillas para evitar el contagio de SIDA derivado del multiuso? Repartir gratuitamente jeringuillas para evitar el contagio de SIDA por el multiuso de éstas por adictos a determinadas drogas debe ser visto, en principio, como una forma de colaboración del Estado con algo gravemente dañino para la salud y la vida como es el consumo de drogas. Ahora bien, si en una sociedad concreta la autoridad competente cree que no puede controlar el consumo y sí evitar la difusión del SIDA por este medio, podría legítimamente en ciertos casos particulares (porque no hay en la actualidad otro medio de tutela pública de la vida humana), y respecto a determinados colectivos muy concretos, tolerar esta medida en el contexto global de la lucha contra la droga. Manteniendo siempre la confidencialidad de estos programas y acompañándolos de esfuerzos serios por deshabituar y rehabilitar a los drogadictos. Este argumento, sin embargo, no es aplicable al reparto gratuito de droga a los adictos, como algunos pretenden, pues en este caso se estaría cooperando próxima y directamente con algo malo en sí mismo.

  3. ¿Puede el Estado intervenir en la educación sexual de los adolescentes para prevenir la transmisión del SIDA? Es claro que la educación sexual, la formación de los adolescentes en la dimensión sexual como parte de la formación integral de la personalidad de los niños y los jóvenes, es responsabilidad básicamente de sus padres, ya que son -con un derecho-deber fundamental- los primeros y principales educadores, de modo que la familia es escuela del más rico humanismo. La familia, en efecto, cuenta con reservas humanas afectivas capaces de hacer aceptar, sin traumas, aun las realidades más delicadas, e integrarlas armónicamente en una personalidad equilibrada. De hecho, el ambiente familiar ha ido ganando protagonismo con el tiempo, tanto en una adecuada presentación de la sexualidad como de la vocación humana al amor. Los padres, sin embargo, no están solos en esa tarea educativa, que comienza con el ejemplo de su propia vida conyugal. Junto a ellos está la escuela, que tiene como cometido propio el de asistir y completar la obra de los padres, transmitiendo a los adolescentes el aprecio de la sexualidad como valor y función de toda la persona, varón y mujer. En la escuela, la educación sexual no puede reducirse a simple materia de enseñanza sólo susceptible de ser desarrollada con arreglo a un programa, sino que tiene el objeto específico de contribuir a la maduración afectiva y humana del alumno: favorecer que, por el ejercicio de las virtudes, llegue a ser dueño de sí mismo y formarlo para un correcto comportamiento en las relaciones sociales. El papel del Estado en toda esta materia es proteger a los ciudadanos contra las injusticias y desórdenes morales, tales como el abuso de los menores y toda forma de violencia sexual, la degradación de las costumbres, la promiscuidad y la pornografía. También es obligación del Estado y de los demás agentes sociales evitar formas de diversión degradantes, como la “movida” nocturna juvenil, (a menudo a base de excitación mediante alcohol, drogas, violencia, etc.), y promover, en cambio, formas de ocio sanas y enriquecedoras.

  4. ¿Qué juicio merecen las actitudes de los Gobiernos españoles al respecto? Sobre este asunto tan delicado remitimos al juicio de la Asamblea plenaria de la CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA en la reciente Instrucción pastoral, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27.IV.2001), nn. 160-161: “Hemos de incluir una palabra sobre los servicios sociales que están dirigidos directamente a la juventud o a la orientación familiar. Hemos de lamentar en muchos casos la falta de un plan verdadero de formación de personas y, en cambio, advertimos un interés ideológico en una información técnica sesgada en el campo sexual que no contribuye a la solución de los problemas sino a agravarlos. Falta una atención integral de los problemas personales y la “cuestión moral” en muchos casos se resuelve con la información sobre la aplicación de “medios seguros” para evitar la concepción.

Un ejemplo claro es el tipo de campañas que se usan para evitar los embarazos en adolescentes sin ningún plan de educación afectiva de los mismos; otro ejemplo es la información parcial que se ha dado sobre el SIDA, fundada erróneamente en una falsa seguridad absoluta del “preservativo” como medio de evitar el contagio. No podemos dejar de mencionar aquí la difusión, comercialización, prescripción y uso de la “la píldora del día siguiente” que, ante una desinformación que lo quiere ocultar, reiteradamente hemos calificado de práctica moralmente reprobable por ser un producto abortivo.

Sólo una auténtica educación integral que trate a fondo el problema moral puede ser una respuesta adecuada a los problemas de los jóvenes de hoy. En vez de “informar” al adolescente y al joven dejándole solo ante los problemas que le superan, hay que saber acompañarlo y animarlo en esos momentos claves de su vida”.

  1. ¿Puede el Estado imponer especiales obligaciones a los afectados por el SIDA? Sí, en la medida en que son transmisores potenciales de la enfermedad. Lo que no puede legítimamente es discriminar a los afectados por el hecho de serlo. El Estado no sólo puede, sino que debe evitar que la conducta irresponsable de alguien implique un riesgo para la salud de los demás, con peligro mortal. Pero las medidas que adopte el Estado no pueden ser cualesquiera, sino que han de ser proporcionales al fin legítimo perseguido, que es defender la salud de los terceros. Eso es así, porque las obligaciones que se impongan a los afectados coartarán necesariamente su libertad, y, en esta materia, siempre es exigible una proporcionalidad rigurosa entre la supresión o limitación de los derechos individuales y el interés general perseguido. Este criterio no es ninguna novedad en la historia de la Humanidad: es el que se ha aplicado y se sigue aplicando con más o menos acierto y justicia ante otras enfermedades contagiosas y mortales como la tuberculosis, la peste, etc.

  2. ¿Prevé el Derecho español algo al respecto? Los Tribunales han tenido ocasión de pronunciarse sobre los aspectos penales y de responsabilidad civil en el contagio, y sobre las prestaciones de la Seguridad Social que conllevan la existencia del SIDA y su transmisión por negligencia o imprudencia administrativa en el seno de las instituciones de la Sanidad pública. En nuestro Derecho positivo se regulan las pruebas obligatorias de detección del VIH en las donaciones de sangre, la concesión de ayudas a los afectados, el riesgo de transmisión por donación de semen, ciertas ayudas a centros de información y prevención, y las campañas ya comentadas. Es de esperar que en España el Gobierno y el legislador se enfrenten profunda y realmente a la enfermedad desde el punto de vista preventivo actuando sobre las conductas de riesgo. Es cada vez más urgente abordar estas cuestiones de fondo. No podemos olvidar que España es el país europeo que más casos de SIDA ha registrado en números absolutos. El 25% del total de casos registrados en los 51 países de la región europea de la OMS son españoles.

  3. ¿Qué responsabilidad se le debe exigir a una persona que pueda estar infectada por VIH? Toda persona que haya incurrido en conductas de riesgo debería solicitar la prueba diagnóstica del VIH, tanto por su propio interés como por la posibilidad de contagiar a otros. La persona afectada por VIH tiene el gravísimo deber, expresado por el quinto mandamiento del decálogo (“no matarás”), que le obliga en conciencia a poner todos los medios a su alcance para no transmitirlo a nadie. Esto mismo vale también respecto a su necesario diagnóstico, cuando existe razonable sospecha de haberlo contraído; tanto para no transmitirlo como para proceder a los remedios médicos oportunos. Con mayor motivo, toda persona infectada debe poner en conocimiento de aquellas personas a las que pueda contagiar su diagnóstico. El Estado debería aplicar aquellas medidas administrativas, e incluso penales, en el caso de que no se asuma dicha responsabilidad. Las autoridades públicas podrían establecer, además, pruebas obligatorias respecto a personas con comportamiento de riesgo de contagio y transmisión. Sin embargo, el establecimiento de pruebas obligatorias no puede convertirse en una obligación universal que suponga un mensaje de rechazo absoluto a los afectados por SIDA, pues así se provocaría un espíritu de discriminación atentatorio contra los derechos y la dignidad de los seropositivos. Una vez más ha de recordarse que, frente al SIDA, la actuación del Estado ha de inspirarse en una ponderada proporcionalidad entre los riesgos de contagio de una enfermedad muy grave, y el respeto a los derechos de la persona enferma, la cual, en tanto no cree con su conducta un riesgo para la salud de los demás, tiene los mismos derechos que la persona sana. Pero tiene más obligaciones que quienes no están afectados: en particular, la de no crear riesgo. Es el incumplimiento real o razonablemente previsible de esta obligación lo que legitima la intervención de los poderes públicos.

  4. ¿Y no es esto una puerta para que se manifiesten brotes de discriminación, desde el mismo poder político? Es evidente que los poderes aquí reconocidos al Estado pueden ser usados abusivamente en pro de planteamientos injustamente discriminatorios con los enfermos de SIDA, pero la posibilidad de estos abusos no descalifica éticamente la imposición de las medidas referidas u otras similares. De modo semejante, un juez aislado, por ejemplo, puede obrar mal al dictar una sentencia condenatoria por motivos racistas o injusta por cualquier otra causa, pero ni por eso debe privarse a todos los jueces de la potestad de dictar sentencias.

  5. El riesgo de expansión del SIDA ¿puede justificar la privación de derechos fundamentales a los grupos de riesgo o a los infectados por la enfermedad? No. Este riesgo no puede justificar medidas tendentes a privar de derechos fundamentales a los enfermos de SIDA, porque si así ocurriese, se cometería la gravísima injusticia de establecer una presunción de culpabilidad basada en criterios biológicos, lo que sería equiparable a una forma eugenésica de nazismo. Los enfermos o portadores del virus del SIDA tienen los mismos derechos que los sanos, los tuberculosos o los afectados por la lepra, pero tienen una obligación específica: observar una conducta que evite el riesgo de contagio para los demás. Sólo si no respetan esta obligación, el Estado puede y debe reaccionar con medidas sancionadoras, coercitivas y limitadoras de derechos.

  6. ¿Ha planteado el SIDA ante la conciencia contemporánea la necesidad de revisar algunas ideas sobre el Estado y la dimensión ética de su actuación? Sí. El SIDA ha planteado la necesidad de revisar mitos como el de la pretendida neutralidad ética del Estado entendida como exigencia de promoción pública del relativismo ético, e introduce de nuevo en el debate contemporáneo el dato de que, aunque el hombre puede de hecho hacer lo que quiera dentro de sus posibilidades físicas, sin embargo no debe hacer cualquier cosa, pues algunas acciones contradicen su propia dignidad humana, son de por sí inmorales, y a veces, además, le traen consecuencias indeseables incluso para la salud y la misma vida. Como el Estado no puede ignorar su compromiso activo en la defensa de la salud y la vida de los ciudadanos, se ve abocado a actuar para evitar los riesgos de transmisión del SIDA, aunque esto le obligue a tomar postura sobre las elecciones individuales. Y aquí se produce la quiebra: los prejuicios ideológicos del relativismo ético paralizan a algunos Gobiernos en su acción contra el riesgo de contagio del SIDA; y así, abdican su obligación de afrontar las conductas de riesgo como tales, limitándose a intentar poner presuntos remedios que, por ser parciales, a la postre, logran los efectos contrarios de los que se buscaban. Por el contrario, otros Gobiernos y organizaciones políticas han aprendido la lección y comprenden que los afectados de SIDA no pueden ser acreedores a unos derechos especiales que les liberen de las obligaciones propias de los demás ciudadanos sólo porque sean víctimas de las consecuencias del relativismo ético, sacralizado por algunos, como si fuera un logro intocable de la modernidad. Esta es la esencia del debate cultural contemporáneo sobre el SIDA, al margen de sus aspectos médicos, científicos y asistenciales.

  7. Esta exigencia ética del Estado respecto del SIDA, ¿no puede provocar una especie de totalitarismo religioso-político, contrario a la libertad? No. La afirmación de que existen unas conductas mejores que otras, de que determinadas prácticas o actos humanos son más beneficiosas para el conjunto de la sociedad que otros, no es una afirmación religiosa, sino de sentido común. Aceptar que existen el bien y el mal en el orden moral, que el hombre puede conocer la verdad de las cosas -también la verdad de su propia naturaleza moral-, se opone al “dogma” del relativismo ético, pero no a la democracia y a un régimen de libertades.

Por el contrario, convertir el sistema democrático en fuente vinculante de definición de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, sí que es una vía al totalitarismo (aunque sea un totalitarismo avalado en un momento determinado por la mayoría, quizá manipulada previamente), porque implica que los poderes electos no tienen ningún límite, ni siquiera la naturaleza humana, la dignidad del hombre o sus derechos fundamentales. Así se ha afirmado repetidamente en los documentos del Magisterio, como se ve en las cartas encíclicas de JUAN PABLO II Centessimus annus (n. 46), Veritatis splendor (n. 99) y Evangelium vitae (n. 20). Afirmar la objetividad del bien y la verdad y su cognoscibilidad por el hombre no es un presupuesto del totalitarismo, sino el supuesto que permite introducir, en cualquier régimen político, dosis de humanismo y de compromiso con las libertades. El error de quienes temen a la verdad objetiva nace de falsificar la noción misma de la democracia, que es un método de elección, control y recambio pacífico de los gobernantes (un método que se ha demostrado bastante eficaz históricamente), pero que no se puede identificar con el mecanismo de definición de los valores éticos de la Humanidad. La identificación del relativismo ético y el escepticismo intelectual con la democracia es, precisamente, el mayor enemigo de ésta y de las libertades públicas que se desarrollan en su seno.

  1. ¿No atenta esta postura contra el respeto exigible a la libertad de la conciencia individual? Al contrario. Contra la libertad de la conciencia individual atentaría una postura que pretendiese legitimar el uso de la coacción y la violencia para imponer -violando los derechos humanos- una determinada fe o moral a quienes no las compartan. Este es el gravísimo error de todos los fundamentalismos, que desconocen que la adhesión del hombre al bien y la verdad o nace de la libertad personal o no tiene valor alguno. Lo anterior no obsta a la legitimidad -la necesidad en justicia- de que las leyes encarnen y exijan determinados valores éticos articulados alrededor del mínimo exigible que es el respeto a la vida y a los derechos básicos de todo miembro del género humano. Limitar mediante las normas jurídicas -y con el apoyo del poder punitivo del Estado- la libertad de quienes atentan contra los derechos humanos de cualquier individuo no es un ataque a la libertad, sino el único medio de defenderla. El respeto a la libertad de las conciencias excluye la imposición violenta -por el Estado o por cualquiera- de una fe o una ideología; y, al mismo tiempo, ese respeto a la libertad exige que el Estado y las Leyes se comprometan activamente en la defensa de los derechos de todo ser humano contra los ataques ajenos. Por esto, y respecto al SIDA, hemos afirmado reiteradamente que ni puede ser disculpa para privar de derechos a los afectados, ni para poner el Estado al servicio de la ideología del relativismo ético, ni para eximir de sanción a quien crea el riesgo de la transmisión de una enfermedad mortal.

IV. EL PROFESIONAL SANITARIO ANTE EL SIDA 74. ¿Tiene algo de particular el SIDA para el personal sanitario? Sí. Aunque todos los derechos y obligaciones derivados de la relación médico enfermo son válidos para esta enfermedad, el SIDA presenta algunos perfiles específicos. Hoy por hoy es una enfermedad incurable y, además, conlleva implicaciones sociales y éticas muy relevantes. La labor del personal sanitario está comprometida con todos estos aspectos. En la relación médico-paciente es vital que el médico sea consciente de la importancia de la medicación y de su toma correcta, que sea capaz de dedicar el tiempo suficiente para explicar al enfermo las características de la enfermedad y la complicación de la terapia adaptándola a la vida del paciente. El farmacéutico -bien “comunitario” u “hospitalario”- tiene un papel de importancia, pues el paciente recibe la medicación en la farmacia, donde se refuerza la información y de control del especialista.

  1. ¿Pueden negarse los profesionales sanitarios a atender a los pacientes con SIDA? No. Todos los profesionales sanitarios tienen obligación de atender las necesidades de las personas infectadas por VIH en el marco de su actuación profesional. Es norma de la deontología profesional de los médicos y farmacéuticos, desde Hipócrates hasta nuestros días y en todas las latitudes, la observancia del principio de no discriminación de los enfermos. En el vigente Código de Ética y Deontología Médica se formula claramente así este principio en su artículo 4º: “El médico debe cuidar con la misma conciencia y solicitud a todos los pacientes sin distinción, por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Y en el Código de Ética Farmacéutica y Deontología Profesional Farmacéutica, aprobado el 14 de diciembre de 2000, en su artículo 17º: “El farmacéutico respetará las características culturales personales de los pacientes, no estableciendo diferencias basadas en nacimiento, raza, sexo, religión opinión o cualquier otra circunstancia”.

  2. Pero es que, en el caso del SIDA, la enfermedad se contrae con frecuencia como consecuencia de actos conscientes y deliberados que implican alto riesgo. ¿No es decisiva esta circunstancia a la hora de atender o negar atención al enfermo? El hecho de que el SIDA sea un tipo de enfermedad muy peculiar, ya que, a diferencia de otras, en la mayoría de los casos se adquiere como consecuencia de la voluntad deliberada de observar conductas de riesgo, no exime a los profesionales sanitarios de la obligación de atender a este tipo de pacientes.

La correcta actuación de los agentes de la salud, en éste y en otros casos parecidos debe ser el intentar, en primer lugar, que sus pacientes abandonen los hábitos que llevan consigo riesgo de enfermedad; y, en segundo lugar, deben aplicar su ciencia y su atención a curar el mal, o cuando menos a prevenir o a paliar sus efectos. La razón de esta norma deontológica es que un profesional sanitario debe saber que no está ante nuevos casos de enfermedad, sino ante personas enfermas, ante las que tiene el deber de no desentenderse y a las que no debe discriminar. Los seres humanos no son conglomerados de compartimentos estancos, cuerpo y espíritu, mente y vísceras, psicología y fisiología, cada cual por su lado, sino que constituyen una unidad, y es deber de los profesionales sanitarios, en ésta como en todas las demás enfermedades, procurar el bien integral del paciente. Negar los cuidados a alguien porque lleve una conducta peligrosa es una grave vulneración de la deontología profesional. En el caso específico de los enfermos de SIDA, el deber de no discriminación se acentúa por las peculiares características de esta enfermedad: su carácter crónico y la marginación social que puede envolver a las personas infectadas, con independencia de sus comportamientos.

  1. ¿Debe darse información a las personas infectadas? ¿Cómo debe ser esta información? Efectivamente, los agentes sanitarios deben dar información a los pacientes seropositivos, y esta información debe ser, ante todo, veraz. Nunca puede darse una información falsa, aunque sea con la pretensión de evitar un mal psicológico sobreañadido al paciente: por ejemplo, hay que comunicarle que la prueba de anticuerpos es positiva o, si ya se sabe seropositivo, que tiene un bajo nivel de defensas. La potencial transmisión del virus a otras personas y el grave riesgo de muerte prematura del paciente, respectivamente, obligan de modo especial a no ocultar esos datos. Sin embargo, debido a las características especiales del SIDA mencionadas en la pregunta anterior, hay que combinar prudentemente la veracidad con la delicadeza y la oportunidad. Así, la notificación de la condición de portador debe hacerse en el momento psicológicamente más oportuno, a solas, con tiempo para responder a las dudas del paciente. Los posibles tratamientos para evitar la progresión de la enfermedad deben tener en consideración los derechos fundamentales del enfermo y sus formas propias de entender la vida.

  2. ¿Cuál debe ser la información que se dé a las personas infectadas? Se debe comunicar siempre a los infectados el pronóstico de la enfermedad y el riesgo de transmisión a otras personas. Se les puede informar, además, sobre todos los otros aspectos que la prudencia del agente de la salud aconseje, teniendo en cuenta el deseo del paciente de profundizar en el conocimiento de su mal, y las condiciones psicológicas en que se encuentra para comprender su situación y para sobreponerse a la adversidad. Será aconsejable, como criterio general, informar al paciente de todo aquello que contribuya a mejorar su situación, y no a empeorarla.

  3. ¿Debe informarse a otras personas sobre el caso? Aunque el secreto profesional -como veremos más adelante- no es una obligación absoluta, el seropositivo, como cualquier otro enfermo, tiene derecho a la confidencialidad. En su caso entran también serias consideraciones de justicia, ya que el quebrantamiento del secreto profesional puede exponerlo a numerosas discriminaciones, gravemente perjudiciales para sus legítimos derechos e intereses, por dar lugar a que el infectado sea víctima de discriminaciones arbitrarias.

  4. ¿Existen, pues, excepciones a la obligación de guardar el secreto profesional? Sí, cuando entran en juego otros valores que son superiores al mismo secreto. En esas condiciones, el deber que se impone al médico, con carácter preferente, puede llegar a ser otro: la salvaguardia de la vida y la salud de terceros. Así, el profesional sanitario puede, y aun debe, revelar este secreto para alertar al compañero sexual de su paciente cuando se cumplan estas mínimas condiciones: a) Negativa del contagiado a informar él mismo: el deber de revelar las circunstancias del contagio recae en primer lugar en la persona contagiada. El médico debe transmitirle la necesidad de informar e igualmente ha de tratar de persuadirla de que cumpla con este deber. A veces puede ser razonable ofrecerse él mismo a ayudarla en esta ingrata misión. b) Ausencia de razones por parte de esa tercera persona para sospechar del peligro.

c) Que el compañero sea identificable y susceptible de ser localizado razonablemente. Esta condición se podrá verificar con mayor facilidad si se trata de una pareja casada o de una relación sexual estable conocida públicamente.

  1. ¿Qué argumentos justifican la revelación del secreto cuando se dan estas condiciones? ¿Por qué entonces, y sólo entonces, se puede hacer una excepción a la norma deontológica del secreto profesional? El primer argumento se apoya en el peso que tienen la vida y la salud de la parte no alertada. La salvaguardia de estos valores fundamentales pesa más en la balanza ética que las potenciales consecuencias negativas para la persona infectada. Sin embargo, puede todavía preguntarse por qué damos primacía en esta situación a los derechos de la parte inadvertida. La respuesta es que la vida y la salud son derechos más fundamentales, ya que sin ellos todos los demás derechos o carecen de sentido o lo ven disminuido. El derecho a la privacidad es secundario con respecto al derecho a la vida. La actitud del individuo que quebranta normas fundamentales, como son el respeto al derecho a la vida y a la salud del prójimo, amenaza la existencia misma de la sociedad en cuanto comunidad regida por normas éticas. Por tanto, la pretensión de usar la regla moral del secreto profesional como instrumento indirecto para seguir dañando a otras personas es contradictoria. No se puede, en estas condiciones, exigir que el profesional sanitario, por guardar secreto, se convierta en cómplice de un atentado contra el derecho a la vida de otras personas.

  2. ¿Debe el médico proporcionar a otro colega información sobre la infección de su paciente por el VIH? Sí, como cualquier otro dato médico que contribuya al mejor tratamiento del paciente. Este profesional, a su vez, sea cual sea su especialidad (médico de empresa, etc.), queda también vinculado por el deber natural de secreto y reserva confidencial.

  3. Se menciona al médico de empresa a título de ejemplo. Pero, ¿no es precisamente este profesional una excepción a la regla general, ya que tiene un deber específico de lealtad hacia la empresa que le paga y por cuyos intereses debe velar? El caso del médico de empresa ilustra particularmente bien la norma general de deontología profesional, precisamente porque parece una excepción, y en realidad no lo es. La obligación del médico de empresa es procurar que los trabajadores desarrollen su trabajo en las mejores condiciones sanitarias posibles, y atenderlos en los accidentes o las enfermedades que puedan padecer por razón de su trabajo. Respecto a la contratación de nuevo personal, el médico de empresa tiene la obligación de comunicar a ésta las dolencias que puedan afectar al trabajador para el desarrollo de su trabajo específico, pero debe guardar reserva sobre todos los datos clínicos que no tengan esa incidencia laboral directa. Lo contrario sería una discriminación injusta, que además de inmoral sería ilegal. El deber del médico de velar por los intereses de la empresa tiene, pues, un ámbito muy delimitado. Ninguna empresa puede discriminar a un trabajador por su estado de salud, a no ser que se vea directamente lesionada la función concreta que se le asigne. En el caso de un enfermo de SIDA, el médico de empresa deberá ser particularmente prudente a la hora de suministrar a la dirección una información que pueda perjudicar al trabajador injustamente.

  4. Pero, al conocer el médico la infección de un determinado trabajador, sabe ya que éste podría padecer una seria merma de su salud. ¿No es su obligación el informar a la empresa de esta circunstancia? No, por dos razones. La primera es que el médico desconoce cuál será la respuesta futura del organismo de la persona infectada a los tratamientos que reciba, y por lo tanto no puede predecir si su vida activa durará meses o años, o cuántos meses o cuántos años. La segunda razón, en estrecha relación con la primera, es que, en relación con todos los demás trabajadores, el médico de empresa también está en la imposibilidad de hacer predicciones sobre sus posibilidades de supervivencia o de disfrute de la salud. Si se aceptase el criterio discriminatorio de un enfermo de SIDA tanto si la infección afecta específicamente a su trabajo como si no, habría que aceptar también la discriminación de cualquier persona que no se encontrase en un perfecto estado de salud para desarrollar cualquier tipo de actividad, lo cual repugna a cualquier mentalidad civilizada. La obligación del médico de empresa en relación con un seropositivo, si la infección no lo incapacita para desarrollar una determinada función y no supone peligro de contagio para otros, no es informar a la empresa, sino ocuparse de que ese trabajador reciba la atención que merece, exactamente igual que ocurre con cualquier otro.

  5. ¿Qué obligaciones tienen las autoridades sanitarias respecto a los pacientes con SIDA? Son de dos tipos: de atención médica y de información sobre los riesgos de contagio a otras personas. Los pacientes deben recibir la atención médica y los fármacos necesarios cuando lo precisen. De igual modo, hay que cubrir las necesidades sociales que pueden tener esos pacientes. En este servicio, las casas de acogida y el voluntariado desempeñan un papel muy importante. Las autoridades sanitarias deben procurar reducir la transmisión del virus, informando a la población de forma veraz. Respecto a la transmisión heterosexual, se debe subrayar de nuevo que la abstinencia y la monogamia son las únicas conductas eficaces al 100% para evitar el contagio. En el caso de personas promiscuas que no quieren modificar sus hábitos, el preservativo disminuye el riesgo de transmisión del VIH, aunque no lo elimina. De forma parecida, respecto a la transmisión del VIH asociada al consumo de drogas, las autoridades sanitarias tienen el deber de velar por la salud de los ciudadanos y, en consecuencia, de luchar contra la drogadicción. Si, a pesar de todo, algunos sujetos quieren drogarse, hay que informarles sobre los riesgos de la adicción por vía endovenosa. Si, aun así, algunos desean drogarse y hacerlo por vía endovenosa, sólo cabe decirles que no intercambien jeringuillas con otras personas, para evitar infectarse ellos o transmitir el VIH a otros. Si las autoridades sanitarias concentran su atención únicamente en aquellos ciudadanos que se obstinan en ser sexualmente promiscuos o en drogarse por vía endovenosa, olvidando las recomendaciones previas sobre comportamientos preventivos seguros, incumplen gravemente su obligación, porque transmiten una aprobación tácita o explícita de la promiscuidad y mantienen que sólo el preservativo o el no intercambio de jeringuillas pueden conjurar el riesgo de contagio, lo cual no sólo es falso, sino además muy peligroso.

  6. ¿Tienen también obligaciones ante los profesionales sanitarios los pacientes de SIDA? Los pacientes afectados de SIDA deben ser conscientes del gravísimo deber moral de no infectar a otros y comunicar a los médicos su condición de infectados, su eventual participación en el mundo de la droga y aquellos precedentes sexuales que son pertinentes a su situación. Esto no puede ser infravalorado, porque de lo contrario la vida que se pone en juego puede ser también la del personal sanitario que les asiste. Nadie debería negarse a ser sometido a una prueba diagnóstica cuando su actividad profesional o sus condiciones o estilo de vida presuman un alto riesgo de contraer la enfermedad. Es evidente que esta limitación de la privacidad y de sus derechos individuales deberá ser convenientemente regulada por la ley civil, basándose en una rigurosa argumentación que tenga siempre como fundamento el bien común.

V. LA MORAL ANTE EL SIDA 87. ¿Plantea el SIDA problemas de carácter moral? Sin ninguna duda. El fenómeno del SIDA no sólo plantea numerosas cuestiones morales que afectan al hombre de nuestros días, sino que en sí mismo contiene una dimensión moral que no se puede soslayar ni ignorar sin correr el riesgo cierto de enfrentarse a esta cuestión erróneamente y, en consecuencia, de equivocar las vías para su tratamiento global. El SIDA no es un fenómeno técnico en el que se introducen dimensiones morales añadidas, algo así como superpuestas. Por el contrario, el SIDA aparece, se desarrolla y se combate en un contexto personal y social al que la dimensión moral ni es ni puede ser ajena, como ocurre con otras muchísimas manifestaciones de la vida. Esta es, entre otras, la razón de ser de este documento.

  1. Pero, ¿no está la Iglesia católica inmiscuyéndose en un fenómeno que, efectivamente, tiene connotaciones éticas, pero de ética civil, que pretende llevar al terreno religioso? Ciertamente, no. Este es un error muy extendido, fruto de la propensión a relegar las cuestiones morales a la intimidad de la conciencia de cada individuo y a negar legitimidad a toda pretensión de otorgarles trascendencia social y jurídica. Este mismo error se comete cuando, en relación con otras materias (como el aborto provocado o la eutanasia, por ejemplo), se intenta despreciar la enseñanza moral de la Iglesia alegando que estará muy bien para los cristianos, pero que otra cosa son los no creyentes; esta actitud conduce, en su propia lógica, al absurdo de considerar que el hecho de que la Iglesia repruebe el homicidio, el robo, la violación o la estafa ya convierte el juicio moral sobre estos comportamientos en cuestión exclusiva para creyentes. Es falsa esa división radical entre moral civil y religiosa. La moral tiene un fundamento común a todos los hombres (la ley natural), inscrito por Dios en el corazón y manifiesto en la misma su misma naturaleza y, por ello, en principio todo hombre es capaz de percibirlo con las solas luces de su razón. Por eso, transferir a un supuesto ámbito exclusivo de moral religiosa lo que es patrimonio moral común empobrece la condición humana y reduce su dignidad.

  2. Entonces, la Iglesia, ¿no añade nada a ese patrimonio moral común y, por lo tanto, no tiene ninguna palabra específica para los cristianos en relación con el SIDA? La Iglesia, a partir de ese patrimonio moral común a todo hombre, eleva la consideración del fenómeno hacia una dimensión espiritual específica fundada en la novedad del hombre redimido y en el seguimiento de Cristo. La razón, iluminada por la fe, puede abarcar en todo su profundo y pleno sentido el valor del dolor de los enfermos, del sacrificio de sus próximos y de la solicitud y solidaridad fraterna hacia todos ellos por parte de los miembros de la familia cristiana. Esta visión religiosa no sólo no niega las exigencias de la verdad moral natural, sino que los motiva, los perfecciona y los inserta en la obra redentora de Jesucristo que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38). Así, otorga al sufrimiento un valor corredentor que, sin la fe, no se comprendería.

Por otra parte, la dimensión específicamente religiosa de la actitud de la Iglesia en relación con el fenómeno del SIDA, ayuda a comprender mejor y a valorar en toda su hondura la importancia de la caridad, es decir, del amor hacia las personas que sufren, “con Cristo, el Buen Samaritano, que cura con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Misal Romano, Prefacio VIII del Sanctus, tiempo ordinario). El cristiano dispone, gracias a su fe, de un auxilio espiritual que le ayuda a acercarse a los que padecen la enfermedad cualquiera que haya sido su conducta. El cristiano entiende bien que el error moral no hace a las personas menos merecedoras de atención, sino al contrario, como enseña la parábola del hijo pródigo, más necesitadas, si cabe, de ser amadas y ayudadas. Por tanto, la Iglesia ofrece dos dimensiones nuevas -por lo demás, razonables y enteramente homogéneas con la ética y el sentido común- al tratamiento del fenómeno del SIDA: la espiritual y la pastoral, que en el fondo puede decirse que son la misma cosa, pues procede del único amor de un Padre descubierto en el Hijo y derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

  1. ¿Cuál es el juicio moral de la Iglesia respecto a las relaciones conyugales cuando existe riesgo de contagio del SIDA por estar uno de los esposos infectado? Las relaciones conyugales forman parte esencial del derecho que mutuamente y de modo exclusivo se otorgan los esposos al casarse. Los casados tienen el derecho y el deber de expresarse su amor también mediante la unión sexual: este contacto corporal íntimo especifica el amor matrimonial frente a otras formas de amor, como la amistad. Pero cuando uno de los esposos está infectado por el virus del SIDA, las relaciones sexuales se convierten en gravemente peligrosas para el cónyuge sano, de forma que el cónyuge infectado que busca la relación genital con el sano, lo está exponiendo a un grave riesgo de contraer una enfermedad que, hoy por hoy, no tiene curación. Entran así en conflicto el deseo amoroso de la donación conyugal y la obligación, reforzada por el amor, de no hacer daño al otro. Este conflicto se resuelve cuando el cónyuge infectado de SIDA se da cuenta de que una relación sexual con la persona que ama implica también un riesgo grave para la vida o la salud de la misma. Por otra parte, nadie está obligado a arriesgar su vida por tener una relación conyugal con la que persona que ama o por atender a sus obligaciones, a no ser que el negarse a asumir ese riesgo ponga en peligro bienes de similar relevancia, cuya protección le está encomendada, en razón del bien común. Obligar a alguien a correr el riesgo de perder la salud o la vida fuera de estas circunstancias es, incluso, un abuso del derecho, y no puede ser una obligación moral. El cónyuge seropositivo (capaz de infectar) no puede exigir la relación sexual a su cónyuge no infectado. Aunque en ciertos casos muy excepcionales, y por razones gravísimas (debido a la gravedad del quinto precepto del decálogo, que impone conservar la propia vida) el otro cónyuge podría lícitamente acceder, corriendo el gravísimo peligro de contraer una enfermedad tan grave en un acto heroico de caridad, esto es en la práctica rarísimo.

  2. ¿Deberían valorar además los cónyuges el riesgo de engendrar hijos contagiados, a la hora de decidir mantener relaciones sexuales, cuando uno de ellos padece el SIDA? Sí. Como en toda decisión libre, los seres humanos debemos valorar el bien y el mal que se derivan de nuestros actos, y la posibilidad de engendrar un hijo que puede nacer infectado con el virus del SIDA es algo que unos esposos responsables no deben ignorar al tomar la decisión de mantener relaciones íntimas. Aunque es cierto que la transmisión “vertical” del virus del SIDA es muy poco frecuente en la actualidad, en los países desarrollados (ver cuestión número 20), que un hijo es un bien en sí mismo aunque esté gravemente enfermo, y que existen bienes del matrimonio (como la fidelidad) que deben ser realizados, tener un hijo en estas circunstancias no es aconsejable. Los bienes del matrimonio se pueden realizar de muchas otras formas diversas. Evitar la descendencia en estas situaciones, no puede significar el empleo de medios inmorales, tales como el aborto y la contracepción. La abstinencia (ver cuestión número 59) es siempre posible, y también en el matrimonio. Son muchas las situaciones que hacen aconsejable la continencia dentro del matrimonio.

  3. ¿Sería legítimo en este caso el uso del preservativo, que evitaría a la vez los riesgos de contagio al cónyuge sano y de engendrar un hijo enfermo? No. El uso del preservativo, como el de cualquier otro método de contracepción, no es moralmente lícito en ningún caso, por extremo y dramático que éste pueda ser. No es ésta una problemática que se plantee sólo respecto al SIDA: existen otras enfermedades o características hereditarias que llevan a los cónyuges a tener que optar entre la abstinencia de relaciones sexuales o la asunción del riesgo de generar hijos enfermos. En estos casos no varía el juicio moral sobre la contracepción, pues la doctrina moral católica se asienta sobre la verdad objetiva: un acto malo en sí mismo no se convierte en bueno por las circunstancias, aunque éstas sí pueden hacer malo lo objetivamente bueno, o modificar (para bien o para mal) la responsabilidad subjetiva del que lo realiza. Toda práctica contraceptiva es moralmente negativa sean cuales sean las circunstancias. La estructura objetiva del acto y la intención contraceptiva quiebran necesariamente la bondad moral existente en el amor sexual entre esposos, al privarlo de una de las finalidades queridas por Dios: la apertura a la vida, inherente a la naturaleza de la relación sexual entre un hombre y una mujer. Todo acto contraceptivo es, por tanto, un pecado, porque es objetivamente contrario a la virtud de la castidad conyugal; esta es la doctrina del Magisterio de la Iglesia católica, recientemente recordada por Juan Pablo II (por ejemplo, en la carta encíclica Evangelium vitae nn. 13, 16, 17, 91), que reafirma la doctrina de Pablo VI en la carta encíclica Humanae vitae, en conformidad con la doctrina tradicional y uniforme de la Iglesia. La objetiva inmoralidad de todo acto contraceptivo no se ve anulada por ninguna circunstancia ni por la ponderación de consecuencias que se pueda hacer.

  4. ¿Quiere esto decir que, para los enfermos de SIDA casados, mantenerse sin relaciones conyugales podría representar un sacrificio tal vez heroico, exigido por la moral? Hoy día muchos hacen juicios sobre la moralidad de las conductas sexuales dando por supuesto que la castidad es imposible. Esta postura, aparte de no responder a la realidad, manifiesta un escaso reconocimiento de la libertad humana. Así, se pretende justificar la masturbación de los adolescentes como si éstos no pudiesen vivir castos, o se justifican moralmente los actos homosexuales por suponerse que quien tiene tendencia homosexual está abocado sin remedio a manifestarla activamente en su conducta. Y de modo parecido se argumenta con respecto a la fornicación o al adulterio. Este planteamiento es radicalmente contrario al de la Iglesia católica, que sí confía plenamente en la libertad, en la capacidad de los seres humanos para optar responsablemente por el bien aun cuando alcanzarlo sea arduo, y las circunstancias, difíciles. La Iglesia predica la castidad porque, con la ayuda de la gracia de Dios, es posible para todos, también para los jóvenes que en la adolescencia descubren la dimensión sexual de su personalidad; también para quienes descubren en sí mismos tendencias homosexuales; y también para los esposos que por algún motivo serio se ven conducidos a tomar la decisión de abstenerse de la manifestación sexual de su amor matrimonial. El ejercicio humano de la facultad sexual no es una necesidad compulsiva. El cristiano puede, con la ayuda de Dios, vivir en gracia y virtuosamente en cualesquiera circunstancias y debe -incluso hasta el martirio- ser fiel a Dios y al bien de su propia dignidad, viviendo en su vida práctica con eficacia la máxima que resume la moral: el único mal que hay que evitar a cualquier precio es el pecado, la ofensa a Dios y a la conciencia; lo único absolutamente importante es la fidelidad amorosa a Dios. Forma parte de la misión de la Iglesia recordar permanentemente a los hombres las exigencias de la verdad moral natural, tanto si esto gusta a la mayoría en una época concreta como si no. La Iglesia es depositaria, no dueña, de la verdad del hombre, y debe expresar esta verdad, lo que en ocasiones podrá llegar a implicar comportamientos heroicos. La Iglesia, Madre y Maestra, pone al hombre ante su dignidad y ante su libertad, y cree en ambas con todas sus consecuencias. Si por estar infectada por el virus del SIDA -o por otra circunstancia- una persona casada se ve moralmente obligada a mantener una continencia perfecta, tiene la gracia para poder hacerlo, como lo han de hacer los no casados. Esto no sólo es posible, sino que es lo normal en un cristiano consciente de su dignidad de hijo de Dios y movido por la acción del Espíritu Santo: un cristiano que busca sincera y perseverantemente esa fuerza y esa luz divinas en la escucha de la Palabra de Dios, la oración, los sacramentos, el acompañamiento espiritual, etc.

  5. En el caso de los homosexuales, ¿no exige el respeto a su dignidad y a su “libertad de opción sexual” el considerar moralmente correcta su actuación como tales? No. La bondad o malicia del uso de la sexualidad no depende sólo del arbitrio del que actúa, sino también de su objetiva ordenación al bien de la persona. Evidentemente, ninguna actividad sexual es moralmente buena si no se basa en la libre decisión de la persona; pero no toda opción sexual libre es buena por el hecho de ser libre, sino sólo si es adecuada, además, a la naturaleza del ser humano en cuanto persona y sus actos. El cuerpo humano no es sólo un soporte físico que puede ser usado por la razón predicándose la moralidad sólo de esta última, como si la moralidad dependiese sólo de la libertad, la autenticidad y la finalidad que la parte espiritual del hombre persigue con sus actos. Un planteamiento dualista de este tipo es ajeno al cristianismo, además de ser antropológicamente erróneo. La persona es unidad de cuerpo y espíritu, cuerpo espiritualizado, espíritu corporeizado. Por eso la moral cristiana, en lo que respecta a la sexualidad, no hace abstracción ni del cuerpo ni del alma, no es una moral ni de ángeles ni de animales, sino de personas que hacen el bien o el mal según orienten su cuerpo y su alma conjuntamente al bien o no. El juicio de la moral cristiana sobre la sexualidad de los homosexuales se basa exactamente en los mismos principios que afectan a los heterosexuales. Para la Iglesia, desde el punto de vista moral, no hay personas homosexuales o heterosexuales, sino personas, que unas veces luchan por hacer el bien y otras ceden a la tentación de hacer el mal. Ni unas ni otras actúan de forma correcta sólo por tener buenas intenciones o seguir sus impulsos espontáneos, sino en tanto en cuanto realizan el bien objetivo que es posible conforme a su constitución sexuada.

  6. Pero, ¿qué es para la Iglesia el bien objetivo en materia de sexualidad? La doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad parte de una obviedad: que la morfología sexual diferenciada entre varones y mujeres está objetivamente orientada a permitir un tipo de relación que transmite la vida mediante la entrega personal; y esta característica de los cuerpos femenino y masculino no es ajena a la moral, sino que es determinante en la moralidad del ejercicio de esta facultad. Así, todo uso de la capacidad genital orientado a expresar el amor total entre esposos que se complementan como varón y mujer es, no sólo acorde con la moral, sino fuente de santidad, a no ser que se excluya la total donación personal (por no hacerse en el seno del matrimonio o por realizarse sólo con miras egoístas de consecución de placer), o se elimine su finalidad al hacerla estéril. Por tanto, todo uso de la sexualidad para la autosatisfacción egoísta y no abierta al otro (cónyuge) de distinto sexo y, en consecuencia, a la vida, es inmoral. Si las relaciones homosexuales se considerasen moralmente lícitas, lo sería todo uso físicamente posible de la sexualidad, sería un ámbito no-moral del hombre y entonces la moral se subsumiría en la biología y la fisiología. Si el ser humano tiene una dimensión moral, es evidente que, en materia sexual, esta dimensión se apoya en la diferenciación varón-mujer que permite la apertura a la vida en el seno de la entrega personal total (exclusiva, irrevocable, amorosa, procreativa, etc.); pero esto es física y éticamente imposible en el seno de relaciones homosexuales, como también lo es en la búsqueda solitaria de placer, en la relación esporádica que no compromete a la persona o en la negativa a permitir la apertura a la vida.

  7. Sin embargo, ¿acaso no existen personas que sinceramente se sienten homosexuales? En primer lugar, debe matizarse la expresión “sentirse homosexual”, pues, hoy, cierta mentalidad legitimadora de la homosexualidad hace que muchas personas identifiquen como manifestación de homosexualidad lo que no son sino las ambivalencias e indefiniciones propias de la fase de formación de la identidad sexual de la persona a partir de la adolescencia.

Si a un adolescente que miente en ciertas ocasiones para escapar al control de sus padres o profesores, se le dijese que mentir es una opción igual de legítima que ser veraz, podría fácilmente convencerse de que tiene tendencia mentirosa y perdería el estímulo para superar esa tendencia y esforzarse por llegar a ser veraz. Si luego se asociase con otros mentirosos y encontrase el apoyo de algunos psicólogos y famosos para reivindicar el derecho a la mentira, como opción vital tan legítima como la contraria, estaríamos ante un fenómeno cultural similar al de los movimientos homosexuales en la actualidad, y mucha más gente descubriría, incluso con toda sinceridad, que se siente mentirosa. Si la sociedad aceptase estas posturas, las fronteras morales entre la verdad y la mentira se irían difuminando y desaparecería el incentivo para la veracidad en la formación de la personalidad. De ahí que sea tan importante no normalizar lo anómalo ante la conciencia colectiva, pues esto supone destruir personalidades en formación, todavía endebles, y privarlas del incentivo hacia el bien que la cultura debe procurar, especialmente a los más jóvenes. A pesar de lo anterior, es evidente que existen homosexuales, personas cuyo impulso sexual se siente atraído hacia quienes son de su mismo sexo. Estas personas padecen una anomalía, una desviación de la natural ordenación de la constitución sexual de hombres y mujeres, como existen otras anomalías psicológicas que pueden dar lugar a tendencias anómalas, como es el caso de la inclinación inmoderada a los juegos de azar. De modo semejante, en el caso de los homosexuales, el que les atraigan las personas de su mismo sexo no es óbice para que esta atracción sea patológica, contraria a su propia morfología, a su realización como personas y no apta para realizar el bien propio de la relación sexual.

  1. ¿Cuál debe ser la actitud del cristiano que descubre que tiene tendencias homosexuales? Quien descubre en sí mismo tendencias o afectos homosexuales debe: 1) No sentirse culpable sólo por experimentar estas tendencias, sin consentir en ellas.

2) No acostumbrarse a dejarse llevar por ellas, ni pensar que no es libre para dominarlas. 3) Admitir que su obligación moral es poner los medios para evitar dar satisfacción a tales tendencias, buscando las ayudas médicas, psicológicas y espirituales que precise. 4) Esforzarse por vivir en la castidad, sabiendo que ésta es posible. 5) No asustarse de las propias flaquezas. 6) Confiar en la providente bondad de su Padre Dios, que sabe más y no abandona a nadie. Quien se siente homosexual está tan obligado y es tan capaz de vivir la castidad como quien se siente atraído por el sexo contrario, y sólo estará atado por su tendencia si decide voluntariamente declararse vencido por ella o si, dando un paso más, intenta justificar su actuación declarándola buena o normal al objeto de auto-legitimar su renuncia a la lucha por el bien. Desde el punto de vista moral, no existen ni los homosexuales ni los heterosexuales, sino las personas; y éstas -sea cual sea su tendencia sexual- se dividen entre quienes luchan por hacer el bien y quienes ceden a la tentación de no luchar. El cristianismo es la religión de la libertad y del perdón, la religión de la cercanía amorosa del Dios omnipotente que nos ayuda siempre: todos somos capaces de los mayores horrores pero, si queremos, podemos rehacernos ejerciendo nuestra libertad para perseguir el bien pidiendo perdón en el Sacramento de la Penitencia, volviendo a luchar por el bien; y esto una y mil veces si fuera preciso. Todo ello implorando con fe perseverante la gracia de Dios. El único mal sin remedio es la renuncia a reiniciar el esfuerzo por el bien.

  1. Si a pesar de todo, los homosexuales mantienen relaciones sexuales, ¿no harían bien en usar preservativos para evitar riesgos adicionales de contagio del SIDA? Toda relación sexual entre dos personas del mismo sexo es contraria a la virtud de la castidad. Esta calificación no se ve sustancialmente afectada por usar o no usar preservativo. Ahora bien, al pecado contra la castidad puede añadirse la connotación -nuevamente contraria a la moral- de provocar el riesgo de transmitir una enfermedad tan nociva como el SIDA, riesgo altamente probable en el coito anal cuando uno de los dos está infectado. En estos casos, el uso del preservativo no convierte el acto siempre inmoral de la relación homosexual en bueno, pero disminuye la probabilidad de una ulterior consecuencia dañina y pecaminosa de un acto malo, a saber, el poner en serio peligro la salud o la vida del otro. Esta reducción, como ya se ha dicho, no es total, sino parcial.

  2. ¿Cuál debe ser la actitud de la comunidad cristiana y de sus pastores ante la persona con tendencias homosexuales? La comunidad cristiana y sus pastores deben acoger a la persona con tendencias homosexuales como a un ser humano con la misma dignidad y valor que los demás, pero sin incurrir en ninguna forma de legitimación de la conducta homosexual como tal. Así lo ha presentado el Catecismo de la Iglesia Católica (1997) nn. 2357-2359, la Carta sobre la Atención pastoral a las personas homosexuales de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1986) y la Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español Matrimonio, familia y “uniones homosexuales” (1994).

No es caridad cristiana ni justicia hacer algo que induzca a pensar que los actos de unión homosexual son moralmente admisibles o legitimables. Sí es caridad y justicia, apoyar a las personas en su lucha, otorgando el perdón de Dios, la acogida personal y el apoyo psicológico necesario siempre. Cometería un gravísimo error, no exento de responsabilidad moral, el católico que permitiese gestos, ceremonias o actitudes que aparenten otorgar legitimidad a las conductas homosexuales. El mejor servicio a las personas es la defensa de la verdad moral, por exigente que sea.

  1. Por último, una cuestión que ha aparecido con frecuencia en los medios de comunicación y se ha comentado abundantemente: ¿Puede considerarse el SIDA como un castigo puesto por Dios para que en estos tiempos modernos revisemos nuestras ideas y conductas? No existe ningún dato que indique la verdad de esta teoría, que más bien parece contradecirse con la forma habitual de actuar del Dios que conocemos por la revelación cristiana. Él ha apostado de verdad por la libertad humana y respeta las consecuencias de su ejercicio, pues no desea ser amado a la fuerza ni mediante coacción. Dios es responsable de cómo es la naturaleza humana, pues Él la creó como es. El hombre es el responsable de cómo usa las potencialidades de su naturaleza y, por tanto, también lo es de las consecuencias negativas o dolorosas de su conducta. En el surgimiento del virus del SIDA no sabemos si actos voluntarios de los hombres han tenido algo que ver o no. En su transmisión sí sabemos que, con frecuencia, actos voluntarios de algunas personas tienen tal responsabilidad. En estos actos -y no en imaginarias venganzas divinas- es donde hay que centrar el análisis y sacar las consecuencias. Lo que sí que ha demostrado Dios a lo largo de la historia de la salvación es su inmenso poder para extraer de los grandes males mayores bienes (cfr. Rm 8,28). Así ocurrió con la pasión y muerte de su Hijo Jesucristo, que culminó en el triunfo de su gloriosa resurrección. El Inocente dio su vida para que los culpables (cfr. Rm 12,19), que estábamos abocados a la muerte, tengamos vida en abundancia (cfr. Jn 10,10). También la enfermedad y el sufrimiento se convierten siempre, para quienes se fían del Dios del Amor y de la Vida, en misterioso cauce hacia la salud plena y eterna.

Nota final: La información concreta sobre centros e iniciativas de acogida y ayuda a los enfermos de SIDA, promovidos por la Iglesia Católica, tanto en nuestro país como en favor de los países en vías de desarrollo, puede recibirse en las Delegaciones de Cáritas, de Pastoral Sanitaria y de Pastoral de la Familia y de la Defensa de la Vida de cada una de las Diócesis.