Dificultades en la etapa adolescente

Muy pocos grandes hombres
proceden de un ambiente fácil.
Herman Keyserling

  • Vencer la timidez. El caso de Marcos
  • Superar el egoísmo. Algunos ejemplos
  • La carcoma de la envidia. Cirugía a tiempo
  • La esclavitud de la pereza
  • No rendirse a lo fácil. Un caso típico
  • Ante la falta de dotes naturales. Alicia
  • Un error advertido a tiempo. Roberto y Marta
  • La “movida”

Vencer la timidez. El caso de Marcos «En ocasiones —decía Marcos, con aire un tanto fúnebre— me siento diferente y como aislado de los demás.

»A veces —continuó— siento como necesidad de abandonar el grupo en el que estoy, porque me siento incómodo. Trato de ser sociable, pero se me hace insufrible, no sé por qué. Creo que no sé disfrutar de la vida.

»No sé como lo hago, pero enseguida pierdo las amistades y sufro pensando en ello. Lo pienso una y otra vez, le doy vueltas y más vueltas, trato de vencer mi timidez, pero no me sale, meto la pata, siento una vergüenza terrible y pierdo las oportunidades, me quedo paralizado.

»Pienso que no voy a saber comportarme, noto que me preocupa demasiado lo que piensen de mí, y creo que de tanto pensar en eso luego me falta naturalidad. Tengo la sensación de que todo el mundo me estará mirando, y que se ríen interiormente de mí. Sé que no debe ser así, pero no consigo dejar de pensarlo. Intento pasar inadvertido, pero soy tan tímido que precisamente por eso al final acaban fijándose en mí.

»Veo que otros se desenvuelven con gran soltura, caen bien a todo el mundo, dicen cualquier tontería y a todos les hace gracia, y les tengo envidia. Las cosas que se me ocurren a mí no tienen gracia.

»Siento una infinita tristeza ¿Cuál es la causa de que yo sea así? ¿Por dónde empezar? Yo —concluía— no quiero ser así.» Recuerdo, de hace años, esta conversación con Marcos, un buen estudiante de dieciséis años, alto y bien plantado.

Como sucede con casi todos los que son tímidos, me sorprendía ver que en cuanto hablaba en un ámbito confianza demostraba ser una persona reflexiva y capaz de definir bastante bien su situación. Y entonces, curiosamente, se expresaba con gran soltura y sencillez.

Y me sorprendía también comprobar de nuevo que son muchos los que se consideran tímidos y en absoluto lo parecen externamente.

-—Oye, ¿y no te parece que las personas que son así, les viene un poco de familia? La timidez puede tener su raíz en un excesivo proteccionismo en la infancia, en algún defecto o limitación —habitualmente con poca trascendencia objetiva— mal asumidos, o en una educación que no ha logrado contrarrestar suficientemente el amor propio…; y a veces, es cierto, responde directamente a la timidez de los propios padres.

-—Pero a las edades que tenemos los padres no vamos a cambiar ya mucho. El que sea tímido a los cuarenta o a los cincuenta, ya poco arreglo tiene, supongo.

Arreglo siempre se tiene. Además, siempre se puede al menos dar ejemplo de esforzarse por mejorar, que es casi más importante que ser un modelo perfecto.

-—Oye, ¿y no son a veces tímidos simplemente porque son un poco patosos en lo que hacen o en lo que dicen? La timidez y la torpeza se alimentan la una a la otra. La torpeza física suele tener su raíz en algún defecto de coordinación motora. Son chicos que se chocan con todo, se les cae todo y se les rompe todo. Otros son desafortunados más bien a la hora de expresarse o de intervenir en una conversación y, como consecuencia, suelen ser remisos a la hora de actuar ante los demás y pueden volverse tímidos. A su vez, la timidez les lleva a estar demasiado pendientes de su imagen y a ser menos naturales y, por tanto, más torpes.

-—¿Y cómo romper ese círculo vicioso? Por ejemplo, haciéndole descubrir sus puntos fuertes y haciendo que los demás los valoren. Por eso el buen profesor pregunta en clase al alumno tímido cuando supone que está en condiciones de responder correctamente, y así hace que el chico tome seguridad y, poco a poco, vaya actuando mejor en presencia de otras personas.

Y el padre sensato sabe darle confianza, de modo que poco a poco gane en autoestima, que siempre facilita al tímido consolidar su voluntad indecisa.

Vencer la timidez no es cosa de un día. Es una batalla difícil, en la que no hay que perder la esperanza, y en la que también hay que saber perder con deportividad, perdonarse a uno mismo, darse la mano y tirar otra vez hacia delante.

Hay que renunciar seriamente a encerrarse en los recuerdos o imaginaciones de las horas felices.

Porque los tímidos casi siempre mezclan sus miedos con esa pobre satisfacción de replegarse al calor de la propia soledad.

De entrada, no tengas tanta envidia de ése o de ésa que son tan extrovertidos, tan graciosos, tan ocurrentes…; con tanto afán de protagonismo quizá. Muchos de ellos son muy agradables, pero sólo para estar un rato, y no hay quien conviva con ellos tres días seguidos. Otros serán excelentes, de acuerdo, pero… ¿para qué la envidia? Recházala.

Después, hay que luchar activamente contra la timidez, sin dejar que se prolongue ese estado de indecisión. Porque el tiempo, efectivamente, pasa. Y si te encierras en ti mismo, no vives. Y cada vez te será más difícil salir. No huyas de la guerra del vivir. Sal de ese dulce sueño, pero de verdad.

A veces tu soledad será por orgullo, que es una maldita soledad que deshumaniza a quien la practica y que hace perder la objetividad (Antonio Machado decía que en la soledad a veces se ven muy claras cosas que no son verdad).

Algunos se refugian en la soledad para intentar olvidar, y la mayoría de las veces sólo logran acrecentar sus recuerdos, revolver en sus vagabundeos mentales una y otra vez —”es como una lavadora tu cabeza, los errores no se quitan dándoles vueltas”, decía aquella canción—, y se acostumbran a rumiar obsesivamente los fracasos y las heridas de la vida.

-—Pero entonces, ¿qué consejos concretos das?

  • Deja de pensar en si sabes hablar; y habla.
  • O en si sabes de verdad ser amigo o amiga de alguien; y esfuérzate por serlo.
  • O en si sabes educar, o comportarte en tal situación, o hacer tal otra cosa; y ponte a hacerlo como mejor sepas, sin tanto miedo al ridículo o al fracaso.
  • No te encierres en ese ensueño de tu propia imaginación. Aparta esos pensamientos como a un moscón, rechazándolos como se rechaza un pensamiento absurdo. Cumple todas tus obligaciones, busca más si es preciso. Ocupa tu tiempo. No te fabriques un mundo irreal en el que te complaces. No te refugies en la soledad, aunque digas que en ella encuentras grandes satisfacciones. No busques en tus sueños la coartada para no luchar en la realidad, que un hombre soñador rara vez es un hombre luchador.
  • Actúa con sentido común, sin caer en las estridencias de la timidez hipercompensada (incontinencia verbal, exceso de descaro o atrevimiento, aspecto estrafalario, etc.).
  • Cuando te propongas superar tu timidez en algo, no te consientas a ti mismo volverte atrás. No seas como el bañista vacilante, que mete el pie en el agua varias veces, comprueba que tampoco está tan fría, que no pasaría nada, que es cuestión sólo de lanzarse…; pero no se atreve y vuelve a casa cabizbajo, avergonzado de sí mismo.
  • Y si te sucede, no te atormentes y vuelve a intentarlo. O, mejor dicho, como afirmaba el protagonista de aquella película: “Hazlo, o no lo hagas, pero —por favor— no lo intentes”. No llames intentar a algo que no es más que un vago deseo de que eso suceda. Inténtalo de verdad. O sea, hazlo, que puedes.

    Superar el egoísmo. Algunos ejemplos Vivir de forma egoísta es como vivir en un calabozo. Oímos sólo nuestra propia voz, hablamos sólo de nosotros mismos, sólo escuchamos los lamentos de nuestro propio dolor, únicamente captamos la gloria de nuestra propia victoria personal. Cualquier otro interés está mediatizado por el interés propio.

    -—No te pongas así. Es lógico que la gente mire un poco por su propio interés…

    Pero se puede velar por el propio interés sin ser egoísta. El problema es que el egoísta vive en una permanente búsqueda de la propia satisfacción. Una búsqueda que acaba por ser angustiosa, porque el egoísta a cada paso se sorprende con que ha vuelto a perder el rastro y no consigue disfrutar un poco de tiempo con casi nada.

    Son afanes oscuros y confusos que hacen desgraciadas a las personas. Por eso es tan importante que los padres logren que sus hijos descubran la satisfacción que la generosidad encierra, y reflexionen sobre el regusto de tristeza que a todos queda cuando nos comportamos de forma desconsiderada, implacable y egoísta con los demás.

    -—¿Y a qué edad suelen tener más tendencia al egoísmo? Cuanto más pequeño es el niño, tanto más vive bajo el poder de los sentidos, y es por eso mismo más fácil que ceda al egoísmo si no hay una educación adecuada. Una criatura de pocos años parece que todo lo ansía para sí, acumula los juguetes, quizá no repara en que a otros nada les llegue. Pasa por un etapa de acusado egocentrismo infantil en la que gusta considerarse el centro de todo, que se hable de él, llamar la atención…; como Currita Albornoz en aquella novela de Coloma: si asiste a una boda, quiere ser la novia; si a un bautizo, el recién nacido; si a un entierro, el muerto.

    Por eso, desde muy temprano hay que ir sacando brillo a sus sentimientos de generosidad, para que ahoguen a esos otros de egoísmo.

    De lo contrario, podemos encontrarnos con un reverdecer del egoísmo en los años de la adolescencia.

    Precisamente en esos tiempos en los que quizá siente más orgullo por su talento, su desarrollo físico o su agudeza intelectual. Y quizá resulta que a lo mejor:

  • se hace amigos interesadamente para que le expliquen las matemáticas o le dejen copiar un trabajo de clase;
  • se muestra indiferente ante un motivo de tristeza de otros;
  • habla con orgullo a su compañero o compañera de clase, de posición menos acomodada, de los grandes viajes que hace en vacaciones, de la moto que le han regalado, o de los lujos de que él disfruta y que el otro no tiene;
  • manifiesta un sorprendente sentido práctico con el que pasa por encima de todos los demás para lograr su propio interés; etc.

    -—¿Y cuál crees que es la razón de todo eso? Quizá arranca desde la niñez, con cosas insignificantes consentidas por quienes convivían con él, y nadie entonces le hizo considerar lo poco noble de esos detalles. A lo mejor escogía siempre el mejor sitio, la mejor fruta, o la tarea más cómoda, y nadie le decía nada, o se acostumbró a oír los reproches como quien oye llover.

    Y se acostumbró a no ceder el sitio, a no reparar en las necesidades de los demás, a no sujetar la puerta hasta que pasara quien venía detrás. A lo mejor salían de excursión y pasaban entre unos matojos, y él iba soltando las ramas, que herían en la cara a los que marchaban detrás; sólo importaba una cosa: él ya había pasado.

    Por el contrario, el niño que comparte hoy sus juguetes o sus juegos —señala Bernabé Tierno—, o que se atreve a defender a un compañero maltratado, es el hombre del mañana en cuyo proyecto de vida tendrán lugar los demás.

    Si quien está a tu lado tiene algún pesar, consuélale con unas palabras de las que brotan del corazón. Si se alegra, alégrate con él, porque es propio de los egoístas entristecerse de envidia ante la alegría ajena. Comparte, ayuda, agáchate a recoger el paquete que se le ha caído al suelo a ése que pasa a tu lado, trata a la gente con corrección, y especialmente a quienes tienen que servirte.

    Cada uno debe examinarse sobre si hay en su vida planteamientos egoístas de fondo. Hablo de esos padres posesivos de sus hijos, y de esos hijos que dominan a sus padres. De esos matrimonios que son una pareja de vidas solitarias, y de ésos que son cadenas el uno para el otro.

    Para toda persona, erradicar un poco cada día el egoísmo, será erradicar una fuente de tristeza.

    La carcoma de la envidia. Cirugía a tiempo Cervantes llamó a la envidia carcoma de todas las virtudes y raíz de infinitos males. Se asombraba de cómo todos los vicios tienen un no sé qué deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabia.

    La envidia no es la admiración que sentimos hacia algunas personas, ni la codicia por los bienes ajenos, ni el desear tener las dotes o cualidades de otro. Es otra cosa.

    La envidia es entristecerse por el bien ajeno. Es quizá uno de los vicios más estériles y que más cuesta comprender, y, al mismo tiempo, también probablemente de los más extendidos, aunque nadie presuma de ello (de otros vicios sí que presumen muchos, pero de ser envidioso no).

    La envidia va destruyendo —como una carcoma— al envidioso. La envidia no le deja ser feliz, no le deja disfrutar de casi nada, pensando en ese otro que quizá disfrute más.

    Y el pobre envidioso sufre mientras se ahoga en el entristecimiento más inútil y el más amargo: el provocado por la felicidad ajena.

    El envidioso procura aquietar su dolor disminuyendo en su interior los éxitos de los demás. Cuando ve que otros son más alabados, piensa que la gloria que se tributa a los demás se la están robando a él, e intenta compensarlo despreciando o desprestigiando a quienes sobresalen o poseen más cualidades que él.

    Wilde decía que cualquiera es capaz de compadecer los sufrimientos de un amigo, pero que hace falta un alma verdaderamente noble para alegrarse con los éxitos de un amigo. La envidia nace de un corazón torcido, y para enderezarlo se precisa de una profunda cirugía, y hecha a tiempo. Importa mucho comenzar pronto, en cuanto empieza a manifestarse en esas envidiejas tontas de hermanos o compañeros.

    -—Yo veo que los chicos pequeños tienen a veces unos detalles de egoísmo y de envidia asombrosos, pero creo que luego, con los años, se les pasa bastante.

    A lo mejor, simplemente, es que al principio no se inhiben, y en cambio luego lo disimulan más. Pero el problema puede seguir latente.

    Hay que enseñarles —lo primero, esforzándose los padres en dar ejemplo— a no perder la alegría cuando vean que los demás les aventajan en algo o en todo. A no entristecerse al comprobar que su compañero ha sacado mejor nota que él en un examen, o que juega mejor al fútbol, o tiene más éxito en lo que sea. A superar con elegancia esa reacción de envidia porque a su amigo le han comprado algo que él no tiene.

    -—¿Por qué dices lo del ejemplo de los padres? La envidia es algo muy del fuero interno y no creo que los chicos se den mucha cuenta.

    Lo notan enseguida, sobre todo cuando son algo mayores. Notan, por ejemplo, si los padres se alegran del éxito profesional, de la buena suerte o de las cualidades personales de un pariente, un vecino, o un amigo de la familia.

    Notan una cara de tristeza o de contrariedad mal disimulada de quien no sabe compartir las alegrías de los demás porque inmediatamente vuelve su pensamiento sobre sí mismo y sólo considera su propia suerte.

    Notan ese desaliento producido por la envidia ante las cualidades y triunfos de los demás.

    -—Pero es muy normal que los chicos sientan admiración por otras personas, y que quieran ser como ellas…

    Que admiren a otras personas y quieran ser como ellas, o mejores, no es nada malo, sino incluso muy positivo si se plantea bien, pues pueden ser deseos de sana emulación que hay que fomentar.

    De hecho, una de las mejores defensas contra la envidia es despertar la capacidad de admiración por la gente a la que conocemos. Hay muchas cosas que admirar en quienes nos rodean, y la clave es que eso nos impulse a aprender de ellos. Lo que no tiene sentido es entristecerse porque son mejores, entre otras cosas porque entonces estaríamos abocados a una tristeza permanente, pues es evidente que no podemos ser nosotros los mejores en todos los aspectos.

    La envidia lleva también a pensar mal de los demás sin fundamento suficiente, a interpretar las cosas aparentemente positivas de otras personas siempre en clave de crítica. Así, el envidioso

  • llamará ladrón y sinvergüenza a cualquiera que triunfe en los negocios;
  • o interesado y adulador a aquél que le está tratando con corrección;
  • o, finalmente, como muestra más refinada, al hablar de ése que es un deportista brillante, reconocido por todos, dirá: “Ese imbécil, ¡qué bien juega!”.

    Admirarse de las dotes o cualidades de los demás es un sentimiento natural que los envidiosos ahogan en la estrechez de su corazón.

    La esclavitud de la pereza Yo he visto —seguro que igual que tú— a un albañil subido a un andamio cantando alegremente mientras ponía ladrillos, y, junto a él, a otro amargado y con mala cara, realizando ambos la misma tarea.

    He visto a un conductor de autobús hacer su trabajo con satisfacción y procurando agradar a los viajeros, y, en su misma ocupación y condiciones, a otro que lo hacía de mala gana y despotricando de todo.

    Y lo mismo al acercarse a una ventanilla, a la barra de un bar, al mostrador de una tienda, o al ir a la peluquería.

    Y lo mismo en las aulas. Y lo mismo en la familia. Hay padres y madres que se recrean en las tareas del hogar y en la educación de sus hijos, y padres y madres que parece que sólo saben quejarse del trabajo y los quebraderos de cabeza que les dan sus hijos, que dicen que no pueden más, que les agota, que se les hace pesado, que no hay quien lo aguante.

    Muchas veces, la raíz de su tristeza y su desgana está en la pereza. En que son personas que se pasan la vida en una lucha —agotadora lucha, por otra parte— para rehuir el esfuerzo, para encontrar el modo de hacer menos y que sea otro quien haga las cosas.

    El trabajo, las tareas del hogar, la educación de los hijos…, cualquier persona emplea la mayor parte del día en esas ocupaciones, ¿por qué entonces hacerlas de mala gana? Eso equivale a pasarse amargado la mayor parte de la vida.

    -—Sí, claro. A veces es muy bonito, pero otras es muy pesado y no te apetece, y entonces no te alegra sino más bien lo contrario…

    Pues, con un nivel de motivos de tristeza bastante parecido, hay gente habitualmente contenta y gente habitualmente descontenta. La diferencia está en la filosofía con que cada uno se toma la vida. Propónte cambiarla:

  • en vez de trabajar con desgana, procura poner ganas, y ya acabarán apareciendo satisfacciones en ese trabajo;
  • en vez de ver y de hacer ver el trabajo como una carga pesada, descubre en él —entre otras cosas— una forma de realizarte, un motivo de satisfacción y una oportunidad de servir a los demás (Einstein decía que sólo una vida vivida por los demás merece la pena ser vivida);
  • en vez de estar pensando en la hora de acabar, procura esmerarte en lo que haces en cada momento;
  • en vez de quejarte continuamente y crear un clima negativo, procura poner ilusión y crear a tu alrededor un clima positivo; etc.

    Muchos padres se quejan de que sus hijos son muy perezosos. Perezosos, dicen, para levantarse, para estudiar, para llevar a cabo cualquier actividad que no implique diversión, y a veces hasta para eso. Que todo les cansa, todo les aburre, que no saben pasarlo bien más que un rato. Que una simple contrariedad les conduce al abatimiento. Que no logran hacer lo que se proponen y eso les hace estar tristes. Que les resulta difícil hacer frente al ocio, incluso mantener una afición o un hobby.

    -—¿Y el ocio es pereza? El ocio, entendido como entretenerse en ocupaciones que nos descansan, no es pereza, sino algo bueno y conveniente. Pero el ocio entendido como matar el tiempo, como no hacer nada, o como dejarse llevar, es pereza y por lo tanto desaconsejable.

    El verdadero descanso es poco compatible con la pereza.

    Bien utilizado, el tiempo libre puede ayudar a ennoblecer al hombre e impulsarle a la creatividad, a la iniciativa personal, a cultivar el espíritu, a huir de la vulgaridad.

    Además, cuando uno no sabe aprovechar sus ratos de ocio, tampoco sabe luego trabajar seriamente.

    El perezoso hace su trabajo con desgana, y después se aburre soberanamente en el tiempo libre.

    La pereza y, en general, la falta de una adecuada educación de la voluntad, constituyen una de las más dolorosas formas de pobreza: porque impiden a quienes la padecen disfrutar de la vida y recrear su espíritu al nivel que a nuestra naturaleza humana corresponde.

    No rendirse a lo fácil. Un caso típico «Entiendo lo que dices —comentaba Guillermo, un recién matriculado en la universidad—, pero yo no puedo ser distinto a como soy.

    »Yo siempre he sido un poco despreocupado, algo informal, no me gusta tomarme demasiado en serio las cosas. Quiero disfrutar un poco de la vida, aprovechar un poco estos años, que apenas tengo diecinueve y no estoy en edad de pensar tanto.

    »Tengo muchos proyectos en la vida, pero para más adelante. No tengo prisa. Yo no aguanto muchos días haciendo la misma cosa. Me gusta la variedad. Ya repetí un curso en bachillerato y no me traumatiza. Incluso prefiero hacer la carrera más despacio pero conociendo muchas otras cosas mientras.

    »Y esto me sucede con casi todo; por ejemplo, tengo muchos amigos y amigas, pero me gusta ir variando, conocer gente, pero sin que me líen; he salido con muchas chicas, pero ninguna me ha durado dos meses: no quiero comprometerme ni estar ligado a nadie ni a nada.

    »Yo —concluía— siempre he querido ser práctico. Tengo que aprovechar la juventud, que ya tendré tiempo de hartarme de vida más sosegada. No quiero ser como esos que se pasan sus mejores años debajo de una lámpara, estudiando día y noche como si no hubiera otra cosa en la vida.» Aquel chico no acertaba a comprender que por aprovechar, como él decía, esos cinco o seis años de vida universitaria, probablemente acabaría lamentándolo los cincuenta o sesenta siguientes.

    No quería entender que es preciso esforzarse mucho para abrirse camino profesionalmente. Que no se trata de pasarse la juventud debajo de una lámpara, es cierto, pero es indudable que de cómo uno se prepare en esos años depende en mucho cómo será luego su vida. Que lo habitual es que una persona perezosa o inconstante a su edad, llegue a los treinta o los cuarenta sin haber cambiado mucho. Igual que si es egoísta, o frívolo, o superficial.

    Pasan los años y el tiempo no les hace mejorar si no se esfuerzan por mejorar.

    «Mira —recuerdo que me decía—, es que no es tan sencillo. Sería una maravilla ser persona con una voluntad firme, y todas esas cosas. Lo desearía para mí, por supuesto. Pero todo eso exige mucho esfuerzo y yo no estoy acostumbrado a esos agobios.

    »¿Es que no hay ningún camino más fácil? ¿No se puede ser feliz sin tanto sacrificio? Yo no soy mala persona, tú lo sabes. Procuro no perjudicar a nadie y al tiempo no complicarme la vida…» Y suelen tener razón en aquello de que no son malas personas, y de que procuran no perjudicar a los demás, y todo eso. Pero pienso que resulta algo pobre y bastante peligroso ese benevolente planteamiento de “no hacer daño a nadie y disfrutar cuanto más se pueda”. Cuando una persona excluye por principio aquello que le supone complicarse la vida, esa actitud puede significar una seria hipoteca para su felicidad.

    -—Tampoco creo que complicarse la vida tenga que ser el punto central de la filosofía de la vida de una persona…

    No, pero tampoco puede serlo el no complicársela, sobre todo cuando ésa es la única razón que nos frena ante algo digno de mejores actitudes. Hacer el bien supone muchas veces un esfuerzo considerable.

    Evitar habitualmente lo que supone esfuerzo hace difícil mantenerse dentro de las fronteras de la ética y de la sensatez.

    -—Pero tampoco tiene mucho sentido privarse de cosas lícitas…

    Cualquier elección, por sencilla que sea, supone renunciar al resto de las opciones, la mayoría de ellas lícitas. Mill decía que de quien nunca se priva de cosa lícita, no se puede esperar que rehuse luego todas las prohibidas.

    También cabe recordar aquella conocida expresión de cortar por lo sano, que sin duda proviene de la sabiduría médica y es tan de sentido común. Si hubiera, por ejemplo, que amputar una pierna o un brazo gangrenados, no se puede cortar justo en el límite entre lo sano y lo enfermo, porque lo más probable entonces es que siempre quede algo de lo enfermo, por pequeño que sea, y el mal continuará extendiéndose. Es preciso cortar un poco más arriba, aun a costa de perder algo de la zona sana.

    Hay personas que son como un manojo de sentimientos vaporosos, personas que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida.

    Quieren el fin, pero no quieren los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio.

    No distinguen entre lo que es propiamente querer algo, con todas sus consecuencias, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación.

    Han de comprender que para la vida real se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía. Y quizá no se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

    Quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan unas cuantas clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo, y no poner ese esfuerzo supone rechazar el fin, no querer de verdad.

    Esta falta de fortaleza de carácter aparece a veces como una auténtica fiebre por cambiar de objetivo. Ejemplos típicos:

  • Ve anunciado en la televisión un eficacísimo método de aprendizaje de inglés, que pasa de inmediato a resultar absolutamente imprescindible. Lo compra. La primera decepción es que el método es muy laborioso, hay que ir grabando unos ejercicios en cada lección… De todos modos, comienza…, le cansa, sigue, lo deja; lo retoma, se aburre…, y finalmente lo deja en el olvido…, en la lección 4ª.
  • A la semana siguiente comienza a leer una novela interesantísima…, pero enseguida se le hace pesada y queda abandonada en los primeros capítulos.
  • Quizá después se propone hacer footing todos los días…, y no pasa de tres o cuatro.
  • Al poco fantaseará con ser un insigne virtuoso de aquel instrumento musical, pero pronto le parecerá inútil o imposible.
  • Quizá más adelante empiece con otra afición, y será un nuevo hobby que se sumará a la interminable serie de ilusiones que nunca se alcanzan, a ese continuo devaneo presidido por la inconstancia.
  • A lo mejor otro día, después de ver una película o de leer un libro en los que se exalta la figura de un personaje, con quien se identifica, se llena de proyectos buenos y de ilusiones sanas…, pero que se desvanecen en cuanto respira el aire de la calle, en cuanto aterriza de su ingenua emotividad.

    El que se mima a sí mismo se vuelve blanducho. El camino de la vida fácil, aunque ameno al principio, se hace cada vez más trabajoso; y al final aguarda un amargo despertar.

    No es más fácil la vida fácil.

    Ante la falta de dotes naturales. Alicia «Veo que lo que yo tardo una tarde entera en estudiar y luego apenas me acuerdo, mi compañera lo estudia en una hora… —decía con pesimismo Alicia, una atribulada estudiante de dieciséis años.

    »Yo me paso encerrada todo el fin de semana estudiando, y ella, en cambio, no da ni golpe y saca luego mejor nota.

    »Y estamos las dos igual de distraídas en clase, nos pregunta la profesora, y ella con dos ideas que recuerda le sale una respuesta convincente, y yo, en cambio, me quedo sin saber qué decir.

    »Cuando pienso en esto y me dedico a compararme, a veces me pongo muy triste al ver que todas me aventajan y que es algo que nunca podré evitar, porque no puedo hacer nada por remediarlo.» Las personas que, como Alicia, sufren con esta preocupación, deben convencerse de que no es verdad que estén en todo en inferioridad de condiciones, ni que lo suyo no tenga remedio. Que la naturaleza suele otorgar sus dones de forma más repartida de lo que parece. Y que otras personas con limitaciones superiores a las suyas han triunfado en la vida y han sido muy felices.

    Para empezar, es probable que se esté lamentando de unas limitaciones que no tienen la trascendencia que ella le da.

    Quizá también se olvida Alicia de otras muchas cualidades que posee, y que quizá no brillen tanto y por eso apenas las ha advertido, pero que probablemente sean más importantes que esas otras que le deslumbran en los demás.

    Ciertamente quizá otros tengan más simpatía, más gracia, más habilidad en lo que sea, mejor aspecto, más medios económicos o —en apariencia— más suerte y éxito en la vida. Pero eso no es lo fundamental. Son más importantes otras cosas que quizá llaman menos la atención. Y tantas veces, además, el que tiene menos talentos pero se esfuerza por hacerlos rendir, aunque le parezcan escasos, acaba finalmente por superar a otros mucho más capacitados.

    No es buena filosofía contemplar la vida en condicional, como lo que habría podido ser si fuéramos de otra manera o tuviéramos otras dotes o hubiéramos actuado de distinto modo.

    Se puede y se debe vivir la propia vida aceptándola como es.

    Y si nos faltan medios o talentos, habrá que sacar rendimiento a lo que se tiene y dejarse de vivir entre fantasías.

    Un chico o una chica inteligente debe sacar partido a su inteligencia y dejar de lamentarse de no lograr triunfar en los deportes, en las relaciones públicas y en el arte a la vez. Y un chico o una chica un poco feos o no muy listos, difícilmente llegarán a ser muy guapos o muy inteligentes, pero pueden ser simpáticos, agradables, buenos profesionales y hombres o mujeres excelentes. Lo mejor es ser el que somos y procurar ser cada día un poco mejor.

    Un error advertido a tiempo. Roberto y Marta «Toda una oleada de sexo —aseguraba Roberto, con la rotundidad que le daban sus diecinueve años— flota en el aire. Por todas partes. Inevitable. Para quien lo quiera. Anda por la calle, con el mayor atrevimiento. Te lo encuentras por todos lados.

    »Lo gracioso —continuó— es que los padres creo que ni sospechan lo que esto supone para una persona en la adolescencia. A mí, por lo menos, en ese aspecto apenas me han ayudado nada en estos años.

    »A lo mejor es porque han olvidado que ellos, a nuestra edad, cuando tenían a flor de piel la sensibilidad por estas cuestiones, estaban probablemente mucho más protegidos, y ahora que son mayores no tienen los mismos ojos que antes para mirar las cosas.

    »Quizá en sus tiempos debía ser difícil tener acceso a los placeres del sexo en la adolescencia, pero está claro que para el adolescente de hoy lo que puede resultar difícil, más bien, es no sucumbir ante las facilidades que da nuestra sociedad para consumir sexo.» Roberto era un profundo conocedor de esa realidad y se expresaba con una firmeza y una sinceridad sorprendentes.

    «El caso —continuó diciendo— es que al cabo de los años te encuentras con un pesado lastre de errores en la propia educación sexual que influyen luego en tu afectividad, en todos tus sentimientos, en el carácter. Ahora lo comprendo perfectamente.

    »Afecta al modo de entender el noviazgo, a la forma de divertirse, al equilibrio emocional, y en el fondo, a casi todo. Y pensando en estos años pasados, en todos los bandazos que he dado, creo que ahora es cuando empiezo a darme cuenta de lo que ha pasado.

    »Me doy cuenta por ejemplo del papel que juega la pornografía en esas edades. Es el carburante ideal para sobrecalentar la imaginación, y sus efectos no se pueden ignorar. Llega un momento en que te parece que todo eso es lo normal, incluso que quizá la otra persona, aunque no lo diga, o diga que no, en realidad desea el acoso sexual.

    »Y un buen día alguien te dice que “no hacemos mal a nadie”, y empiezas pensando que se trata simplemente de probar…, y detrás viene todo.

    »Lo malo —continuó Roberto— es que cuando adviertes que todo eso es un error y que no lleva a ningún sitio, no es fácil dejarlo. Las relaciones sexuales no se abandonan así como así, porque aunque es verdad que llega un momento en que se desmitifican bastante esos placeres, dejarlo es cosa bien distinta.

    »Te dicen que si ya has probado todo, luego estás en mejores condiciones para decidir, pero eso es un engaño, y no sólo con el sexo sino con muchas otras cosas: mira por ejemplo lo que les pasa a los que quieren dejar de fumar y no lo logran, a pesar de que saben bien que un cigarrillo no es ningún placer extraordinario.

    »Yo tuve la fortuna de conocer a Marta, que aunque tenía dos años menos que yo era mucho más sensata, y en cuatro meses me hizo sentar la cabeza. Es una chica fenomenal. He tenido mucha suerte.

    »Creo que para no caer en ese error, o para salir de él, es fundamental reflexionar un poco y tener una visión un poco más elevada de la vida, y eso es lo que logró Marta conmigo. Y creo también que entender y vivir correctamente la sexualidad es decisivo para formar y sacar adelante una familia.

    »Me parece que es muy positivo pensar con frecuencia en el tipo de persona con la que uno desearía compartir su vida. Yo aún soy joven y no es que haya visto mucho mundo, pero no soy ciego, y me asusta el número de fracasos matrimoniales que ya he visto. Y creo que el amor no es algo que pueda perderse como se pierde un mechero. Pienso que quizá en algunos de esos casos más bien el amor no existió nunca, y lo único que han perdido es el intercambio de placer que obtenían entre sí.

    »Es una pena —concluyó Roberto, un poco solemne— que a algunos, como a mí, sólo el paso de los años y las bofetadas de la vida hayan logrado hacer que lo entendamos. Creo que si todos pensáramos un poco más en estas cosas, podríamos evitar muchas situaciones tristes.» Me llamó la atención su claridad de ideas ante la nueva etapa que se abría en su vida, y por eso transcribo lo que recuerdo de aquel relato suyo.

    —Desde luego, es difícil augurar un buen futuro a quien llega al matrimonio sin haber tomado las riendas de su impulso sexual…

    Sí. Y con frecuencia vemos cómo todas las razones —los hijos, la estabilidad de la familia, etc.— acaban por abandonar a esas personas de poca voluntad cuando se les presenta una y otra vez —que se les presentará— la tentación de la novedad sexual.

    Urge hacer justicia al amor, rescatar su sentido más genuino, mostrar que un amor apasionado no puede ser otra cosa que una entrega apasionada a buscar el bien de la persona a la que se quiere. Porque muchos, con sus palabras y su actitud, confunden el sexo con el amor.

    Y saber de sexo es muy fácil, pero saber de amor es más difícil.

    Porque requiere un aprendizaje de la vida entera, porque el amor pugna de continuo contra el egoísmo, y el egoísmo tiene una prodigiosa capacidad de reflorecimiento.

    Cuando el sexo se degrada o se sobrevalora, emerge enseguida en forma de enrarecimiento del carácter y manifestaciones de engreimiento. No en vano proclama el dicho popular aquello de lujuria oculta, soberbia manifiesta, pues la degradación del amor por la lujuria puede arruinar en poco tiempo a una persona. Por eso hemos dedicado a este tema un pequeño epígrafe en este repaso a las diversas dificultades en la etapa adolescente.

    La “movida” «No sé si está bien o mal… —me decía en cierta ocasión un genuino representante de la movida—, pero me gusta y lo hago.

    »Después de la paliza de toda la semana de clases, lo que te apetece es estar con la gente, ver a los amigos…, y no me voy a comer el coco con más.

    »La movida es imprevisible. Sales por la noche con la gente y nunca sabes bien qué harás, ni con quién, ni a qué hora acabarás, ni dónde, ni cómo…, pero eso es parte del encanto.

    »A veces te aburres, y a veces bebes más de lo normal y luego te da un poco de vergüenza cuando te cuentan las cosas que hiciste…

    »Eso sí, te dejas un dineral, hay que tener unas finanzas saneadas. Y al día siguiente tienes un sueño terrible y a veces te duele la cabeza. Es el precio de divertirse…» Ante relatos como este, no se trata de abominar tontamente de la movida, sino de alentar a que cada uno analice serenamente sus modos de divertirse.

    Por ejemplo, la movida impone de ordinario un estilo que con frecuencia conduce al exceso de alcohol, a las drogas de diseño, a la ansiedad por mantener relaciones sexuales en un marco de consumo de alcohol o pastillas, etc. Además, para muchos lleva a una notable incomunicación, y es fácil que en vez de salir enriquecidos salgan empobrecidos, más aislados y solitarios, a pesar de que hayan podido alcanzar algún que otro logro hedónico tras la larga noche de vigilia.

    Un chico o una chica, a las once de una noche de un viernes o un sábado, o de un día cualquiera de verano, cuando sale a la movida, no suele ir con una idea clara de lo que quiere. Tampoco sabe si tomará cinco o seis whiskyes, diez cubatas, o tal vez sólo un zumo de limón. No sabe si probará el porro del que se sienta a su lado, o si se empastillará en una discoteca, o si no probará ni un cigarrillo negro. No sabe si acabará en el nido del listillo de turno, o si acabará tomándose una paella a las siete de la mañana en un restaurante a la salida de la ciudad.

    -—Tampoco se trata de que la diversión tenga que estar totalmente programada…

    Por supuesto, pero si uno habitualmente no ejerce un cierto control sobre lo que quiere hacer a la hora de emplear su tiempo libre, acabará en manos de lo que le ofrece el ambiente a cada momento, y eso no es lo más inteligente (al menos en determinados ambientes).

    Habría que alentar la creatividad de todos para que haya muchos modos de ocupar esas horas libres sin tener que recurrir a sistemas de divertirse que se acaban imponiendo simplemente porque lo hace todo el mundo y no se ofrece otra cosa. Es preciso hacer un derroche de imaginación para buscar alternativas válidas. Hay infinitas posibilidades relacionadas con el cine, el teatro, el deporte, la lectura, o lo que sea. Se pueden organizar tertulias, viajes, fiestas, excursiones, aficionarse a tocar un instrumento musical con otros, cultivar hobbies diversos, conocer otros tipos de lugares o diversiones, etc. Pienso que hay muchas opciones interesantes, y que en cualquier caso es decisivo llevar uno mismo las riendas de su modo de emplear el tiempo libre.