Enrique Bonete, “Nietzsche y la muerte de Dios”, Alfa y Omega, 4.V.2000

En 1900 moría uno de los más grandes filósofos alemanes del siglo XIX. A sus veinticuatro años llegó a ser catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Basilea. Se vio a sí mismo como un profeta de siglos venideros, y acabó sus días sumido en una profunda enfermedad mental (probablemente originada por una sífilis contraída décadas antes). A partir de 1889, tras intensos años de trabajo y agotadoras enfermedades, con sólo cuarenta y cinco años, cayó la mente de Nietzsche en una total oscuridad, en un estado de aletargamiento del que ya no logró salir. Vivió en completa ausencia y ajeno al impacto cultural de su obra durante los casi doce años anteriores a su muerte. Este final trágico ha hecho de Nietzsche uno de los personajes más intrigantes y legendarios del XIX; precursor de los avatares demenciales de nuestro siglo.

Aunque la obra de Nietzsche es compleja, aforística, y trata diversos y contradictorios temas, una tesis resulta del todo nuclear, no sólo por expresar de la forma más gráfica su rechazo a la filosofía occidental del pasado, sino sobre todo por apuntar la filosofía y la cultura del porvenir: ¡Dios ha muerto! El relato más estremecedor que contextualiza sus pretensiones destructivas de la metafísica y del cristianismo se encuentra en los parágrafos 125 y 343 de La gaya ciencia. En aquellas desgarradoras palabras del loco que buscaba a Dios con una linterna en pleno día, encontramos la más tremenda representación metafórica de las consecuencias culturales de la muerte de Dios. He aquí los interrogantes que brotan cuando es consciente el hombre de que ha matado a Dios y habita solitario en un mundo infinito: ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado; erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frio? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada?… ¡Cómo consolarnos, nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esta mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? (125).

  • Desde esta constatación filosófica Nietzsche rechaza toda la metafísica occidental, en tanto que se ha sustentado en el concepto y en la realidad ontológica de Dios. El ser de las cosas es dado y mantenido por Dios. Platón, Aristóteles, santo Tomás, Descartes, Leibniz, Hegel…, toda la metafísica, hasta finales del XIX, es una onto-teología. Pensar el ser desde la razón ha consistido históricamente en pensar a Dios como garante y fundamento del ser. Pero Dios no es más que una palabra que crea el hombre como reacción y defensa conceptual ante el imparable devenir de la vida, de la realidad y de la muerte. Nietzsche nos remite a Heráclito: todo es devenir. El hombre necesita establecer algo fijo, duradero, eterno. Ésta es la raíz psicológica de la metafísica que ha llevado a los grandes filósofos a dar entidad ontológica a un concepto inventado: Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática, escribió lacónicamente Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos.

También encontramos en la muerte de Dios el rechazo explícito de toda moral, y más en concreto de la moral judeo-cristiana. El bien, desde Platón y atravesando toda la filosofía, ha estado casi siempre ligado a la existencia de Dios, ya sea como fundamento en el pensamiento cristiano, ya como postulado en el pensamiento kantiano. La muerte de Dios lleva consigo desenmascarar los intereses que subyacen en la genealogía de los criterios morales. Para Nietzsche las virtudes cristianas como la humildad, la obediencia, la compasión, el servicio…, en el fondo, provienen de los hombres del rebaño, que incapaces de crear valores superiores se autodesprecian como fracasados y se someten a instintos gregarios y antivitales. Lo cristiano es hostil a lo natural y a la vida de este mundo, el único existente. Pero con la muerte de Dios no sólo carecen de sentido las pretendidas virtudes cristianas, sino la supuesta objetividad, universalidad y racionalidad de los principios éticos. Por eso es explicable que Nietzsche rechace también el socialismo y la democracia al considerarlos secularización de los valores cristianos y, por eso mismo, exponentes políticos de una moral del rebaño.

Y por ultimo, la muerte de Dios ha de ser el punto de partida de una nueva antropología: el superhombre. El hombre que asume hasta las últimas consecuencias que estamos sin Dios, aquel hombre que vive para la tierra, que da un eterno y alegre sí a esta vida tal como es. Aquel hombre que crea valores, que es capaz de no quedarse en la nada que ha desencadenado la ausencia de Dios, sino que se erige desde su yo en superador del nihilismo.

Si Dios ha muerto, todo carece de sentido, no hay valores morales fundamentados, y el hombre es el dios de su historia y su destino. He aquí, según Nietzsche, la gran misión del superhombre: salir del nihilismo destructivo y crear algo nuevo sin Dios, empezar a navegar, como espíritus libres, por un mar sin rumbos hacia una nueva aurora.

Mas he aquí que el ateísmo optimista nietzscheano -como, por otra parte, el marxista-, matando a Dios en la filosofía, en la historia y en el corazón humano, ha matado al mismo hombre, lo ha despojado de su dignidad y lo ha convertido en muñeco de quien ostenta el poder y la fuerza. Desligando al hombre de Dios en aras de una absoluta libertad, se ha deslizado la Historia en este siglo XX por la pendiente de la autodestrucción. Nazismo, fascismo, comunismo, campos de concentración, exterminios masivos…

Por ello, la Iglesia, a través de Juan Pablo II, ha querido inaugurar el tercer milenio con gestos de perdón y reconciliación, proponiendo a la Humanidad entera la búsqueda de la paz y la vuelta a Cristo, la Verdad revelada de Dios. Pues el vacío del hombre sin Dios acaba siendo la destrucción de la Humanidad. Así lo expresa la encíclica Fides et ratio: “El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. La negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas, o juntas perecen miserablemente.”