1. Existencia de Dios

Exposición del caso: A finales del verano, la madre de Margarita le preguntó a ésta si le parecía bien que alojaran durante el curso a una estudiante extranjera de su edad, 18 años, participante de un programa europeo de estudios. En su habitación quedaba libre una cama desde que en mayo se casó la hermana mayor. A Margarita le hizo ilusión y contestó afirmativamente.

Casi un mes más tarde llegó Bárbara. Pronto comprobó Margarita que se ajustaba bastante a la idea que se había figurado de antemano: era metódica, ordenada —”de otra galaxia”, comentaba Margarita a sus amigas—, educada, correcta, y fría. De sí misma no decía casi nada. Margarita pensaba que seguramente era protestante, y que de momento convenía no hablar de religión para no molestar, aunque de vez en cuando decía a su madre: “a ésta la acabamos convirtiendo, mamá”. Por otra parte, no todo eran virtudes en Bárbara: solía llegar tarde los viernes por la noche y, aunque iba directamente a acostarse sin decir nada, Margarita se daba cuenta de que había bebido más de la cuenta.

Margarita rezaba algo antes de ir a la cama, pero con Bárbara delante lo hacía disimuladamente, hasta que un día se decidió a ponerse de rodillas. —”¿Qué haces?”, preguntó Bárbara. —”Rezar. ¿Tú no rezas alguna vez?” —”No”. Margarita se lanzó: “¿pero…, qué pasa? ¿No crees tú en Dios?” —”Yo no lo necesito”. La respuesta seca y fría dejó sin habla a Margarita y se durmió pensando en el asunto.

Al día siguiente, estando a solas, Margarita volvió a sacar el tema: —”Oye, ¿de verdad piensas que Dios no existe?” —”Puede que exista o puede que no exista. Importa igual”. —”Vamos… que en cualquier caso es como si no existiera, ¿no?” —”Exacto”. —”Pero de algún modo explicarás todo esto. Sin Dios no tiene sentido. Se podría demostrar que existe”. —”Sí, ya conozco lo que decís son pruebas. Pero no llegan a conclusión, porque no se puede verificar. Queda como hipótesis”. —”¿Que Dios es una hipótesis…?” —”Sí, una hipótesis. Tienes algo, que puede deberse a un motivo, o puede deberse a otro motivo. El orden del universo, y todo eso. Puede deberse a Dios, o puede deberse al azar, o a otra cosa. Así piensas que se puede deber a una cosa, y buscas comprobarlo. Pero si no puedes comprobarlo, no hay prueba”. Margarita lo intentó por otro lado: —”Pero siempre necesitas alguien en quien esperar, en quien poder apoyarte, a quien pedir y rezar”. —”Pues quien lo necesite, que rece”. —”¿Tú no?” —”No”.

No hubo manera de que Bárbara cambiara su planteamiento, por mucho que insistiera Margarita, que intentaba estudiar la cuestión, pues se sentía incapaz de progresar, y poco preparada. Comenzó a pedir ideas a varias amigas suyas, que no le dieron muchas esperanzas. Al final una le dijo: —”Sí, ya se ve que tiene muy aprendido el «rollo». Mira, esa Bárbara —o como se llame— será un témpano de hielo, pero seguro que tiene corazón como todo el mundo. Piensa en algo fuerte, que impresione”. A Margarita le gustó el consejo y empezó a madurarlo.

Poco después había un día académicamente no lectivo. Margarita pidió a Bárbara que le acompañara a una gestión importante, y ésta, que no tenía nada pensado para ese día, aceptó. Se llevó el coche de su madre, y se dirigió a las afueras de la ciudad. Paró junto a un edificio, que resultó ser una residencia de subnormales profundos —casi todos niños y jóvenes— atendida por unas monjas. Pasaron varias horas allí, ayudando a comer y a limpiar a los niños, aunque Bárbara, más que otra cosa, se quedaba con la mirada fija y una expresión de asco. A la salida, Margarita preguntó: —”Qué tal”. —”No pienses que vuelva aquí”, respondió Bárbara secamente. —”¿Por…?” —”Porque es… —pensó en el término adecuado— repelente”. —”Se dice repulsivo. Vamos, que no quieres, y ya está”. No hubo respuesta. —”Mira —siguió diciendo Margarita—, eso es lo que a ti te pasa: que no quieres. Te has “montado” tu vida y lo demás es que no quieres verlo. Y te montas esas teorías sobre Dios porque no quieres encontrártelo. Y te pones «en plan mujer de hielo» para que nadie se interponga y, si me apuras, para creértelo tú misma y no enfrentarte contigo misma”. —”¡Cállate!”, interrumpió Bárbara. —”No, no me callo, y voy a seguir. ¿Y sabes lo que pasa cuando sólo te quieres a ti misma? Pues que te quedas sola, sola, sola, y llega un momento en que no te aguantas ni a ti misma, y por eso bebes y vuelves «cocida» todos los viernes. ¿Sabes lo que te digo? Que me das más pena que todos esos del asilo”. Siguió un silencio tenso, que no se rompió en todo el viaje de vuelta.

Al llegar a casa, enseguida notó Margarita que Bárbara quería estar sola, y la dejó en su habitación, diciendo que tardaría en volver. Discretamente, Bárbara echó el pestillo. Margarita se quedó en el salón preocupada, pensando si no habría sido todo “demasiado fuerte” y si “no se habría pasado”. Al cabo de algunos días, parecía que se había normalizado la situación, pero su madre le dijo a Margarita que había visto cómo Bárbara, en momentos en que ella no estaba presente, había cogido el catecismo y la Biblia de la sala de estar y se la había llevado a su habitación. Margarita sonrió. Semanas atrás había llegado a preguntarse si no iba a conseguir Bárbara enfriar su propia fe, tan segura como parecía su amiga. Ahora pensaba en cuál podría ser el siguiente paso —además de seguir rezando por ella— para conseguir esa conversión.

Preguntas que se formulan: — ¿La existencia de Dios es evidente? ¿Quiere eso decir que es indemostrable? ¿Puede ser válida una demostración en la que no haya una verificación experimental de la conclusión? ¿Es hipotético todo lo que no es verificable? ¿Por qué? ¿De qué depende la verdad de una demostración? ¿Cómo se podría rebatir la argumentación de Bárbara? ¿Cómo se denomina su postura? ¿Qué diferencia hay entre el ateísmo teórico y el práctico? ¿Qué es el agnosticismo? — ¿Puede demostrarse la existencia de Dios a partir de lo creado, por ejemplo del orden del universo? ¿Cómo sería el razonamiento? ¿Cómo se puede rechazar que se deba a otro motivo, por ejemplo el azar? ¿Se puede concluir que sin Dios nada tiene sentido? — ¿Es concluyente lo que dice Margarita sobre la necesidad subjetiva de alguien en quien creer, esperar o apoyarse? ¿Por qué? ¿Es concluyente algún tipo de razonamiento semejante, como el deseo de felicidad o el que los hombres hayan sentido la necesidad de la divinidad? ¿Por qué? ¿Son útiles en algún sentido estos razonamientos? — ¿Reconocer la existencia de Dios lleva consigo algún deber? ¿Por qué? ¿Qué es la virtud de la religión? — ¿La aceptación de que se puede alcanzar a Dios por la razón es un asunto puramente intelectual? ¿Cómo influye la actitud de la persona? ¿Qué disposiciones son necesarias para ello? ¿Es el ateísmo o el agnosticismo culpable? ¿En qué sentido? ¿Se puede apreciar en el caso estudiado? — ¿Te parece acertada la actuación de Margarita? ¿Por qué? ¿Qué piensas que debería hacer o decir en lo sucesivo? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 27-43, 2096-2097, 2566.

Comentario: En este primer caso se trata de la existencia de Dios. Aunque de hecho esta cuestión no se puede separar de la que pregunta qué sabemos de Dios, a esta última se contesta en un caso posterior, y aquí nos limitamos a tratar sobre si hay un Dios.

Si nos limitáramos a la cuestión de si la fe nos dice que existe Dios, la exposición se despacharía en tres líneas. Es obvio que es la primera verdad de fe, que sin ella todo lo demás no tendría sentido —sería una invención humana—, y que basta con abrir cualquier página de la Biblia para comprobar que habla de Dios. Pero lo que se trata de ver es si también se puede afirmar con seguridad que Dios existe sin partir de la fe: o sea, contando sólo con la razón humana. En otras palabras: ¿hay pruebas racionales de la existencia de Dios? La respuesta es que sí, las hay. Y aquí surge una nueva cuestión: si se puede demostrar, ¿por qué no se convence todo el mundo, como sucede con otras demostraciones científicas? Desde siempre se han buscado argumentos irrefutables, que impongan su conclusión sin dejar espacio a la duda. Pero eso es no entender bien la cuestión, pues no es sólo intelectual: es moral. Está en juego el sentido mismo que se le da a la vida, porque reconocer que existe Dios implica el deber de someterse a Él. Si tenemos en cuenta además que no resulta fácil este razonamiento —se trasciende lo visible—, “De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas” (Enc. “Humani Generis”, citada en CIC, n. 37).

Esto se pone de manifiesto en el caso estudiado. Barbara es agnóstica. ¿Tiene la culpa de serlo? Puede parecer que no; al fin y al cabo, ¿qué culpa hay en pensar de otro modo, o en no entender o alcanzar un razonamiento? La respuesta nos la da el n. 2128 del CIC: “El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico”. Es exactamente lo que ocurre aquí, donde no se ve esa búsqueda —al revés, se rechaza de plano— y sí esa huida, y donde Barbara reconoce su ateísmo práctico. Margarita, al principio, sólo ve un problema intelectual, “de ideas”, y todo intento de convencer con razonamientos se estrella contra un muro infranqueable. El consejo de su amiga, hablando del corazón y sugiriendo que todo ese planteamiento es una pantalla para proteger su egoísmo, es bien entendido —es un buen consejo— por Margarita, que capta su sentido y obra en consecuencia. Lo que dice a Barbara a la vuelta del asilo es cierto, y es lo que debía decirse, aunque mejor si no es tan acaloradamente. ¿No resulta demasiado violento? Un poco sí, aunque posiblemente en este caso la cerrazón de Barbara es tal que no habría otro modo de hacer que recapacitara.

Una vez que se aborda la cuestión con las debidas disposiciones, se pueden encontrar los argumentos buscados, ciertos aunque para ser completamente firmes —subjetivamente, porque objetivamente son pruebas ciertas— necesitan ser reforzados por la fe. Éstos pueden exponerse de una manera más científica —filosófica— o más elemental, pero en cualquier caso consisten en mostrar que el universo carece no sólo de sentido, sino sobre todo de razón de su existencia, sin un Creador que haya dado el ser a los seres y el orden al universo (tomar como causa del orden el azar es sencillamente un absurdo). Son argumentos objetivos, que parten de la realidad. En cambio, los argumentos de tipo subjetivo, a los que también recurre Margarita —”necesitar de alguien” para dar sentido a tu vida, para ser feliz, etc.—, aunque pueden servir para mover a la búsqueda de Dios, no son concluyentes en sí mismos, precisamente por basarse en un sentir subjetivo, que puede ser engañoso.

Queda por ver la argumentación de Bárbara. Aunque no esté ahí el fondo del problema, hay que saber refutarla. Se trata de una postura muy extendida hoy en día: el positivismo; más precisamente, el positivismo empirista. Sostiene que sólo se puede tener por cierto lo que se puede verificar experimentalmente; si no, no se pasa de la hipótesis. Esto es válido en el campo de la ciencia experimental (ciencias empíricas), pero extenderlo a todo el saber es una postura ideológica (no científica): es materialismo, porque sólo se puede verificar lo directamente observable, que es lo sensible, lo material. De partida —no como conclusión— se está negando lo espiritual, incluido ese espíritu que es la razón humana, que puede llegar a una conclusión cierta por sus propios medios, razonando, sin que sea necesario además “verlo”. O sea, que, veladamente, parte, de modo injustificado, de lo que se concluye.