Fortaleza y generosidad

El mayor espectáculo
es un hombre esforzado luchando contra la adversidad;
pero hay otro aún más grande:
ver a otro hombre lanzarse en su ayuda.
Oliver Goldsmith

  • Serenidad y dominio propio
  • El premio de la generosidad y del egoísmo
  • Orden y pereza activa
  • Consumismo y temple humano
  • Constancia y tenacidad. Querer de verdad
  • La losa de la desesperanza
  • El hastío y el aburrimiento
  • Grandeza de ánimo. Ideales y horizontes

Serenidad y dominio propio Cuentan —me imagino que no será cierto, pero el ejemplo nos vale— que ciertas tribus africanas emplean un sistema verdaderamente ingenioso para cazar monos.

Consiste en atar bien fuerte a un árbol una bolsa de piel llena de arroz, que, según parece, es la comida favorita de determinados monos. En la bolsa hacen un agujero pequeño, de tamaño tal que pase muy justa la mano del primate.

El pobre animal sube al árbol, mete la mano en la bolsa y la llena de la codiciada comida. La sorpresa viene cuando ve que no puede sacar la mano, al estar abultada por el grueso puñado de arroz.

Es entonces cuando aprovechan los nativos para apresarlo porque, asombrosamente, el pobre macaco grita, salta, se retuerce…, pero no se le ocurre abrir la mano y soltar el botín, con lo que podría escapar y ponerse inmediatamente a salvo.

Creo que, salvando las distancias con este pintoresco ejemplo, a los hombres nos puede pasar muchas veces algo parecido. Quizá nos sentimos aprisionados por cosas que valen muy poco, pero ni se nos pasa por la cabeza abandonarlas para poder ponernos a salvo, quizá porque nos falta dominio propio y estamos —igual que ese pobre mono— como cegados, impedidos para razonar.

Por el contrario, el hombre sereno y que se domina a sí mismo irradia de todo su ser tal ascendiente que sin esfuerzo disipa las dudas de quienes están a su alrededor.

—Pero son rasgos del carácter que no son fáciles de adquirir…

Ciertamente, pero quizá son tan difíciles como importantes. Lo que se debate es nuestra capacidad para otorgar a la inteligencia y a la voluntad el señorío sobre los actos todos de nuestra vida.

—¿Y cómo se puede avanzar en eso? Pongamos algunos ejemplos de cómo ir mejorando en dominio de uno mismo:

  • Para empezar, no hacer muchas declaraciones ni tomar muchas decisiones en medio de las olas encrespadas de la vanidad ofendida, de la ira o de otras pasiones desatadas. Porque en esas situaciones la pasión arrastra a las obras. Obras que, a los cinco minutos, somos los primeros en lamentar. No seamos de aquellos que actúan bajo la influencia de la impresión primera, y demuestran con ello cuán increíblemente débil es su voluntad.
  • Privarnos de lo que debamos privarnos. Se ha dicho, y con razón, que sólo poseemos realmente aquello de que somos capaces de privarnos.
  • En las comidas, por ejemplo: comer lo que nos sirvan, no llenarse de caprichos, atenerse a los regímenes y horarios de comida, no atiborrarse, etc. Es sorprendente ver cómo muchos hombres y mujeres pierden el dominio de su voluntad en el mismo momento en que se sientan a la mesa.
  • Aprender a oponerse razonablemente, a decir que no si hay que decir que no, con claridad y firmeza. Algunos confunden el dominio propio con sufrir todo ataque con mansedumbre de cordero y recibir cualquier ofensa sin réplica alguna, y no se trata de eso. Muchas veces habrá que plantarse, pero sin perder la elegancia y la mesura, ni olvidar los buenos modales.
  • El premio de la generosidad y del egoísmo Cada uno cosecha lo que siembra. Así sucedió con aquel príncipe insensato del cuento.

    Había un rey que deseaba edificar un gran palacio y encargó a uno de sus hijos que lo construyera. Le entregó la suma de dinero necesaria, y el muchacho, que era un listillo, pensó: “Construiré el palacio con malos materiales y me quedaré con el dinero que ahorre. Poco me importa si luego se viene abajo.” Así lo hizo y, cuando lo hubo terminado, se presentó ante su padre y le dio la noticia: “El palacio que me encargaste ya está terminado. Puedes disponer de él cuando gustes.” El rey tomó las llaves y se las devolvió a su hijo con estas palabras: “Te entrego el palacio que construiste. Es para ti. Esta es tu herencia.” Cuando uno actúa habitualmente con esa mentalidad de buscar el provecho propio por encima de casi todo, suele sucederle como a este personaje del cuento.

    En cierto momento de su vida recibe el pago a su falta de generosidad, se encuentra con que, con su egoísmo, se ha hecho mucho daño a sí mismo.

    Se encuentra con que, mientras pensaba que disfrutaba de su juventud aprovechando al máximo el presente, no ha logrado otra cosa que arruinar su futuro.

    Hay gente que es egoísta, que está siempre regateando esfuerzos. Se cuida y se conserva tanto que llega a la muerte casi sin estrenarse. Se va de este mundo sin dejar hecho nada positivo, sin ninguna huella, sin haber sido útil para nadie.

    Aristóteles decía que de todas las variedades de virtud, la generosidad es la más estimada. El egoísta es una persona destinada a sufrir, a ser presa habitual de sus propios zarpazos, de su difícil corazón. Quien, por el contrario, no regatea tiempo, sacrificio ni afecto para los demás, es mucho más feliz.

    Orden y pereza activa Lee Iacocca, aquel legendario empresario norteamericano que fue primer ejecutivo de la Ford y que años después lograría un espectacular reflotamiento en la Chrysler, explicaba así su experiencia de varias décadas al frente de grandes multinacionales: «No puedo menos que asombrarme ante el gran número de personas que, al parecer, no son dueños de su agenda. A lo largo de estos años se me han acercado muchas veces altos ejecutivos de la empresa para confesarme con un mal disimulado orgullo: “Fíjese, el año pasado tuve tal acumulación de trabajo que no pude ni tomarme unas vacaciones”.

    »Al escucharles, siempre pienso lo mismo. No me parece que eso deba ser en absoluto motivo de presunción. Tengo que contenerme para no contestarles: “¿Serás idiota? Pretendes hacerme creer que puedes asumir la responsabilidad de un proyecto de ochenta millones de dólares si eres incapaz de encontrar dos semanas al año para pasarlas con tu familia y descansar un poco?”.» Imprimir un ritmo ordenado a la vida, ser dueños del propio tiempo y de la agenda, tener un claro orden de prioridades en lo que hemos de hacer…, son premisas básicas para la eficacia en cualquier trabajo.

    —¿También para educar? Pienso que sí, por dos razones. La primera, porque educar exige tiempo y, por tanto, orden para sacar partido al tiempo que tenemos, que es limitado. Y la segunda, porque el orden es una virtud muy importante en la configuración del carácter de los hijos.

    Cuando no hay orden en la cabeza, acabamos siempre por elegir lo que más nos apetece, o aquello que parece urgentísimo pero que resulta que no es lo que tenemos que hacer en ese momento.

    Muchas veces, los agobios por falta de tiempo son más bien agobios por falta de orden.

    Es evidente que no se puede llegar a hacer en la vida todo lo que uno quisiera, porque no hay tiempo. El problema es por dónde se recorta, y esa decisión no la debe tomar el capricho.

    Hay personas que despliegan una febril actividad, que van y vienen de un lado a otro a toda velocidad, suben, bajan, hablan por teléfono, hacen mil cosas a la vez y no acaban ninguna, sus múltiples y poco claras ocupaciones les hacen llegar tarde a todo y con una gran sensación de prisa. Son auténticos ejecutivos pero que luego no ejecutan casi nada útil.

    —Quizá estén algo desorientados, pero por lo menos son gente esforzada…

    Bueno, no llamemos esfuerzo a lo que quizá es sólo su caricatura. Porque casi siempre casualmente ese desorden les lleva a elegir la tarea que en ese momento menos les cuesta. En el fondo son bastante perezosos.

    La pereza ordinaria es simple apatía y dejadez. Esta otra forma de pereza, que por activa no es menos corriente, resulta en cambio algo más difícil de advertir.

    Hay infinidad de hombres perezosos que no paran de trabajar y de moverse.

    Hacen cosas constantemente, pero no las que deberían hacer.

    Se trata de la común tentación de hacer lo urgente antes que lo importante, lo fácil antes que lo difícil, lo que se termina pronto antes que lo que requiere un esfuerzo continuado.

    —¿Y cómo aplicas esas ideas a la familia? La pereza activa puede hacer estragos en tu hijo estudiante que no termina de comprender que más vale estudiar intensamente tres horas y luego descansar otras tres haciendo deporte, escuchando música o saliendo con sus amigos, en vez de pasarse las seis horas intentando conjugar lo uno y lo otro para al final dejarlo todo a medio hacer y con una clara sensación de descontento (y habiendo sufrido más que si hubiera estado estudiando intensamente todo ese tiempo).

    Es también pereza activa cuando un padre o una madre de familia no cesan de ir de un lado a otro cuando quizá deberían estar en casa con su cónyuge y sus hijos. O cuando se entretienen sin verdadera necesidad en el trabajo y abandonan otras obligaciones que (casualmente de nuevo) le resultan menos agradables en ese momento. O cuando se lanzan a hacer cualquier cosa que se les cruza por la cabeza sin ponderar su oportunidad.

    —Bueno, volviendo a los hijos, yo creo que lo que les sucede a veces es que se les olvidan las cosas. Sobre todo se les olvida lo que les interesa que se les olvide, cierto, pero también pienso que esta generación es en general más descuidada que la anterior.

    El orden es una virtud que depende mucho de la forma de funcionar de la familia y del colegio, y a la que desgraciadamente no siempre se le da la importancia que tiene.

    Los padres y los profesores deben exigir que los chicos sean cumplidores, que tengan orden, un orden razonable. Serva ordinem et ordo te servabit, decían los antiguos: guarda el orden y el orden te guardará a ti.

    Un detalle muy formativo de la virtud del orden, por ejemplo, es la puntualidad: enseñar a los hijos a valorar el tiempo de los demás al menos tanto como el propio; que les preocupe si han hecho perder el tiempo a otros por sus olvidos o su desorden.

    Consumismo y temple humano A lo mejor has oído aquel chiste del mudo de nacimiento. Iban pasando los años y el muchacho no hablaba. Sus padres lo llevaban de médico en médico, sin resultado, hasta que finalmente dieron el caso por imposible. No encontraban ninguna causa fisiológica de aquel absoluto mutismo.

    Cuando la criatura tenía ya treinta y cuatro años, un buen día su madre le puso el café para desayunar, y el chico, con toda naturalidad, se dirigió a ella diciendo: —Mamá, te olvidaste el azúcar.

    —Pero, hijo mío, ¿cómo es que puedes hablar y llevas treinta y cuatro años sin hacerlo? —Es que hasta ahora todo había estado perfecto —respondió.

    Me imagino que tus hijos no estarán tan mimados como éste, que lo estaba tanto que en treinta y cuatro años no necesitó hacer casi nada por sí mismo, ni siquiera hablar. Pero piensa si no estarán llevando una vida demasiado fácil y demasiado cómoda. Es un error que tiene diversas manifestaciones. Por ejemplo:

    • Cuando los chicos tienen demasiadas cosas. Platón aseguraba que el exceso de bienes materiales produce delicuescencia en el alma, y Schopenhauer decía que es como el agua salada, que cuanto más se bebe, más sed produce.

      Los hijos criados en una atmósfera de sobriedad se forjan en la mejor fragua de virtudes. Hay una sencilla ley psicológica: lo que te ha costado mucho esfuerzo conseguir, lo valoras mucho. Lo que se te entrega por la vía rápida, casi lo desprecias. Muchos chicos tienen de todo pero han perdido capacidad para disfrutar lo que tienen porque apenas les cuesta obtenerlo.

    • Cuando permitimos que entren en el juego de la fiebre consumista, del consumir por no ser menos que los demás, por no estar por debajo de la media.

      Es triste que haya tantas personas que se centran tanto en el tener en vez de en el ser. En las aulas se observa con frecuencia lo que puede llegar a sufrir un adolescente por esa angustia de vestir a la moda, o de tener mejor material escolar o de deporte que sus compañeros.

      —Pero ¿qué puedo hacer yo por suprimir esas modas? Por suprimirlas, poco. Pero cuando claudicas ante ellas no haces bien a tus hijos. El culpable del consumismo es quien lo financia. “Mi padre me echa siempre una charla —decía aquella chica— pero al final me lo compra todo y me deja hacer siempre lo que quiero.” Recuerda que la virtud no se adquiere por repetición de charlas, sino por repetición de actos que configuran un modo de ser. Igual que en una clase de gimnasia no bastaría con que el profesor se dedicase todo el tiempo a realizar una exhibición de perfectos movimientos gimnásticos mientras los alumnos miran. No es suficiente con explicar la teoría.

    • Cuando no les enseñamos a conocer el valor del dinero y a administrarlo. Muchos chicos y chicas jóvenes parece que tienen las manos horadadas. No saben lo que es tener dinero para comprar algo y no comprarlo: da igual que sean unas zapatillas de deporte que unas chucherías, o agotar todas sus reservas en la barra de un bar. No saben lo que es el ahorro. No les dura nada el dinero en el bolsillo.

      Si no cambian, cuando sean mayores se les escapará el dinero de entre las manos, porque ahora no conocen su valor. Quizá, como decía Wilde, saben el precio de todo pero no conocen el valor de nada.

    • Es positivo acostumbrarse a la economía ya en los años de la juventud. “Cuando trabajas para conseguirte el dinero, —me decía uno en cierta ocasión— ya lo gastas de otra manera, te lo piensas.” La economía educa el carácter y aumenta el sentimiento de autonomía, mientras que el exceso de dinero induce a la ligereza. El ahorro —sin caer en extremos anormales— puede ser muy formativo.

    Constancia y tenacidad. Querer de verdad Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que litigar para reivindicar su patrimonio.

    En uno de los juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria.

    Soñaba con ser un gran orador, pero la tarea no era fácil. Tenía escasísimas aptitudes, pues padecía dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo improvisado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discurso fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obligó a interrumpirlo sin poder llegar al final.

    Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitándose. “La paciencia te traerá el éxito”, le aseguró.

    Se aplicó con más tenacidad aún a conseguir su propósito. Era blanco de mofas continuas por parte de sus contrarios, pero él no se arredró. Para remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedrecilla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas. Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer su voz, y cuando tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes, sopesando el valor de cada uno de ellos.

    A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tartamudo había profundizado de tal manera en los secretos de la elocuencia que llegó a ser el más brillante de los oradores griegos, pionero de una oratoria formidable que rompía con los estrechos moldes de las reglas retóricas de sus tiempos, y que todavía hoy, 2.300 años después, constituye un modelo en su género.

    Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.

    —Está claro que el mundo avanza a remolque de la gente que es perseverante en su empeño.

    A veces las personas decimos que queremos, pero en realidad no queremos, porque no llegamos a proponérnoslo seriamente.

    Si acaso, lo “intentamos”, pero hay mucha diferencia entre un genérico “quisiera” y un decidido “quiero”.

    —Sin embargo, a veces los chicos dicen que es imposible hacer nada con tantos condicionamientos que tienen.

    Beethoven, por ejemplo, estaba casi completamente sordo cuando compuso su obra más excelsa. Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchando contra la miseria, y empleó para ello treinta años. Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte, afligido de terribles dolores.

    Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América si se hubiera desalentado después de sus primeras tentativas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resueltamente en su propósito.

    —Pero no todo el mundo es como esos genios que han pasado a la historia…

    De acuerdo, pero hay que poner alta la meta.

    —Bien, pero tampoco van a vivir como obsesionados por alcanzar esa meta y por cumplir todos los días todo lo que se proponen.

    Efectivamente: sin obsesiones, pero sin abandonarse, que bastante rebaja trae ya consigo la vida. Liszt, aquel gran compositor, decía: “Si no hago mis ejercicios un día, lo noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo nota el público”.

    —¿Y cuando no les salen las cosas una y otra vez, como sucede a veces? No le iría bien al río, dice el refrán, si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín, si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y hay que aceptarla como es.

    Que no se engañen diciendo que “la suerte es patrimonio de los tontos”, porque es una excusa de fracasados. Que no piensen que son muy listos pero que la vida no les hace justicia, cuando quizá lo que debieran hacer buscar la verdadera razón de su desgracia. Que se acuerden de ese otro refrán: el que quiera lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, agarre la ocasión por los pelos y no la suelte.

    Lanzarse y perseverar. Audacia y constancia: dos aspectos inseparables que se complementan. Horacio afirmaba que quien ha emprendido el trabajo, tiene ya hecho la mitad. Y se podría completar con aquello otro de Sócrates: comenzar bien no es poco, pero tampoco es mucho.

    La losa de la desesperanza Victor Frankl cuenta cómo los que estuvieron en campos de concentración durante y después de la Segunda Guerra Mundial recuerdan perfectamente a aquellos hombres que iban de barracón en barracón dando consuelo a los demás, brindándoles su ayuda y, muchas veces, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.

    Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa que es como la última de sus posesiones: la elección de la actitud personal para decidir el propio camino.

    El mensaje de Frankl es claro y esperanzador: por muchas que sean las desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerrado que se presente el horizonte en un momento dado, siempre queda al hombre la libertad inviolable de actuar conforme a sus principios, siempre queda la esperanza.

    —Bien, pero ¿cómo infundir esperanza en la familia? Hay muchos detalles que pueden contribuir mucho a lograrlo. Por ejemplo:

  • Transmitir un aliento positivo en todo aquello que hacemos. No dejar hundido a nadie. Decir primero lo que va bien, y de lo que va mal hablar sólo lo necesario.
  • Quizá tus hijos, por lo que sea, te ven poco: que insufles oxígeno en el poco rato que te vean.
  • Cuida de no caer en un optimismo simplón, que sería un sustitutivo barato de la esperanza. Los optimistas vacíos se van dando golpes contra la realidad. En cambio, los realistas con esperanza saben afrontar con entereza la realidad, porque la esperanza no es un consuelo para niños ni un narcótico para ingenuos.
  • La gente necesita que le digan de vez en cuando que lo ha hecho bien. Es una pena que algunos parezcan como incapaces de hacer un elogio, cuando es algo mucho más importante de lo que parece.
  • Sé previsor para esquivar los males evitables. La esperanza no es una resignación tonta sumada a un optimismo ingenuo: es para trabajar y transformar la realidad y así evitar en lo posible esos males.
  • Afronta con serenidad las contrariedades, los destrozos, los errores de tus hijos. Piensa que incluso quienes han recibido una esmerada formación pueden cometer a veces errores serios. Un descuido ocasional, por tanto, aunque sea grave, no es motivo para la desesperación. Si tu hijo vuelve una noche borracho a casa después de una fiesta, o si tu hija fuma un día marihuana con un grupo de amigotes, el mundo no se acaba ahí. Por supuesto que es grave y hay que actuar con rapidez y decisión, pero todavía hay remedio.
  • -Pero a veces parece como si los errores acumulados de mucho tiempo tiñeran de negro el futuro, y piensas que todo va a acabar mal. A veces llega un momento en que no encuentras sentido a casi nada, y no te sientes con fuerzas para pasarte la vida luchando sin ver el final del camino…

    Sería estupendo tener luz para ver claro el camino en todos los momentos, todos los días, toda la vida. Sería mucho más bonito, más tranquilizador, sería maravilloso. Pero no siempre se tiene. A lo mejor tenemos luz en un momento determinado, y unas horas después no. Y unos días sí y otros no. Y puede llegar una temporada especialmente oscura. Pero hay que seguir adelante.

    Algunos abandonan su lucha simplemente porque no pueden lograr sus objetivos al cien por cien. Les falta esperanza para construir humildemente cada día aunque sea sólo un dos o un tres por ciento de sus planes.

    Haz ese poquito que puedes y procura que en tu casa haga cada uno ese poquito que puede, y cambiarán mucho las cosas en poco tiempo. Teme menos al futuro y pon más coraje en el presente. Es mala política vivir demasiado mediatizado por el pasado, tanto si es por amargura como si lo es por añoranza.

    Si es por amargura, convendría recordar aquel adagio ruso que dice que lamentarse por el pasado es como correr en pos del viento. En vez de dar vueltas y más vueltas a ideas recurrentes, en vez de decir que el mundo es un asco, o que todos los hombres son unos egoístas, o que cada uno sólo se preocupa de lo suyo; en vez de eso, vamos a ver si cada uno mejora un poco su propia vida y la de los cuatro o cinco, o quince, o veinte, que tiene a su lado. Menos preguntas, menos quejas y más trabajo.

    Y si es por añoranza, habría que pensar si ese recuerdo del pasado sirve para iluminar el presente o es un torpe refugio sentimental para no hacer frente al día de hoy.

    —Otros se desaniman porque ven muy negro su futuro profesional o afectivo. Las cosas no están nada fáciles hoy día…

    Ante la sombra del no hay futuro, es fácil caer en un engaño escapista.

    Es la tentación de rehuir el esfuerzo cotidiano, de buscar el refugio en unos ratos de disfrute engañosos que siempre se hacen breves, en el embaucamiento de aguantar el paso del tiempo soñando con esos momentos de fuga.

    Así, un estudiante puede pasarse clases enteras pensando en lo que hará el fin de semana, y semanas enteras pensando en la llegada del verano, y años enteros soñando con que la felicidad vendrá con la vida universitaria, o con el comienzo del ejercicio profesional, o con el matrimonio…, o con la jubilación. Y no comprende que el futuro está en el presente.

    El hastío y el aburrimiento Hay mucha gente que se aburre mucho. A veces tanto que, por ejemplo, incluso en su refugio televisivo tienen que esforzarse para no ser engullidos por el zapping: van pasando continuamente de un canal a otro y en vez de poder elegir entre cinco programas distintos, al final resulta que todos les aburren y ellos mismos acaban arrastrados por esa posibilidad de pasar de un programa a otro y no se enteran de lo que sucede en ninguno.

    Están tan perezosos y aburridos que no tienen fuerza ni para divertirse. Dejan simplemente pasar las horas sin encontrar nada que les ilusione. Las tardes se les hacen interminables, dicen que todos los días son iguales, que todo les cansa. Les cansa lo malo, y se cansan también de lo bueno. Y se aburren los que tienen poco, y se aburren, incluso más, los que tienen mucho.

    El problema no son los aburrimientos transitorios, sino el que toma posesión del estado habitual de ánimo, el de esa gente que con veinte años dice que ya lo ha visto todo y que todo le aburre.

    El aburrimiento es una enfermedad difícil de curar. Hace poco leí que hay tres remedios contra esta enfermedad del aburrimiento: el trabajo, el amor y el interés por los detalles pequeños. Y que esos tres remedios, además, sólo se venden en forma de semilla: hay que tener un poco de paciencia, porque al principio son algo pequeño, pero luego crecen y acaban floreciendo e iluminando la vida.

    El aburrimiento general no se combate divirtiéndose. Las diversiones pueden arrancar las hojas de la tristeza pero no arrancan su raíz. Las diversiones resuelven sólo pequeños instantes de aburrimiento.

    La forma de resolver el problema global del aburrimiento es enamorándose de la tarea que nos ocupa la mayor parte del tiempo que en esta vida pasamos levantados de la cama: trabajar. Quien se entrega con generosidad al trabajo es difícil que conozca el aburrimiento.

    El trabajo es uno de los mejores educadores del carácter.

    El trabajo enseña a dominarse a uno mismo, a perseverar, a templar el espíritu, a olvidar tonterías y a muchas cosas más.

    Interesa descubrir el valor grande de cosas que pueden parecer insignificantes. Nada es inútil. Todo es valioso. El encanto de una ocupación se esconde detrás de ese disfrutar terminando bien las cosas, cuidando esos detalles que hacen que nuestro trabajo sea un verdadero servicio a los demás.

    Que no nos suceda como en aquella oficina vacía en la que un visitante hizo al ordenanza la siguiente pregunta: —¿Es que no trabajan por la tarde? Y la respuesta fue: —Cuando no trabajan es por la mañana. Por la tarde no vienen.

    Grandeza de ánimo. Ideales y horizontes Existe una leyenda entre los indios norteamericanos que cuenta cómo un bravo guerrero, en cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas (ave zancuda menor que la perdiz y de carne muy sabrosa). El aguilucho nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas.

    Para comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos cortos, como las chochas.

    Un día vio un magnífico pájaro, a gran altura, en un cielo azul intenso. Su aspecto era majestuoso, aristocrático, real, imponente.

    —¡Qué pájaro tan hermoso! ¿Qué es?, preguntó el águila cambiada mientras sentía rebullir su sangre de un modo muy íntimo.

    —¡Ignorante! ¿No lo sabes?, cloqueó el vecino. Es un águila. La reina de las aves. Pero no sueñes, nunca podrás ser como ella.

    El águila cambiada lanzó un profundo suspiro nostálgico…, bajó la cabeza…, picoteó el suelo…, y se olvidó del águila majestuosa. Pasado el tiempo, murió creyendo que era una chocha.

    A muchas personas les sucede como a esa pobre águila, inconsciente de su noble origen y de sus posibilidades. Han venido al mundo y hacen lo que ven hacer a los que tienen a su alrededor, siempre que sea fácil. No se sienten llamados a nada grande. Cuando observan en otros algo digno de imitación, lo ven siempre como algo lejano e inasequible para ellos. No trascienden, no aspiran a más, se contentan con el aburrido transcurrir de las costumbres de su entorno. No entienden de magnanimidad.

    Ante muchas enfermedades de la personalidad adolescente hay que remitirse a la falta de magnanimidad. Y preocuparse entonces de curar, no los síntomas de la enfermedad, sino la causa de la enfermedad.

    La magnanimidad es grandeza de ánimo. La magnanimidad aparece sin rebajar a nadie, sin sobreelevarse a sí misma, con nobleza. Es virtud de personas que desean abandonar la transitada senda de la medianía y acometer empresas audaces en beneficio de todos. El hombre magnánimo está siempre dispuesto a ayudar, no se asusta ante las dificultades, se entrega sin reservas a aquello que cree que vale la pena.

    El pusilánime, en cambio, piensa que todo está por encima de sus posibilidades. Es ése que espera sentado su oportunidad, que aguarda pacientemente tiempos mejores mientras se lamenta de lo difícil que está ahora todo.

    Es una desdicha convivir con personas pusilánimes. Son aguafiestas permanentes, conformistas desalentadores. Todo lo que hacen tiene el regusto de la mediocridad, incluso la diversión. Son hombres apáticos y romos, sin ganas de saber.

    El vacío de ideales es la más amarga de las carencias.

    —Pues a veces parece como si los chicos y chicas a esta edad apenas tuvieran ideales…

    Creo que no es para tanto. La adolescencia es una época de contrastes. Es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos. Es un tiempo de ilusiones, de proyectos, de posibilidades que se abren a cada paso. Son chicos y chicas que dejan atrás la niñez como se abandona una camisa que se ha quedado pequeña; y ahora, para vestirse de nuevo, ya no les sirven sus sueños infantiles.

    Es una época presidida por constantes dilemas. Por un lado se les presenta lo noble; por otro, lo mezquino. Y esa lucha no siempre se resuelve debidamente si la educación no es acertada.

    Pero lo propio de un adolescente correctamente educado es albergar en su cabeza la idea de que puede y debe llegar a ser un hombre grande.

    Todos hemos de esforzarnos para que la mediocridad no se vaya adueñando de nosotros con el paso del tiempo. El apocamiento de ánimo es una sombra que, con el desgaste del transcurrir de la vida, puede acabar manejándonos con sutileza, y lograr nuestra sumisión, sedando poco a poco nuestras esperanzas e ilusiones hasta hacernos casi subhumanos.

    La grandeza de ánimo también requiere un poco de estilo. Hemos de evitar lo mediocre, más que condenarlo altivamente. Porque, como decía Jean Guitton: Cuando la grandeza de ánimo se alía a la altivez suele quedarse sólo en altivez, que es un horrible defecto.

    Cuando —como hemos dicho— la grandeza se expresa sin rebajar a nadie, sin sobreelevarse a sí misma, entonces es una magnanimidad noble y con clase.