Francisco J. Mendiguchía, “El pobre niño rico”

Hace ya más de cincuenta años, se estrenó en nuestro país una película que se titulaba “La pobre niña rica” y que estaba protagonizada por una célebre pequeña actriz llamada Shirley Temple. Siempre me pareció un título bastante pretencioso, manifiestamente injusto y aun algo demagógico, pues, ¿cómo compadecer a un niño que es rico? Lo lógico es que hay que tener mucha más compasión por uno que es pobre y, por lo tanto, carece de muchas cosas que el rico posee.

Sin embargo, y precisamente en el país donde viven más niños ricos por kilómetro cuadrado, en los Estados Unidos de América, un ilustre pediatra, el Dr. Ralph E. Minear, profesor de la Universidad de Harvard, ha acuñado un original término para designar un nuevo síndrome descubierto por él, la «ricopatía», es decir, la riqueza como factor patológico, que puede dañar el desarrollo de la personalidad y aun la salud física de los niños.

Posiblemente sea algo exagerado el término, pero lo que sí es cierto, es que podríamos hablar de «síndrome del niño rico», como algo que se presenta, no ya en Norteamérica, sino en nuestra propia sociedad consumista actual, con el agravante de que lo presentan, no sólo familias que pudiéramos llamar ricas, sino que se ha extendido a otras capas sociales más deprimidas, cultural y económicamente.

Veamos en qué consiste este nuevo síndrome. Lo he visto más de una vez en mi ejercicio profesional bajo la forma de una carencia de eso que podríamos llamar voluntad y que, en estos casos, no es más que una carencia de motivaciones. Los síntomas consisten en ausencia de ilusiones, estado de ánimo deprimido con apatía, desgana y tristeza, síntomas psicosomáticos del tipo de cefaleas, vómitos, diarreas, etcétera, o trastornos de la conducta con enfrentamientos con los padres, que creen ingenuamente tener comprado el amor y la obediencia de sus hijos, dándoles todo lo que piden, y aun lo que no piden.

Cuando investigaba estos casos a fondo, veía que lo único que les pasaba era que tenían un exceso de todo, ya no apetecían nada, estaban de vuelta de todo y hastiados de casi todo, en una palabra, se habían convertido en unos escépticos prematuros que más parecían viejos que niños.

Los juguetes infantiles Y ¿qué cosas son éstas que pueden tener en demasía? Empecemos por lo más infantil: los juguetes. Hace poco se ha inaugurado cerca de Madrid la tienda de juguetes «mayor del mundo», y efectivamente lo debe ser, pues en sus grandes estanterías se acumulan miles y miles de ellos perfectamente clasificados por sexos y edades, desde el bebé hasta el adolescente, de precios bastante elevados en general, y de complejo manejo la mayoría; lo curioso es que en el lugar donde resido, que no llega a los tres mil habitantes, también se ha inaugurado ¡otra juguetería! Estos dos hechos nos indican que la tendencia al consumo de juguetes es cada vez más alta y su fabricación y comercialización mueve grandes cantidades de dinero.

Yo, como buen abuelo, también fui a comprar los correspondientes regalos a mis nietos en las últimas fiestas y pude darme cuenta que, en los grandes almacenes sobre todo, la gente sacaba sus carritos repletos de juguetes. Se ha producido una verdadera rivalidad entre las familias, para ver cuál de ellas los compra más y mejores a sus hijos, pues ello es índice de buen nivel de vida y de prestigio social: «Nuestro hijo tiene tantos o más, y mejores, juguetes que el vuestro».

Y los niños, ¿qué piensan de todo ello? Naturalmente están encantados y casi no tienen tiempo de jugar con tantos. Sin embargo, a poco de comprada, la mitad de toda su juguetería está ya rota, generalmente por lo deleznable del material con que está hecha. Una cuarta parte no es utilizable porque han perdido la mitad de las piezas de los complicados aparatos en que se han convertido los juguetes y sólo juegan con la otra cuarta parte que, ¡vaya casualidad!, son casi los mismos con los que nosotros jugábamos hace sesenta años: pelotas, muñecas, coches, cocinas y construcciones En lo que realmente hemos avanzado en este capítulo, es en los conocidos con el nombre de «juguetes educativos», que estimulan el desarrollo sensorial e ideativo del niño. Sin embargo no hay que perder de vista que el juguete en sí, sin más adjetivos, para lo primero que tiene que servir es para divertir al niño, al mismo tiempo que estimula su imaginación y hacerle entrar en ese mundo maravilloso, fantástico e irrepetible de los juegos infantiles, y para esto sirven lo mismo los juguetes caros que los baratos. El niño es tan «general» encima de un precioso caballo de peluche, que subido en el bastón del abuelo, o por lo menos así era antes.

Hoy en día, y debido a esa gran cantidad de juguetes que tienen, los niños han empezado a despreciar enseguida los viejos, exigiendo uno nuevo al que no le falte nada; ya no le sirve el “pars pro toto” (la parte equivale al todo) de la vieja psicología del juego infantil y ahora, si a una muñeca le falta un dedo hay que tirarla. Antes, cuanto más vieja y rota estaba, más la quería la niña. Hoy un coche sin una rueda ya no es un coche. En pocas palabras, el niño se está haciendo tan materialista como el mundo en que vive, se va convirtiendo en un redomado consumista y se sentirá desgraciado y frustrado si no tiene más y mejores cosas que los demás.

¿Y los juguetes bélicos? ¿Deben prohibirse porque fomentan la agresividad infantil y son los responsables de la violencia de los adultos y de las guerras que éstos desencadenan? La verdad es que el niño tiene siempre una dosis de agresividad y más vale que haga su catarsis simulando batallas con soldados de plástico, que a pedradas, que sí que hacen heridos de verdad y, por ello, siempre ha jugado con juguetes bélicos, los etruscos con espadas y escudos de madera y los de ahora con vehículos intergalácticos.

En el fondo, la sociedad entera está asustada por la violencia que está desarrollando la infancia y la adolescencia y buscan un chivo expiatorio en los juguetes bélicos, para no admitir que es ella la verdadera culpable por su educación absolutamente permisiva, la visión diaria en la televisión de escenas de la más cruda violencia y la violencia real de agresiones, atentados y guerras de verdad que los adultos promueven.

A los hombres, lo que hay que decirles es: dejen ustedes de fabricar aviones, cañones y tanques, y los niños no podrán imitarlos en sus juegos, no hagan guerras y no jugarán a ellas.

Pero no son sólo juguetes lo que se puede dar al niño o adolescente en demasía, sino que son otras muchas cosas, tales como ropa (un adolescente, como cualquier dama elegante, necesita estrenar con frecuencia pantalones, camisas o zapatos de determinadas marcas, para no parecer menos que los demás), relojes y bolígrafos caros (que pierden indefectiblemente al poco tiempo), costosos equipos de deporte y tantas y tantas otras cosas que los anuncios, sobre todo los televisivos, les meten por los ojos y la voluntad.

Consecuencias en los hijos y en los padres Una pregunta inquietante que los padres deben hacerse, es si todo este dar demasiadas cosas a los hijos, no es porque es más fácil y más cómodo que dedicarles más atención y un poco más de tiempo para educarlos que, desde luego, es más incómodo.

Porque esta comodidad acabará volviéndose contra ellos, ya que el niño, acostumbrado a muchas y caras cosas, les pedirá cada vez más, en cantidad y calidad, llegando un día en que no podrán satisfacer sus deseos, y entonces los hijos se volverán contra ellos, culpándoles de haberles acostumbrado mal.

Quizá uno de los aspectos más negativos de este exceso de cosas que los hijos tienen, juguetes, ropa, golosinas, etc., es la distorsión que esto produce en su sentido ético de la justicia distributiva y el desarrollo de una filosofía en la que predomina la idea de que, en este mundo, lo ideal es tener siempre más y mejor de lo que tienen los demás.

En el futuro, el único objetivo de estos niños será este «más y mejor» y por ello carecerán del concepto moral de que no se debe tener siempre de todo en demasía, aunque se pueda, mientras haya otros que no tienen de nada o muy poco, es decir, se habrán convertido en unos seres básicamente egoístas e insolidarios.

Otro mal que se hace al niño, es acostumbrarle a recibir todo sin esfuerzo por su parte, y casi siempre sin merecerlo, por lo que, cuando se le empieza a exigir trabajo y sacrificios, como sucede muy tempranamente en la vida, se encuentran completamente en desventaja frente a los que saben, porque así se lo han enseñado, que lo que se desea, algo cuesta.

Numerosos fracasos escolares no tienen más base que esta imposibilidad para el esfuerzo del estudio. ¡Cuántas veces he oído a niños y jóvenes «es que no me gusta estudiar»! Y cuando les hago ver que es muy raro que a algún niño le guste estudiar, pero que lo hacen porque tienen que hacerlo aunque les cueste, acaban reconociendo que a ellos no le han acostumbrado a esforzarse por nada, porque siempre han tenido de todo, sin necesidad de mover un dedo.

Si miramos el problema desde otro punto de vista, el de los padres, no es infrecuente que éstos, que han proporcionado a sus hijos todo lo mejor, juguetes, vestidos, bicicletas, motos, colegios, estancias en el extranjero para aprender idiomas o para esquiar, acaben considerando a los hijos como una inversión. Lo mismo que si hubieran puesto su dinero en unas acciones o en unos bonos del Tesoro, y tienen que producir enseguida dividendos, devolviendo a los padres el capital que éstos han gastado.

Esto les lleva a exigir a los hijos que sean los primeros en todo, los más sobresalientes en clase, los mejores deportistas, los de más éxito social, en concreto que sean superiores a los demás, ¡ah! y además que les adoren porque han sido tan buenos con ellos.

Pero como todo esto sucede menos veces de lo que ellos creen, pues con su comportamiento están contribuyendo a que pase lo contrario, la frustración que esto les produce les lleva a considerar a sus hijos como unos monstruos desagradecidos indignos de que ellos se sigan «sacrificando». La frase: «Doctor, hemos procurado que siempre tenga lo mejor y mire cómo nos lo paga», la hemos oído muchas veces y cuesta mucho convencer a los padres de lo equivocado de su proceder y de que ellos son realmente los responsable de la conducta de sus hijos.

Otro problema importante es que los niños que tienen mucho de todo pierden la ilusión por las cosas y ya no esperan emocionados las fiestas propias para recibir regalo como su santo o cumpleaños, o las Navidades, por ejemplo y entonces tienden a buscar emociones nuevas. A esto se debe, en parte, que los niños se dediquen a robar cosas, aunque sean bolígrafos, que realmente no les sirven para nada. El caso es sentir la emoción de que les puedan coger y hasta organizan verdaderos campeonatos en los colegios para ver quién, o qué grupo, es capaz de robar más cosas o de más valor.

En relación con esto, pero ya en adolescentes, se está produciendo lo que los sociólogos conocen con el nombre de «áreas de delincuencia» o «zonas de conflictividad», pero no en zonas suburbiales o de marginación social, sino en núcleos habitados por familias de clase media o alta, en las que. el aburrimiento y el afán de experimentar nuevas sensaciones, genera la comisión de actos predelictivos o francamente delictivos, como rotura de farolas, consumo de drogas blandas, robos, agresiones o asaltos sexuales.