Francisco J. Mendiguchía, “Las dificultades emocionales”

Hay una tendencia natural a considerar que la infancia es la edad del paraíso perdido y, ya que no es fácil ser completamente feliz en la edad adulta, se idealizan los primeros años. Lo cierto es que, si uno se analizara su propia infancia, se vería que hay también ratos amargos y que la ansiedad puede aparecer antes de la adolescencia.

Los tímidos «Mire usted, es un niño al que no le gusta salir, tiene dificultades para relacionarse y tener amigos, es muy inseguro y se “corta” fácilmente ante extraños.» ¡Cuántas veces hemos oído este relato en la consulta! Es la triste historia de la timidez o, como ahora se dice, del trastorno «por evitación», trastorno que aparece en algunas ocasiones en niños que hasta ese momento no habían presentado ningún problema pero que, las más de las veces, es que son así desde que eran pequeños.

La principal característica del cuadro es la de rehuir todo contacto con la gente que no le es familiar al niño y que, si es lo suficientemente severa, puede llegar a trastornar sus relaciones sociales, mientras que en la propia familia o en un grupo reducido de amigos se encuentra perfectamente.

Son niños que se encuentran violentos ante personas poco conocidas, no digamos ante las desconocidas, y que tienen miedo a hablar por temor a decir alguna tontería o no saber alguna cosa que le pregunten. Tienen además un inmenso pavor a hacer el ridículo y más si sabe que, en determinadas ocasiones, puede ponerse colorado al «subírsele el pavo».

A estos tímidos no debe forzárseles a que se relacionen con extraños porque inmediatamente surgen los síntomas de una ansiedad que les lleva al rechazo, al escape o a la huida. A veces, su reacción consiste en dejar de hablar cayendo en un mutismo que suele tomar la forma de lo que se conoce con el nombre de «mutismo electivo», llamado así porque sólo se produce en determinadas situaciones que pueden ser conflictivas para el niño.

Su susceptibilidad se pone de manifiesto en el siguiente ejemplo: se trataba de un niño cojo a causa de una poliomelitis (esto sucedió cuando esta enfermedad era un verdadero azote para los niños), del que se reían sus compañeros de colegio que le apodaban por ello «patachula». El niño en un principio se negó a asistir a clase, pero al obligarle sus padres, cayó en un mutismo completo en cuanto puso los pies en la calle. En un par de sesiones logré que hablara conmigo pero, a los pocos días, tuve que mandarle aviso de que no podía recibirle el día señalado y le di hora para el siguiente; pues bien, debido a la frustración que le produje por haberle pospuesto a él, estuvo toda la hora sin hablarme.

¿No les recuerda a los lectores esta actitud a la que adoptan las ostras cuando sienten algún peligro a su alrededor y se cierran herméticamente? Pues precisamente a estos niños se les conocía con este nombre: «niños ostras».

Casi todos los autores dicen que este síndrome es más frecuente en las niñas que en los niños y, sin embargo, en el fichero de mi consulta tengo más chicos que chicas, la verdad es que no sé por qué, aunque supongo que es porque, por lo menos en nuestro país, los padres toleran peor la timidez de los hijos que la de las hijas, quizá porque piensan que deben ser más tímidas y recatadas, y por eso consultan.

Unas veces la timidez es temperamental, pero otras es producto de una educación demasiado restrictiva y asustadiza: «niño bájate de ahí que te puedes caer», «niño no toques eso que te puedes hacer daño», «niño ten cuidado con…», etcétera, con lo que el niño acaba teniendo miedo a todo y, al final, creyéndose una calamidad. Entonces el niño se lo prohibe todo a sí mismo («no soy capaz de hacerlo»), se produce el fracaso y, como consecuencia, la reacción de retirada.

En otras ocasiones el síndrome de evitamiento se puede desarrollar en niños que hasta entonces no eran así, bien de una forma espontánea (no lo es nunca, siempre hay un motivo que habrá que investigar y sacarlo a la luz), bien después de haber sufrido alguna importante decepción o frustración o bien algún episodio doloroso como la muerte de un ser querido. En el fondo, siempre nos encontramos un sentimiento de inferioridad.

Toda esta sintomatología suele ir atenuándose con el tiempo y al llegar a los veinte años desaparece completamente en una cuarta parte de los casos; otros, en mayor proporción, mejoran ostensiblemente, aunque siempre quedándoles algo de insociabilidad y tendencia al aislamiento; y otros, los menos, permanecen igual de tímidos y retraídos toda la vida, por ser ya la timidez algo anclado profundamente en su personalidad.

La ansiedad de separación Otras veces la historia que oímos es diferente: «Le traemos este niño que, cuando era pequeñito, le costó mucho empezar a ir al colegio, se negaba a ir, lloraba, tenía una pataleta y muchas veces, aun llevándole de la mano su madre hasta la puerta, se negaba a entrar y tenían que volverse a casa.» Aquello se le pasó al niño con el tiempo, pero, dicen los padres, «ahora es peor, somos nosotros los que no podemos salir de casa, pues nuestro hijo se angustia mucho pensando que nos puede pasar algo malo y, si alguno de nosotros sale y tarda en volver, sufre una verdadera crisis de ansiedad por creer que hemos tenido un accidente o nos ha dado un ataque o cosas parecidas».

Aquí tenemos un mayor grado de ansiedad que se manifiesta de otro modo, bajo la forma de lo que se denomina «angustia de separación», que se produce cuando el niño tiene que estar lejos de las personas a las que ama y le dan seguridad, los padres en la mayoría de los casos.

Otras veces el temor es que sea él mismo al que le pase algo que le pueda separar de los padres, por ejemplo, que le rapten, cosa que, aunque puede suceder por el día, es por la noche cuando tiene más posibilidades o que se pierda y no sepa volver a casa.

Todo este comportamiento empieza halagando a los padres, pues significa que su hijo les quiere mucho, pero acaban verdaderamente fastidiados porque no pueden hacer una vida normal.

Estamos hablando de ansiedad, pero no hemos explicado lo que es y conviene hacerlo antes de seguir: es un sentimiento de peligro inminente, una sensación de que algo malo va a suceder y que se traduce en una actitud expectante ante un peligro que no sabe ni cómo, ni cuándo, ni por qué va a llegar. Un término parecido es el de angustia, pero en ésta hay una sensación de opresión en el pecho, de estrechamiento (angor) y de encogimiento que se acompañan de sudor y palpitaciones.

En contraste con la ansiedad y la angustia, en el miedo, que también es un sentimiento displacentero, sí se sabe que viene de algo concreto y conocido. De todas formas, estos tres estados, que se diferencian muy bien en el adulto, en el niño es más difícil de establecer una separación entre ellos.

Siguiendo con la ansiedad de separación en el niño vemos que ésta se puede manifestar bajo la forma de llanto, rabietas, violencia contra las personas que quieren forzar la separación en sus fases agudas o con apatía y tristeza en sus fases intercríticas. Otras veces se manifiesta con el aspecto de síntomas psicosomáticos como cefaleas, vómitos, diarreas, etc.

La mayoría de todos estos síntomas suele desaparecer con el tiempo, pero todavía es posible verlos en la adolescencia o más tarde, como un chico de veintitrés años que tenía que dormir en la misma habitación que la abuela. De todas maneras, no es extraño que, estos niños con ansiedad de separación, muestren de mayores rasgos obsesivos e hipocondríacos.

Mecanismos de defensa y ansiedad manifiesta Para liberarse de la ansiedad el niño, y el adulto, de una forma inconsciente recurre a unos mecanismos que conocemos con el nombre de «defensas del Yo» que los padres deben conocer para entender así muchas de las reacciones de sus hijos. Describiré dos de los más usados en la infancia: -Mecanismo de proyección: Todo lo que pueda tener un aspecto negativo, se expulsa del Yo y se adscribe a otra persona. Tal es el caso de un niño que se acerca con su abuelo a la jaula de los leones y de pronto se para y dice «vámonos abuelo que ‘te’ da miedo el león».

-Mecanismo de compensación: Está perfectamente resumido en el dicho «Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces».

Estos mecanismos pueden tener un éxito completo y el niño no siente ansiedad, pueden tenerlo parcial y entonces aparece en cuadros como los anteriormente descritos, pero también pueden fracasar y aparecer la ansiedad en toda su crudeza.

Esto es lo que sucede en los «terrores nocturnos», durante los cuales el niño se incorpora en la cama bañado en sudor, aterrorizado, tembloroso, pide se le defienda de animales o monstruos y hace ademanes de defenderse de algo. Todo este cuadro tan aparatoso se pasa en pocos minutos, el niño vuelve a dormirse y, a la mañana siguiente, no se acuerda de nada. La ansiedad también puede aparecer en forma de pesadillas pero en ellas no se despierta por completo y, al despertarse al día siguiente, puede ser recordado como un «sueño feo».

Cuando la ansiedad no se manifiesta de una forma aguda, aparece lo que los americanos llaman «overanxious disorder» o «estado de ansiedad excesiva», en el que se aprecia una ansiedad de fondo manifestada por preocupaciones excesivas y poco realistas por cosas del futuro, que a lo mejor no van a sucederle nunca, como tener algún accidente o enfermedad o que sí pueden pasarle, como los próximos exámenes, tener que hacer una cosa en grupo o tener que ir al médico, o aun por cosas que ya han pasado pero siguen preocupándole, como haberse perdido en una playa.

Todo ello lleva al niño a un estado de ánimo depresivo, bajo rendimiento escolar, tendencia al aislamiento, sentimientos de autorreproche y estado de continua alerta por lo que le pueda pasar. Si el estado de ansiedad es muy grande se puede manifestar en una gran inquietud, viéndose al niño ir y venir sin sentido, como buscando algo que no encuentra y que no significa más que el sentimiento inconsciente de que «mientras me muevo no me pasa nada».

La terapéutica de la ansiedad pasa por la psicoterapia de apoyo y de resolución de conflictos, por la modificación de actitudes y por la utilización de ansiolíticos.

Las formas de histeria infantiles Pero antes de seguir con los trastornos emocionales infantiles, quiero contar la historia de una vez que hice un «milagro»: Me llevaron un día a la consulta a una adolescente de trece años porque se había quedado ciega al día siguiente de tener un accidente de bicicleta, la consulta era pública y tuvo que pasar por delante de mucha gente que hicieron numerosos comentarios sobre la tragedia de aquella familia. Como en el examen neurológico no encontré nada anormal, eché a la niña en un diván, hice que cerrara los ojos y que respirara rápida y profundamente al mismo tiempo que le agarraba por las muñecas y le decía: «cuando haya pasado un minuto empezarás a ver poco a poco» y, efectivamente, cuando al cabo de un rato le pregunté: «¿ves ya algo de mi cara?», me contestó: «sí, le voy viendo ya»; «¿qué ves en ella?», «un lunar» (efectivamente yo tengo un lunar al lado de la nariz) y así, en cinco minutos recobró totalmente la visión, con gran contento de los padres y estupor de los que le habían visto llegar andando como una persona ciega.

Realmente ella no veía nada, no simulaba que no vea, aunque, y esto fue lo primero que me hizo entrar en sospecha, no parecía demasiado asustada por lo que pasaba. A esto los franceses le dan un nombre muy poético, «la belle indifference» y es un síntoma de histeria, que es lo que realmente tenía esta chica, una ceguera histérica.

Era pues un caso de la vieja y conocida histeria, aquella que los antiguos creían era debida a los vapores uterinos que subían hasta la cabeza y por ello sólo la podían padecer las mujeres. Después se ha visto que, aunque en menor proporción, también la pueden padecer los hombres.

¿Y las niñas y los niños, también pueden ser histéricos? Durante bastantes años se creyó que no, que aparecía solamente a la edad de la pubertad, hasta que un inglés llamado Landor describió el primer caso de histeria infantil y desde entonces se han descrito bastantes, aunque no dejan de ser poco frecuentes, pues no llega ni al uno por ciento de la población infantil que consulta en las clínicas psiquiátricas infantiles.

Lo curioso de este tipo de padecimientos es que puede desarrollarse en forma de epidemias, como aquel famoso Baile de San Vito que se curaba invocando a este santo, y que todavía se ven de vez en cuando, como la aparecida en Alemania en 1955 en un colegio de niñas cuya profesora se había presentado en clase con un brazo en cabestrillo y que motivó que, al cabo de algunos días, casi toda la clase tuviera paralizado un brazo.

Los síntomas de la histeria pueden aparecer bajo la forma de los llamados «síntomas de conversión» debido a lo que el psiquiatra francés Dupré, hace ya más de sesenta años, llamaba «ideoplastia», o «psicoplastia» y que no es más que la capacidad que tienen los histéricos de transformar representaciones e ideas en síntomas somáticos.

Los síntomas de conversión más frecuentes son parálisis, contracturas, temblores, claudicación en la marcha con imposibilidad de mantenerse en pie y trastornos sensitivos del tipo de anestesias en forma de calcetín o de guante, es decir, que no pueden obedecer a una lesión de los nervios porque éstos no se distribuyen así.

Otros trastornos son los sensoriales como sorderas, cegueras o afonías. A veces se manifiesta como hipo incoercible o como ese curioso fenómeno llamado «bolo histérico», menos frecuente en los niños que en los mayores y que consiste en una sensación de que algo sube del estómago a la garganta. Por último tenemos el «gran ataque histérico» con gritos, pataletas, tirones de pelo y llanto fonal, que a personas poco expertas puede confundir con crisis epilépticas.

Ahora, como en la famosa cancioncilla, voy a contar otra historia: Es la de un niño de nueve años que desde hacía meses presentaba unas crisis extrañas, durante las cuales se quedaba como sin conciencia, pero sin perderla del todo, decía cosas ininteligibles y tenía pseudoalucinaciones pues veía «cosas raras» en el techo. La duración de las crisis era de unos veinte minutos y después no se acordaba de nada.

Esta especie de «estado de trance» se llama «estado disociativo», que también es histérico y que pueden ser mucho más complejos, como es el caso de las «fugas», durante las que el niño se marcha de casa, deambula por las calles sin llamar en absoluto la atención y de pronto se despierta en un sitio desconocido para él; es como una especie de sonambulismo, pero despierto.

Como no hay dos sin tres, contaré la tercera historia. Ésta es la de un niño de doce años que sufría, sin motivo aparente, una extraña vivencia que no sabía muy bien cómo describir, decía que era «como perder la conciencia sin perderla», al mismo tiempo que sentía una extraña sensación, «como si no fuera yo y fuera otro», lo cual le angustiaba mucho. Vuelto a ver cuando tenía veintidós años todavía le pasaba muy de tarde en tarde, y ya no se angustiaba, porque como él decía «tengo que vivir con ellas». Por supuesto, los electroencefalogramas eran todos normales. Esto se llama «trastorno de despersonalización» y también forma parte del cuadro de la histeria.

A veces, muchas, los niños no presentan ninguno de los síntomas descritos hasta ahora y sin embargo los padres nos dicen «este niño es un histérico». ¿A qué están refiriéndose? Pues se refieren a ciertos rasgos de carácter, como el teatralismo, la exaltación imaginativa y la sugestibilidad (la niña de la ceguera se curó simplemente por sugestión) que descansan sobre un fondo de retraso afectivo, un deseo ávido y primitivo de afecto y atención por parte de los demás y una escasa tolerancia a las frustraciones.

Este tipo de personalidad lo retrató de mano maestra Künkel y le dio el nombre de «niño enredadera» describiéndolo del modo siguiente: «Siempre está pidiendo protección y busca que se apiaden de él, necesita apoyarse en los demás para sobrevivir pero eso sí, exigiendo este apoyo como una obligación de todos los que están a su alrededor, huyendo de toda situación de responsabilidad.» Lo malo de estos niños enredaderas es que, como éstas, acaban ahogando a los que le sirven de apoyo provocando su rechazo, de ahí el tono despectivo de los que le llaman histérico.

¿Qué pueden hacer los padres en estos casos? Cuando hay una sintomatología florida tienen que llevar a sus hijos a un especialista que les tratará con psicoterapia, sugestión y hasta se ha utilizado la hipnosis, cuando son ya adolescentes, antes no. Si se trata del carácter histérico ahí sí que pueden actuar porque éste se forma por «una educación débil sobre un temperamento también débil», por lo que su educación deberá ser todo lo contrario, es decir, enérgica y fuerte.

Como se ha demostrado que, en algunos casos, los niños aprenden este tipo de conducta de sus padres, sobre todo de su madre, éstos han de tener mucho cuidado en mostrar este tipo de comportamiento que el niño acaba imitando.