Ignacio Sánchez Cámara, “Llamado a la misión”, Congreso Apostolado Seglar, 13.XI.2004

Cristianismo y cultura moderna. Las dificultades para la difusión del mensaje cristiano.

Todo cristiano, por expreso mandato evangélico, se encuentra obligado a dar testimonio de su fe y a difundirla por todo el mundo. Por supuesto, esta obligación compete también, y en igual medida, a los laicos. El fundamento de esta misión evangelizadora se encuentra en el bautismo que nos incorpora a Cristo resucitado. Esta misión es, además de una obligación, una alegría profunda derivada de la participación en el proyecto de Dios en la historia. La misión de los laicos consiste en ser “testigos de la esperanza” y contribuir a la “consagración del mundo”. El sentido evangélico de esta misión de los laicos se asienta en la doctrina eclesial, sustentada principalmente en cuatro documentos básicos: el Decreto del Concilio Vaticano II “Apostolicam actuositatem” (1965), la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II “Christifideles laici” (1988), el documento de la Conferencia Episcopal Española “Los cristianos laicos. Iglesia en el mundo” (1991) y la Carta apostólica de Juan Pablo II “Novo millennio Ineunte” (2001).

El objetivo de esta Ponencia consiste en promover la reflexión sobre los medios y fines del cumplimiento de esta vocación de misión en la España actual. Las siguientes consideraciones tienen como trasfondo inevitable la situación de nuestra Nación y el espíritu, principios y valores de la cultura contemporánea. La difusión del mensaje cristiano se enfrenta a la dificultades que opone un ambiente dominante indiferente u hostil. Aunque las raíces de la Modernidad son cristianas, la evolución de la cultura contemporánea ha entrañado un alejamiento de los principios cristianos que ha llegado a veces en nuestros días a formas de abierta hostilidad. En las últimas décadas este proceso se ha ido abriendo paso en España hasta el extremo de que no es exagerado hablar de intentos de “descristianización” de la sociedad española. Una evidente manifestación de este proceso se percibe en algunas actitudes del actual Gobierno hacia la Iglesia Católica y en el anuncio de un conjunto de medidas legislativas que se oponen no sólo a las creencias morales vigentes en nuestra sociedad sino que chocan además con algunos principios jurídicos básicos de nuestra tradición legal, en materia de matrimonio, familia o respeto a la vida. Ante este estado de cosas, abundan los católicos españoles que se sienten agredidos por el Gobierno en sus convicciones más íntimas y profundas. Por supuesto, tampoco faltan quienes no se sintieron representados por algunas decisiones políticas de los Gobiernos anteriores.

Las formas de vida, aspiraciones y valores que se nos ofrecen como modelos chocan cada vez de forma más contundente con la religión y la moral católicas. Es muy probable que el diagnóstico apocalíptico sea exagerado, que sea más el ruido perceptible en los medios de comunicación que la fuerza de su vigencia en la sociedad. Pero incluso descontando este hecho, lo cierto es que la presencia de la religión en la vida social, especialmente entre los jóvenes, resulta decreciente y alarmante. Mas no se trata de un fenómeno más o menos inevitable o espontáneo sino del resultado de la búsqueda deliberada de la exclusión del sentido religioso y de la presencia de Dios en la vida pública. Lo religioso, según la corrección política dominante, debería recluirse a las catacumbas de la vida privada, y cualquier exhibición pública de creencias religiosas suele ser imputada a la ignorancia, a la superstición o al dogmatismo intolerante. Probablemente haya que retroceder hasta los orígenes del cristianismo en un ambiente pagano hostil para encontrar una situación semejante en la historia europea. Se trata de una exclusión de lo religioso del espacio público, para la que no se escatiman, no ya la justificable crítica razonada sino incluso la caricatura y la falsedad. Por decirlo así, vivimos una situación en la que se pretende imponer una jerarquía de valores equivocada, en la que lo inferior trata de prevalecer sobre lo superior, cuando no de establecer una injusta nivelación que niega toda jerarquía. Muchas veces esta impostura se pretende imponer bajo la cobertura de elevados valores, como la autenticidad, la autonomía personal o la libertad, que carecen de sentido si se niega la objetividad de la verdad y del bien. Tienden a imponerse así el individualismo egoísta, el materialismo, el relativismo moral, el cientificismo y el utilitarismo. Y a la vez que se destruyen los fundamentos de la justicia, la libertad, la dignidad, la fraternidad y la solidaridad, cunde el lamento por la pérdida de unos valores cuyos pilares nos obstinamos en quebrantar. Queda así poco más que la satisfacción de las inclinaciones subjetivas y pasajeras sin más límite, y eso cuando se establece, que el deber de no causar daño a otros. La idea de una moral personal, más allá de las convicciones mayoritarias o dominantes, o la de la existencia de deberes del hombre para consigo mismo, resulta casi ininteligible o es recibida con sonrisas desdeñosas. No se trata sólo de una cultura ajena al cristianismo sino a toda forma de espiritualidad y aún de verdadera cultura superior. Y, sin embargo, como muestras de nostalgia de lo sagrado, no dejan de proliferar las más diversas formas de espiritualidad.

No significa esto que los católicos debamos acogernos a una especie de “cultura de la queja”. Buena parte de los males diagnosticados bien podrían sernos imputados. Existen factores endógenos, y no sólo externos ni exclusivamente culturales, que han contribuido a la “descristianización”. Pero este hecho no impide el reconocimiento de que, por unas razones u otras, vivamos en un ambiente cultural y social ajeno u hostil al cristianismo, y de que lo cristiano apenas ocupa lugar relevante en la realidad política y cultural, ni en la mayoría de los medios de comunicación, ni influya en la legislación ni en las instituciones. En suma, existe un abismo entre la fe cristiana y la cultura aparentemente dominante (otra cosa es quizá la vigencia de los valores cristianos en lo que Unamuno llamó la “intrahistoria”, en las vidas cotidianas). A esto cabría añadir la dispersión que exhibe el mundo católico y la falta de una unidad coherente de vida y de acción, cosa diferente de la natural diversidad existente entre los cristianos.

Ante este estado de cosas, el reto para los cristianos consiste en la evangelización del ambiente social en el que vivimos y en contribuir a propagar no una mera moral sino una forma religiosa de vida. No puede convertir a los demás quien previamente no se ha convertido en su propia raíz personal. Y esto conduce inevitablemente a la pregunta por la esencia del ser cristiano. Es cristiano quien acepta la verdad de lo que Jesús proclamó: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Es decir, quien es discípulo de Cristo. Pero Cristo no anunció un mero mensaje moral ni menos un programa de reforma política y social, sino un mensaje de salvación, de Vida Eterna, a través del cumplimiento del único mandato del amor. Esta fe en Cristo y su mensaje de salvación entraña una nueva cultura y una nueva forma de vida. El mensaje cristiano no perderá vigencia mientras no falten ni escaseen los verdaderos cristianos.

Juan Pablo II ha descrito las consecuencias culturales y sociales del rechazo de la Encarnación en un reciente mensaje: “Cuando se excluye o se niega a Cristo se reduce nuestra visión del sentido de la existencia humana, la esperanza da paso a la desesperación y la alegría a la depresión… Se produce también una profunda desconfianza en la razón y en la capacidad humana de captar la verdad, e incluso se pone en tela de juicio el concepto mismo de verdad… Ya no se aprecia ni se ama la vida; por eso avanza una cierta cultura de la muerte con sus amargos frutos, el aborto y la eutanasia. No se valora ni se ama correctamente el cuerpo y la sexualidad humana; ni siquiera se valora la creación misma, y el fantasma del egoísmo destructor se percibe en el abuso y en la explotación del medio ambiente” (Mensaje al Capítulo General de la Orden de Predicadores. Julio 2001). El problema consiste en cómo comunicar la fe en Dios en un mundo que se aleja de Dios.

La ejemplaridad. El valor educativo de los modelos.

No existe otra forma de enseñar una forma de vida sino a través del ejemplo. La educación, y la evangelización es una forma de educación, no es posible sin la ejemplaridad. No puede extrañar que se produzcan erosiones en la difusión del mensaje evangélico como consecuencia de la falta de coherencia y ejemplaridad de quienes lo difunden y enseñan. Una cosa es la verdad de la fe y otra la coherencia de las personas. La primera no depende en sí misma de la segunda. Pero no es posible la evangelización sin la profunda coherencia entre fe y vida de quienes la emprenden. No cabe duda de que los cristianos tenemos una seria responsabilidad en este proceso de alejamiento de Dios. Pero la responsabilidad rebasa los límites de la falta de coherencia entre la fe profesada y la vida. Existe otra forma de incoherencia y de falta de ejemplaridad vinculada a la adulteración de la naturaleza del mensaje. Esta adulteración se produce, por ejemplo, cuando se reduce la fe a mera moral, a puro proyecto de transformación social o política o, incluso, a medio de obtener felicidad o consuelo ante las adversidades de la vida. Si la persona del cristiano no ha sido transformada por el encuentro con Cristo, es imposible la ejemplaridad inherente al apostolado. Por decirlo así, la misión del cristiano consiste en ser cristiano. No hay otra forma de apostolado. No se trata de una doctrina que haya que enseñar sino de una vida que hay que vivir y, al vivirla, difundir. Sólo quien ha conocido a Jesucristo y ha sido transformado por ese encuentro puede dar razón de la esperanza cristiana.

La importancia de la formación Nada de esto entraña la negación de la relevancia de la formación teológica, filosófica, científica, sociológica y, en general, integral de los cristianos y, especialmente, de quienes, por vocación o profesión, están en una situación privilegiada o especial para dar testimonio de su fe. Todo lo contrario. No se puede transformar el mundo sin conocerlo. Buena parte de la responsabilidad del abismo existente entre el cristianismo y la cultura contemporánea incumbe a la falta de conocimiento de los elementos de esta cultura por parte de los cristianos. No siempre se valora correctamente la aportación de la fe al conocimiento racional, ni se entiende que la fe no se opone a la ciencia. El cristiano no tiene por qué vivir acomplejado ante el saber profano. Por el contrario, posee una sabiduría más profunda y compleja que no es incompatible con la ciencia sino que, por el contrario, la amplía y dota de sentido. No se trata de conocer al adversario para combatirlo, sino de mostrar la íntima compatibilidad y armonía entre la fe y la razón. Por lo demás, todo lo que es necesario para la salvación es asequible al más modesto de los entendimientos. La relevancia de la formación reside en la necesidad de entablar un diálogo con la cultura contemporánea que permita, a la vez, criticar y superar sus deficiencias. La sencillez y la humildad no están reñidas con la solidez de los conocimientos.

Un ejemplo, por lo demás importante, puede ilustrar este valor de la formación intelectual de los cristianos. La Iglesia reivindica con toda razón su derecho a enseñar y el mantenimiento de la asignatura de Religión Católica en el ámbito de la escuela pública y privada para todos los alumnos cuyos padres opten por ella. Pero esta justa exigencia debe ir acompañada por un cuidado escrupuloso por la formación de quienes han de impartir esta enseñanza. El respeto social se consigue no sólo mediante el valor de la doctrina que se profesa sino también a través de la formación intelectual y científica de quienes han de enseñarla. Si ha de ser una asignatura con valor y rango académicos, debe ser enseñada con la exigencia que es propia del mundo académico. Por lo demás, adecuarse a la cultura dominante no significa necesariamente adherirse a los valores de esa cultura, sino situarse a su nivel o por encima de él.

Algo parecido cabe afirmar de la utilización de los medios de comunicación. Es evidente que, salvo escasas excepciones, se trata de un ambiente hostil. Cuando imperan la mala fe o la trivialización, el compromiso de los católicos quizá consista en evitar la participación en esos programas. No hay obligación de aceptar un debate trucado o parcial, pero tampoco es lícito abdicar de la presencia en los medios. Muchas veces, causa indignación y tristeza contemplar cómo las posiciones más correctas suelen ser mal defendidas. No es poco lo que se va haciendo en este terreno, pero aún es insuficiente. El cristiano ha de confiar en la Providencia y en el Espíritu Santo, mas eso no le exime de la exigencia para consigo mismo. Cuando Pablo empezaba su misión en Corinto y se sentía abrumado por las dificultades, el Señor le habló así: “No temas, Yo estoy contigo, habla y basta, no calles, no te ocurrirá nada, porque en esta ciudad hay un gran pueblo que me pertenece”. Pero el Señor eligió a Pablo; no a cualquiera.

La familia Constituye el primer y más valioso vehículo para la transmisión de la fe. Éste es el ámbito natural y más adecuado para el ejercicio de la misión evangelizadora que corresponde a los fieles laicos. Por eso, en casi nada hay que poner tanto empeño como en la defensa de la institución familiar. Ella es la sede de la educación primera y fundamental. La evangelización depende más que de nada de la supervivencia de las familias cristianas. La familia es la primera institución de la misión evangelizadora. Ello no impide que la fe pueda surgir en el seno de familias no creyentes. No faltan casos entre las personas de edad media.

Participación y compromiso Es necesario combatir la tentación consistente en sucumbir a una estrategia acomplejada de repliegue. También existe un individualismo religioso que se manifiesta en la búsqueda de la salvación personal. No basta con la fe personal y con el cumplimiento de los Mandamientos. Aunque lo más profundo de la vida cristiana se manifiesta en la relación con Cristo vivida en la intimidad de la conciencia, es necesaria la participación en la vida social y pública, según la capacidad y la posición que cada cristiano tiene en la sociedad. Existen diferentes formas y grados de compromiso, en atención a las diferentes aptitudes, profesiones y vocaciones. No obstante, también caben excesos y formas equivocadas de proselitismo. No es el mismo tipo de evangelización el que compete al padre y al sacerdote, al profesor y a quien escribe o participa en los medios de comunicación o a quien desempeña otras profesiones u oficios. Existe una forma cristiana de vivir y, por lo tanto, de ejercer cualquier profesión, pero no cabe asignar a todas ellas la tarea del proselitismo. Se equivoca, por ejemplo, el profesor universitario que se comporta como si su tarea consistiera en adoctrinar a los alumnos en los principios de la fe cristiana.

Diálogo universal El cristiano debe dialogar con todos, pero sin complejos ni falsa mala conciencia. La Iglesia, es decir, los cristianos hemos cometido errores a lo largo de la historia. Ninguna institución puede resumir de no haberlos cometido. Va implícito en la falible condición humana. Sin embargo, pocas instituciones pueden, como la Iglesia Católica, exhibir una trayectoria tan fecunda y prolongada en el servicio a los pobres, enfermos, y, en general, a los marginados y más necesitados. Pese a ello, no ha dejado de pedir perdón por los errores cometidos en el pasado. Y era justo hacerlo. Pero lo que ya no es justo es la pretensión de quienes entienden el perdón como algo que siempre va en la misma dirección. Cuando ella ha sido la víctima, y tantas veces lo ha sido a lo largo de la historia, no es fácil encontrar algún culpable que pida perdón. Algo parecido cabe decir de la frecuente malevolencia en el tratamiento informativo de la labor de la Iglesia. En muchos medios de comunicación, sólo encuentra eco lo poco negativo y no lo mucho positivo. La labor abnegada de millones de religiosos es silenciada y los errores de unos pocos jaleados y elevados a la condición de categoría. Ante esta situación, los católicos debemos huir de dos actitudes opuestas: por un lado, la arrogancia y, por otro, la pusilanimidad y la dejación de la defensa, pues no se trata de la propia justificación sino de la propagación del mensaje de Cristo.

Tampoco debemos acomplejarnos ante la dictadura de la corrección política y del relativismo cultural, social y moral. Una cosa es el respeto a las demás religiones (y el cumplimientos de las exigencias del ecumenismo) y otra la debilidad o incluso la traición a las propias convicciones. El cristiano debe estar abierto al diálogo de buena fe con todos, pero expresar las creencias, dar testimonio de una verdad eterna y universal, nunca puede ser tildado de dogmatismo ni de intolerancia. Esta nace sólo de la decisión de imponer por la fuerza las propias opiniones. Por lo demás, el mensaje cristiano irá con frecuencia contra la corriente dominante en el mundo, y una cosa es hablar el lenguaje de la época y adaptar el mensaje a las circunstancias de tiempo y lugar, y otra hacerlo coincidir con la opinión dominante. Aquí, como siempre, el modelo del cristiano no es otro que Cristo.

La pobreza La pobreza que encarece el Evangelio se refiere al espíritu. Son felices los pobres de espíritu. Junto a ella, también resulta evidente el obstáculo que representan las riquezas para la vida cristiana, cómo no es posible servir a Dios y al dinero. Y, por supuesto, el imperativo del amor obliga a una opción en favor de los pobres y al combate contra todas las formas de miseria y explotación. No puede haber en esto ni dudas ni tibieza. Como tampoco resulta difícil interpretar el significado de las palabras de Cristo: “Mi Reino no es de este mundo”. Los cristianos estamos obligados a combatir la miseria y a apoyar a los grupos sociales y políticos que hagan de este objetivo el eje de su actuación pública. Pero ni es legítimo reducir el cristianismo a un programa de reforma política y social, ni es prudente dejar de distinguir entre los efectos reales que provocan las ideologías y la retórica que exhiben. Las ciencias sociales nos advierten sobre la frecuencia con la que las conductas humanas producen efectos no deseados por los agentes. Por lo demás, nunca será lícito utilizar medios inmorales para obtener fines justos.

En este sentido, la Doctrina social de la Iglesia aporta luz para el diagnóstico y tratamiento de los problemas económicos y sociales. Ningún partido político ni ninguna ideología pueden atribuirse con justicia la realización del cristianismo. Pero tampoco puede ser todos evaluados por igual. El cristiano siempre debe optar por aquellos que se asientan sobre la dignidad del hombre y la promueven. La persona humana debe situarse en el centro de la vida económica y social. Tampoco cabe olvidar en este sentido la necesidad de fomentar la creación de la riqueza junto a la justa distribución. Lo primero es, al menos, tan esencial para la justicia como lo segundo. Toda forma de materialismo y de economicismo, así como el individualismo egoísta son incompatibles con la Moral cristiana. Pero conviene advertir que no toda atribución de estas características a las ideologías políticas y a las doctrinas económicas es igualmente certera. En este terreno, es preferible basarse en las consecuencias que provocan más que en la retórica sobre la que se sustentan. Por lo demás, la mejor manera de transformar las condiciones de vida política, económica y social es a través de la reforma interior de las personas.

Presencia en el mundo La actitud cristiana no consiste en el repudio del mundo y en la pura retirada. El cristiano no puede despreciar la obra del Creador. Existen vocaciones activas y contemplativas. Ambas son igualmente cristianas y necesarias. Cristo combinó los momentos de oración, recogimiento y soledad con los de acción y predicación. Los cristianos debemos estar presentes en el mundo y actuar en él. Esta actuación debe ir presidida por la colaboración con la Jerarquía. La obediencia y la humildad no son incompatibles con la crítica razonable y respetuosa. La Iglesia no es asunto exclusivo de la Jerarquía ni de los sacerdotes. Así consta en la doctrina católica, y muy especialmente en la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II sobre los fieles laicos. Para ello es preciso utilizar los cauces y plataformas sociales, las mediaciones y los instrumentos, entre otros, los medios de comunicación social, siempre bajo las condiciones de igualdad y juego limpio a que antes hemos hecho referencia. Lo fundamental es el anuncio del Evangelio de Jesucristo, que hay que celebrar no sólo en la liturgia sino también en la vida cotidiana. El cristianismo no puede quedar recluido en la intimidad de la conciencia sino que debe contagiar e impregnar toda la vida personal y social. Y más hoy cuando nos amenaza la “privatización” de la fe y la imposición de unas nuevas catacumbas ideológicas.

En nuestro tiempo, se está produciendo un resurgimiento del laico como sujeto activo y protagonista de la sociedad, que no quiere permanecer pasivo haciendo dejación de su responsabilidad. No es poco lo que ha cambiado. Entre otras cosas, la pérdida del miedo a la participación en la vida pública, el impacto de la presencia de los laicos en los medios de comunicación y el reconocimiento de la importancia del deber de defender los derechos de las personas ante los ataques a los que están sometidos. Esto entraña la participación en la vida política a través de los partidos, los sindicatos, las asociaciones empresariales y profesionales, el trabajo y la vida cotidiana. Todo ello al servicio de la dignidad de las personas y del bien común, con el fin de que la concepción cristiana de la sociedad tenga mayor influencia en la definición de objetivos y en el desarrollo de las políticas.

Los siguientes son algunos de los objetivos que esta presencia pública debería promover: — Fomentar el sentido religioso de la vida en el espacio público.

— Hacer presente la realidad de Dios.

— Revalorizar la religión y la función social de la Iglesia.

— Promover el compromiso cristiano fuerte.

— Perfeccionar el ámbito educativo cristiano: Universidades, escuelas.

— Revitalizar las parroquias y demás centros comunitarios.

— Integrar la fe en todos los ámbitos de la vida personal de manera que no se trate de un ámbito aislado de los demás.

— Lograr el establecimiento de puntos de encuentro, comunicación e intercambio de experiencias y de convivencia de todas las realidades asociativas de los laicos.

— Producir una mayor presencia pública de esta riqueza asociativa ya existente que promueva una mayor coordinación y unidad de este proyecto común de ser “testigos de la esperanza”, como reza el lema de este Congreso.

Esta presencia de los católicos en la vida pública sólo es posible bajo el espíritu de comunión y colaboración entre los grupos eclesiales. La pertenencia a los diferentes grupos, órdenes y movimientos eclesiales permite un verdadero camino de formación y maduración en la fe, impulsa a la misión y favorece la presencia de los cristianos en la vida pública. Constituye, por tanto, un factor esencial para la educación en la fe y para el dinamismo misionero de la Iglesia. Es, sin duda, mucho lo que estos movimientos aportan a la misión de los laicos, siempre, naturalmente, que se evite toda pretensión exclusivista, pues Cristo, y nadie más, es el Camino, la Verdad y la Vida.

Pese a todas las dificultades de la situación actual, nunca han faltado desde la Encarnación de Cristo, existen muchos motivos para contemplar el futuro con serenidad y alegría. La realidad siempre está para un cristiano llena de posibilidades y signos de esperanza derivados de la fe que se realiza a través del amor.