Jesús Sanz, “Si Isabel es santa, es problema de la Iglesia”, PUP, 4.III.02

Tal como informaba en ABC César Alonso de los Ríos, ha vuelto a ponerse sobre el tapete la canonización de Isabel la Católica. Hace poco tuve que reírme porque alguien dijo que la educación en España acusaba una excesiva influencia del cristianismo. Pero es cierto que, si no en la educación, en otros aspectos de nuestra sociedad lo cristiano mantiene aún un peso considerable. Es lógico, pues quince siglos de historia no se borran así como así. Pero choca que sean a veces los enemigos de la Iglesia quienes contribuyen a hacer notorio ese peso. Lo digo por lo a pecho que se suelen tomar este asunto de las canonizaciones. Lo lógico sería que si la Iglesia es, como ellos pretenden, una entidad anacrónica y totalmente en declive, les importara bastante poco que canonizasen a Isabel la Católica o a Paulino Uzcudun: allá los curas con sus cosas. Y, sin embargo, su grito en el cielo viene a confirmar que, de algún modo, el dictamen de la Iglesia tiene aún una relevancia no pequeña: vamos, que va a misa.

Personalmente, me encantaría tener una reina santa. Y más si no hubiese sido una simple “esposa de rey”, sino una competente administradora de la cosa pública. Pero sé también que en esto de las canonizaciones interviene también el factor de la oportunidad: durante mucho tiempo se paralizó la causa de los mártires españoles de la guerra civil, para evitar que fuesen instrumentados políticamente. Y los Reyes Católicos, a pesar del tiempo transcurrido, son aún signo de contradicción. Y está, claro, la cuestión de los judíos: ¿hasta qué punto merece la pena hurgar en una herida como esa y romper puentes hacia el diálogo? Desde luego, no creo que el asunto de la expulsión de los judíos merme un ápice la potencial santidad de la reina Isabel. No por lo que dice Alonso de los Ríos de que hay que tratar ese caso “a partir de los valores culturales de su tiempo”: lo que era pecado en el siglo XV lo es en el XXI, y si hay un episodio que haría dudar de la santidad de alguien en nuestra época, cabría dudar igualmente si sucede hace cinco siglos. Hitler y Stalin habrían sido igual de canallas en la edad del bronce.

Pero una cosa es llevar a cabo una acción de gobierno de todo punto inicua y otra tomar una decisión de Estado que, causando grandes incomodidades a una serie de personas, se estima en conciencia digna de ejecutarse por el bien de los más. Si yo pensara, con bastante fundamento, que una minoría escasamente integrada en la nación y con unas fuertes señas de identidad conspira contra la seguridad del Estado, probablemente también me sintiera urgido a adoptar medidas drásticas. Por ejemplo, a exigirles fidelidad a las normas del juego democrático: que no de modo diferente se consideraba el cristianismo en la Europa del siglo XV, es decir, como un sistema de valores incuestionable. No sé cómo se juzgarán al cabo de cinco siglos las leyes restrictivas sobre inmigración o las expulsiones de los ilegales, que me imagino deben de causarles bastante trastorno. Pero no veo impedido de llegar a los altares a quien ha de tomar esas medidas.

En fin, como dice Alonso de los Ríos, si la Iglesia canoniza o no a la reina Isabel, “es su facultad. Ella administra la política de ejemplaridad católica”. Y si la reina forma ya en la Iglesia triunfante, creo que le importará bastante poco figurar o no en una lista.