José Antonio Marina, “El progreso de la historia”, El Mundo 29.XII.00

Hablar del progreso no está de moda. El pesimismo tiene un prestigio intelectual que no merece. Piensa mal y acertarás: no me parece un dogma de recibo. Estoy harto de los que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Los predicadores de la decadencia adolecen de una nostalgia injustificada. Nadie que desconociera la situación social que le iba a corresponder, es decir, que no supiera si le iba a tocar ser esclavizador o esclavo, negro o blanco, hombre o mujer, desearía volver a ese pasado oscuro y selvático. O sea, que el elogio del pasado es una astucia de aspirantes a privilegiados.

Pero tal como están las cosas, afirmar que existe un progreso moral en la Humanidad parece una provocación o un disparate. Sin embargo, es la tesis principal de La lucha por la dignidad, el libro que hemos escrito la profesora María de la Válgoma y yo. Está claro que para hablar de progreso necesitamos precisar los valores cuya realización nos parece buena. Para alguien que piense que la religión y la familia patriarcal son la medida de la perfección, una situación laica en que la familia sufre graves deterioros se considerará un retroceso o una degradación. Para quienes defiendan una aristocracia del status, todos los movimientos igualitarios les parecerán una degradación masificadora.

Hay al menos tres criterios que nos sirven para justificar que una situación, una institución o un modo de vida constituyen un progreso: 1º.- Cuando satisface más plenamente que otras las aspiraciones legítimas de todos los seres humanos; por ejemplo, su deseo de autonomía, de seguridad, de bienestar.

2º.- Cuando ningún ciudadano que haya experimentado esa situación y esté libre de miedo o de superstición desearía perderla.

3º.- Cuando su negación o pérdida conduce al terror. La negación de cualquier garantía procesal en los países bajo dictadura es un buen ejemplo.

En el libro que les mencionaba antes nos hemos atrevido a enunciar una ley del devenir histórico que nos parece bien confirmada: «Cuando una sociedad se libera de la miseria, de la ignorancia, del miedo, del dogmatismo y del odio, evoluciona hacia la racionalidad, los derechos individuales, la democracia, las seguridades jurídicas y las políticas de solidaridad».

Esta ley me parece esperanzadora y exigente. Señala con claridad los puntos donde debemos actuar para acelerar el progreso. No siempre son los mismos o no se dan a la vez. (…) ¿A qué llamo dogmatismo? A un sistema de ideas que no resulta afectado por la experiencia ni por las razones, sino que pone en funcionamiento métodos de inmunización para salir incólume de cualquier crítica. Hay un caso paradigmático que puede servirnos como ejemplo. Las religiones adventistas americanas habían predicho que Cristo descendería a la Tierra el 22 de octubre de 1844. No sucedió, pero, tras las acomodaciones pertinentes, sus sucesores, los Testigos de Jehová, predijeron que ocurriría en 1914. Tampoco sucedió. Lo pospusieron hasta 1975. Y, según dicen los que saben de esto, por fin ocurrió lo esperado y ese año terminó la existencia humana. Yo, desde luego, no me he dado cuenta. En resumen: una teoría o una creencia se inmuniza cuando se niega a aceptar cualquier información que socavaría su integridad y cuando introduce cambios cosméticos para anular las evidencias en contra.

La Historia reciente confirma la ley del progreso que hemos enunciado. A principios del siglo XX sólo había nueve naciones con regímenes democráticos. En la actualidad hay más de 160. Ya sé que muchas de esas naciones no cumplen rigurosamente las normas democráticas, pero aun así el hecho de que quieran ser reconocidas como democracias me parece un avance. Incluso en países musulmanes obstinadamente teocráticos como Irán, la democracia se abre paso. En la actualidad, ninguna nación admite legalmente la esclavitud. El último país en abolirla fue Mauritania en 1980, es decir, ayer. Es verdad que han aparecido nuevas formas de esclavitud -lean el libro de Kevin Bales La nueva esclavitud en la economía global-, pero que tengan que mantenerse en la ilegalidad es ya un progreso. También lo es el que, a pesar de las reticencias de los países orientales y africanos acerca de los derechos humanos, cada vez sea mayor el número de países que los ratifican. Conviene no olvidar que, como escribió el prestigioso filósofo del Derecho Norberto Bobbio, la historia de los derechos del hombre es «un signo del progreso moral de la Humanidad».

¿Quién puede negar que un sistema de seguridad jurídica, en el que una persona sólo pueda ser acusada de lo que ha hecho de forma consciente y voluntaria y donde la prueba se establezca por procedimientos racionales y no mágicos, es más deseable que la arbitrariedad? ¿Quién querría ser castigado por una falta cometida por su vecino o por su antepasado? ¿Quién querría tener que demostrar su inocencia metiendo la mano en el fuego? También es un progreso el paso de un régimen de status, donde los derechos se tienen por la situación social, por el nacimiento, la clase o la raza, a un régimen de igualdad donde los derechos se tienen por la simple condición de persona. Y también es un progreso el paso de la magia a la Ciencia y de la creencia coaccionada a la libertad de conciencia.

Sin embargo, tras haber hecho esta enumeración de progresos, no alcanzamos la tranquilidad. Las guerras no terminan, la distancia entre países ricos y países pobres se agranda, las economías del Tercer Mundo están siendo asfixiadas por las deudas y, en parte, por la globalización. ¿Cómo puedo entonces hablar de progreso? La navegación a vela nos proporciona una bella metáfora del progreso de la Historia. Parece increíble que un velero pueda navegar a barlovento, avanzando contra el mismo viento que le impulsa. Así lo hace la Humanidad: avanza contra la miseria, la desigualdad, la ignorancia, la tiranía. La Historia y la embarcación usan el mismo método: avanzar en zigzag. Esta técnica produce en muchas ocasiones una impresión confundente. Cuando se está en un extremo de la línea, antes de invertir la marcha, se está muy lejos del rumbo, y además en la mala dirección, de modo que si el timonel no diera un golpe de timón lo perdería irremediablemente.

La Historia también tiene este carácter de precariedad, de no estar nunca a salvo. La amenaza nazi o la amenaza soviética ahora han desaparecido, pero cuando estaban en pleno vigor no había garantía alguna de que no triunfaran. Tengo la convicción de que antes o después la Humanidad vuelve al rumbo debido, pero, si se retrasa, ¡cuánta tragedia inútil, cuánto dolor sin sentido, cuánta desdicha injustificable! La comparación entre la navegación y la Historia parece que se rompe en un punto. La Historia no tiene timonel, y mejor que no lo tenga, porque cuando alguien ha pretendido serlo se le ha subido indefectiblemente el cargo a la cabeza y ha pretendido convertirse en salvador. El único timonel posible es la inteligencia compartida, un cambio generalizado de creencias, la lenta liberación de los obstáculos que impiden el progreso, unos movimientos sociales lúcidos y tenaces que trabajen por la felicidad social. Ahora, después de tantas aventuras desgraciadas, sabemos dónde está la solución de nuestros problemas: en el reconocimiento universal de los derechos individuales previos a la ley.

Esta última frase parece muy sencilla, pero necesita una explicación. La solución de nuestros conflictos pasa por el reconocimiento eficaz de los derechos personales, no colectivos. La Historia nos dice que cada vez que una entidad supraindividual se ha arrogado derechos la seguridad del individuo entra en crisis. En la autobiografía de Koestler que acaba de ser publicada en castellano, se expone con patética claridad cómo la dictadura del proletariado implicaba el sacrificio del individuo en favor de una sedicente Humanidad futura. Los nazis decían lo mismo, el régimen chino actual sostiene algo semejante, los fanáticos religiosos insisten en una idea parecida. Pero además, esos derechos individuales tienen que ser universalmente reconocidos porque cualquier discriminación se basa siempre en la violencia. Por último, han de ser previos a la ley y no ser conferidos por ella, porque sólo así protegen al ciudadano de la tiranía.

(…) Defendiendo los derechos individuales políticos, culturales, religiosos, étnicos. Así es como la defensa de la autonomía, de la cultura, de la religión, de la etnia se convierte en tarea que todos pueden compartir, incluso los que pertenecen a otras colectividades. ¿Por qué? Porque al defender los derechos individuales de los demás estoy también defendiendo los míos propios. Y esto nos interesa a todos.