José Luis Martín Descalzo, “Reflexiones de un enfermo en torno al dolor”

El dolor es un misterio. Hay que acercarse a él de puntillas y sabiendo que, después de muchas palabras, el misterio seguirá estando ahí hasta que el mundo acabe. Tenemos que acercarnos con delicadeza, como un cirujano ante una herida. Y con realismo, sin que bellas consideraciones poéticas nos impidan ver su tremenda realidad.

La primera consideración que yo haría es la de la «cantidad» de dolor que hay en el mundo. Después de tantos siglos de ciencia, el hombre apenas ha logrado disminuir en unos pocos centímetros las montañas del dolor. Y en muchos aspectos la cantidad del dolor aumenta. Se preguntaba Péguy: ¿Creemos acaso que la Humanidad esta sufriendo cada vez menos? ¿Creéis que el padre que ve a su hijo enfermo hoy sufre menos que otro padre del siglo XVI? ¿Creéis que los hombres se van haciendo menos viejos que hace cuatro siglos? ¿Que la Humanidad tiene ahora menos capacidad para ser desgraciada? LA MONTAÑA DEL DOLOR Los medios de comunicación nos hacen comprender mejor el tamaño de esa montaña del dolor. El hombre del siglo XIV conocía el dolor de sus doscientos o de sus diez mil convecinos, pero no tenía ni idea de lo que se sufría en la nación vecina o en otros continentes. Hoy, afortunada o desgraciadamente, nos han abierto los ojos y sabemos el número de muertos o asesinados que hubo ayer. Sabemos que 40 millones de personas mueren de hambre al año. Y hoy se lucha más que nunca contra el dolor y la enfermedad… Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras nuevas que ni sospechábamos (cómo olvidar el SIDA?) que toman el puesto de las derrotadas. En la España de hoy, y a esta misma hora, hay tres millones de españoles enfermos. Y diez millones pasan cada año por dolencias más o menos graves. Pero el resto de sus compatriotas (y de sus familiares) prefiere vivir como si estos enfermos no existieran. Se dedican a vivir sus vidas y piensan que ya se plantearán el problema cuando «les toque» a ellos.

Sabemos muy poco del dolor y menos aún de su porqué. ¿Por qué, si Dios es bueno, acepta que un muchacho se mate la víspera de su boda, dejando destruidos a los suyos? ¿Por qué sufren los niños inocentes? Nosotros, cristianos, debemos ser prudentes al responder a estas preguntas que destrozan el alma de media Humanidad. ¿Quién ignora que muchas crisis de fe se producen al encontrarse con el topetazo del dolor o de la muerte? ¿Cuántos millares de personas se vuelven hoy a Dios para gritarle por qué ha tolerado el dolor o la muerte de un ser querido? Dar explicaciones a medias es contraproducente y sería preferible que, ante estos porqués, los cristianos empezásemos por confesar lo que decía Juan Pablo II en su encíclica sobre el dolor: El sentido del sufrimiento es un misterio, pues somos conscientes de la insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones. Algunas respuestas pueden aclarar algo el problema y debemos usarlas, pero sabiendo siempre que nunca explicaremos el dolor de los inocentes.

TEORÍAS, NO Una de esas respuestas parciales podía ser la que afirma que dedicarse a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarse a hacer teorías y responder porqués.

Hemos gastado más tiempo en preguntarnos por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir el dolor en nuestro mundo! El dolor es una herencia de todos los humanos, sin excepción. Un gran peligro del sufrimiento es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo o los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un dolor de muelas nos hace creemos la víctima número uno del mundo. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos; si nos duele el dedo meñique gastamos un día en autocompadecemos. Tendríamos que empezar por el descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar el nuestro.

Es la humilde aceptación de que el hombre, todo hombre, es un ser incompleto y mutilado. Es el descubrimiento de que se puede ser feliz a pesar del dolor, pero es imposible vivir toda una vida sin él. El mayor descubrimiento, el que más me ha tranquilizado como hombre ha sido precisamente este sano realismo. Tratar de no mitificar mi enfermedad, no volverme contra Dios y contra la vida, como si yo fuera una víctima excepcional. Desde el primer momento me planteé la obligación de pensar que «yo no era un enfermo», sino «un señor que tiene un problema» como «todos» tienen sus problemas.

Cuando vas conociendo a los hombres, descubres que «todos» son mutilados de algo. Así pensé que a mí me faltaban los riñones o me sobraba un cáncer, pero que a los demás o les faltaba un brazo, o no tenían trabajo, o tenían un amor no correspondido, o un hijo muerto. Todos. ¿Qué derecho tenía yo, entonces, a quejarme de mis carencias, como si fueran las únicas del mundo? Sentirme especialmente desgraciado me parecía ingenuo y, sobre todo, indigno.

DEMASIADA RETÓRICA La tercera gran respuesta es ver los aspectos positivos de la enfermedad. Quiero prevenir contra un gran error muy difundido entre personas de buena voluntad: la tendencia a ver en la enfermedad y el dolor algo objetivamente bueno. Creo que se ha hecho, especialmente entre los cristianos, mucha retórica sobre la bondad del dolor, con la que se confunden tres cosas: lo que es el dolor en sí; lo que se puede sacar del dolor; y aquello en lo que el dolor puede acabar convirtiéndose, con la gracia de Dios. Lo primero es y seguirá siendo horrible. Lo segundo y lo tercero pueden llegar a ser maravillosos.

Cristo mismo lo dejó bien claro en su vida: jamás ofreció florilegios sobre la angustia, no fue hacia el dolor como hacia un paraíso. Al contrario: se dedicó a combatir el dolor en los demás, y, en sí mismo, lo asumió con miedo, entró en él temblando, pidió, mendigó al Padre que le alejara de él y lo asumió porque era la voluntad de su Padre. Y entonces acabó convirtiendo el dolor en redención. Es mejor no echarle almíbar piadoso al dolor. Pero hay que decir sin ningún rodeo que en la mano del hombre está conseguir que ese dolor sea ruina o parto. El hombre no puede impedir su dolor, pero puede conseguir que no lo aniquile, e incluso lograr que ese dolor lo levante en vilo.

En lo humano y mucho más en lo sobrenatural, el dolor puede llegar a ser uno de los grandes motores del hombre. Luis Rosales afirmaba que «los hombres que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir».

El dolor es parte de nuestra condición humana; deuda de nuestra raza de seres atados al tiempo y a la fugitividad. No hay hombre sin dolor. Y no es que Dios «tolere» los dolores, es, simplemente, que Dios respeta la condición temporal del hombre, lo mismo que respeta que un círculo no pueda ser cuadrado. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Empezó haciéndolo fructífero él mismo en la Cruz y así creó esa misteriosa fraternidad de dolor de la que nosotros podemos participar.

VINAGRE, O VINO GENEROSO El hombre tiene en sus manos esa opción de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Yo he comprobado aquella frase de León Bloy que aseguraba que en el corazón del hombre hay muchas cavidades que desconocemos hasta que viene el dolor a descubrírnoslas. Así puedo afirmar que el dolor es, probablemente, lo mejor que me ha dado la vida y que, siendo en sí una experiencia peligrosa, se ha convertido más en un acicate que en un freno.

Pase lo que pase, a lo que tú no tienes derecho es a desperdiciar tu vida, a rebajarla, a creer que, porque estás enfermo, tienes ya una disculpa para no cumplir tu deber o para amargar a los que te rodean. Debes considerar la enfermedad como un handicap, como un «reto», como una nueva forma para testimoniar tu fe y realizar tu vida. Has de buscar todos los modos para sacar todo lo positivo que haya en la enfermedad y así rentabilizar más tu vida.

Lo verdaderamente grave de la enfermedad es cuando ésta se alarga y se alarga. Un dolor corto, por intenso que sea, no es difícil de sobrellevar. Lo verdaderamente difícil es cuando ese camino de la cruz dura años, y peor aún si se vive con poca o ninguna esperanza de curación en lo humano.

Sólo la gracia de Dios ha podido mantenerme alegre en estos años. Y confieso haberla experimentado casi como una mano que me acariciase. Dios no me ha fallado en momento alguno. Yo llamaría milagro al hecho de que en casi todas las horas oscuras siempre llegaba una carta, una llamada telefónica, un encuentro casual en una calle, que me ayudaba a recuperar la calma. Confieso con gozo que nunca me sentí tan querido como en estos años. Y subrayo esto porque sé muy bien que muchos otros enfermos no han tenido ni tienen en esto la suerte que yo tengo.

La verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano comprensiva y amiga! Es terrible que tenga que ser la muerte de los seres queridos la que nos descubra que hay que quererse deprisa, precisamente porque tenemos poco tiempo, porque la vida es corta ¡Ojalá no tengáis nunca que arrepentiros del amor que no habéis dado y que perdisteis! La enfermedad es una gran bendición: cuando te sacude ya no puedes seguirte engañando a ti mismo, ves con claridad quién eras, quién eres.

Descubrí a su luz que en mi escala de valores real había un gran barullo y que no siempre coincidía con la escala que yo tenía en mis propósitos y deseos. ¡Cuántas veces el trabajo se montó por encima de la amistad! ¡Cuántos más espacios de mi tiempo dediqué al éxito profesional que a ver y charlar pausadamente con los míos! Aprendí también a aceptarme a mí mismo, a saber que en no pocas cosas fracasaría y no pasaría absolutamente nada, entendí incluso que uno no tiene corazón suficiente para responder a tanto amor como nos dan. Todo hombre es un mendigo y yo no lo sabía.

Entre estos descubrimientos estuvo el de los médicos, las enfermeras y los otros enfermos. Hasta hace algunos años apenas había tenido contactos con el mundo de los hospitales y tenía de sus habitantes ese barato concepto por el que, con tanta frecuencia acostumbramos a medir a los seres más por sus defectos que por sus virtudes. La enfermedad, al vivir horas y horas en los hospitales, me descubrió qué engañado estaba.

UN ABUSO DE CONFIANZA La idea de que la enfermedad es «redentora» no es un tópico teológico, sino algo radicalmente verdadero. Dios espera de nosotros, no nuestro dolor, sino nuestro amor; pero es bien cierto que uno de los principales modos en que podemos demostrarle nuestro amor es uniéndonos apasionadamente a su Cruz y a su labor redentora. ¿Qué otras cosas tenemos, en definitiva, los hombres para aportar a su tarea? Os confieso que jamás pido a Dios que me cure mi enfermedad. Me parecería un abuso de confianza; temo que, si me quitase Dios mi enfermedad, me estaría privando de una de las pocas cosas buenas que tengo: mi posibilidad de colaborar con él más íntimamente, más realmente. Le pido, sí, que me ayude a llevar la enfermedad con alegría; que la haga fructificar, que no la estropee yo por mi egoísmo.

Tomado de http://www.devocionario.com