José María Barrio, “La educación sexual y afectiva”, Arvo, 14.XI.04

“Se ama a alguien no sólo cuando se pasa bien con esa persona, sino cuando se está dispuesto a pasarlo mal por ella, y también a esperar”. Entrevista con el prof. Barrio Maestre, de la Universidad Complutense de Madrid.

La cuestión previa que queremos plantearle es la siguiente: ¿Qué es la educación sexual? La sexualidad es una dimensión humana en virtud de la cual la persona es capaz de una donación interpersonal específica. El acto sexual no sólo pone en juego el aparato genital, sino que implica igualmente al corazón, la sensibilidad, la inteligencia y, en resumidas cuentas, a toda la persona. Creo que la educación sexual ha de tener en cuenta todos estos elementos y no restringir la sexualidad a pura genitalidad: ese es un aspecto más de la realidad, pero no el único.

¿Quién debe impartirla? Fundamentalmente los padres, y subsidiariamente la escuela. Subsidiar no es suplantar sino ayudar (subsidium) y, desde luego, colaborar, se entiende, en la línea que desean los padres. La razón de ello es la importancia grandísima de esa dimensión del desarrollo humano, la dimensión sexual, que no debe ser trivilializada. El contexto adecuado para captar la esencia de la sexualidad humana como capacidad para la donación interpersonal es el amor, el cariño, que razonablemente cabe suponer entre padres e hijos. Todo lo que se haga en este plano ha de contar con ese contexto como referencia y apoyo básico.

En este sentido, pienso que es un acierto plantear como razonable y factible, también en la adolescencia y preadolescencia, la opción por la castidad como la mejor preparación al matrimonio y la vida conyugal. La verdad de esa relación presupone el compromiso de exclusividad y de perpetuidad. La mutua donación interpersonal que de manera peculiar está significada en el gesto sexual sólo puede tener el gran valor antropológico que efectivamente tiene si no se desvincula del sentido obvio que la mutua entrega del cuerpo tiene: uno con una y para siempre. No me puedo entregar del todo si me “comparto” o reparto entre varios, si lo hago con un propósito de provisionalidad y si no es con alguien del sexo opuesto, por tanto, con una disposición de asumir las consecuencias (mejor consecuencias que “riesgos”), y en concreto la apertura incondicional a la nueva vida humana que eventualmente pueda originarse. (Sólo si la mutua entrega es incondicional es plena).

Por esta razón tampoco puede entenderse la educación sexual como mera información. Lo importante es garantizar la existencia del contexto adecuado para su planteamiento, que siempre es más amplio que el de la descripción de un dinamismo biológico.

¿Qué influencia tienen los modelos televisivos en la conducta sexual? Desgraciadamente muy negativa, en la medida en que la televisión está imbuida en exceso de criterios únicamente comerciales.

¿Cómo hacer atractivos a los jóvenes los valores humanos de la castidad y la continencia? Mostrándolos. El problema es que los mensajes que hablan de todo lo contrario a esos valores son muy persistentes, de manera que hay una presión normalizadora muy fuerte. Pero se puede mostrar la belleza, el atractivo y la integridad que supone el propósito de reservarse para la persona a la que se ama. El ethos de la preparación –las fiestas se conocen por sus vísperas- acoge la castidad como la mejor disposición para el amor matrimonial, y tiene en gran estima el valor de la fidelidad a una relación verdadera. También los jóvenes pueden comprender la importancia del sacrificio en todo esto: se ama a alguien no sólo cuando se pasa bien con esa persona, sino cuando se está dispuesto a pasarlo mal por ella, y también a esperar. Ahí se demuestra más el amor. Y eso hace posible entender que, por amor, también una persona pueda dedicarse a Dios y a los demás exclusivamente, en el estado del celibato apostólico o la virginidad. Ambas vocaciones son de amor y presuponen una sexualidad madura.

¿Qué relación hay entre sexualidad ordenada y personalidad madura? Una vida afectiva ordenada –incluyendo el aspecto de la sexualidad- contribuye a fortalecer un ingrediente fundamental de la personalidad madura: el sentido de la responsabilidad. Ahora bien, esto no se consigue con los mensajes equívocos que ordinariamente se despachan al fomentar un uso de la sexualidad demasiado temprano. Precisamente porque la persona es algo más que lo que come y que sus secreciones glandulares, la maduración de la persona no se reduce a su maduración sexual (si bien ésta es un aspecto importante de aquélla).

La madurez de la persona tiene mucho que ver con la capacidad de hacerse cargo de las consecuencias de sus acciones. Pero si a la gente joven se le empuja, por un lado, a las conductas de riesgo y, por otro lado, sólo se le habla de prevención del embarazo y de las enfermedades de transmisión sexual, se le está dando un mensaje equívoco, pues se le anima a que no asuma las consecuencias de sus acciones. Es cómico llamarle a eso conducta “responsable”.

Por otra parte, el mensaje de fondo de muchas campañas de iniciación sexual precoz en las escuelas, aunque a veces no se reconozca explícitamente, es que una persona –más todavía si es joven- no puede comportarse con arreglo a un criterio que no sea únicamente el del instinto animal que todos tenemos: sólo cabe prevenir frente a las consecuencias esperables de las acciones. Este no es un mensaje adecuado para la gente joven, sobre todo porque es falso. La castidad es un ideal perfectamente asequible para quien, además de animal, es racional. Y las razones de ella pueden ser comprendidas no sólo desde planteamientos religiosos. Cualquier persona con un mínimo de madurez sabe que quien se deja llevar únicamente por sus instintos acaba en la tumba mucho antes de tiempo.

Esto no es una manía de la Iglesia, que en este punto, por cierto, coincide con las recomendaciones de la OMS para prevenir el sida. El único sexo seguro, por más que les pese a ciertos mercaderes, no es el que se practica con “prevención”, sino la abstención y, en su momento, la relación estable y heterosexual. Cualquier otra forma de plantear el sexo seguro es un engaño. Si el preservativo tiene, según la cifra comúnmente admitida, una tasa de error en torno al 10% en la prevención del embarazo, la consecuencia quizá sea tener que instalar más jardines de infancia, pero si hablamos de la prevención del sida y enfermedades de transmisión sexual, la consecuencia puede ser de varios cementerios enteros. Algunos que amasan fortunas con la excusa del sexo seguro, guardan un silencio espantoso sobre este punto y se parecen a bomberos pirómanos, que se dedican a fomentar conductas de riesgo: multiplican las defensas de amianto mientras se dedican a prender los matojos.

Cuando son las autoridades sanitarias y educativas las que promueven estas políticas equívocas de prevención, la cosa se torna sencillamente intolerable. Los padres deberían ser más conscientes de esto y muchos de ellos tendrían motivo suficiente para acudir a los tribunales de justicia para defenderse de ciertas autoridades que, tomando a su cargo la sexualidad precoz de los adolescentes, invaden obscenamente esferas que corresponden a la patria potestad.

Tampoco es muy halagüeño el panorama si uno piensa en el momento en que las personas jóvenes se den cuenta de que han estado vilmente manipuladas, en el fondo por gente que quería llenarse fácilmente el bolsillo. Si yo quiero aprovecharme de alguien, tendré mucho interés en trasladarle eficazmente la idea de que es enteramente libre para hacer lo que quiera, sin hacer caso a nadie más que a su concupiscencia, pues entonces es cuando hará lo que yo quiero que haga. El poder de unos para hacer todo lo que desean, decía C.S. Lewis, no es más que el poder de otros sobre ellos para hacer lo que estos otros quieren que los demás hagan (o compren). Hay gente que vive de vender muy bien, y se aprovechan de la ingenuidad de tantos que se creen muy libres.

Entonces, ¿no es inofensiva la iniciación sexual temprana? No es inocente en absoluto respecto de la profunda incapacidad de amar en serio que mucha gente acaba teniendo después de haber sido iniciada precozmente en el uso de la sexualidad. Incapacidad para valorar el esfuerzo, el sacrificio, para diferir las satisfacciones. En algunos casos se llega –cada vez más- al narcisismo y al individualismo más asocial. Hay gente que sólo parece percibir sus derechos y no sus deberes, y se cree que por el hecho de haber nacido ya todos han de estar a su servicio, y además de inmediato: ¡Todo… ya! Hay personas para las que la mera representación mental de un esfuerzo o un sacrificio resulta desazonante hasta extremos de delirio, que sólo piensan en pasarlo bien ellos aunque el mundo perezca, incapaces de ver más allá de sus narices y del instante momentáneo que tienen delante.

¿Qué es la afectividad? Una forma peculiar de captar la realidad en la que ésta se nos manifiesta como no indiferente. Es el modo en que la realidad se nos da como valiosa o disvaliosa, es decir, se nos da también la manera en que nos vivimos “afectados” positiva o negativamente por las cosas.

¿Cómo se construye la afectividad de una persona? La afectividad posee constitutivos internos, endógenos, a veces no controlables desde la inteligencia y la voluntad, pero también se modula a través de nuestros actos libres de estimación. En otras palabras, el subrayado afectivo que acompaña a la captación de la realidad a veces brota de manera espontánea, incluso volcánica y exuberante, y otras veces se manifiesta en que acabamos “sintiendo” afectivamente como nuestras realidades o acciones después de haberlas puesto por obra muchas veces mediante actos propositivos de la inteligencia y la voluntad.

¿Debe dejarse libre expresión a la afectividad? Hay afectos irreprimibles, y otros que es muy conveniente tratar de organizar. Pero en todo caso, lo más importante de una persona no es lo que siente sin más –en el sentido de lo que le pasa, por dentro o por fuera- sino lo que ella hace, y sobre todo lo que acaba haciendo de una manera “sentida”, sintiéndolo suyo.

¿Qué manifestaciones tiene el descontrol de la afectividad? El descontrol de la afectividad suele oscurecer mucho el juicio práctico, e incluso el teórico. Quien “siente” demasiado piensa poco. Una sensibilidad siempre a flor de piel, excesivamente sensual, ayuda poco al trabajo intelectual. Todos hemos experimentado a menudo la necesidad de concentrarse para analizar algo fríamente, de “recogerse”, de acallar los sentidos, de cerrar los ojos para pensar en serio.

Otra consecuencia del descontrol es la excesiva dependencia de lo exterior, de “lo que pasa” o de lo que me pasa: si el día está nublado o soleado, si mi levanto “con el pie cambiado”, si me siento mejor o peor… Todo eso influye más o menos a todo el mundo, pero hay gente excesivamente influenciable por estas situaciones, que resulta incapaz de tener criterio propio y acaba haciendo lo que hace todo el mundo, o yendo donde va la gente, o “pensando” lo que dice la TV, o el periódico o revista de moda, por el puro hecho de que es lo que hace o piensa “la gente”. Quizá “sienten” que son muy independientes y tienen un estilo de vivir y pensar muy original, muy independiente, pero en el fondo están muy alienados, y cuando se dan cuenta de esto (cosa que ocurre, tarde o temprano), cuando se desengañan, quizá esto ocurre muy traumáticamente. El desengaño es bueno, pues supone salir del engaño, aunque a veces duela.

¿Qué papel tiene esto en la escuela? La escuela ha de enseñar a la gente a ser libre de verdad, fomentar un auténtico sentido crítico, en el pensar y en el actuar, saber analizar la realidad con algo más de objetividad, superando la presión de lo sensacional. En definitiva, la educación es, como decía Kant, la humanización del hombre. La conducta propiamente humana, a diferencia de los animales irracionales, se caracteriza porque entre el estímulo y la respuesta hay un hiato, una discontinuidad que permite que uno se haga cargo de las razones por las que actúa y lo que, ponderándolas todas, debe hacer. El que vive sólo como un animal irracional (aunque sea superior, un gato, perro, caballo), es incapaz de sustraerse a la esclavitud del estímulo ambiental o a la presión interior del instinto. No vive su vida, se la viven las circunstancias, externas o internas, pero su vida acaba siendo muy poco sustantiva y muy circunstancial. Yo soy yo y mi circunstancia, dice Ortega. Bien, pero soy algo más que mi circunstancia (lo que me rodea). Soy lo que añado a ésta, ciertamente contando con ella y a partir de ella; a veces, incluso, soy lo que logro ser más allá y a pesar de ella.

¿Cuál es la educación de la afectividad que está dando la escuela? Muy pobre, aunque aparentemente parece que la afectividad es lo único que cuenta en la educación: exprésate, di lo que sientes, no te reprimas, sé tú mismo. Educar no es sólo dejar ser, laissez faire, como diría Rousseau. Es orientar en función de un criterio, de un ideal de excelencia. Educar es una acción propositiva e intencional que tiene en el horizonte una idea de lo deseable en relación al ser y la conducta humana: cuál es la mejor forma de ejercer como ser humano. Y eso es algo más que dejarse llevar únicamente por lo que se siente. Hoy se habla poco del valor educativo del esfuerzo. En contra de su maestro S. Freud, el psiquiatra vienés V.E. Frankl, ya fallecido, decía que es preciso orientarse por el principio de la superación más que por el de la no-frustración.

Todavía tiene mucho vigor, especialmente en el ámbito educativo –aunque cada vez se reconoce menos- el planteamiento freudiano de que los instintos y las inclinaciones, del tipo que sean, nunca deben ser reprimidos, sino todo lo contrario: excitados, y radicalmente desculpabilizados. Es bueno lo que sientes que lo es, parece decirnos la cultura actual por medio de mil mensajes. Pues bien, esto se puede pensar y defender teóricamente en una tertulia de café poco seria, o en la biblioteca leyendo a Freud o Lacan, pero en cuanto uno sale a la calle el planteamiento se le cae de las manos: esto no se puede vivir, y queda desmentido muy pronto por la forma en la que nos conducimos realmente en la vida y por la forma en que juzgamos las personas y los acontecimientos. Por un lado, si uno no es capaz de controlar sus emociones y su criterio es hacer todo lo que se siente inclinado a hacer, eso es letal para cualquiera (y frecuentemente también para quienes están a su alrededor). Por otro lado, si viene un ladrón y te roba, normalmente tu reacción no será decir: ¡Ah!, ¡qué bien!, ha hecho su elección, que para él es buena (aunque no lo sea, evidentemente, para mí).

¿Puede la escuela impartir en esto un tipo de educación que los padres no deseen? Como ya dije al principio, la función educativa de la escuela –o de otras instancias como el Estado, la misma Iglesia, e incluso de agencias no formales como los medios de comunicación social- es siempre subsidiaria respecto a la familia, en este aspecto y en todos. Subsidiare, en primer término, es ayudar en su tarea a quien tiene derecho y deber de ejercitarla, y sólo suplir en el caso de que la familia no exista o esté incapacitada de cumplir su misión. Sobre todo a edades tempranas no es bueno que los niños perciban mensajes excesivamente contradictorios en la escuela y en la familia. Los profesionales están para ayudar a los padres, como ellos quieran ser ayudados. A éstos es a los que corresponde, por derecho nativo, la función de educar a sus hijos con arreglo a los criterios que les parezcan más oportunos. La paternidad no es sólo un acontecimiento biológico; es iniciar en humanidad, y sobre todo se realiza cultural y espiritualmente, a través de la educación. También la nutritio forma parte de la paternidad humana, ciertamente, pero si la paternidad sólo consistiera en eso, no se distinguiría demasiado de la paternidad de las focas, los castores o las ovejas.

La llamada “liberación sexual” ¿conduce a nuevos tipos de esclavitudes? Haría falta estar ciego para negarlo. Es, entre otras muchas, una de las grandes esclavitudes del llamado “mundo libre”. Todavía hay quienes piensan en el “sexo libre” con una ingenuidad que desconoce la cantidad de obsesiones que pueden crecer a su alrededor, y, desde luego, con una ceguera considerable respecto al hecho de que no todo lo que sentimos puede ser bueno. Además de la relación –bien estudiada por la antropología y la psicoterapia– entre ciertas “desinhibiciones” sexuales y todo tipo de violencias, cuando se asocia la idea de la permisividad sexual con las de salud, normalidad, autenticidad y vitalismo, se miente. Como todas las grandes mentiras, es una media-verdad, y lo que tiene de verdadero es que el sexo –excluyendo ciertos excesos y obsesiones- es algo normal, bueno y saludable. (Tomás de Aquino estaba convencido de que el deseo sexual humano era mucho más intenso antes de la caída original que después). Pero una cosa es eso y otra bien distinta pensar que todo uso del sexo al que uno se siente inclinado es algo normal y saludable. Desde cualquier punto de vista, esto es una insensatez. Sin necesidad de hacer referencia alguna a la moral cristiana, cualquiera con sentido común se da cuenta de que ceder a todas nuestras inclinaciones conduce a la enfermedad, la mentira, la envidia y la infelicidad. Lo reconoce el mismísimo Epicuro, griego precristiano a quien se considera padre de una forma peculiar de hedonismo que de él recibe su nombre (epicureísmo).

La represión de la afectividad, ¿no es perjudicial para la persona? Los únicos que no se reprimen son los animales salvajes, y por eso hay que encerrarlos entre rejas.

¿Por qué esta mitificación del sexo que nos envuelve? Esa mitificación tiene una base real: el gran misterio del amor humano y el gran misterio de la transmisión de la vida, que pone en manos del hombre una capacidad quasi divina, y que justifica que reservemos para la generación humana un nombre peculiar que no empleamos para designar la reproducción en cualquier otra especie zoológica: procreación. La grandeza de la sexualidad humana se pone de manifiesto en que el dinamismo biológico está transido de significaciones mucho más allá de lo biológico. Tal es la verdad profunda del psicoanálisis, que no queda empañada por las grandes exageraciones de una antropología finalmente muy reduccionista, como es el caso en Freud. El significado profundísimo de la sexualidad no puede interpretarse sexualizándolo todo. El psicoanálisis ha propiciado, además, una sexualización brutal de la cultura, y ello a conducido a una tremenda bestialización. La importancia del sexo, que es grandísima, obliga a ponerlo en su sitio, es decir, a verlo plagado de significaciones que apuntan más allá de él.

¿Qué efectos tiene una afectividad equilibrada? Sobre todo que nos ayuda a estar en la realidad de manera inteligente. Cataliza el sentido de responsabilidad, que tiene significado en relación con lo que hacemos inteligentemente. Uno no es demasiado responsable de todo lo que siente.

Para librarse de desilusiones, ¿no es mejor buscar sólo la diversión, sin más complicaciones? Es verdad que de vez en cuando hace falta distraerse. Distraerse es ocuparse en lo no esencial. Pero organizar la vida para la distracción es organizar una vida enajenada y, sobre todo, tremendamente decepcionante a la larga –quizás también a la corta-, pues no pensar más que en el propio capricho hace muy difícil pensar en los demás, y el hombre está hecho para ser feliz buscando hacer felices a otros. Esto no se consigue sólo jugando: uno tiene que ser capaz de ciertos esfuerzos, de algo de abnegación.

¿Se puede educar la afectividad? Sí se puede. Tratando de hacer que colabore, no que obstaculice, lo que vemos que hemos de ser, y en el fondo lo que queremos ser.

¿Qué puede hacer un joven con el bombardeo interior y exterior que recibe? Hoy es muy necesario educar hábitos de sobriedad en el uso de los medios electrónicos, de la TV, videos, internet, etc.

¿A qué edad habría que empezar a educar la afectividad? Lo antes posible. Pero, y en eso estoy con Aristóteles, cualquier forma de educar es hacer eso: la educación de los sentimientos.

¿Qué actitudes de los padres ayudan a que el niño crezca con una afectividad sana? Que se quieran entre ellos, que sepan superar pequeñeces sin darles más importancia de la que tienen; que sepan sacrificarse por los hijos y que a su vez les enseñen también, razonablemente, y sobre todo con el ejemplo, a sacrificarse por los demás. Que sean conscientes de que no todo el mundo puede disfrutar de lo que ellos quizá poseen en abundancia: que sepan valorar lo que tienen y no quejarse de lo que no tienen. Una forma muy concreta, que no vean la televisión solos: ver poca y con ellos, apagándola, conversando, pensando sobre lo que han visto y sobre su sentido, contenido, valor. Enseñarles de múltiples formas que es mucho más satisfactorio lo que se hace por los demás que lo que se hace buscando sólo el propio gusto o capricho, y que lo que vale en la vida cuesta siempre algo de esfuerzo, a veces mucho. Hoy día la gente joven tiene la referencia del deporte, en el que es imposible ganar medallas sin entrenamiento (a no ser que se haga trampa, lo cual sigue estando muy mal visto). Esta referencia puede servir para muchos aspectos de la vida y de la educación.

¿Qué otros factores pueden influir en la afectividad? A veces puede haber experiencias traumáticas a muy temprana edad que troquelen una afectividad desenfocada. Lógicamente esto habrá que tenerlo en cuenta, pero para trabajar de cara a la más pronta normalización. Una persona generalmente aprende más de los fracasos que de los éxitos. Y también de las experiencias muy negativas pueden salir personas que han madurado mucho en poco tiempo. Eso no quiere decir que haya que buscar esas experiencias negativas, o que no haya que tratar de evitar los fracasos afectivos. Lo que quiere decir es que no se puede perder la esperanza en la capacidad que tiene toda persona humana de ir a más y de superar los baches más profundos.

¿Qué se puede hacer, por ejemplo, para frenar el acoso de la pornografía? En muchos casos, exigir que se cumplan las leyes. En otros, trabajar, en la medida que cada uno pueda, por propiciar una conciencia, todavía hoy incipiente en profesiones relacionadas con los medios de comunicación, la publicidad, etc., de que esas tareas tienen una eficacia educativa –o deseducativa- que ha de ser ponderada también junto a los criterios comerciales. De esto comienza a existir conciencia poco a poco en algunos sectores (códigos deontológicos televisivos, etc.). Pero esa conciencia es todavía insuficiente, y urge que crezca mucho más.

Jose María Barrio Maestre es Profesor Titular en el Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad Complutense, donde cursó la licenciatura y el doctorado en Filosofía.. Amplió estudios en la Universidad de Münster (Alemania) y de Viena. En la Facultad de Educación ha ejercido la docencia en las materias de Filosofía, Ética y Política y Antropología de la Educación desde 1988 con dedicación completa. Miembro del cuerpo académico de la Université d”été des Droits de l”homme et du droit à l”éducation (OIDEL, Ginebra). Profesor Visitante de varias universidades extranjeras, es autor entre otros libros, de Positivismo y violencia (Pamplona, 1997), Moral y democracia (Pamplona, 1997), Los límites de la libertad. Su compromiso con la realidad (Madrid, 1999), Cerco a la ciudad. Una filosofía de la educación cívica (Madrid, 2003), y más de quince libros en colaboración. Recientemente (Rialp 2004) ha visto la luz la 3ª edición de su obra Elementos de Antropología Pedagógica.