José Morales, “El Islam”, IX.01

El Islam ha estado siempre, como mundo religioso y cultural, muy próximo a la geografía del Cristianismo, e incluso inmerso fragmentariamente en esa geografía. La fe y la civilización musulmanas han mantenido desde el siglo VII con los cristianos una relación constante, caracterizada generalmente por la tensión y el enfrentamiento, mucho más que por la convivencia y la colaboración.

A diferencia de las religiones que se han desarrollado lentamente, a partir muchas veces de orígenes oscuros y legendarios, el Islam -la más joven y sencilla de las religiones universales- nació a la plena luz de la historia y se propagó acto seguido con la celeridad de un huracán.

El interés por el Islam es un fenómeno incontrovertible y creciente en el mundo occidental. Se trata de un interés y de una atención polivalentes y cargados de ambigüedad. Atrae sin duda el hecho religioso musulmán, que ha llevado a Juan Pablo II a hablar de la «gran religión musulmana» y a mostrar su respeto hacia el Islam besando el Corán durante su visita a Egipto en marzo de 2000.

Despierta asimismo atención hacia el Islam el resurgir del radicalismo musulmán que, extremo o moderado, se considera un factor desestabilizador en el equilibrio del planeta y una amenaza a los intereses hegemónicos -económicos y políticos- del Occidente. Se impone además el hecho de la presencia en aumento de activas comunidades islámicas de cierta importancia numérica en casi todos los países que han representado históricamente la civilización cristiana.

El mundo académico europeo y norteamericano acusa también una intensificación del interés por el Islam. Lo muestra el crecimiento de los estudios islámicos que las universidades de Occidente llevan a cabo en centros y departamentos de historia, lingüística, religión, filosofía, etc. Junto a los numerosos islamistas que trabajan en estos lugares, se encuentran no pocos musulmanes cultos que han hecho del Occidente su patria intelectual y la sede de su docencia e investigación. Estos hombres viven en el mundo académico y no representan necesariamente «el punto de vista» musulmán. Aunque se presentan en ocasiones como los verdaderos conocedores del Islam vivo, pueden no tener de éste más conocimientos reales que muchos cristianos y judíos.

La percepción que los hombres y mujeres occidentales tienen del Islam es una mezcla de temor, recelo, curiosidad y vago respeto. Se ha dicho que para el Occidente cristiano, los musulmanes fueron un peligro antes de convertirse en un problema. Puede afirmarse que el Islam y los musulmanes se nos presentan actualmente como peligro y a la vez como problema. Nadie se atrevería a pronosticar cuál será el impacto futuro de lo islámico en la situación religiosa de Europa y en la relación entre comunidades en el plano de la convivencia social. La actitud reivindicativa que, derivada del pasado colonial y de la dominación política y económica occidental, se advierte en los países musulmanes, añade un factor de incertidumbre a las relaciones presentes y futuras entre el Islam y el Occidente.

La civilización cristiana ha sentido históricamente, con raras excepciones de momentos y personas, antipatía y desprecio hacia el Islam. En una conferencia pronunciada en marzo de 1883, decía Ernest Renan: «Islam es la unión inseparable de lo espiritual y lo temporal, es el reino del dogma, es la cadena más pesada que haya soportado la humanidad». Los tiempos han cambiado, y sobre todo lo han hecho las actitudes que, fruto de mayores contactos y de una mejor información, son capaces de superar prejuicios y sobre todo ignorancia.

Son muchos los hombres y mujeres occidentales que lamentan el pasado y desean borrar o al menos compensar de algún modo las ofensas que se hayan infligido al Islam en el ámbito de la Cristiandad.

El Islam se presenta a sí mismo como la religión del sentido común. Ha entrado en la historia a principios del siglo VII de nuestra era como una religión de conquista en un mundo considerado decadente, y no como un secta oriental insignificante en un orden sólidamente establecido.

A diferencia de otros nombres de religiones, como Hinduismo, Shinto, Cristianismo, que les han sido impuestos desde fuera, Islam -que significa sumisión a Dios-, es el nombre con el que los mismos musulmanes designan su propia creencia, y el nombre con el que desean también ver designada la religión que practican. Piensan que es Dios mismo quien ha denominado Islam al monoteísmo predicado por Mahoma. Sólo recientemente han comenzado los occidentales a usar el nombre de Islam, que en la Edad Media eran simplemente «los sarracenos».

Cuando hablamos del Islam lo hacemos, consciente o inconscientemente, en diversos registros. Nos podemos referir a este hecho religioso masivo como cultura, como refugio espiritual, como protesta reivindicativa, como esbozo de sistema económico, como realidad política, etc. Pero lo que nosotros separamos es vivido por las masas arabomusulmanas como una unidad, que nos recuerda la solidaridad latente bajo múltiples divisiones y cuya alma es una fe común. Una misma realidad aparece en el Islam como «iglesia» o comunidad espiritual, cuando se la contempla desde una determinada perspectiva, y se manifiesta como estado o como poder político cuando se la mira desde otro ángulo. Pero el Islam es una realidad única e indivisible, que es una cosa u otra según cambie el modo de considerarla. El conocido y elemental principio de que el hecho religioso no existe en estado puro, y es al mismo tiempo un hecho histórico, sociológico, cultural, psicológico…, alcanza en el caso del Islam su máxima vigencia.

Es frecuente imaginar una comparación entre el Islam y el Occidente en la que éste aparece revestido de las notas positivas y la realización del respeto a los valores del humanismo y la democracia, mientras que el Islam sería, por el contrario, el reino del arcaísmo y la tradición inmóvil, la discriminación de la mujer y la barbarie del código penal.

El Islam parece haber sido dejado fuera de la modernidad, lo cual no es juzgado por los mismos creyentes musulmanes como negativo. Pero es muy cierto que el Islam y toda la realidad geográfica, cultural y humana que supone ha sido el objeto y no el sujeto del cambio histórico desde el siglo XIII. El proceso secularizador ha demostrado con toda su ambivalencia la capacidad del Cristianismo para enfrentarse y entenderse, según los casos, con el pensamiento filosófico, la ciencia, la historia crítica, y el desarrollo democrático y social del estado y la sociedad modernos.

No puede decirse lo mismo del mundo islámico, para el que estos desarrollos contendrían promesas de renovación pero sobre todo amenazadoras crisis, latentes o abiertas. Las estructuras sociales y familiares de las sociedades musulmanas sufren importantes disfunciones y problemas crónicos, a causa principalmente de la pobreza, el analfabetismo, las condiciones miserables de vida, y la multitud de familias rotas. Todo ello en un marco de estancamiento cultural y económico. La tragedia que ha significado para el mundo árabe la humillante derrota infligida por Israel en 1967 ha intensificado psicológicamente el impacto letal de tantos males, que se hacen cada vez más insoportables.

Contrariamente a lo que muchos piensan, no es la religión musulmana la causa determinante de esta situación negativa, que no tiene visos de modificarse a corto plazo. Mucho más importante es el despotismo oriental, que ignora por principio los derechos y la dignidad de la persona individual, y mantiene en casi todos los órdenes un régimen de arbitrariedad que bloquea cualquier evolución positiva de carácter individual o social. Al despotismo se unen las estructuras feudales y la corrupción a gran escala, así como, más recientemente, la desintegración del consenso político que había nacido después de la independencia de los poderes coloniales.

Debe mencionarse asimismo la situación inferior de la mujer, porque el desarrollo armónico de una sociedad exige que mujeres y hombres sean tratados y actúen como iguales en cuanto seres humanos. Hay también otras causas, derivadas sin duda del pasado colonial y de las contingencias de la historia pretérita o reciente, pero ninguna encierra probablemente la importancia de un sistema político que, a pesar del impulso coránico, no parece capaz de buscar la justicia, y de los prejuicios culturales y sociales que imponen a la mujer un régimen permanente de tutela.

No es posible hablar o escribir sobre el Islam en nuestra cultura sin tener en cuenta el considerable volumen de informaciones y conocimientos que forman la memoria de una sociedad como la occidental, que asocia espontánea y necesariamente el hecho islámico con las Cruzadas, la Cristiandad, las incursiones recíprocas que han tenido lugar a lo largo de la historia, y el terrorismo del siglo xx. La imaginación de Occidente sobre el Islam no puede desprenderse fácilmente de los recuerdos y datos evocados por la revolución religiosa del Irán en 1979, la guerra del Líbano de 1977, la resistencia afgana, las erupciones de violencia social en Egipto y Argelia, el régimen de los Talibanes y la guerra que arde en Chechenia. Pocos europeos y norteamericanos hay capaces de pensar con imparcialidad en el mundo musulmán. Puede afamarse también que, de modo simétrico, la gran mayoría de los musulmanes nutren en sus mentes una visión deformada del Occidente, que para ellos es siempre cristiano, como un mundo de arrogancias imperialistas, corrupción social, y concesiones impías al secularismo y a la irreligiosidad.

Es evidente al mismo tiempo que un cristiano de nuestros días que reflexione sobre la historia de la salvación dispuesta por Dios para la entera humanidad, ha de tener en cuenta, por respeto a los designios divinos, el hecho religioso del Islam. Es éste un fenómeno polivalente que ha modificado en alguna medida el curso de la historia humana, ha alimentado valiosas experiencias religiosas, y proporciona una identidad espiritual a millones de hombres y mujeres en los cinco continentes.

No se debe, sin embargo, idealizar el Islam ni su azarosa historia. La historia de los musulmanes no deja de ser la de seres humanos que no han sido ni son siempre fieles a todas las enseñanzas de su religión, y que con frecuencia han coaccionado injustamente, vejado, humillado y aniquilado.

Es preciso huir de la denigración sistemática del Islam y de los valores musulmanes, que era una actitud muy de moda a principios del siglo xx, cultivada por bastantes cristianos y por la mayoría de los orientalistas. Hace falta también controlar el excesivo entusiasmo que algunos círculos manifiestan hoy hacia el Islam y que conduce a una ingenua idealización de éste, y a un lamentable e injusto vilipendio del Cristianismo. La relativa fascinación por el Islam, extendida actualmente en ámbitos occidentales y especialmente dentro de la Iglesia católica, impide en ocasiones un mínimo de objetividad, tanto científica como teológica. Es necesario un conocimiento desmitificado del pasado y una liberación de mitos e idealizaciones que impiden comprender el presente. No se pueden ignorar ni minimizar los aspectos de tensión que afloran a la superficie cuando se comparan y relacionan en serio dos religiones de vasta implantación que viven contiguas.

La religión es el mejor camino para introducirse en la comprensión del mundo árabe, lo cual no es cierto en igual medida del mundo occidental. Porque si bien la raíz del mundo cultural de Occidente puede ser religiosa, el hecho es que los elementos e impulsos religiosos se ocultan con frecuencia bajo formas filosóficas, políticas o sociológicas. El Islam muestra en cambio poderosas estructuras visibles de creencia, aunque la religión sea también aquí un arma política, en distinta medida según países, tiempos y circunstancias históricas.

El Islam no es una religión de poco valor. Desde su nacimiento se ha presentado al mundo como una fuerza con la que hay que contar. Representa para muchos la negativa a ver el mundo de modo racional y crítico. Pero esta religión despreciada por siglos ha manifestado una energía, una solidez y una capacidad de unir a sus seguidores, que son objeto de asombro cuando no de alarma. No es una religión anquilosada. Habla a los corazones de millones de hombres y mujeres, a muchos de los cuales proporciona principios de temor de Dios y deseos de conducta honrada. El Islam afirma y encierra una fuerza orientada hacia el bien. Una vida conforme a sus mejores preceptos puede ser una vida que mira a lo moralmente irreprochable.

Texto de José Morales (Doctor in Theology. Systematic Theology. Creation and Fundamental Theology. Newman), Islam, Ed. Rialp, 2001, Introducción.