Juan Manuel de Prada, “De ratones y hombres”, ABC, 9.IX.1999

La secuencia que describo ya ha ingresado en la mitología del celuloide. Rutger Hauer interpreta a un replicante con fecha de caducidad que, en pleno delirio vesánico, se dispone a exterminar a Harrison Ford sobre las azoteas de una ciudad apocalíptica, arrasada por la lluvia ácida y la propaganda de neón. Rutger Hauer, que acaba de atrapar una aterida paloma y de cobijarla en su pecho, acaricia su plumaje mientras contempla con dilatada crueldad los esfuerzos desesperados de su enemigo; entonces, siente el frío hálito de la muerte infiltrándose en su respiración y se apiada de él. Luego, mientras se va quedando sin aliento, Rutger Hauer fija su mirada azul e hiperbórea en el gurruño de carne trémula en que ha quedado reducido Harrison Ford y le recita las bellezas irrepetibles que han desfilado ante sus retinas. «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir», concluye, con alivio e impotencia, y doblega el cuello, mientras la paloma que resguardaba entre sus inertes manos vuela hacia lo alto, como un alma ebria de luz. De este modo tan sintético y desaforadamente bello, el replicante Rutger Hauer proclama su humanidad y demuestra que la memoria -como la piedad- es una facultad del alma.

El símil que Rutger Hauer elige para designar la extinción de sus recuerdos no parece fortuito. Podría haberlos comparado a briznas de hierba o motas de polvo, pero al otorgarles el rango de lágrimas está, a la vez que reconociendo su precariedad, vinculándolos con las pasiones, con los anhelos, con toda esa argamasa de sentimientos contradictorios que anida en algún recodo del hombre, más allá de los genes y las neuronas. Ahora unos científicos de Massachussetts nos proponen justamente lo contrario: según ellos, la memoria es una mera cuestión de neurotransmisores instalados en el córtex y el hipotálamo. Una manipulación genética infligida a unos ratoncitos ha bastado para mejorar sus dotes nemotécnicas, y ya se especula con la posibilidad de aplicar este experimento a los humanos, para combatir las enfermedades degenerativas de la memoria.

No hace falta profesar el creacionismo para entender que la memoria meramente utilitaria de un animal en nada se parece a la memoria emocional de los hombres, cuyos recuerdos no son meros mecanismos que regulen nuestros hábitos o rutinas, sino también expresiones perennes de una capacidad que nos permite organizar nuestras percepciones según la intensidad con que rozaron nuestra alma (¿debo pedir perdón por emplear esta palabra?). El hombre, a diferencia de los ratones, no recuerda las rutinas que ejecutó hace apenas unas horas o unos días, pero en cambio recuerda el sabor efímero de unos labios, el arañazo lento de la soledad, el sol dorado de la infancia, el ardor repentino del odio. En Massachussetts han conseguido hacer más vívida la percepción que unos ratones poseen de sus rutinas, pero no veo en qué se parece esto a la memoria lírica del hombre, capaz de conservar en ámbar el rescoldo de un amor de adolescencia o el dolor con que nos vapulea la muerte de un ser querido. Esta memoria emocional no creo que pueda depender nunca de genes manipulados, pues es patrimonio del alma, y no sigo con la cita calderoniana porque mis lectores ateos se me rebotarían.

Quizá algún día consigan sintetizar en algún laboratorio de Massachussetts o Pernambuco una droga que estimule nuestra memoria utilitaria, de tal modo que los viejecitos enfermos de alzheimer, en lugar de zurrarse en la ropa, aprendan el camino del retrete, pero nunca conseguiremos rescatar esos continentes hermosos que, como lágrimas en la lluvia, se van disgregando lentamente, mientras viajamos hacia la eterna noche. Esa memoria lírica permanecerá impermeable a la química, y seguirá volando libre, ebria de luz, hacia regiones que no figuran en ningún atlas genético.