Juan Manuel de Prada, “RU-486”, ABC, 10.II.2000

Acabo de escuchar en la radio un comentario radiofónico que no sé si calificar de calumnioso o felón. Alguien glosó el editorial que ABC dedicaba ayer a la RU-486, esa píldora que parece bautizada por Karel Capek; en ese editorial se lee que la píldora en cuestión «transmite la imagen de un aborto fácil y sin riesgos». El rudimentario escoliasta, después de calificar el editorial de «alucinado», profirió: «A lo que se ve, ABC prefiere un aborto difícil y con riesgos». Cualquiera que haya leído sin anteojeras la pieza citada sabe que lo que ABC defendía ayer era la necesidad de solucionar los conflictos que sufren las mujeres embarazadas mediante recursos menos retrógrados que el aborto. Lo que ABC defendía y vindicaba era la vida, principio rector de cualquier ordenamiento jurídico civilizado, y lo hacía con elocuencia diáfana. Pero ya se sabe que quienes esgrimen la bajeza moral como único argumento no reparan en transparencias y diafanidades: su hábitat natural es el agua revuelta del fango, donde siempre es más fácil recolectar algún pececillo confundido con el anzuelo de la demagogia.

No soporto envilecer mi prosa con patronímicos de personajillos insignificantes, así que no citaré el nombre de una portavoz política que el otro día, coincidiendo con la distribución en España de la píldora robótica RU-486 solicitaba a la Administración sanitaria que «desarrolle una labor de educación de la salud», añadiendo que la Administración «tiene que garantizar que todos los derechos se ejerzan». Al principio, cuando leí la noticia, pensé que lo que esta pobrecita vocera demandaba era el ejercicio del derecho a la información, pero un examen más minucioso de sus andrajosas palabras me demuestra que en realidad aludía a un presunto «derecho al aborto». Causa un poco de bochorno tener que malgastar tinta en estas precisiones, pero conviene recordar que, según la legislación española, el aborto no constituye un derecho, sino un crimen tipificado y sancionado por el Código Penal. Es cierto que la ley excepciona de la protección a la vida del concebido tres supuestos específicos, pero el sentido restrictivo de la norma impide que podamos hablar de «despenalización» o «legalización» del aborto, mucho menos de ese alucinado (permítanme que emplee el trillado epíteto del escoliasta radiofónico) «derecho al aborto». Repito que la precisión se me antoja una perogrullada, pero el mero hecho de que debamos recordársela a una portavoz o vocera política, de quien debemos presumir un mínimo conocimiento de las leyes, se me antoja una vergüenza nacional. Aludía con jocosidad a la designación robótica de esta píldora abortiva, recordando a Karel Capek, aquel escritor bohemio que imaginó una utopía tenebrosa, con rebaños de hombres convertidos en autómatas. Sólo en una sociedad robotizada y gregaria se podría convertir un gravísimo asunto moral en una fruslería despachada con tanta alevosa irresponsabilidad como hacen el escoliasta radiofónico y la vocera política. Sólo en una sociedad huérfana de convicciones esenciales se produciría esta repugnante ceremonia de la confusión, en la que un bando proclama con energumenismo la existencia de un «derecho al aborto» mientras el otro bando calla ominosamente (y aquí habría que especificar que tan culpable como las proclamas estrepitosas es el cobarde silencio). La defensa obstinada e intransigente de la vida, y en especial de la vida inerme, no es una cuestión que admita compartimentos ideológicos, sino un compromiso con el progreso del hombre, una vocación irreductible que debe anidar en cualquier pecho humano, porque nuestra misión es rehuir la muerte, combatirla hasta la extenuación, con la entrega de la propia vida, si ello fuera necesario.

Yo no tengo vida que dar, pero sí tengo una pluma y este ángulo oscuro que un periódico me brinda para pronunciar mi verdad. Quienes me leen saben que no tengo nada de retrógrado ni de beatorro; como yo, conozco a muchas personas que, desde diversas posturas religiosas o políticas, abogan por el progreso del hombre y abominan de esa vergüenza colectiva llamada aborto. Se han alcanzado, sin embargo, tales cúspides de hipocresía y aherrojamiento mental que muchas de esas personas han elegido el silencio, como única vía de escape para evitar el acoso que sufren. Otros aún perseveramos hasta la afonía, señalando que no puede haber repudio de la muerte sin condena del aborto; señalando que esa condena es el único cimiento sobre el que puede edificarse una concienzuda vindicación de la vida. ¿Cómo se puede alguien pronunciar contra el patíbulo, contra la pólvora, contra el deterioro de la naturaleza, si antes ha permitido que la vida sea pisoteada cuando apenas alienta? Que alguien me lo explique. Y que me explique también mediante qué argucias capciosas podemos introducir un lapso o estado de excepción en el Derecho, ese gran monumento consagrado a proteger la inviolabilidad de la vida, premisa sobre la que se erige cualquier organización social. Y si la vida es el fundamento de la norma jurídica, ¿cómo encajar la existencia de la pastillita RU-486, esa eucaristía de la muerte? Por lo que se ve, ha llegado la hora de comulgar con ruedas de molino.