Mandar…? ¿Prohibir…? ¿En nombre de quién?

Todos los asuntos tienen dos asas;
por una son manejables, por la otra no.
Epícteto

 

Por una verdadera cultura de la tolerancia

La tolerancia, entendida como respeto y consideración hacia la diferencia, como una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta a la propia, o como una actitud de aceptación del legítimo pluralismo, es a todas luces un valor de enorme importancia.

Estimular en este sentido la tolerancia puede contribuir a resolver muchos conflictos y a erradicar muchas violencias. Y como unos y otras son noticia frecuente en los más diversos ámbitos de la vida social, cabe pensar que la tolerancia es un valor que —necesaria y urgentemente— hay que promover.

Sin embargo, promover una acertada aplicación de la tolerancia es algo extremadamente difícil y complejo, que conviene analizar con calma, sin trivialidades, para no caer en reduccionismos o simplismos.

En primer lugar, la tolerancia tiene su justa medida. A nadie se le ocurre que haya que tolerar el robo, la violación o el asesinato. Ni nadie cree de verdad que imponer la ley o un sistema de autoridad haya de considerarse como una grosera manifestación de intolerancia. Si nos dejáramos llevar por esos errores, terminaríamos bajo la ley del más fuerte. Sería imposible establecer un sistema de Derecho o cualquier tipo de ordenamiento jurídico. Sería como la ley de la selva. No habría forma de vivir pacíficamente en sociedad.

Promover la tolerancia no es tolerarlo todo, porque es evidente que no se puede permitir todo. Por eso, ni siquiera el anarquismo más radical ha considerado la tolerancia como algo ilimitado, puesto que solo con imaginar un colectivo humano en el que todo debiese ser tolerado, es fácil comprender que sería un caos completo y absoluto.

La tolerancia ha de tener unos límites. Una interpretación superficial de la tolerancia la llevaría a su ruina: al anarquismo del todo vale.

La verdadera tolerancia no se fundamenta en el anarquismo ni en el escepticismo, sino en una firmeza de principios que se opone a una indebida exclusión de lo diferente.

La tolerancia no es tampoco una actitud de simple neutralidad, o de cansancio intelectual, o de indiferencia, sino una posición resuelta que cobra sentido cuando se opone a su límite, que es lo intolerable.

 

No quedarse en afirmaciones obvias

Aunque acabamos de referirnos a la tolerancia como un espíritu de apertura y de respeto hacia la diversidad, a la hora de hablar de tolerancia, lo difícil, y lo importante, es profundizar en su sentido más específico: la tolerancia del mal.

Podría decirse que la palabra tolerancia se aplica con toda propiedad cuando se refiere a la tolerancia del mal. No suele decirse en el lenguaje corriente, por ejemplo, que uno tolere que le haya tocado la lotería, o que haya aprobado unas oposiciones, o que juegue muy bien al baloncesto, o que tenga muy buena memoria; no se habla de que lo tolere, sino más bien de que tiene la suerte, o el mérito, de contar con eso, que considera que son bienes, no males.

En sentido estricto, no debería hablarse de tolerancia como respeto a la legítima diversidad, puesto que la legítima diversidad debe ser respetada y no simplemente tolerada, aunque pueda costarnos aceptarla. Ser alto o bajo, rubio o moreno, pertenecer a una u otra raza o clase social, ser seguidor (apasionado si se quiere, pero pacífico) de tal o cual equipo de fútbol, etc., no parecen, en principio, diversidades que deban ser toleradas, sino simplemente respetadas.

El problema surge, como decíamos, cuando esa diversidad deja de ser legítima, o entra en colisión con el bien común, o con los derechos de los demás, y comenzamos a adentrarnos en el complejo tema de la tolerancia del mal. Podrían ponerse muchos ejemplos de esas colisiones:

¿Debe tolerarse la esclavitud? ¿Y si hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos, e incluso también personas dispuestas a aceptar ser compradas o vendidas como esclavos?

¿Debe tolerarse la tortura? ¿Qué debe decirse a quien alegue su supuesta eficacia para la policía? ¿Y a quien sostenga que en sus convicciones personales se trata de un método perfectamente legítimo en su guerra sin cuartel contra la delincuencia?

¿Deben las leyes tolerar la poligamia? ¿Y si hay personas —marido y mujeres— que apelan a su libertad para que se les permita formar ese género de unión? ¿Qué se puede argumentar, por ejemplo, a quien considere la prohibición de la poligamia como un atentado contra las profundas raíces culturales y religiosas de un pueblo?

¿Debe permitirse, como sucede en algunos lugares, que unos padres practiquen determinadas mutilaciones sexuales a algunos de sus hijos, siguiendo antiguos ritos ancestrales? ¿Qué razones se pueden dar para prohibirlo, si ellos argumentan que se trata de una costumbre milenaria, aceptada pacíficamente por toda la tribu?

¿Y si unos padres se niegan a que su hijo, menor de edad, reciba una transfusión de sangre, y muere por ello? ¿Cómo es conciliable la libertad religiosa con el hecho de que un juez salve la vida del niño autorizando dicha transfusión, en contra de las creencias de sus padres?

¿Debe tolerarse la producción y el tráfico de drogas? ¿Por qué no respetar la libertad de esas personas para cultivar lo que quieran y luego venderlo, acogiéndose a las reglas del libre mercado? ¿Y con el tráfico de armas? ¿Y con los productos radioactivos?

¿Debe tolerarse la mentira? ¿En qué ocasiones o circunstancias?

Son ejemplos muy diversos, que expresan un poco de la complejidad del problema de la tolerancia, y nos previenen contra una interpretación simplista de las cosas.

 

Dos acepciones principales

El Diccionario de la Real Academia señala dos acepciones principales de la palabra tolerancia que engloban bastante de lo que acabamos de decir.

Una acepción de la tolerancia es el respeto y consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque sean diferentes a las nuestras.

La otra recoge quizá su sentido más específico o clásico: la tolerancia es permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente; o sea, no impedir —pudiendo hacerlo—que otro u otros realicen determinado mal.

En ambos casos, el quid de la cuestión está en determinar el límite de lo no tolerable: la legítima diversidad siempre debe tolerarse (respetarse), pero la ilegítima puede tolerarse o no, según los casos.

 

¿Prohibido prohibir? ¿En nombre de quién?

—Hay un problema en eso que dices: el concepto de legitimidad, e incluso el concepto de bien y de mal, son muy relativos para bastante gente.

Efectivamente, y por esa razón, para profundizar en la noción de tolerancia es preciso analizar previamente el fenómeno del relativismo.

Michael Novak decía, entre bromas y veras, que en su país —Estados Unidos— hay dos frases que son sin duda las más repetidas por cualquier ciudadano: la primera es “yo hago lo que me da la gana”, y la segunda “eso debería estar prohibido”. En su aparente contradicción, tenemos un ejemplo claro de cómo todos aspiramos a la libertad, pero al tiempo reclamamos protección frente al empleo que otros hagan de la suya: vemos necesario que existan unos límites.

La pregunta es si pueden justificarse esas prohibiciones a la vez que se admite el principal postulado que siempre han repetido los relativistas: nadie tiene derecho a imponer a los demás su propio concepto de moral.

Este postulado relativista es una apasionada y loable invocación a la libertad individual, pero si se analiza con un poco de calma, es fácil descubrir que esconde serias contradicciones.

De entrada, el relativismo deja momentáneamente de ser relativo para imponernos a todos su postulado indiscutible (que nadie puede imponer nada a nadie).

El principal problema del relativismo surge cuando se habla de poner límites a la tolerancia. Ya hemos visto que parece inimaginable una sociedad en la que se permitiera todo, puesto que hay cosas que no pueden tolerarse.

Si analizamos por qué no toleramos algunas cosas, pronto descubrimos que la causa está en verdades y valores que consideramos innegociables.

Por ejemplo, no toleramos el robo para proteger la propiedad, necesaria para la subsistencia libre de las personas; o no toleramos el asesinato para proteger el derecho a la vida de todo hombre.

Hay que resaltar que, en ambos casos, estamos imponiendo a los delincuentes algo con lo que pueden no estar de acuerdo. Y a todos nos parece obvio que si el ladrón no cree en el derecho a la propiedad, o el asesino no cree en el derecho a la vida, o ambos consideran que tienen razones personales para robar o matar, no por ello sus acciones dejarán de ser reprobables, y castigadas en una sociedad en la que impere la justicia.

Si aceptáramos el relativismo, cada persona tendría derecho a su verdad y su criterio para definir lo bueno y lo malo, y entonces cualquier imposición de la ley (que muchas veces es manifestación de un sentido moral) sería una muestra de intolerancia (intolerancia que no puede tolerarse: atención al círculo vicioso).

Si cada uno tiene su verdad sobre lo que es la justicia, y nadie tiene derecho a imponer la suya a otros, ¿en nombre de qué verdad puede alguien impedir o perseguir el robo, la violación o el asesinato?

El relativismo siempre acaba en un círculo vicioso, porque sin una referencia a una verdad universal, que nos obligue a todos, ¿en nombre de qué autoridad se puede considerar que una acción es mala, e imponer a otros ese concepto de lo que es malo? ¿Cómo defender razonadamente que hay que actuar así, que deben ponerse esos límites a la tolerancia?

 

Nadie tiene derecho a imponerme sus valores

Cuenta Peter Kreeft que un día, en una de sus clases de ética, un alumno le dijo que la moral era algo relativo y que como profesor no tenía derecho a imponerles sus valores.

Bien —contestó, para iniciar un debate sobre aquella cuestión—, voy a aplicar a la clase tus valores, no los míos: como dices que no hay absolutos, y que los valores morales son subjetivos y relativos, y como resulta también que mi conjunto particular de ideas personales incluye algunas particularidades muy especiales, ahora voy a aplicar esta: todas las alumnas quedan suspendidas.

Todos quedaron sorprendidos y protestaron diciendo que aquello no era justo.

Kreeft, continuando con aquel supuesto, les argumentó: ¿Qué significa para ti ser justo? Porque si la justicia es solo mi valor o tu valor, entonces no hay ninguna autoridad común a ti y a mí. Yo no tengo derecho a imponerte mi sentido de la justicia, pero tampoco tú puedes imponerme el tuyo.

Solo si hay un valor universal llamado justicia, que prevalezca sobre nosotros, puedes apelar a él para juzgar injusto que yo suspenda a todas las alumnas. Pero si no existieran valores absolutos y objetivos fuera de nosotros, solo podrías decir que tus valores subjetivos son diferentes de los míos, y que no coinciden, o que no te gustan, pero nada más.

Sin embargo, no dices que no te gusta lo que yo hago, sino que es injusto. O sea, que, cuando desciendes a la práctica, sí crees en los valores absolutos.

El relativismo afirma los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, surge inmediata la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Con el relativismo, la justicia queda en la sociedad a merced de quienes tengan el poder de crear opinión e imponerla a los demás.

 

 Una referencia insoslayable

—Es cierto que ninguna de esas preguntas puede responderse desde el relativismo absoluto, pero la mayoría de los relativistas suelen hacerse fuertes en el terreno de otras consideraciones éticas menos evidentes. Dicen que todo es cambiante, que las consideraciones morales se parecen bastante entre sí, y que ninguna merece ser rechazada.

Efectivamente, está cambiando todo mucho, pero ya hemos visto que ha de existir una frontera entre lo que es tolerable y lo que no lo es. Para poder ser tolerante hay que fijar los límites de lo que es intolerable.

Ese límite puede ser difícil de apreciar, porque las circunstancias hacen a veces muy complejos esos problemas. Pero tiene que haber un límite, independientemente de que sea difícil de distinguir. Porque si no hubiera límites, la tolerancia se destruiría a sí misma.

—¿Por qué?

Si no hubiera límite objetivo entre lo que es tolerable y lo que no es tolerable (aunque luego sea difícil de apreciar, repito), nadie podría impedir legítimamente nada: en nombre de la tolerancia, habría que tolerar todo, también al que tiene el triste defecto de ser intolerante. Y también se podría tachar de intolerante a cualquiera que hiciera algo que no coincidiera exactamente con lo que nosotros defendemos.

Por el lado contrario, cualquiera podría arrogarse el derecho a no tolerar al que tolera algo que uno considera malo.

—Vale, no sigas.

No pretendo hacer trabalenguas, pero parece bastante claro que para definir esos límites de la tolerancia, es preciso reconocer la existencia de la verdad. De lo contrario, ¿en nombre de qué marcas ese límite?

—De acuerdo, pero hay quienes defienden un modelo permisivista basado en un relativismo menos duro, más light. Dicen que eso de luchar por la verdad objetiva lleva fácilmente a la tentación del fanatismo, de matar a los enemigos. Y que la historia tiene abundantes ejemplos de esto.

Es verdad que existe la tentación del fanatismo, contra la que hay que luchar decididamente, y es verdad también que en la historia hay abundantes ejemplos de esa grosera forma de intolerancia. Pero no puede decirse que creer en una verdad suponga ya ser un fanático, y mucho menos presentar instintos homicidas. Eso sería un prejuicio, más que una explicación.

Por ejemplo, si ha de haber respeto a la vida será porque existe la verdad de que la vida merece respeto. Si no, ¿por qué habríamos de respetar la vida? Y lo mismo puede decirse de cualquier consideración ética. Sin una referencia a la verdad objetiva, toda afirmación moral se reduce a una simple conjetura. La referencia a la verdad es insoslayable.

 

Alfonso Aguiló