5. ¿Son compatibles ciencia y fe?

El hombre encuentra a Dios
detrás de cada puerta
que la ciencia logra abrir.
Albert Einstein

¿Puede la ciencia controlarse a sí misma?

El científico alemán Otto Hahn, descubridor de la fisión del átomo de uranio, Premio Nobel de Química en 1944 y considerado como fundador de la química nuclear y de la era atómica, se encontraba recluido en un campo de concentración inglés, en Farm Hall, cerca de Cambridge, junto con otros nueve eminentes hombres de ciencia.

Mientras estaban allí, en agosto de 1945, se enteraron de Hiroshima y Nagasaki habían sido arrasadas por una bomba atómica. Hahn sintió entonces una profundísima culpabilidad. Sus investigaciones sobre la fisión del uranio habían acabado por utilizarse para producir una terrible masacre. Tal fue su desazón que intentó abrirse las venas con los alambres de espino que rodeaban el campo.

Una vez que sus compañeros lograron disuadirle, el viejo profesor les hizo, desolado, la siguiente confesión: “Acabo de advertir que mi vida carece de sentido. He investigado por puro deseo de revelar la verdad de las cosas, y todo aquel saber científico acaba de convertirse en un enorme poder aniquilador”.

La experiencia personal de Otto Hahn fue, en realidad, la experiencia amarga de toda una época. Una sobrecogedora impresión de fracaso invadió los espíritus de todos cuantos habían luchado año tras año con tanta tenacidad para llevar el conocimiento científico a la máxima altura posible, convencidos de hacer con ello un gran bien a la humanidad. Habían trabajado afanosamente —comenta López Quintás— con la profunda convicción de que el aumento del saber teórico y el incremento de la felicidad humana estaban inequívocamente vinculados. Confiaban en que fomentar el saber científico tomaría siempre un valor positivo, que significaría automáticamente cotas más elevadas de felicidad y de dignidad. Pensaron que se trataba de un bien incuestionable y que, por tanto, se traduciría ineludiblemente en bienestar y plenitud para el hombre.

Pero esta ilusión multisecular, que ya había hecho quiebra en las trincheras de Verdún, se vino estrepitosamente abajo con los horrores de la Segunda Guerra Mundial. El terrible poder destructor de las armas nucleares, los intensísimos bombardeos sobre población civil, el exterminio sistemático y profundamente cruel de toda una raza, y un saldo de tantas decenas de millones de muertos pusieron trágicamente de manifiesto que el saber teórico puede traducirse en un saber técnico, y este a su vez en un amplio poder sobre la realidad, pero, por desgracia, todo ese dominio no conduce automáticamente a una mayor felicidad de los hombres si quienes ostentan ese poder carecen de una conciencia ética adecuada a su responsabilidad.

Después de siglos de febril incremento del saber científico, la idea de que el progreso humano es siempre continuo y no puede haber retroceso, se había revelado como irritantemente falsa. El ideal del dominio científico, y la forma consiguiente de humanismo, saltaron en pedazos al entrar en colisión con la terca realidad de la historia. Era patente que el futuro no debía caracterizarse por esa ingenua credulidad en el progreso como principio motor de una civilización, sino que resultaba necesario cimentarlo sobre valores más elevados y seguros.

Historia de un desengaño

El psiquiatra austriaco Viktor Frankl, tras su experiencia personal en los campos de concentración, llegó a la conclusión de que no fueron los ministerios nazis de Berlín los verdaderos responsables de aquellas atrocidades, sino la filosofía nihilista del siglo XIX. Si el hombre es un simple producto de una naturaleza cambiante, un simple mono evolucionado, entonces, igual que al mono se le puede enjaular en un zoológico, al hombre se le podrá encarcelar en un campo de exterminio. Si el hombre es un simple animal, aunque extraordinariamente adiestrado, y hacemos jabones con grasa animal, ¿por qué no hacerlos con grasa humana?

Husserl, aleccionado por el hundimiento del mito del eterno progreso con motivo de la conmoción bélica mundial —en la que vio, entre otras cosas, aquella racionalización perfecta de la matanza en masa de millones de inocentes—, se percató claramente de que la ciencia, por razón de su método, no puede ser una instancia rectora de la vida humana. “El mundo de la objetividad científica —escribió— es un mundo cerrado e inhóspito. La forma en que el hombre moderno se dejó, en la segunda mitad del siglo XIX, determinar totalmente por las ciencias positivas y cegar por la prosperity a ellas debida, significó dejar de lado las cuestiones decisivas para una humanidad auténtica. Ciencias que solo contemplan puros hechos, hacen hombres que solo ven puros hechos.” Buscar el conocimiento científico objetivo de las cosas es lícito y fecundo. Pero considerar ese modo de conocer como el modélico, como el único riguroso, constituye una parcialidad inaceptable, por cuanto empobrece enormemente al hombre.

La Ilustración perseguía el ideal renacentista de entregar al hombre a sí mismo, de hacerlo libre permitiéndole vivir bajo el imperio de la sola razón. La esperanza de que el hombre alcanzaría la felicidad para siempre en un mundo dominado y sin secretos, por medio de una ciencia que lo sabría y lo podría todo, resultó ser un sueño que nunca lograba alcanzarse, y que el horror gigantesco de dos guerras mundiales convirtieron en algo peor que una pesadilla. El dominio de la realidad se escapaba del estrecho molde del pensamiento racionalista. Y el peligro no provenía de la ciencia en sí, sino de esa mentalidad que llevaba a considerar que solo puede conocerse aquello que es medible, controlable, verificable, y a despreciar los aspectos de la realidad que se resisten a tal género de control y cálculo. Esa pretensión de dominio sin límites dejaba al hombre en una situación de desamparo. Pronto se vio que la ciencia, que había llenado con su prestigio el Siglo de las Luces, no podía colmar ella sola por completo la vida del hombre. No era su misión. La ciencia no hablaba de valores, de sentido, de metas ni de fines, y de todo eso necesitaba el ser humano para preservar su dignidad y ser feliz.

El optimismo ilustrado había previsto horizontes paradisíacos. Pero la utopía científica mostraba como nunca su impotencia.

No hay duda en que el progreso científico ha sido grande, y que ese desarrollo es algo bueno, o que, al menos, no tiene por qué ser malo. Pero hoy día ya pocos creen que todo eso sea la panacea, que pueda hacer algo más que trasladar la inquietud de unos temas a otros. El dominio de las cosas es muy elevado, pero es necesario un humanismo válido que dé sentido a todo ese avance científico. Porque, de lo contrario, puede embriagarse con sus propios éxitos y crecer en direcciones aberrantes para la dignidad del hombre.

La técnica permite poner a punto medios de comunicación muy poderosos, rápidos, atractivos, sugerentes…, pero estos medios pueden ser un arma de primer orden para manipular las mentes, troquelar las voluntades y los sentimientos de los hombres. La ciencia necesita de unos límites a su pretensión de soberanía. Toda gran conquista —explica López Quintás— supone una inevitable ambivalencia: un avance en un aspecto y un retroceso en otro, quizá no menos valioso. El aumento de poder no corre siempre paralelo al aumento del dominio del hombre sobre tal poder. La ciencia no puede abandonarse a su propia dinámica, sino que debe ser regulada por una instancia externa que la oriente y dé sentido.

¿El progreso científico implica un declive religioso?

La Edad Moderna comenzó cultivando insistentemente las cuestiones de método. Bacon, Descartes y Spinoza, por ejemplo, centraron su filosofía en torno a la búsqueda de un método riguroso que les permitiera llegar a la verdad y asentar la vida sobre convicciones sólidas, inquebrantables, inexpugnables.

Como las ciencias avanzan sobre datos seguros y contrastados, verificados por la experiencia, fueron surgiendo pensadores que tenían el convencimiento de que cada vez que la ciencia descubría un secreto, la religión daba un paso atrás.

A sus ojos parecía como si el progreso de la ciencia redujera inexorablemente el dominio de lo religioso, más constreñido cada día. En contraposición a lo que consideraban un dócil espíritu medieval, el hombre habría de encontrar, con la fuerza de su razón, un método sin fisuras. Y el gran modelo del pensamiento auténtico era, para ellos, el saber matemático.

Si se procede con la debida lógica —afirmaban—, articulando bien los diversos pasos del razonar, se llega en matemáticas a conclusiones apodícticas, incuestionables. El orden en el razonar viene a ser la clave del recto pensar y conocer. Y este orden lo establece la razón, pues la razón es el gran privilegio del hombre. Por este camino —acababan por concluir—, el hombre se basta a sí mismo, puesto que la razón le ofrece recursos sobrados para descubrir las leyes de la realidad y lograr un rápido dominio sobre ella.

Pero de nuevo el paso del tiempo ha venido a mostrar cómo ese dominio es solo posible en términos cuantitativos, en aquello que puede someterse a cálculo y medida. Pero el espíritu se escapa del método matemático y de la lógica cartesiana. El espíritu, al hacer posible la opción libre, hace posibles muchas cosas que denuncian la insuficiencia del modelo racionalista.

Se podrían poner muchos ejemplos. Uno de los más característicos es el intento racionalista de explicar la inteligencia humana. Es difícil saber exactamente lo que es el pensamiento —explica José Ramón Ayllón—, pero si reduzco el problema a una cuestión de neuronas, puedo lograr una tranquilizante impresión de exactitud: 1.350 gramos de cerebro humano, constituido por 100.000 millones de neuronas, cada una de la cuales forma entre 1.000 y 10.000 sinapsis y recibe la información que le llega de los ojos a través de un millón de axones empaquetados en el nervio óptico, y a su vez, cada célula viva puede ser explicada por la química orgánica… Así, puedo pretender explicar la inteligencia en clave biológica, la biología en términos de procesos químicos, y la química en forma de matemáticas.

Ahora bien, cualquier lector medianamente crítico se estará preguntando qué tienen que ver los porcentajes de carbono o hidrógeno, las neuronas y toda la matemática asociada a esos procesos con algo tan humano y tan poco matemático como charlar, entender un chiste, captar una mirada de cariño o comprender el sentido de la justicia.

La ciencia moderna, con sus descubrimientos maravillosos, con sus leyes de una exactitud asombrosa, ofrece la tentación —un empeño que se dio en Descartes con una fuerza irresistible— de querer conocer toda la realidad con una exactitud matemática. Pero suele olvidarse algo esencial: que las matemáticas son exactas a costa de considerar únicamente los aspectos cuantificables de la realidad. Y reducir toda la realidad a solo lo cuantificable es una notable simplificación.

Se podría responder como aquel viejo profesor universitario cuando un alumno hacía alguna afirmación reduccionista: “Eso es como si yo le pregunto qué es esta mesa, y usted me responde que ciento cincuenta kilos”. Las magnitudes matemáticas han prestado y prestarán un gran servicio a la ciencia, y a la humanidad en su conjunto, pero siempre han hecho muy flaco servicio cuando han querido emplearse de modo exclusivista.

La totalidad de lo real nunca podrá expresarse solo en cifras, porque las cifras únicamente expresan magnitudes, y la magnitud es solo una parte de la realidad. Y no es cuestión de dar más números, o con más decimales. Por muchos o muy exactos que sean, presentan siempre un conocimiento notoriamente insuficiente. Tú pesas 70 kg., pero tú no eres 70 kg. Y mides 1,80 metros, pero no eres 1,80 metros. Las dos medidas son exactas (el ejemplo vuelve a ser de José Ramón Ayllón), pero tú eres mucho más que una suma exacta de centímetros y kilos. Tus dimensiones más genuinas no son cuantificables: no se pueden determinar numéricamente tus responsabilidades, tu libertad real, tu capacidad de amar, tu simpatía hacia tal persona, o tus ganas de ser feliz.

No querer reconocer una realidad aduciendo que no puede medirse experimentalmente sería algo parecido a que un químico se negara a admitir las especiales propiedades de los cuerpos radiactivos —es algo que pudo perfectamente suceder a muchos en la época medieval—, con el pretexto de que no obedecen a las mismas leyes que explican lo que sucede a los demás cuerpos ya conocidos. Si las leyes que maneja no explican algo, lo más probable es que esas leyes no valgan.

Más allá de la ciencia, hay otra cara de la realidad: la más importante, y también la más interesante del ser humano, aquella donde aparecen aspectos tan poco cuantificables bacomo, por ejemplo, los sentimientos: no se pueden pesar, pero nada pesa más que ellos en la vida.

Un pensamiento, o un sentimiento, no son algo que honradamente podamos calificar de material. No tienen color, sabor o extensión, y escapan a cualquier instrumento que sirva para medir propiedades físicas. “Los fenómenos mentales —asegura John Eccles, premio Nobel de Medicina— trascienden claramente de los fenómenos de la fisiología y la bioquímica.”

“La ciencia, a pesar de sus progresos increíbles —escribe Gregorio Marañón—, no puede ni podrá nunca explicarlo todo. Cada vez ganará nuevas zonas a lo que hoy parece inexplicable. Pero las rayas fronterizas del saber, por muy lejos que se eleven, tendrán siempre delante un infinito mundo de misterio.”

¿Demostrar que Dios no existe?

Narrando la historia de su conversión, C. S. Lewis explicaba cómo advirtió, en un momento concreto de su vida, que su racionalismo ateo de la juventud se basaba inevitablemente en lo que él consideraba como los grandes descubrimientos de las ciencias. Y lo que los científicos presentaban como cierto, él lo asumía sin conceder margen a la duda.

Poco a poco, a medida que iba madurando su pensamiento, se estrellaba una y otra vez contra un escollo que no lograba salvar. Él no era científico. Tenía, por tanto, que aceptar esos descubrimientos por confianza, por autoridad…, como si fueran, en definitiva, dogmas de fe científica. Y esto iba frontalmente en contra de su racionalismo.

Lo relataba a la vuelta de los años, asombrándose de su propia ingenuidad de juventud. Sin saber casi por qué, se había visto envuelto en una credulidad que ahora le parecía humillante. Siempre había creído a ciegas en prácticamente todo lo que apareciera escrito en letra impresa y firmado por un científico. “Todavía no tenía ni idea entonces —decía— de la cantidad de tonterías que hay en el mundo escritas e impresas.” Ahora le parecía que ese candor juvenil le había arrastrado hacia una inocente aceptación rendida de un dogmatismo más fuerte que aquel del que estaba huyendo. Los científicos, ante el gran público, tienen a su favor una gran ventaja: el tremendo complejo de inferioridad frente a la ciencia que tiene el hombre corriente.

—¿Y si la ciencia demostrara un día que Dios no existe? Porque mucha gente piensa que llegará un día en que la ciencia logrará que se prescinda de lo que llaman la hipótesis de Dios, forjada en los siglos oscuros de la ignorancia…

Es un viejo temor, que surge a veces incluso entre los propios creyentes, avivado por la fuerza divulgativa del ateísmo cientifista. Sin embargo, el temor del creyente ante la ciencia no tiene ningún sentido. Si demostrar con seriedad la existencia de Dios puede ser una tarea laboriosa para la filosofía, demostrar su inexistencia es para la ciencia una tarea imposible.

El objeto de la ciencia no es más que lo observable y lo medible, y Dios no es ni lo uno ni lo otro. Para demostrar que Dios no existe, sería preciso que la ciencia descubriera un primer elemento que no tuviera causa, que existiera por él mismo, y cuya presencia explicara todo lo demás sin dejar nada fuera. Y si lo pudiera descubrir —que no podrá, porque está fuera de su ámbito de conocimiento—, sería precisamente eso que nosotros llamamos Dios.

Robert Jastrow, Catedrático de Astronomía de la Universidad de Columbia, Director del Goddard Institute of Space Studies, de la NASA y gran conocedor de los últimos avances científicos en relación con el origen del universo, decía: “Para el científico que ha vivido en la creencia en el ilimitado poder de la razón, la historia de la ciencia concluye como una pesadilla. Ha escalado la montaña de la ignorancia, y está a punto de conquistar la cima más alta. Y cuando está trepando el último peñasco, salen a darle la bienvenida un montón de teólogos que habían estado sentados allí arriba durante bastantes siglos”.

¿Científicos creyentes?

—Algunos están persuadidos de que ciencia y fe son incompatibles. Dicen, como Laplace, que “Dios es una hipótesis de la que no tienen ninguna necesidad”. Y aseguran que son precisamente los científicos quienes suelen negar que se pueda conocer a Dios.

Es cierto que algunos científicos piensan así. Sin embargo, muchísimos otros —de indudable y reconocido prestigio— no dudan en declararse creyentes, y no les parece que la fe sea contraria en absoluto al ejercicio de su investigación, sino que afirman que la verdadera ciencia, cuanto más progresa, más descubre a Dios. Los conflictos entre fe y razón han sido siempre causados por la ignorancia de los defensores de una u otra parte.

El mismo Albert Einstein, por ejemplo, autor de la teoría de la relatividad, afirmaba que “la religión sin la ciencia estaría ciega, y la ciencia sin la religión estaría coja también”.

Isaac Newton afirmaba que hay “un ser inteligente y poderoso, que gobierna todas las cosas, no como alma del mundo, sino como Señor del universo, y a causa de su dominio se le suele llamar Señor Dios, Pantocrátor”.

El famoso premio Nobel alemán Werner Heisenberg, considerado como el físico más grande de todos los tiempos, el hombre que formuló matemáticamente la teoría unificadora de los campos energéticos, gravitatorio, electromagnético y nuclear, a su paso por Madrid en abril de 1969, afirmaba: “Creo que Dios existe y que de Él viene todo. El orden y la armonía de las partículas atómicas tienen que haber sido impuestos por alguien. La teoría de un mundo creado, es más probable que la contraria, desde el punto de vista de las ciencias naturales. La mayor parte de los hombres de ciencia que yo conozco han logrado llegar a Dios.”

Max Planck, otro premio Nobel alemán, formulador de la teoría de los quanta, es aún más explícito: “En todas partes, y por lejos que dirijamos nuestra mirada, no solamente no encontramos ninguna contradicción entre religión y ciencia, sino precisamente pleno acuerdo en los puntos decisivos”.

Werner Von Braun, el hombre de la NASA que logró poner al primer hombre en la Luna y es considerado como el padre de la astronáutica, aseguraba que “cuanto más comprendemos la complejidad de la estructura atómica, la naturaleza de la vida o la estructura de las galaxias, tanto más nos encontramos nuevas razones para asombrarnos ante los esplendores de la creación divina”. Se manifestaba siempre como creyente que todos los días oraba a Dios, y añadía: “El hombre tiene necesidad de fe como tiene necesidad del agua y del de aire. Tenemos necesidad de creer en Dios”.

El conocido físico británico Paul Davies asegura que la ciencia no puede responder a los interrogantes últimos, sino que ha de existir algún plan superior capaz de explicar la vida humana. Para Davies, “resulta totalmente inviable atribuir la existencia del hombre al simple juego accidental de fuerzas ciegas de la naturaleza: la asombrosa racionalidad de la naturaleza —con un grado verdaderamente fabuloso de organización en diferentes niveles que se entrecruzan y complementan— no puede ser el fruto de simples casualidades”.

Alexis Carrel, aquel premio Nobel de Medicina, inicialmente un positivista incrédulo pero convertido más tarde al catolicismo, fue testigo directo en Lourdes de una curación instantánea e inexplicable, y decía: “Poca observación y muchas teorías llevan al error. Mucha observación y pocas teorías llevan a la verdad”. Y añadía: “No soy lo suficientemente crédulo como para ser incrédulo”.

La multiplicación de este tipo de testimonios tan cualificados han acabado por provocar un vuelco en contra de esa mentalidad de agnosticismo cientifista. Parece como si los agnósticos hubieran valorado en poco el poder de la inteligencia humana para llegar a Dios a través de la ciencia. Un editorial de la revista TIME comentaba con asombro ese cambio dentro del mundo científico: “A través de una callada revolución en el pensamiento y en la argumentación —una revolución impensable hace veinte años—, parece como si Dios se estuviera preparando su regreso”.