¿Una obsesión inducida?

El amor casto
engrandece a las almas.

Víctor Hugo

La omnipresencia del sexo

Es cierto que, desde que el mundo es mundo, el sexo ha tenido siempre una gran presencia en todas las civilizaciones. El instinto de conservación y el instinto sexual (que es como el instinto de conservación de la especie) son los impulsos más fuertes a los que la humanidad, desde siempre, ha estado sometida.

Sin embargo, estamos quizá ahora en una época un tanto especial. Como escribió Julián Marías, “el sexo ocupa un espacio absolutamente incomparable con el que le correspondía en cualquier otra época”. Es un reclamo comercial que se difunde masivamente, y la presencia de imágenes y estímulos sexuales en la vida cualquier persona no tiene comparación con ningún otro tiempo ni cultura. Basta pensar que la mayoría de esos impulsos eróticos proceden casi siempre de medios que hace unas décadas no existían, o se tenía a ellos un acceso muy limitado.

No quiero con esto caer en esa queja un tanto simple, que se ha repetido en todos los tiempos, acerca de la inmoralidad dominante en comparación con épocas anteriores. No estoy a favor de ese tópico que hace a tantos a agrandar los males presentes e idealizar lo pasado, entre otras cosas porque no sería serio pensar que nuestra época es mucho peor que otras en las que se decía exactamente lo mismo. Pienso que unas cosas habrán mejorado respecto a épocas pasadas y otras habrán empeorado. Pero es un hecho que en la actualidad el estímulo sexual está hipertrofiado, porque ese aluvión de estímulos conduce con facilidad a una cierta obsesión, en buena parte inducida y, desde luego, poco favorable para el sano desarrollo de la psicología, la afectividad y la moralidad de cualquiera. Cuando en una persona el sexo se convierte en tema recurrente de sus conversaciones, objeto constante de sus deseos y ansiedad enfermiza de sus pensamientos, no sería muy aventurado decir que la genitalidad ha invadido su mente y dejará baldías grandes áreas de sus potencialidades humanas.

—Bueno, quizá es que ha habido una etapa de cierta represión sexual, y es lógico que luego haya un poco de obsesión por el sexo.

Me parece que hay que ser comprensivos con los efectos pendulares, que llevan a extremos erróneos como reacción a otras en el error contrario. Pero no es conducta propia de mentes esclarecidas. La obsesión sexual no es el mejor tratamiento para curar a nadie de unos años de represión.

La sobreexposición a lo erótico supone un perjuicio notable para la afectividad y la moralidad de las personas, y quizá hay que prestar más atención a este asunto.

Un daño para la afectividad

Muchas personas se encuentran con que la imagen que en su interior tienen del sexo está distorsionada. Notan que sus ojos se han enturbiado. Que se ha dañado su afectividad, y su imagen del sexo no es precisamente la de un modo de expresar amor tierno y profundo a la persona amada. Que su imaginación y su memoria están artificialmente polarizadas hacia el deseo sexual.

Para descubrir poco a poco la riqueza del amor pleno, para llegar a conocer y a enamorarse de verdad, y no simplemente desear a otro para saciar el afán de sexo, necesitarán un notable esfuerzo para que su atención no quede absorbida por los aspectos externos y meramente sexuales de la otra persona.

De entrada, conviene no asombrarse demasiado al ver lo intenso que puede llegar a ser el instinto sexual sobrealimentado por esa omnipresencia de lo erótico. Ese impulso puede ser en efecto muy fuerte, y por momentos presentarse incluso de modo agobiante. Encauzarlo rectamente será indudablemente costoso, pero no un esfuerzo permanente, pues se presenta solo en algunos momentos puntuales. Para quien aprende a mantenerse a una prudente distancia de las ocasiones más claras, puede decirse que es solo un pequeño conjunto de esfuerzos aislados que no cuesta tanto.

Además, abandonarse al mal uso del sexo suele resultar aún más fatigoso, y con facilidad lleva a angustias y conflictos. Basta pensar, por ejemplo, en la ansiedad del chico o la chica que, en vez de disfrutar de la amistad o del noviazgo, pasa la noche probando estrategias diversas, con todo su cortejo de tensiones y frustraciones, hasta conseguir seducir a su presa…, para comprobar después que aquel placer tan anhelado… no era para tanto.

En cambio, vivir la castidad brinda una oportunidad de ganar mucho precisamente en la dignidad como persona, pues una de las cosas que nos distinguen de los animales es que somos capaces de educar nuestros impulsos.

¿Y cómo Dios nos lo ha puesto tan difícil?

—¿Y por qué Dios ha puesto en las personas ese deseo tan intenso, si luego resulta que es malo?

Ya hemos dicho que el deseo sexual es algo natural y positivo. La lujuria —el mal uso del sexo— es una deformación de la legítima apetencia sexual humana, igual que el cáncer de hígado es una alteración del hígado, órgano que nada tiene de innoble. Confundir el deseo sexual con la lujuria sería como confundir un órgano con el tumor que lo está destruyendo.

De la misma manera que un tumor destruye un órgano cuando sus propias células tienen un desarrollo ajeno a su función natural, puede decirse que la búsqueda del placer sexual fuera de sus leyes naturales produce una alteración en la función sexual natural de la persona.

Las grandes energías, como el impulso sexual, si se desconectan de su unidad humana originaria, pueden desplegar un gran poder de destrucción. La sexualidad bien vivida dentro de su compromiso natural es algo estupendo, pero fuera de sus límites propios es algo realmente peligroso: igual que es estupendo hacer fuego un día de invierno en la chimenea, pero es peligroso encenderlo encima de la moqueta o del sofá.

Arte y pornografía

En todas las épocas, y sobre todo desde el arte clásico griego, existen obras cuyo tema es el cuerpo humano desnudo. Y si son verdadero arte, esas obras ayudan a comprender el misterio personal humano, y no incitan a rebajar al hombre o la mujer a un mero objeto de placer. El arte verdadero ennoblece todo lo que es humano, mientras que la pornografía convierte la intimidad humana en un objeto de deseo público.

La enseñanza de la Iglesia católica no está en contra del desnudo artístico, sino en contra de la desnaturalización del sexo mediante su utilización comercial o su deliberada exhibición ante terceras personas, porque tales conductas degradan la dignidad de la comunicación sexual y la envilecen. Hay multitud de obras de arte cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y su contemplación nos permite centrarnos, en cierto modo, en su verdad total, en la dignidad y belleza de la masculinidad y la feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal humano.

Sin embargo, hay otras ocasiones en que el desnudo suscita objeciones en la sensibilidad personal, no por causa de su objeto, pues el cuerpo humano, en sí mismo, tiene siempre su inalienable dignidad, sino por la cualidad o modo en que se reproduce artísticamente, se plasma o se representa. Si la intencionalidad fundamental que subyace supone una reducción del cuerpo humano al rango de objeto destinado a la satisfacción de la concupiscencia, esto colisiona con la dignidad humana, incluso en el orden intencional del arte.

Hay que pensar, además, que si todas las culturas han mostrado a lo largo de la historia una tendencia clara a cubrir la desnudez del cuerpo, no ha sido solo por exigencias climatológicas, sino también como fruto de un proceso de crecimiento de la sensibilidad interpersonal. La persona no quiere convertirse en objeto para los demás, y la necesidad de velar por la intimidad del propio cuerpo refuerza la profundidad misma del sujeto como persona. Se puede recordar cómo, por ejemplo, en los campos de exterminio la violación del pudor ha sido siempre un método usado conscientemente para destruir la sensibilidad personal y el sentido de la dignidad humana. No es una cuestión de mentalidad puritana ni de moralismo estrecho. Es una cuestión que afecta a la misma dignidad de la persona.

Alfonso Aguiló