Vicente Huerta, “En busca de un sincero progreso democrático”, PUP, 23.VI.02

La prisa es un elemento característico de los tiempos que nos ha tocado vivir. La prisa y el consumo marcan en gran medida la pauta de nuestro acontecer diario. Si uno necesita un traje, nada de ir al sastre, tomar medidas, etc. se va a unos grandes almacenes, elige un traje “prêt a porter” y ya está. Si se trata de comer, nada de guisos complicados, en cualquier supermercado pueden encontrarse alimentos precocinados y listo; o más fácil aún, unas hamburguesas con “ketchup” y todos contentos. Cuando se trata de tener opiniones sobre temas de actualidad, nada de leer libros gordos, que es aburridísimo, uno pincha la “tele” o abre el periódico y encuentra toda una gama de ideas “prêt a porter”, unas cuantas frases hechas que quedan bastante bien y ahorran el esfuerzo de pensar. De no haber un mínimo control de calidad, nos arriesgamos a tragarnos hamburguesas con carne de canguro canceroso o argumentos elaborados con tópicos de la más baja calidad.

Quisiera advertir aquí del peligro que supone la actual puesta en circulación -en el mercado de las ideas- de algunos razonamientos adulterados. Veamos una muestra tomada del pensamiento laicista; se dice una y otra vez: “en una sociedad pluralista como la nuestra es inadmisible y antidemocrático pretender imponer las propias convicciones a los demás, por lo tanto no se puede legislar según las normas de la moral católica”. Ciertamente, estamos en una sociedad plural y democrática, y es lógico que puedan surgir discrepancias: unos sostienen normas o principios éticos relacionados con sus creencias religiosas mientras, que otros, por no compartir esas convicciones, pueden defender lo contrario. Hasta aquí todos de acuerdo, ahora bien ¿cómo solventar esta discrepancia? En un sistema democrático es evidente que hemos de descartar la imposición violenta de un bando, pero atención, porque aquí es donde se descubre el fraude de esta argumentación.

“Como no se puede imponer a nadie -dirán los laicistas- una creencia religiosa, busquemos una solución neutral, legislemos abstrayendo de toda posición religiosa”. He aquí el truco: curiosamente, la solución “neutral” viene a coincidir con la opinión de uno de los bandos en litigio. Es como si dijéramos: usted propone que ciertos principios acordes con su fe han de inspirar la vida social, y yo sostengo unos principios contrarios a los suyos. Como no podemos ponernos de acuerdo, prescindamos de sus principios y no nos peleemos más.

Evidentemente, los creyentes no tienen por qué aceptar semejante “pluralismo trucado” en virtud del cual se les da por perdedores antes de empezar a jugar. ¿Acaso es menos ciudadano alguien por el hecho de tener convicciones cristianas? Y si no es menos ciudadano ¿Por qué ha de tener menos derecho a influir en la configuración de la sociedad en la que vive? Tienen razón quienes sospechan de un planteamiento que sólo funciona para negar a los cristianos el derecho de afirmar sus propios valores o sus propias tradiciones, mientras que permite al no creyente conservar arbitrariamente y sin necesidad de justificación alguna su propia postura, en una especie de “cara, yo gano; cruz, usted pierde”.

La confusión engendra confusión, y así, partiendo de este sofisma, se llega a afirmaciones tan sorprendentes como las de aquellos que dicen: “personalmente estoy en contra del aborto, pero me parece antidemocrático imponer mis convicciones a quienes no piensan así”. Resulta tan sorprendente como afirmar “personalmente estoy en contra de la injusticia pero no haré nada por implantar la justicia en el mundo” ¿Puede uno considerarse más demócrata al pensar de este modo? Semejante actitud no es muestra de talante democrático, lo que evidencia es debilidad de las propias convicciones. Siempre que emplee medios lícitos puedo y debo luchar por implantar la justicia a mi alrededor ¿acaso se puede tachar de antidemocrática la actitud de los ecologistas que luchan por lograr una legislación severa contra aquellas industrias altamente contaminantes? ¿sería más acorde con la sociedad democrática no querer imponer esas ideas a los demás y aceptar pacíficamente el hecho de que muchas y poderosas industrias contaminen? Un precedente significativo lo tenemos en el siglo pasado con respecto a la polémica sobre la esclavitud. Estados Unidos, 1857, el juez Roger B. Taney firmaba una sentencia con la que se ratificó y extendió la esclavitud. Sin embargo se daba la circunstancia curiosa de que el propio Taney estaba en contra de la esclavitud y de hecho había liberado años antes a sus propios esclavos. Personalmente estaba en contra de la esclavitud, pero no quería imponer sus puntos de vista a otras personas. Su decisión pasó a la historia como una de las más desafortunadas del siglo XIX. Las convicciones firmes y los valores verdaderos nunca serán un peligro para la sociedad democrática, sino la garantía de un auténtico progreso.