18. ¿Y por qué “eso” va a ser malo?

La libertad, como la vida,
sólo la merece quien sabe
conquistarla todos los días.

Goethe

Un sueño aterrador

Raskolnikov, el protagonista de “Crimen y Castigo” de Fiódor Dostoievski, es un joven estudiante de Derecho, convencido de que la conciencia es una simple imposición social. De hecho, mata fríamente a una vieja usurera, y después del asesinato dice no tener remordimiento alguno. Asegura haber vencido el prejuicio social de la conciencia: “¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ¿Es un crimen matar a un parásito vil y nocivo? No puedo concebir que sea más glorioso bombardear una ciudad sitiada que matar a hachazos. No comprendo que pueda llamarse crimen a mi acción. Tengo la conciencia tranquila”.

Poco a poco, su conducta se vuelve cada vez más desequilibrada y acaba en la cárcel. Al final de la novela, mientras cumple su condena en Siberia, sufre una pesadilla inquietante. Sueña que el mundo es invadido por una plaga de microbios que transmiten a los hombres la extraña locura de creer que cada uno está en posesión de la verdad. Surgen discusiones interminables, porque nadie considera que debe ceder, se hacen imposibles las relaciones familiares y sociales y el mundo acaba convirtiéndose en un manicomio insoportable.

Reflexionando sobre este sueño, Raskolnikov acaba descubriendo que su teoría para justificar el crimen es parecida a la conducta de aquellos hombres locos de su sueño.

Antígona: leyes que nadie ha puesto

Sófocles cuenta en una de sus tragedias la historia de Polinices, un joven que muere en la rebelión contra Creonte, el tirano de Tebas.

Creonte ordena, para dar público escarmiento, que el cadáver de Polinices sea abandonado en el campo para que lo devoren las alimañas. Y si alguno se atreve a darle sepultura, morirá.

Pero Antígona, hermana de Polinices, desafía la orden del tirano y entierra el cuerpo de su hermano. La denuncian ante Creonte, que acusa a la muchacha de despreciar la ley. Ella responde con valentía: “No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para que un hombre pueda estar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses; de esas leyes cuya vigencia no es de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron”.

Aquel diálogo continúa, chispeante, y es un buen reflejo de cómo la sociedad griega de hace veinticinco siglos reconocía la existencia de unas leyes naturales inmutables, por encima de cualquier otro poder. Porque si el fundamento de la moral fuese la voluntad de los pueblos, las decisiones de sus jefes, o las sentencias de sus jueces, entonces, todo lo que se aprobara legalmente se convertiría en bueno, aunque fuese mentir, robar o matar.

La ley moral debe surgir de algo impreso en la naturaleza humana, que llamamos ley natural. Una ley que obliga a todos los hombres, y que no siempre coincide con los gustos del momento de cada gobernante, de cada sociedad, de cada persona.

—Pero ¿esas leyes no suponen para el hombre una pérdida de libertad?

Todos aceptamos leyes biológicas, físicas o matemáticas que limitan nuestra libertad. No nos consideramos oprimidos por la ley de la gravedad, que nos impide volar o tirarnos de un noveno piso; la aceptamos, sabiendo que ir en contra de ella acabaría con nuestra vida. Nadie se considera menos libre por aceptar el teorema de Pitágoras o el principio de Pascal. De manera semejante, la ley natural no tiene por qué suponer para nadie una pérdida de libertad. Es más, quienes no quieren aceptar esa norma recta de conducta, porque piensan que así serán más libres, tarde o temprano se encuentran con que son esclavos de su propios vicios y están siendo manejados por quienes explotan su debilidad.

Como ha escrito Alejandro Llano, no somos poseedores de la verdad, es la verdad quien nos posee. Somos servidores de la verdad, no sus dueños ni sus autores.

¿Una moral sin Dios?

—Pero se puede tener una moral muy exigente y elevada sin ser creyente.

Es cierto que existen muchas personas de gran rectitud moral que no son creyentes. Y es cierto también que se pueden encontrar doctrinas éticas respetables que excluyen la fe.

Pero no veo, sin embargo, cómo puede existir una ética que prescinda totalmente de Dios y pueda considerarse racionalmente bien fundada. La ética se remite a la naturaleza, y esta, a su autor, que es Dios.

Para fundamentar cualquier ética es necesario saber quién es el hombre y quién es su creador (Platón decía que no podemos conocer qué conducta nos hace buenos si no conocemos quiénes somos). Una ética sin Dios, sin un ser superior, basada solo en el consenso social, o en unas tradiciones culturales, ofrece pocas garantías ante la patente debilidad del hombre o ante su capacidad de ser manipulado.

Una referencia a Dios sirve —y la historia parece empeñada en demostrarlo— no solo para justificar la existencia de normas de conducta que hay que observar, sino también para mover a las personas a observarlas. El creyente se dirige a Dios no solo como legislador sino también como juez. Conocer la ley moral y observarla son cosas bien distintas, y por eso, si Dios está presente —y presente sin pretender acomodarlo al propio capricho, como es lógico— será más fácil que se observen esas leyes morales.

En cambio, cuando se prescinde voluntariamente de Dios, es fácil que el hombre se desvíe hasta convertirse en la única instancia que decide lo que es bueno o malo, en función de sus propios intereses. ¿Por qué ayudar a una persona que difícilmente me podrá corresponder? ¿Por qué perdonar? ¿Por qué ser fiel a mi marido o mi mujer cuando es tan fácil no serlo? ¿Por qué no aceptar esa pequeña ganancia fácil? ¿Por qué arriesgarse a decir la verdad y no dejar que sea otro quien pague las consecuencias de mi error?

Quien no tiene conciencia de pecado y no admite que haya nadie superior a él que juzgue sus acciones, se encuentra mucho más indefenso ante la tentación de erigirse como juez y determinador supremo de lo bueno y lo malo.

Eso no significa que el creyente obre siempre rectamente, ni que no se engañe nunca; pero al menos no está solo. Está menos expuesto a engañarse a sí mismo diciéndose que es bueno lo que le gusta y malo lo que no le gusta. Sabe que tiene dentro una voz moral que en determinado momento le advertirá: basta, no sigas por ahí. Sin religión es más fácil dudar si vale la pena ser fiel a la ética. Sin religión es más fácil no ver claro por qué se han de mantener conductas que suponen sacrificios.

Esto sucede más aún cuando la moral laica se transmite de una generación a otra sin apenas reflexión. Como ha señalado Julián Marías, los que al principio sostuvieron esos principios laicos como elemento de un debate ideológico, tenían al menos el ardor y el idealismo de una causa que defendían con pasión. Pero si esa moral se transmite a los más jóvenes, a los hijos, y después a los hijos de estos, sin ninguna vinculación a creencias religiosas, es fácil que ese idealismo quede en unas simples ideas sin un fundamento claro, y por tanto pierden vigor.

Cuando se niega que hay un juicio y una vida después de la muerte, es bastante fácil que las perspectivas de una persona se reduzcan a lo que en esta vida pueda suceder. Si no se cuenta con nada más, porque no se cree en el más allá, el sentido de última responsabilidad tiende a diluirse.

—¿Y qué le dirías al que, a pesar de buscar a Dios, no tiene fe?

Buscar a Dios es un paso importante. Y casi siempre supone tener ya algo de fe. Si la búsqueda es sincera, tarde o temprano lo encontrará. Yo recomendaría a esa persona que pensara en su propia conducta y en la verdad, que reflexionara sobre qué está bien y qué está mal, y que procurara actuar conforme a ello, pues tal vez es Dios quien se lo está pidiendo. Y obrando bien estará en una buena disposición para descubrir a quien es la fuente del bien.

Alfonso Aguiló