Más de millón y medio de españoles reclaman con su firma que la asignatura de Religión sea evaluable y computable en el expediente académico. La cifra, que quizá aún se incremente en las próximas semanas, refleja una demanda colectiva que cualquier Gobierno sensato debería atender; pero uno empieza a sospechar que la sensatez se ha convertido en virtud desacreditada en una época que atiende con solicitud las reivindicaciones de las minorías más variopintas, siempre que estén aderezadas con los ribetes del estrépito y el victimismo, pero considera fútiles o reaccionarios los anhelos de un amplio sector social, al que de forma sibilina se margina y enmudece. Tres cuartas partes de los padres de nuestros alumnos reclaman para sus hijos una formación religiosa católica; con ello no hacen sino exigir un derecho que la Constitución les reconoce en su artículo 27. Resulta incuestionable, aunque la letra de la ley no lo recoja expresamente, que esa «formación religiosa y moral» que los padres demandan no puede ofrecerse en condiciones precarias o subalternas respecto a otras disciplinas, sino en condiciones de estricta igualdad; pues, de lo contrario, la enseñanza de la Religión se convertiría en una especie de excrecencia cansina dentro del sistema educativo, lo cual contradice el mandato constitucional.
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