Juan Manuel de Prada, “Entrevista a Joaquín Navarro-Valls”, ABC, 17.IV.2005

ROMA. La fortuna, afirmaban los antiguos, sonríe a los valientes. Meses atrás, fijé una entrevista con Joaquín Navarro-Valls, portavoz papal y director de la Sala de Prensa de la Santa Sede; los acontecimientos que después se sucedieron lo convertirían en la persona más reclamada del planeta. Pese a que estaba rechazando los requerimientos que le llegaban tras el fallecimiento de Juan Pablo II, Navarro-Valls tuvo la deferencia de mantener el compromiso adquirido y recibirme en su despacho de Via della Conciliazione. La entrevista, celebrada cuando Juan Pablo II aún no había sido enterrado, se desarrolló entre un tropel de emociones que mi interlocutor supo contener en todo momento, embridadas por el pudor. Navarro-Valls habla con una dicción sosegada y muy elegantemente discreta; la fortaleza que lo sostiene en estas horas de dolor sólo admite una explicación sobrenatural: la fe, que mueve montañas, también enseña a los hombres a mantenerse erguidos. Este psiquiatra de vocación, numerario del Opus Dei, que un día rectificó su biografía para acudir a la llamada de Juan Pablo II, rememora para los lectores de ABC los episodios de una aventura vertiginosa que ha colmado su vida.

-¿Cómo nació en usted la inclinación periodística? -Aunque parezca increíble, como consecuencia natural de mi dedicación a la psiquiatría. Me formulé una pregunta: «¿De qué modo los medios hoy -prensa, radio, televisión, publicidad- configuran hábitos y estados emocionales de ansiedad?». No obstante, cuando empecé a estudiar periodismo nunca pensé que ésta iba a ser mi profesión. Allá por el año 70, cuando llegué a Roma para disfrutar de un año sabático y completar mis estudios, empecé a escribir algunas cosas sobre la Roma histórica y cultural. Aquí residía, como corresponsal de ABC, un gran escritor, académico de la lengua, Eugenio Montes, que me contagió estas preocupaciones. Cuando él se volvió a España, ya anciano, Guillermo Luca de Tena me propuso ser corresponsal del Mediterráneo Oriental con base en Roma. Acepté la oferta como un desafío y como una curiosidad, pero con la absoluta convicción de que sería algo pasajero.

-Sin embargo, a la postre sería el inicio de una vita nuova…

-El área era muy sugestiva, sobre todo en aquellos años. Empezaba el fundamentalismo islámico, lo que permitía ya no sólo ofrecer la noticia corriente, sino estudiar el Islam; también estudié el hebraísmo y la ortodoxia griega. Cubrí las primeras elecciones democráticas y la llegada de los socialistas al poder en Grecia, estuve en El Cairo cuando asesinaron a Sadat, viví momentos de extraordinaria tensión en Israel. La asociación de corresponsales extranjeros en Italia me eligió presidente y luego me volvió a reelegir. ¡Cada vez se cargaban más responsabilidades encima de mis hombros! Ahora bien, yo en aquellos años estaba empezando a sentir nostalgia de mi oficio de psiquiatra, algo que sigo sintiendo veintiséis años después, de forma cada vez más intensa. Todavía hoy, cuando apenas dispongo de un poco de tiempo, intento actualizar mis conocimientos médicos. Esa vocación sigue ahí, intacta, y deseosa de ser ejercitada.

-Y entonces el Papa se fija en usted…

-Mi primer contacto con él, siquiera simbólico, fue inmediatamente después de su elección. Al poco de abrirse el cónclave, -y creo que se trata de un gesto que anticipa lo que iba a ser su Papado-, Juan Pablo II acude al Gemelli, donde se hallaba internado el cardenal Deskur, que acababa de sufrir un ictus cerebral. Yo merodeaba por el Gemelli, y al ver entrar al Papa corrí al ascensor, donde logré deslizarme en el último momento. Algún tiempo después, recibí una llamada sorprendente del Vaticano. En la conversación que mantuve con el Papa, descubrí que deseaba cambiar, no tanto el sistema de comunicación, sino el modo de presentarse, de tal manera que la recepción de su mensaje a través de los medios fuera mejor. El Papa, que era un gran comunicador, entendía que era necesaria una nueva dialéctica con la opinión pública, menos rígida, con menos filtros, más directa.

-¿Por qué cree usted que el Papa decide confiarle esta misión? En cierto modo usted era un «forastero». Hasta entonces estas tareas las habían desempeñado clérigos.

-No querría atribuirme méritos que no me corresponden. Por entonces se afirmaba mucho en ambientes eclesiásticos: «La Iglesia tiene que usar los medios». Yo me rebelé contra esta expresión. Eso es lo que hacían, cuando yo trabajaba como corresponsal en Italia y en Grecia, muchas empresas industriales, que te ofrecían la apariencia de un acceso para luego tratar de sacar provecho. El tema de fondo era otro muy distinto: «¿Deseaba la Santa Sede participar en la dinámica de los medios?». Si de verdad lo deseaba, debía saber que esto le costaría un esfuerzo semántico y de apertura. No era un problema que se solucionase informando más; se trataba, sobre todo, de aceptar el lenguaje de los medios, de emitir sus mensajes con la expresión propia de los medios, de dar la noticia en el momento preciso en que los medios la necesitan, de entrar en definitiva en el juego de los medios, que lo espectaculariza todo. ¿Quería la Iglesia participar de todo esto? ¿Sí? Pues no se trataría de una empresa sencilla. Si la Iglesia intentaba transmitir ideas, valores intemporales, tendría que hacer un gran esfuerzo para no traicionarlos, pero ofreciéndolos a la vez con un lenguaje acorde a la época, evitando la dificultad añadida de malvenderlos o trivializarlos. El Papa entendió de inmediato lo que yo le estaba proponiendo. El gran misterio es que un hombre que se había formado en un país donde no existía libertad de prensa ni, por lo tanto, verdadero periodismo, intuyera la necesidad de este cambio. Y todo ello sin instrumentalizar jamás la prensa, aceptando el riesgo de ser malentendido.

-Usted ha mantenido un contacto muy estrecho con Juan Pablo II. ¿Qué rasgo cree que era el más definitorio de su carácter? -Al tratarse de una personalidad tan rica, me cuesta mucho contestar a su pregunta. Pero le diré, en cambio, el que yo prefería: su inmenso sentido del humor. El buen humor a los dieciocho o veinte años es una obligación biológica; a los cuarenta o cuarenta y cinco, ya requiere un cierto esfuerzo de la voluntad; a los setenta años, mantener el buen humor es un acto de virtud. Cuando esa actitud es sostenida hasta la muerte, con voluntad de olvidarse de la carga de pesadumbre y deterioro físico que nos van dejando los años, se trata de un auténtico milagro. He tenido la suerte de estar al lado del Papa día a día en el trabajo, en su apartamento, y también de acompañarlo en todos sus viajes, e incluso en sus vacaciones. Muchas de las fotografías que circulan por ahí, en las que vemos al Papa en el monte, en los últimos años de su vida, las tomé yo mismo. Algunos periodistas decían que el Papa había perdido la sonrisa en los últimos años; nada más falso. Lo que ocurría es que el parkinson había acartonado sus facciones, las había tornado más hieráticas. Pero la alegría le rebullía por dentro. ¡Dios mío, cómo le rebullía! Algunas veces, para tomarle una foto, me ponía una nariz de payaso… ¡Y se moría de risa! ¡Pero se moría de risa! Nunca perdió el sentido del humor, aunque el parkinson hiciera parecer lo contrario.

-¿Lo mantenía al tanto de las reacciones que su actividad suscitaba en la prensa? ¿O procuraba filtrarle los comentarios menos benévolos? -¡Él no me lo hubiese permitido! Recuerdo que, en cierta ocasión, le sugerí que no leyese un artículo bastante agrio en el que se le denigraba. Para mi sorpresa, me dijo que el periodista que lo había escrito estaba pasando por una muy difícil situación familiar y que, por lo tanto, requería nuestra especial comprensión. Y, lo que aún resulta más admirable, las noticias más favorables no le envanecían; otra de las muestras más características de su personalidad era este esfuerzo constante por no caer en la autocomplacencia. En cierta ocasión, entré en sus aposentos enarbolando un ejemplar de la revista Time, que le consagraba su portada como «hombre del año». Mientras conversábamos, noté que daba la vuelta a la revista sin dejar de hablar. Yo, muy delicadamente, volví a mostrársela, y él, una vez más, la apartó de sí. «¿Qué ocurre, Santidad, es que no le agrada?», le pregunté, un tanto desconcertado. Esbozó una sonrisa y me dijo: «Tal vez me agrade demasiado». Y siguió hablando de otro asunto. Puede que a usted le parezca sólo una anécdota sin importancia; pero le aseguro que tiene un sentido más profundo. Juan Pablo II era un hombre de gran ascetismo, dispuesto siempre a la renuncia personal. En cierta ocasión, tras un viaje agotador, lo sorprendí en el avión desplegando sus libros y emborronando unas cuartillas. Su escritura fluía limpia, sin tachaduras. Me acerque a él y le pregunté: «Pero… Santidad, ¿no está cansado?» Él me miró muy reposadamente, con una cierta perplejidad, y me dijo: «No lo sé». ¡No sabía si estaba cansado! Me pareció que en esas palabras se condensaba un gran esfuerzo de donación. La capacidad del Papa para sobreponerse, no ya sólo al dolor físico, sino a las preocupaciones de cada día, manteniendo el sentido del humor, implica un olvido voluntario, deliberado, de uno mismo.

-Una larga traición de secretismo vaticano ha contrastado con la actitud del Papa, que nunca ha mostrado reparos en mostrar los estragos de su salud a los medios de comunicación. ¿Fue esta actitud inspiración suya? -En absoluto. El Papa lo decidió así. Y esto tiene más valor en el contexto histórico en el que se produce, en el que muy diversos gobernantes y hombres de relieve público han ocultado a la opinión pública los estragos de la enfermedad, incluso las causas de su muerte. Recordemos, por ejemplo, que Mitterrand murió de cáncer de próstata; sin embargo, quince días después, todavía no se había revelado. Cuando murió Giovanni Agnielli, uno de los hombres más populares del país, en La Stampa se celebró una famosa reunión del director y los jefes de redacción en la que se discutió cuál era el tratamiento que debía concederse a la noticia. Uno de los allí reunidos, que luego sería un brillante editorialista de Il Corriere della Sera, recordó entonces el ejemplo del Papa. Esta voluntad de apertura y transparencia total es la que ha guiado nuestra actividad, incluso durante los días de su agonía.

-No han faltado voces que consideran que en dicha actitud había algo de exhibicionismo obsceno. Supongo que el Papa estaba al tanto de este debate social…

-Naturalmente que sí. Pero ese debate es en sí mismo una agresión a la antropología. Por una sencilla razón: el dolor y la muerte forman parte de la biografía humana universal. Ocultarlos equivale a negar nuestra propia biografía. En el fondo de ese debate, y de la incomprensión que suscitaba la actitud del Papa, subyace una perversión muy propia de nuestra época. Se ha impuesto el postulado de que la única fuente de certeza para el ser humano es la ciencia positiva, lo que se toca, lo que se mide, lo que se pesa. Por lo tanto, la fe, como no puede ser pesada ni medida, pertenece al ámbito de lo subjetivo y es impudoroso mostrarla. No se puede aceptar que la fe influya en la actuación pública. Frente a esa pretensión, este Papa ha hecho físicamente visible su propia fe, y también la fe de muchos hombres. Cuando, por ejemplo, el Papa congrega a cientos de miles de chavales en Cuatro Vientos, España entera está viendo que esa fe existe, que está ahí, palpable. Una cierta intelectualidad trata de buscar una explicación sociológica en este hecho, pero se trata de una explicación deshonesta. Recuerdo que Montanelli, cuando se enfrenta a los dos millones de jóvenes reunidos aquí, en Roma, convocados en el Día Mundial de la Juventud, escribe, pese a su agnosticismo, un artículo estupendo en el que constata la realidad de la fe. En una época que postula que lo religioso pertenece a la esfera privada, este Papa nos ha mostrado públicamente la fe, la inevitabilidad de Dios. Si esto lo ha hecho con la fe, ¿por qué no iba a hacerlo con esa parte de la biografía humana que es el dolor? -¿Y por qué cree que, a la hora de evaluar el papado de Juan Pablo II, se suele marcar una diferencia entre lo que podríamos llamar su sensibilidad social y su doctrina moral? -La clave de este papado ha consistido en saber exponer una serie de verdades íntimamente relacionadas entre sí, verdades que no son esquizofrénicas, sino plenamente coherentes, pero que nuestra época esquizofrénica tiende a disociar. Ya Chesterton, al que usted tanto admira, hablaba de las «virtudes enloquecidas» para referirse a esta actitud. En efecto, hay gobernantes de nuestro tiempo que tienen una sensibilidad moral a favor de la vida o de la familia, pero que paradójicamente no extienden esta consideración ética a asuntos como la guerra o la pobreza. Y lo mismo sucede al contrario: gobernantes que preconizan el pacifismo muestran un desinterés monstruoso hacia la vida y la familia. Frente a estas «virtudes enloquecidas», tan propias de nuestro tiempo, la absoluta congruencia del Papa resulta reconfortante. Sólo desde la hipocresía se puede decir que en lo social era muy avanzado y en lo moral reaccionario. A mí siempre me ha parecido descubrir en él la misma nota del diapasón: el Papa quería desarrollar una antropología completa de la dignidad humana.

-Usted parece hombre metódico y sumamente organizado. ¿No le desesperaban a veces las rupturas del protocolo de Juan Pablo III, su gusto por salirse de los cauces establecidos? -La actualización histórica que Juan Pablo II ha introducido en una institución de raíz divina ha sido impresionante. Inevitablemente, en el ministerio papal se habían ido incrustando una serie de resabios históricos que obstaculizaban su anhelo de aproximación a lo humano concreto. Este Papa se ha dejado fotografiar en la montaña con pantalones de pana (pero sin despojarse jamás del alzacuello), ha recibido en audiencia a ex prostitutas y les ha besado las manos. Y todo ello lo ha hecho, además, de modo absolutamente natural, mediante una «política de hechos consumados» que, paradójicamente, no ha supuesto una ruptura con la dignidad de su ministerio, sino, por el contrario, una purificación del mismo. Por lo común, los Papas solían expedir documentos para advertir de los cambios que debían introducirse en el protocolo: «De ahora en adelante…». Él, en cambio, no ha escrito ni un solo papel de actualización; se ha limitado a actuar. Continuamente, las veinticuatro horas del día estaba renovando los hábitos papales. Cuando, por ejemplo, convierte la mesa de almorzar de su residencia en un instrumento de trabajo, recibiendo día y noche a la gente, para despachar o simplemente comentar cualquier asunto, o incluso para escuchar a quienes tenían algo que contarle (y no sólo a sus colaboradores de la curia, sino a personalidades de los más diversos ámbitos, de la cultura a la política), estaba transformando su ministerio. Y todo ello de modo no traumático, ininterrumpido, durante veintiséis años.

-En medio de toda esta actividad incansable, ¿no llegó usted a sentirse algo rebasado? -¡Y tanto! Algunos viajes eran realmente agotadores. Largas travesías transoceánicas que nos dejaban destrozados a sus colaboradores, e incluso a los periodistas más jóvenes. Era impresionante verlo llegar al avión, tras un apretado programa de actos, y enfrascarse a los dos minutos en la lectura de un libro, con plena concentración. Su curiosidad, además, abarcaba todas las ramas del pensamiento y del arte: leía teología y filosofía, por supuesto; pero también historia, poesía, teatro. En cierta ocasión, después de ver una representación magnífica de «El gran teatro del mundo», dirigida por Tamayo, se me ocurrió preguntarle si conocía a Calderón. Para mi sorpresa, me empezó a nombrar títulos de sus obras, que había leído veinte años atrás en una traducción polaca, e incluso me recitó el célebre soliloquio de Segismundo en «La vida es sueño». Y esta curiosidad se extendía también a muchos autores contemporáneos.

-En una de sus comparecencias ante la prensa durante la agonía del Papa, en las que siempre procuraba esconder sus emociones personales, un periodista logró conmover su fachada de entereza…

-Aquella pregunta me hundió. Estaba tratando de exponer unos hechos y de repente apelaron a mis sentimientos más íntimos. Literalmente, me hundí, me caí por tierra. Hasta ese momento había hablado de la agonía del Papa en términos estrictamente médicos; de repente, aquella pregunta me enfrentaba al dolor de perder al hombre que me había acompañado durante más de veinte años. ¿Cómo podía evitar la emoción? El Papa ha estado siempre a mi lado, hasta en los momentos más difíciles. Recuerdo, por ejemplo, que, cuando mi padre estaba muriendo, volé de inmediato a España. Recién llegados a casa mi madre y yo, de regreso de la clínica, recibimos una llamada telefónica: era el Santo Padre. Sin mayores preámbulos, me preguntó: «¿Cómo se encuentra su madre?». «Está bien, Santidad -le contesté-, teniendo en cuenta las circunstancias…». Me animó: «Pues dígale que la tenemos presente en nuestras oraciones, dígale que el Papa reza por ella». ¡Cuánta humanidad había en él!

Alfonso Aguiló, “El milagro de no desistir”, Hacer Familia nº 134, 1.IV.2005

Una profesora llamada Anne Sullivan es contratada para educar a Hellen Keller, una niña de Alabama que sufre una grave discapacidad. A causa de unas fiebres que pasó en 1882, cuando tenía sólo 19 meses de edad, Hellen quedó sorda, ciega y muda, de tal forma que se fue convirtiendo poco a poco en un ser extraño e incapaz de comunicarse.

Cuando la profesora llega a la casa de Hellen se encuentra con una familia que vive esa desgracia de un modo equivocado y traumático. La niña está muy mal acostumbrada y consentida. La han mantenido siempre a su antojo, pensando que ya que es una desgraciada, que al menos haga siempre lo que le apetezca, sobre todo si además parece imposible comunicarse con ella para intentar ayudarla. Tan sólo la madre mantiene una leve esperanza, y por eso contratan a la maestra.

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Juan Manuel de Prada, “El esplendor de la Verdad”, ABC, 4.IV.2005

Se ha repetido hasta la saciedad, con un sucinto y cerril desparpajo, que el Papado de Juan Pablo el Grande ha sido «progresista en lo social y conservador en lo moral». En tan simplificadora formulación se condensa nuestra incapacidad para trascender los estereotipos ideológicos, pero sobre todo cierta ceguera -no sé si nacida del cinismo o de la mera camastronería- para vislumbrar el radical proyecto humanista de un Papa que ha sabido, mejor que ningún hombre de nuestra época, identificarse con Cristo.

De esa identificación extrema surge, como un corolario natural e insoslayable, su identificación con el hombre, su execración de cualquier forma de violencia ejercida contra su sagrada naturaleza, su vocación indesmayable de caridad, dirigida preferentemente hacia los más débiles.

Al vindicar la dignidad del hombre, el Papa Wojtyla se sitúa por encima del cambalache ideológico para recuperar las esencias mismas del cristianismo, que hace del amor al prójimo, como reflejo del amor a Dios, el epítome de su doctrina. No caigamos en el truco de distinguir al Papa que condenaba la guerra del Papa que reprobaba el aborto; no incurramos en ese maniqueísmo zafio que aplaudía al Papa cuando vituperaba «las formas degeneradas del capitalismo» y en cambio le volvía la espalda cuando exigía una sexualidad volcada hacia la vida.

El Papa era siempre el mismo; quienes vivíamos instalados en la incongruencia éramos los receptores de su mensaje.

Conviene repasar, aunque sólo sea someramente, algunos hitos biográficos de Karol Wojtyla para entender la razón de su encarnizada defensa del hombre. Siendo aún muy joven, cuando aún no había prendido en él la vocación religiosa, presencia la ocupación de su patria. El invasor nazi se preocupará muy especialmente de borrar todo signo de supervivencia de la Iglesia católica, depositaria de la cultura e identidad nacionales, demoliendo sus templos, prohibiendo sus liturgias, inmolando a casi tres mil sacerdotes y a innumerables fieles que se niegan a abjurar de su fe.

Es en estos años, mientras trabaja como picapedrero, cuando el joven Wojtyla decide ingresar clandestinamente en un seminario; todos los días, mientras acude a sus clases, contempla la apoteosis de horror que se enseñorea de las calles de Cracovia: muchos de sus compañeros son deportados a los campos de exterminio (Dachau se convertiría en el más poblado monasterio del mundo); otros -acaso más afortunados- son fusilados en plena calle, y sus cadáveres entregados como alimento a los perros.

En este clima de vesania desatada y aprendizaje del dolor Karol Wojtyla entenderá el sentido primordial de su misión futura; es entonces cuando se propondrá dirigir sus desvelos contra las diversas formas de tiranía que se ejercen sobre el hombre. Pero la Providencia aún le reserva otras pruebas que acabarán de aquilatar su designio: otra burocracia de la muerte acaso aún más atroz oprimirá Polonia tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, esta vez durante varias décadas, instaurando una represión que la Iglesia católica sufrirá con especial ensañamiento.

Los comunistas entendieron, con esa lucidez gélida que alumbra a quienes hacen del exterminio un álgebra rutinaria, que la Iglesia, con su fermento de humanismo, era el principal enemigo a batir; no entendieron, en cambio, que su luz imperecedera no requería divisiones militares para incendiar el corazón de los hombres con la llama de la libertad.

Mientras el régimen satélite de Moscú prohíbe a los sacerdotes el proselitismo entre la juventud, el padre Wojtyla comienza una labor pastoral clandestina: primero como párroco rural, después como capellán universitario, forma su Srodowisko, un «grupo» o «entorno» de jóvenes intelectuales comprometidos con el mensaje liberador del Evangelio. Con ellos se reúne en secreto, viaja a la montaña, celebra la Eucaristía; pronto empezarán a llamarlo cariñosamente Wujek, que en polaco significa «tío».

La batalla más reñida que por aquellos años se entabla entre la Iglesia y el régimen gira en torno a la vida familiar: los comunistas saben que allá donde hay hombres y mujeres seguros de su amor y capaces de proyectar ese amor sobre su descendencia, germina la semilla de la rebelión. Por eso el padre Wojtyla encauzará sus esfuerzos en la catequesis matrimonial; cuando sea nombrado Obispo de Cracovia intensificará aún más su diálogo con los jóvenes obreros y universitarios: ellos serán la levadura del movimiento popular que algunos años más tarde debelará la tiranía.

Cuando, allá por el verano de 1979, en su primer viaje apostólico, el Papa visite Polonia, el comunismo se tambaleará sobre sus cimientos amasados de sangre. Un pueblo reducido a la más cabizbaja esclavitud hallará en la figura blanca y robusta de ese hombre que hace vibrar las palabras con una retórica fresquísima y candente el emblema de una nueva era. La verja de los astilleros Lenin, condecorada con retratos de Juan Pablo el Grande, constituye una de las imágenes más conmovedoras del siglo XX: es la imagen de la Verdad que se alza contra un imperio de mentiras.

Cuando el sindicalista Walesa trepe esa verja, aupado por una multitud que corea el nombre de Karol Wojtyla, que ya se ha convertido en héroe nacional, para reunirse con los obreros en huelga, el comunismo empieza a desmoronarse: es la victoria del espíritu, que no requiere divisiones militares, sobre los tanques y sobre los trituradores de almas que los conducen; es la victoria de la dignidad humana sobre quienes anhelan sojuzgarla o consumirla por inanición.

Naturalmente, los burócratas de la muerte se revolvieron con furia en su agonía; el KGB diseñó minuciosamente un atentado contra aquella figura blanca y robusta que hablaba por boca de Dios: pero las balas erraron su rumbo; y el Papa Wojtyla viviría para celebrar el naufragio de una ideología que seguramente hoy seguiría apacentando sombras y cadáveres si no hubiese mediado su intervención activa.

El hombre que había sufrido en sus propias carnes esas dos maquinarias impertérritas de mortandad no podía detenerse ahí, sin embargo. Tenía que llegar más lejos en su vindicación de la dignidad humana sobre las plurales tiranías que la fustigan y oprimen. Por eso execra el capitalismo degenerado que explota al trabajador y lo reduce a mero engranaje en la consecución obscena de una riqueza de la cual no se beneficia; por eso execra la guerra, que es una blasfemia contra Dios, porque usurpa al hombre su condición sagrada; por eso execra la eutanasia, el aborto, la contracepción y los excesos de la genética.

La defensa obstinada e intransigente de la vida, y en especial de la vida más inerme, de la vida que avanza hacia sus postrimerías o se estrena a la actividad celular, no es una cuestión que admita compartimentos ideológicos, sino un compromiso con el progreso del hombre, una vocación irreductible que debe anidar en cualquier pecho humano, porque nuestra misión es rehuir la muerte, combatirla hasta la extenuación, con la entrega de la propia vida, si ello fuera necesario: a esta labor se ha entregado denodadamente, hasta rendir su último hálito, Juan Pablo el Grande.

Nuestra época, al ignorar que la vida del feto o del agonizante son las vidas más merecedoras de una escrupulosa protección jurídica, ha entronizado una forma de aberración moral no menos monstruosa que las propugnadas por nazis y comunistas; estas vidas desamparadas que nuestra época ha desistido de proteger (quizá porque carecen de voz y de voto y, por lo tanto, son irrelevantes desde la perspectiva sórdidamente política) han hallado en Juan Pablo el Grande su más intrépido paladín. De este modo, Wojtyla ha llevado hasta sus últimas consecuencias aquel designio que se impuso en su juventud, mientras en su derredor las vidas eran segadas como mies de los campos.

El anciano que hoy navega hacia ultratumba nos deja el esplendor de una Verdad que las adscripciones ideológicas no pueden interpretar a su conveniencia: la revolución del amor no admite cortapisas; la dignidad del hombre, espejo donde se copia Dios, no permite excepciones.

En esta hora luctuosa, quienes vimos en Karol Wojtyla el esplendor de una luz que derramaba Verdad sobre la tierra, ya empezamos a notar que su alma inmortal se posa sobre la nuestra, como un pájaro que busca su nido, para entablar juntas un coloquio inmortal que nos mantendrá eternamente unidos, eternamente jóvenes, eternamente vivos.

Juan Manuel de Prada, “¡Venciste, Galileo!”, ABC, 2.IV.2005

Las palabras que pronunció Juliano el Apóstata antes de expirar podrían ser el lema que acompañase la agonía de Juan Pablo II. Escribo estas líneas mientras un silencio huérfano se posa sobre el mundo, deteniendo los relojes, la órbita de los planetas, el curso de la sangre en las venas. Es difícil sustraerse al dolor, mientras la certeza de la muerte del Papa Wojtyla se nos abalanza encima. Pero ese dolor se amasa de una secreta alegría cuando recapitulamos los días de un hombre que entendió la existencia terrenal como un viaje hacia la intimidad con Dios. La enseñanza acaso más conmovedora de este Papa que ha querido extinguirse con las sandalias puestas adquiere hoy su vigencia más plena: Juan Pablo II no se ha limitado a ser un burócrata de Dios encaramado en su trono de infalibilidad; ha querido mostrarnos que la misión primordial de un cristiano, de cualquier cristiano, consiste en identificarse con Cristo, entrañándose en su misterio y padeciendo con Él sus tribulaciones, calcinándose en la misma hoguera de humanidad que Dios eligió para hacerse presente entre nosotros. Sin esta identificación plena con Cristo podremos ser seguidores más o menos escrupulosos de unos ritos o liturgias, o herederos culturales de su Evangelio, pero nunca cristianos en el estricto y más puro sentido de la palabra. El Papa Wojtyla nos ha enseñado el verdadero meollo de una fe que corría el riesgo de anquilosarse en el cumplimiento de unos preceptos o, por el contrario, de entregarse a un aggionamento plácido y banal. El viaje de Wojtyla hacia la intimidad con Dios ha sido una epopeya en pos de las raíces de la fe, una rebelión contra el miedo y la complacencia que agarrotan a los cristianos.
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