Juan Manuel de Prada, “Los dineros de la Iglesia”, ABC, 19.XI.2005

Hace unos días, el Congreso votaba una enmienda que pretendía retirar el complemento presupuestario que la Iglesia católica percibe anualmente del Estado. La enmienda fue rechazada mayoritariamente por los parlamentarios, si bien hasta seis diputados socialistas infringieron la disciplina de voto, alarde de bizarría que no mostraron en otras votaciones recientes mucho más peliagudas. De lo que se trataba, en fin, era de trasladar a la opinión pública la imagen de una Iglesia que sigue disfrutando de privilegios y esquilmando el erario público. Convendría especificar, sin embargo, que dicho complemento presupuestario, que suele oscilar entre los 30 y los 40 millones de euros, constituye tan sólo una décima parte del presupuesto anual de la Iglesia, que en sus dos terceras partes se abastece de las aportaciones de los fieles; del tercio restante, la cantidad más abultada la obtiene la Iglesia a través de la asignación tributaria, que una porción nada exigua de españoles destina a su sostenimiento a través de un porcentaje ínfimo del impuesto sobre la renta (el 0,52 por ciento, para ser exactos). Bastaría con que dicho porcentaje se incrementase al 0,8 por ciento, como ocurre en Alemania o Italia, para que la Iglesia pudiera autofinanciarse, renunciando a ese complemento que el anticlericalismo rampante utiliza como levadura para alimentar viejas rencillas.

Entre 30 y 40 millones de euros, repito. Enunciada así, en esa demagógica descontextualización que conviene a los propagandistas del odio, la cifra puede ser considerada por muchas gentes ingenuas y bienintencionadas una exacción intolerable. ¿Por qué, en cambio, no se informa a los españoles del dinero que la Iglesia revierte sobre la sociedad y ahorra a las administraciones públicas? Reparemos, por ejemplo, en las partidas destinadas a la educación. Una plaza en la escuela pública, por alumno y curso escolar, le exige al erario público (utilizo datos suministrados por el Ministerio de Educación) un desembolso de 3.517 euros; una plaza en la escuela concertada tan sólo 1.840. Teniendo en cuenta que el 70 por ciento de las plazas de la escuela concertada corresponden a centros católicos, descubrimos que la Iglesia ahorra al erario público alrededor de 2.300 millones de euros, cifra ligeramente superior a la que el Estado aporta como complemento presupuestario para su sostenimiento. Si probamos a calcular la ingente labor social y asistencial de la Iglesia, descubrimos que las cantidades que se dedican a paliar el sufrimiento y la miseria de los sectores más desfavorecidos de la sociedad dejan también chiquito ese complemento. Así, por ejemplo, el presupuesto de Cáritas durante el pasado ejercicio ascendió a 163 millones de euros, de los cuales más del sesenta por ciento -cerca de 100 millones- lo cubren las cuotas de sus asociados y las aportaciones de los católicos, a través de donaciones y colectas parroquiales; este porcentaje se eleva hasta el 83 por ciento en el presupuesto de Manos Unidas, que el pasado año logró recaudar 35 millones de euros procedentes de las cuotas de colaboradores y de las colectas. Son sólo dos ejemplos entre los miles de establecimientos y entidades católicas consagrados en cuerpo y alma a la ayuda de los más necesitados; ayuda que, naturalmente, la Iglesia seguirá prestando cuando deje de percibir el tan cacareado complemento presupuestario, porque su generosa aportación al bien común no depende de la componenda política, es fruto de un mandato divino.

El otro día, paseando por la plaza de la Marina Española, vi llegar el automóvil del presidente del Gobierno, que acudía a una sesión de control del Senado. Le hubiese bastado, al bajar del coche, con alzar la vista para contemplar a los mendigos que entraban en un centro de Cáritas, donde se les brinda comida y refugio frente a la intemperie. Ahí, señor presidente, ahí se destinan los dineros de la Iglesia.

Alfonso Aguiló, “El duelo de la lectura”, Hacer Familia nº 141, 1.XI.2005

«Leía mucho. Pero con la lectura sólo obtienes algo si eres capaz de poner algo tuyo en lo que estás leyendo. Quiero decir que sólo aprovechas realmente lo que lees si te aproximas al libro con el ánimo dispuesto a herir y ser herido en el duelo de la lectura, a polemizar, a convencer y ser convencido, y luego, una vez enriquecido con lo que has aprendido, a emplearlo en construir algo en tu vida o en tu trabajo.» »Un día me di cuenta de que en realidad yo no ponía nada en mis lecturas. Leía como el que se encuentra en una ciudad extranjera y por pasar el rato se refugia en un museo cualquiera a contemplar con una educada indiferencia los objetos expuestos. Casi leía por sentido del deber: ha salido un libro nuevo que está boca de todos, hay que leerlo. O bien: esta obra clásica aún no la he leído, por lo tanto, mi cultura resulta incompleta y siento la necesidad de llenar esa laguna.» Este personaje de una novela de Sándor Márai nos invita a ser valientes en nuestras reflexiones, para así adquirir, con ocasión de la lectura, más coherencia y más profundidad interior. Vivir con deseos de ser interpelado por lo que observamos, escuchamos o leemos es quizá una de las cosas que más contribuyen a sacar al hombre de los estratos primeros de la vida, que más le impulsan por encima de la simple inercia de los comportamientos de su entorno, que le previenen ante un dócil encuadre en las costumbres de moda.

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