Eugenio Laguarda: Un mártir en vida de la persecución religiosa en la guerra civil española

Entre los 233 mártires de la persecución religiosa española de los años treinta que beatifica Juan Pablo II el año 2001, podría haber aparecido el nombre de Eugenio Laguarda. Sus asesinos, sin embargo, no terminaron en el trabajo y le abandonaron moribundo en un campo abandonado.

Hoy, a sus noventa años, el padre Laguarda celebra misa todos los días a las siete de la mañana en la basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia (la diócesis de la que proceden la mayoría de esos mártires). Después, confiesa el resto del día hasta la tarde. En este conmovedor testimonio reconstruye el ambiente que reinaba en España durante la guerra civil. Entre el 18 de julio de ese año y el 1 de abril de 1937, según datos ofrecidos ahora por la Conferencia Episcopal Espñola, fueron asesinados 6.832 sacerdotes, religiosos y religiosas, así como doce obispos.

Los hechos que recuerda el padre Laguarda en este testimonio publicado por el semanario de la arquidiócesis de Madrid, Alfa y Omega, tuvieron lugar el 17 de junio de 1938 Testimonio de Eugenio Laguardia Yo era muy joven. Siendo ya sacerdote, me enviaron a un pueblo de la provincia de Castellón. A los 15 meses de estar en aquel pueblo, Zucaina, vino la guerra.

Yo me enteraba de las noticias y escondí todas las imágenes de la parroquia en casas particulares, en pajares. Salía de mi casa, pero iba a la iglesia sin tocar la campana: habían matado a muchos curas de los pueblos.

Un día vinieron a matarme, una cuadrilla que iba matando de pueblo en pueblo. Cuando llegaron a Zucaina, encontraron a unos chiquitos, jugando en la plaza, y les preguntaron: «¿Habéis visto al cura?»; les dijeron que no sabían. Y se fueron a un bar pensando que ya no estaba el cura. El señor del bar se enfadó con ellos: «¿Por qué tenéis que matar al cura? Si este cura es muy buena persona». Dijeron: «¡Basta que sea un cura para que lo matemos! Y se fueron».

Me enviaron un recado para que supiera lo que había ocurrido, y me preparé esa noche para esconderme en una masía (casa de campo del Levante español), que estaba a más de una hora y media del pueblo, andando. El dueño de la masía era el tío Bernabé, un señor mayor. Estaba amaneciendo cuando llegué. Y, le dije al tío Bernabé: «Ya sabe a lo que vengo, a esconderme». Y él me contestó: «Es un compromiso muy grande tenerle aquí, nos pueden matar a todos». Le dije: «Mire, tío Bernabé, yo no le he dicho a nadie que venía aquí. Así que, si ustedes no dicen nada a nadie, no pasará nada».

Ya estaba amaneciendo el día. Entonces, la mujer, al escucharnos, llamó a su marido desde la cama: «Bernabé, Bernabé, ¿quién es?». Dijo él: «El cura». Preguntó la mujer: «¿El cura? Pero si los han matado a todos. ¿Qué quería el cura?».

Respondió el tío Bernabé: «Que le tengamos aquí escondido hasta que pase todo esto. Le he dicho que puede quedarse siete u ocho días, pero nada más, porque es un compromiso muy grande». Y dijo ella: «¡Nada de eso, no unos días, sino todo el tiempo que haga falta!». Y como en las casas mandan las mujeres más que el marido, me acogieron.

Nadie sabía que estaba allí, pero, como pensaban meter dos compañías de soldados en aquella masía, me marché por las montañas, camino de Valencia. Y al pasar cerca de Segorbe, me cogió una pareja de soldados. Iban buscando a un preso que se había escapado. Y me preguntaron: «¿Dónde va usted?». Dije: «A Valencia». Y enseguida pensaron mal de mí. «¡Dinos la verdad! ¿Quién eres?». Entonces, dije que era sacerdote.

Me cogieron de los brazos, me registraron y encontraron el breviario. Uno de ellos me pegó un culatazo en la cara, me rompió la nariz y me dejó el ojo izquierdo sin vista durante tres meses. Caí en tierra. Me pegaban y me hacían levantarme, hasta que ya no pude. Y, entonces, uno de ellos me dio un tiro en la cabeza. La bala me entró por debajo del ojo izquierdo, me atravesó el paladar, la lengua, el cuello y quedó alojada en el pulmón. El otro le dijo que me volviera a dar otro tiro, porque estaba vivo, pero ya no me lo dio. Me echaron a un barranquito cerca de la carretera. Yo oía cómo se iban, riéndose de cómo yo rezaba a la Virgen.

Cuando se perdieron sus voces, intenté subir a la carretera y, al ponerme de pie, me caí. Estaba muy grave. Me dije: «Es preciso subir a la carretera». Subí a gatas, cogiéndome a la hierba, poquito a poco, y, por fin, llegué a la carretera. Enseguida se formó un charco de sangre. La gente pasaba de largo y, por fin, pasó un autobús. Eran las doce de la noche. Como la carretera era algo estrecha y el autobús era ancho, pararon y bajaron. Les dije que era sacerdote y que me habían martirizado. No sabían qué hacer; por fin, me cargaron al autobús y me llevaron hacia Castellón para dejarme en un hospital. Estaba muy herido.

Y al pasar por Náquera, a la una de la mañana, estaban los dos matones sentados en la carretera; pararon el autobús y hablaron con el chófer. Yo iba en los asientos de los pasajeros, muriéndome: «¿Dónde vas ahora?», preguntaron al chófer. «Voy al hospital, a llevar a un herido que he recogido allí arriba. Un sacerdote». Ellos gritaron: «¡Es el sacerdote que nosotros hemos matado! ¿Aún vive? Hay que acabar con él». Pero, por fin, el chófer se impuso, los dos matones se quedaron allí, y me llevó a Castellón. Enseguida me recibieron en el hospital.

Cuando terminó la guerra, juzgaron a esos dos matones y los condenaron a muerte. Y, estando ya en Zucaina, vinieron a verme el padre de uno y la madre del otro, y se arrodillaron en cruz delante de mí, diciéndome: «Padrecito, tenga compasión de nuestros hijos, que están en la cárcel y los van a matar por lo que le hicieron a usted».

Enseguida, cogí un papel y escribí al juez, diciéndole que yo estaba bien y que quería que les quitaran la pena de muerte. Y, al ver el documento con mi firma, les conmutaron la pena. No sé si aún vivirán, ha pasado mucho tiempo. Estoy muy agradecido a Jesús porque me salvó la vida. Ahora, me llaman el muerto resucitado.

Emanuele Stablum: arriesgar la vida por los demás

El pueblo de Israel declara a un religioso «Justo entre las naciones» Emanuele Stablum salvó centenares de vidas durante el Holocausto ROMA, 21 noviembre 2001 (ZENIT.org).- El reconocimiento más elevado que confiere el pueblo de Israel confiere a quienes ayudaron a salvar la vida de judíos durante el Holocausto, la medalla de «Justo entre las naciones», fue conferida este martes al hermano Emanuele Stablum, médico y religioso de la Congregación de los Hijos de la Inmaculada Concepción.

Stablum, durante la segunda guerra mundial, salvó de la violencia nazi en Roma a 51 judíos, escondiéndoles con la ayuda de sus hermanos de religión en los pasillos del hospital que dirigía su Congregación religiosa.

Para evitar las suspicacias de los agentes alemanes, los refugiados eran registrados en el hospital como pacientes con enfermedades cutáneas, pues el hospital era y sigue siendo el centro especializado en dermatología más prestigioso de Roma.

En más de alguna inspección, con mucho ingenio, los religiosos untaron con cremas a los judíos para que los nazis se convencieran de que eran enfermos.

La ceremonia de entrega de la medalla tuvo lugar en el mismo hospital, el Instituto Dermopático de la Inmaculada (IDI) de Roma.

El padre Giovanni Cazzaniga, postulador general de las causa de beatificación de los religiosos de la Congregación, y testigo directo de la heroica obra de Stablum, reveló: «A pesar de que todo era complicado en aquellos tiempos, Emanuele Stablum no se echó atrás ante la dramática emergencia y abrió las puertas del hospital a quien tocó a la puerta».

Según explicó Cazzaniga, el médico y religioso no sólo salvó a los judíos perseguidos, sino también a los hombres políticos buscados por la policía «sin tener en cuenta su fe, edad, condición social y sin pedir nada a cambio».

Stablum, reveló el historiador, «acogió la petición del Vaticano de ayudar a los judíos». Asimismo «le dio fuerza y valor el apoyo de la comunidad de religiosos, pero al final la decisión de acoger a los marginados y a los judíos desesperados fue suya».

«Tomó la decisión consciente de jugarse la vida; es más, desde aquel momento ligó su vida a la de los que ayudó. En caso de que los nazis le hubieran descubierto, habría sido destinado a un campo de exterminio en Alemania», aseguró.

Emanuele Stablum, concluyó el padre Giovanni Cazzaniga, «consciente de que el espíritu de todo hombre en el dolor se vuelve a encontrar con frecuencia con la trascendencia, abrió también la capilla a los judíos refugiados. Junto a ellos, los religiosos invocaban al Dios Padre como Jesús lo reveló y como nuestros hermanos mayores rezan al Dios de la Antigua Alianza, como le presentan los Salmos».

Tibor Schlosser, consejero de la Embajada de Israel ante el Estado italiano, explicó que uno de las tareas fundamentales del Instituto Yad Vashem, que otorga el reconocimiento del pueblo judío, es la de no olvidar a nadie que haya ayudado a los judíos durante la segunda guerra mundial.

«Cada uno de los centenares de miles de supervivientes judíos tiene un “ángel” como el hermano Stablum», añadió, pues de lo contrario era casi imposible que hubieran podido salvar la vida.

Tomado de Zenit, ZS01112108

Eduardo Ortiz de Landázuri: un médico entre la vida y su propia muerte

Eduardo Ortiz de Landázuri nació en Segovia, en 1910, y murió -con fama de santidad- en Pamplona en 1984. En 1940 comenzó a trabajar como médico en la Clínica del profesor Jiménez Díaz; fue catedrático de Patología General de la Universidad de Granada desde 1946 hasta 1958. Fue sucesivamente Decano de la Facultad de Medicina y Vicerrector de aquella Universidad. En 1958 se trasladó a la Universidad de Navarra donde continuó desempeñando la cátedra de Patología y Clínica Médica. Fue Consejero del CSIC, Miembro, entre otras, de la Royal Society of Medicine del Reino Unido. Estaba en posesión de la Cruz de Sanidad, Placa de la Encomienda de Alfonso X el Sabio y Cruz del Mérito Civil de la República Federal de Alemania. Contaba con 200 publicaciones y unas 100 ponencias. Atendió a unos 500.000 enfermos en sus 50 años de profesional de la Medicina.

Rosa María Echevarría, profesora de Ciencias de la Información, entrevistó a don Eduardo –así le llamaban sus colegas más jóvenes, alumnos, pacientes– cuando ya la enfermedad mortal se había revelado; en aquel entonces presentaba así a su interlocutor: “Tiene los ojos don Eduardo llenos de futuro, futuros profundos y abiertos, recogidos en lo más hondo de su mirada. Cada día Don Eduardo se asoma a un mundo nuevo en esa apasionada aventura que es su vida, donde descubre inmensos horizontes y los va recorriendo despacio, mansamente, como el rigor de ese pensamiento tan lógico y tan humano del intelectual. Hay en su mirada un reto de alegre vida y es su vida un valiente reto al esfuerzo en una lucha tenaz y constante que parece ocultarse detrás de esa cordialísima sonrisa que tan bien conocen sus enfermos” (1).

Después de una vida en contacto permanente con la enfermedad y con el dolor, Don Eduardo ha experimentado en su propia vida el inmenso valor del sufrimiento.

–¿Qué se siente al dar ese largo paso que se recorre en tan breve tiempo, al pasar de médico a enfermo? –Una enfermedad es una cruz, eso es evidente. Por tanto, decir que no tiene importancia, me parece que sería ridículo y además no sería justo. La he llevado y la llevo con mucha paz. La enfermedad tiene dos aspectos diferentes. Uno, es la enfermedad en relación con los demás; y otro, el que se refiere a uno mismo. Como médico conozco muy bien… o conocía, la primera parte y, en este sentido, la experiencia que tengo es que el enfermo suele ser muy agradecido. Por una parte, uno se encuentra muy debilitado y por otra, ¡qué duda cabe!, sería injusto no decirlo, está esa proximidad de la muerte. Como es lógico, se siente más cerca la muerte cuando se está enfermo . En esta situación, toda la fuerza me la ha proporcionado el sentido sobrenatural de la vida.

–¿Cómo es ese sentido sobrenatural que tiene el dolor para el Dr. Ortiz de Landázuri? –La enfermedad siempre nos enseña muchísimo. Creo que el que pasa la vida suavemente, sin ninguna enfermedad…; es indudable que Dios le dará otras posibilidades de acercarse a El, pero está claro que una de las vías para comprender mejor a Dios es la enfermedad. Es un camino que nos conduce a Dios. Entonces, los que mueren a causa de un accidente, ¿no han podido acercarse al Señor? Estoy seguro de que en tal caso Dios les dará otras oportunidades. Sin embargo, no me cabe duda de que la enfermedad es uno de los caminos más importantes para llegar al encuentro más profundo con Dios… Y, como es lógico, uno acaba agradeciéndolo.

Don Eduardo -uno de los pioneros de la Clínica Universitaria de Navarra-, tenía muy grabado el espíritu del Fundador de aquella Universidad -Monseñor Escrivá, Fundador del Opus Dei-, y su amor apasionado a los enfermos: E.O. –Cuando le preguntaban al Fundador del Opus Dei cuáles eran las armas o las posibilidades que tenía para hacer la Obra que el Señor le había encomendado realizar en el mundo, solía contestar que contaba con el dolor de los enfermos y el buen humor. El Opus Dei nació en los barrios más pobres y en los ambientes más míseros de Madrid.

DE MEDICO A ENFERMO Inés Artajo, entrevistó para el Diario de Navarra a don Eduardo. Lo encontró y presentó “enfundado ya en su traje de calle, sin bata blanca, porque de médico se ha convertido en enfermo, y de los de diagnóstico irreversible: enfermo de cáncer, un mal con el que convivía desde hacía meses” (2) Don Eduardo -seguimos ahora con Inés Artajo- ha diagnosticado miles de enfermedades mortales, ha expresado miles de veredictos finales. Sabe que va a morir. Pero no como lo sabemos todos, ignorantes del cuándo y del cómo: conoce su plazo. Sin embargo dice que no sufre -“decir que no me asusta me parece una vanidad”-, que lo afronta con serenidad y paciencia. En su rostro no hay miedo. Recorre la senda de la esperanza.

E.O.–Fe, la he tenido siempre y pido a Dios que ahora, cuando más la necesito, no me la quite.

EXPRIMIR LA VIDA “COMO UN LIMON” Con su cáncer y su fe a cuestas, considera que la muerte, enemiga y compañera de tantos años de ejercicio de la profesión, no es tan terrible cuando le toca a uno mismo. Y dice que aunque le gustaría vivir cinco años más, acata y agradece la voluntad de Dios, en quien siempre ha creído y confiado. Sigue trabajando en la aventura universitaria como puede y puede mucho, porque su espíritu vive a tope. Confiesa que su deseo es “exprimir el limón”, su vida, hasta la última gota, sirviendo a su familia, a los demás, a la Ciencia, en definitiva a Dios y a todas las gentes.

Era en 1958 cuando -médico ya famoso, catedrático y vicerrector de la Universidad de Granada, casado y padre de 7 hijos-, cambió su forma de vida y su economía para asentarse en Pamplona. Dejaba atrás una merecida fama de eminencia médica y un futuro humanamente brillante y bien acomodado.

E.O. –Entonces ganaba mucho dinero -dice sencillamente don Eduardo-, pude hacerme rico. Pero dejé aquello, porque cuando se tiene todo, no se tiene ya ilusión por nada. Ahora veo que de haber seguido en Granada hubiera acabado por hacer lo de otros acaudalados: comprar un cortijo y unos olivos. Aquí, en Pamplona, sólo había ilusión y pocos medios para levantar una Facultad de Medicina recién inaugurada, y para crear una clínica universitaria.

Pero el Gran Canciller y Fundador de aquella Universidad – Monseñor Escrivá, Fundador del Opus Dei- confiaba en él como uno de los pioneros, firme e incombustibles ante las dificultades. Don Eduardo, rechazó la posibilidad de abrir una consulta en la calle Carlos III, foco seguro de fama y dinero; y pidió un pequeño consultorio en la Facultad de Medicina. El poco dinero que ha tenido lo ha empleado ahora en pisos para sus hijos. Guarda una pequeña cantidad para que su familia -“si los impuestos le dejan…”- haga frente a la vida cuando a él le llegue la muerte.

NO ES TAN TERRIBLE LA MUERTE El internista eminente, el testigo de muchas agonías y marchas hacia la otra orilla del vivir, afirma que la muerte, en general y salvo las aparatosas e inesperadas, no son tan duras como la gente cree. Dice que si alguien muere en plena vida, el desenlace es súbito y apenas se entera la persona de su marcha. A una preagonía tormentosa sigue después una muerte dulce, porque él lo ha visto: a medida que el final se acerca, el cerebro pierde la sensibilidad fisiológica y la agonía, ya de por sí, trae el estado de hipoestesia: E.O. –La propia muerte se encarga de no ser tan dura como nos parece. Un enfermo que va a morir quizá no sufra tanto como los familiares que le rodean, porque cuando se llega a ese trance final, el enfermo no es que se desentienda de lo que le rodea, sino que entra en una zona de nadie en la que se encuentra a sí mismo. Y ese encontrarse, unido al instinto de conservación, le permite afrontar la situación con más paz.

Esa paz que don Eduardo ha encontrado tantas veces en sus pacientes, le ha servido para inclinarse siempre por el camino de la verdad con el enfermo, para que afronte con dignidad su destino y lo que pueda conllevar: E.O. –No me ha gustado esforzarme por disimular las enfermedades mortales, sino que he preferido esforzarme por salvar vidas y, cuando no podía, en respetar la dignidad del enfermo que tiene derecho a saber qué pasa en su cuerpo, por qué se le opera, qué pasa con su vida. Decir la verdad a un enfermo siempre traerá más confianza hacia quien lo cuida y vela por él; sabe que además de su instinto de conservación, cuenta con otra persona que lucha por su vida. También es necesario este modo de proceder para que cada uno, con su libertad, opte por el camino que crea más conveniente en unas horas que puedan ser las últimas. Unos quieren tomar determinaciones humanas, otros quieren ponerse a bien con Dios, otros no hacen nada. Pero aún así, tienen derecho a saber que su vida se acaba.

Don Eduardo no es amigo de las palabras descarnadas, duras, sino de la verdad dicha con caridad, con cariño y consideración.

E.O. –El final se acepta con serenidad, porque la grandeza humana es mayor de lo que la gente cree. Por eso, si es por miedo a la reacción del enfermo, que nadie, por falsos respetos, tenga temor a que se le administren los últimos sacramentos. No me meto en que no se los den por falta de fe. Eso, allá ellos; pero que no sea por miedo a que la impresión acelere la muerte. Nunca he visto que aceleren la muerte, antes al contrario: los sacramentos dan al enfermo más tranquilidad y más paz. Por lo demás, en la persona nunca se agota el instinto de conservación.

Eduardo Ortiz de Landázuri ha atendido -se calcula- unos 500.000 enfermos. ¡Cuántas curaciones, cuántas alegrías a lo largo de su vida! LA EUTANASIA, ESA BRUTALIDAD –¿Qué piensa Ortiz de Landázuri de la eutanasia? –Me desgarra el alma pensar que se va a implantar la eutanasia. ¿Quién es dueño de la vida para matar al enfermo o al no nacido?. Tampoco soy partidario de mantener vidas artificiales, como cuando el cuerpo sigue en este mundo sólo por su conexión a máquinas sofisticadas. Eso no se puede hacer: la muerte no es tan indigna como para no ser aceptada en su momento.

También, por dignidad, Ortiz de Landázuri entiende que, cuando no hay medios técnicos que los curen en los hospitales, los enfermos están mejor en sus casas, con su gente. Eso sí, siempre que esa vida no pueda agarrarse al mundo en un hospital.

Don Eduardo aprendió a reconocer en sus últimos meses de vida el rostro de la que sería su muerte. No conoce la hora ni el lugar, pero vislumbra ya el modo, todas aquellas incógnitas que a la mayor parte de los hombres les impide ver con claridad el fin hacia el cual, cada minuto, cada hora y cada día, avanzan. Aunque advierte: E.O. –No sé tanto sobre ella, los tumores son tan distintos… Y la metástasis quizá me coja el cerebro, el hígado, o no sé dónde. Lo que preveo -y lo digo sin tristeza- es que pronto me tocará morir.

Él fue quien vio primero las placas de su cuerpo y descubrió la existencia de un tumor. Fue el primero también en saber que necesitaba pasar por un quirófano cuando una biopsia le confirmó que el tumor que crecía era cancerigeno. Ahora agradece que los médicos hayan sido, como él les enseñó: veraces, claros también con él.

ACEPTAR LA VOLUNTAD DE DIOS E.O. –La noticia de mi enfermedad irreversible la recibí tranquilo, aunque no me la sospechaba. Es tan misterioso el nacimiento y el desarrollo de un cáncer, tan distinta su evolución… En mi familia causó dolor, pero todos acogimos el descubrimiento con paz. Un diagnóstico irreversible te enseña muchas cosas. Te hace ver, como yo siempre he creído, que la ciencia y la fe están juntas y que unidas dan mucho más fruto. Y también comprendes que la muerte no tiene tanta importancia, sobre todo cuando le toca a uno. Claro es que no puede decirse que no tiene ninguna importancia, pero hay que aceptarla con serenidad. Dicen que Dios da conformidad y es cierto. Ahora me he hecho a la idea de que voy a faltar del mundo y no voy a negar que preferiría pasar ese trance sin dolor. Acepto, sin embargo, lo que Dios quiera darme. Tengo fe en él y ahora, lo que más le pido, es que esta fe que siempre me ha acompañado no me abandone en mi hora final, cuando más la necesito. Me gustaría que a mi familia no le faltara nada cuando yo me vaya…

Ahora habla don Eduardo a los suyos acerca del lugar a donde irá. Primero, a la tierra: E.O. –Me da igual una sepultura, un nicho o la fosa común. Ni tengo dinero ni vanidad para ocupar un panteón.

Y después, al lugar donde siempre ha querido ir: E.O. –Eso es lo único que de verdad me preocupa. Quiero ir al Cielo. Sí, creo en el cielo. El lugar donde gozaré de la contemplación de Dios. ¿Cómo? Mi mente es demasiado limitada para entenderlo y explicarlo. Pero allí quiero ir.

Don Eduardo cree también que el Infierno “desgraciadamente existe”; y el Purgatorio. Espera, dice, que al final pesen más sus trabajos buenos, la santificación que ha procurado de su trabajo profesional y de sus deberes de cristiano, atendiendo y curando enfermos, que los errores humanos y profesionales que ha podido tener.

E.O. –He intentado pasar por la vida haciendo el bien que he podido. Lo he intentado, pero no quiero que me digan que lo he conseguido, porque me asusta mi posible vanidad. Quiero ir al cielo y allí no hay sitio para los vanidosos.

Eduardo Ortiz de Landázuri aprendió a convivir con aquel monstruo interior que un día del año 1984 devoraría su cuerpo. Uno de sus libros de cabecera era “Camino”; en sus palabras nos ha parecido escuchar el eco del punto 739: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente…, cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! (3) Adaptación de J. BALVEY (1) Cfr. ROSA MARIA ECHEVARRIA, Amar apasionadamente la Universidad, Nuestro Tiempo, junio-julio 1984, pp. 4 y ss.

(2) Cfr. INES ARTAJO, en Diario de Navarra, 13-XI-1983.

(3) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 739.

(4) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1001.

(5) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 1037.

(6) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Camino, n. 738.

(7) JOSEMARIA ESCRIVA DE BALAGUER, Fundador del Opus Dei, HOJA INFORMATIVA, nº 1. Madrid, mayo 1976, pág.5.

Tomado de http://www.arvo.net

Edith Stein: el testimonio de su hermana Erna

Edith era la más pequeña de los siete hermanos y la próxima a mí en edad. Nos separaban escasamente dos años, y así fue natural que, desde la niñez y hasta el tiempo de distanciarse externamente nuestros caminos, estuviéramos unidas la una de la otra más que cualquiera de nuestros otros hermanos.

Su primera niñez coincidió en el tiempo en que nuestra madre sobrellevaba las tareas más pesadas, tras la muerte repentina de nuestro padre. A causa de sus cargas inevitables poco podía dedicarse a nosotras. Las dos “pequeñas” estábamos acostumbradas a entendernos las dos solas y -al menos por las mañanas, hasta que los mayores regresaban de la escuela- nos entreteníamos nosotras solas.

Hasta donde conozco de las narraciones de mi padre, de mis hermanos y por recuerdo personal, éramos bastante formales y raramente nos reñían. Pertenece a los primeros recuerdos el que Paul, mi hermano mayor, pasease en brazos a Edith por la habitación entonando canciones estudiantiles o que le mostrase las ilustraciones de su historia de la literatura y pronunciase discursos de Schiller, Goethe, etc. Tenía una memoria formidable y todo lo retenía. Muchos de nuestros numerosos tíos y tías intentaban ensalzarla o se esforzaban, equivocadamente, por hacerle creer que era “María Estuardo” de Goethe o algo parecido. Esto constituyó un rotundo fracaso.

Desde los cuatro o cinco años comenzó a manifestar conocimientos de literatura. Cuando entré yo en la escuela, se sintió terriblemente sola, tanto que mi madre decidió internarla en un jardín de infancia. Pero esto fracasó del todo. Se veía allí tan desoladamente infeliz, y aventajaba intelectualmente todos los niños, que hubo que renunciar a ello. Muy pronto comenzó a suplicar que se le permitiese ir a la escuela ya en otoño, cuando el 12 de octubre cumpliese los seis años. Si bien era pequeña a todas luces y no se le atribuían los seis años, el director de la escuela Victoria de Breslau, escuela que ya habíamos frecuentado antes que ella las cuatro hermanas, consintió en ceder a sus ruegos insistentes.

Y así comenzó su tiempo escolar en su sexto cumpleaños, el 12 de octubre de 1907. Puesto que no era usual por entonces comenzar el curso en otoño, solamente permaneció en la clase inferior durante medio año. A pesar de ello, ya en Navidad era una de las mejores alumnas. Era muy capaz y muy aplicada, así como segura y de una energía férrea. No obstante nunca fue mala amiga, sino que siempre fue una excelente compañera pronta a ayudar. Durante todo el tiempo escolar obtuvo resultados brillantes. Todos nosotros aceptábamos como natural el hecho de que, al igual que yo, después de acabar la escuela femenina, terminara los cursos de bachillerato en la escuela Victoria, para así poder acceder a una carrera. Sin embargo, nos sorprendió su decisión de dejar la escuela. Como todavía era muy pequeña y delicada, mi padre cedió y la envió, en parte por descanso, en parte para ayudar a casa de mi hermana Else, que estaba casada en Hamburg y que tenía tres niños pequeños. Allí, permaneció ocho meses, cumpliendo con su deber escrupulosa e incansablemente, no obstante atraerle las tareas domésticas. Cuando mi madre la visitó después de seis meses, apenas si la reconoció. Había crecido muchísimo y parecía plenamente madura. En esta ocasión confió a mi madre que había cambiado de parecer y que deseaba regresar a la escuela para poder seguir estudiando. Regresó a Breslau; se preparó en latín y matemáticas con la ayuda de dos estudiantes para pasar a la secundaria y superó brillantemente el examen de admisión.

El resto del tiempo escolar no supuso ninguna sorpresa. Como siempre estuvo en los primeros puestos de la clase, librándose al final del examen oral de bachillerato. A la par que en la escuela, tomaba parte activa en todas nuestras diversiones con los compañeros. Nunca fue una aguafiestas. Se le podían confiar todas las cuitas y todos los secretos; estaba siempre dispuesta a aconsejar y ayudar, y todo era bien recibido por ella. Los años universitarios (yo había comenzado a estudiar medicina en 1909) fueron para nosotras tiempo de trabajo serio, pero también de estupendo compañerismo. Habíamos formado un grupo de ambos sexos con los que pasábamos nuestras horas libres y las vacaciones en gran libertad y sin prejuicios, dadas las condiciones de aquellos tiempos. Manteníamos discusiones sobre temas científicos y sociales en amplios y reducidos círculos de amigos. Edith era entre todas la más competente a causa de su lógica imperturbable y de su amplio conocimiento de cuestiones literarias y filosóficas. En el transcurso de nuestras vacaciones realizábamos viajes a la montaña y allí nos sentíamos animados a vivir a plenitud y para forjar proyectos.

Cuando más tarde se fue a Göttingen con una de nuestras amigas comunes, Rose Guttman, para estudiar historia y filosofía, allí también conquistó nuevos amigos, que le permanecerían fieles por su vida. Pero nuestro antiguo círculo la mantuvo inalterable y ella le conservó la fidelidad primera. Después de nuestro examen de estado de medicina decidimos, mi entonces amigo y ahora marido y yo, visitar a Edith y Rose en Göttingen. Aquellos días fueron inolvidables, de hermosas excursiones y alegres momentos, en los que ella trató de enseñarnos lo mejor de su querida Göttingen y de sus entornos encantadores. Al final llevamos un paseo muy bonito por el Harz. Esto sucedía en la primavera de 1914. Poco después de mi vuelta a Breslau, inicié mi trabajo de asistente, que sería interrumpido por el estallido de la guerra. Pero únicamente cambió mi actividad por el hecho de que me fui a otra clínica, mientras que Edith se sintió en la obligación de interrumpir sus estudios y se fue como ayudante voluntaria de la Cruz Roja a un hospital militar en Märish-Weisskirchen. También allí, como en todas partes, trabajó con toda el alma, siendo estimada tanto por los heridos como por las compañeras y superiores. También aquí la visité durante mi primer permiso de guerra, pasando dos semanas con ella.

Cuando en 1916 se fue a Freiburg para ser asistente privada de su profesor de Göttingen, Husserl, dos de las antiguas amigas, Rose Guttman y Lilli Platau, y yo (me había ido como asistente a Berlín) decidimos pasar nuestras vacaciones del verano de 1917 en la Selva Negra con ella. De este tiempo conservo un recuerdo luminoso, a pesar de que todas padecíamos la presión de la guerra y de que la dieta algo escasa habría podido menoscabar nuestro humor. Paseábamos, leíamos juntas y estábamos siempre extraordinariamente contentas. Al año siguiente yo regresaría a Breslau, y esta vez tuve que emprender sola mi viaje de vacaciones. No pude planear nada mejor que volver a visitar a Edith. Estuvimos en Freiburg, y desde allí realizábamos toda clase de excursiones, leíamos juntas y planeábamos nuestro futuro.

Cuando en 1920 me casé con mi compañero de estudios Hans Biberstein, Edith estuvo presente en la boda y compuso hermosas poesías para todas las sobrinas y sobrinos. En ellas revivían las experiencias más placenteras de nuestros años estudiantiles y de nuestra infancia. Era entonces profesora en el colegio religioso de Speyer pero pasaba todas las vacaciones en Breslau. En septiembre de 1921 nació nuestra primera hija, Susanne, y Edith, que precisamente se encontraba en casa, me atendió en forma enternecedora. Por cierto, una densa sombra se cernió sobre este tiempo, tan feliz por otra parte; me confió la decisión de convertirse al catolicismo y me rogó que se lo comunicase a nuestra madre. Yo sabía que ésta era una de las más difíciles tareas a las que me había tenido que enfrentar. A pesar de la comprensión de mi madre y de la libertad que en todo había dejado a sus hijos, esta decisión significaba un duro golpe para quien era una auténtica creyente judía y consideraba como apostasía el que Edith aceptase otra religión. También a nosotros nos resultó difícil, pero teníamos tanta confianza en el convencimiento interior de Edith, que aceptamos su paso muy a pesar nuestro, después de haber intentado vanamente disuadirla por causa de nuestra madre.

Incluso después de su conversión continuó viniendo regularmente a casa. Me atendió nuevamente en el nacimiento de nuestro hijo Ernst Ludwing, y amaba cariñosamente a nuestros hijos, como al resto de todos los sobrinos y sobrinas; de igual manera fue amada y adorada por ellos. Recuerdo muy especialmente con cuanta frecuencia, mientras ella trabajaba en su cuarto, tenía a los niños con ella, cómo los entretenía con cualquier libro y lo muy felices y contentos que ellos se sentían a su lado.

Cuando en 1933 tuvo que dejar Edith su puesto de enseñante en la Academia Católica de Münster a causa de su ascendencia judía, vino de nuevo a casa. También fui yo ahora la confidente de su decisión de entrar en el convento de las Carmelitas de Colonia. Las semanas que siguieron fueron muy difíciles para todos nosotros. Mi madre estaba, con razón, desesperada, y nunca llegó a superar este sufrimiento. Asimismo, esta vez la despedida era para nosotros mucho más dolorosa aunque Edith no quería admitirlo y desde el convento compartió sin merma el antiguo amor y la vinculación con inalterable interés. En 1939, cuando seguí con mis hijos a mi marido a América, manifestó agrado de que la visitásemos en Echt, adonde se había trasladado. Pero nosotros teníamos un boleto para Hamburgo, y además la frontera holandesa era muy incómoda. Por todo ello preferimos no hacerlo. En lo sucesivo, nos mantuvimos unidas por correspondencia y, en cierta manera, por entonces yo estaba tranquila con que ella estuviese segura en la paz de convento frente a la persecución de Hitler, al igual que mi hermana Rosa, que por mediación de Edith había encontrado refugio en Echt. Por desgracia, esta confianza no estaba justificada. Los nazis no se detuvieron ante el convento, sino que deportaron a mis dos hermanas el 2 de agosto de 1942. Desde entonces ha desaparecido todo rastro de las mismas.

Escrita por su hermana Erna Biberstein-Stein, New York, 1949 Tomado de http://www.arvo.net/Historia/EdithStein_semblanza.htm

Edith Stein: una incansable buscadora de la verdad

Edith Stein había nacido en el seno de una familia hebrea. Cuando era una joven estudiante de filología germánica, descubrió la figura de Husserl, un gran pensador de su tiempo. Pronto se contagió de su inquietante afán por la búsqueda incondicional de la verdad, y se trasladó a Göttingen —desde 1905 hasta 1914— para continuar sus estudios junto a aquel prestigioso filósofo a quien tanto admiraba.

En una ocasión, después de recorrer el casco viejo de Francfort, rememorando con su amiga Pauline lo que acerca de esa ciudad cuenta Goethe en sus Pensamientos y recuerdos, entraron unos minutos en la catedral. Allí presenció algo que le llamó poderosamente la atención.

»Mientras estábamos allí, en respetuoso silencio —contaba la propia Edith Stein—, llegó una señora con su cesto del mercado y se arrodilló profundamente en un banco, para hacer una breve oración.

»Esto era para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en las iglesias protestantes en las que yo había estado, se iba solamente para los oficios religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Es algo que no he podido olvidar.» Aquella experiencia en la vieja catedral de Francfort no había sido su primer contacto con la fe católica. Edith recordaba otra ocasión anterior: una mañana en la cual, tras haber pernoctado con una amiga en una granja de montaña, pudo contemplar cómo el granjero, católico practicante, rezaba con sus trabajadores y los saludaba cordialmente antes de comenzar la jornada.

La gran prueba del dolor Estas fugaces adivinaciones de la riqueza del mundo católico hallaron una prolongación e intensificación notable poco tiempo después. Fue al ver pasar a su amiga Ana Reinach por la gran prueba del dolor.

El marido de Ana había muerto en el frente de batalla. Edith se trasladó a Friburgo para asistir al funeral y consolar a su amiga viuda. La entereza de ésta, su confianza serena en que su marido estaba gozando de la paz y la luz del Señor, reveló a Edith el poder sobre la muerte que tiene la fe.

Edith hubiera considerado natural que Ana se rebelase contra un infortunio que parecía destruir el sentido de su vida. De hecho, esperaba haberla encontrado abatida o crispada. Pero aquella paz llena de una honda confianza tenía que tener un origen muy superior a todo lo humano.

«Allí —confiesa Edith— encontré por primera vez la cruz, y el poder divino que ésta comunica a quienes la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En ese momento, mi incredulidad se derrumbó.» Un libro escogido al azar Poco tiempo después, Edith se hallaba un día nuevamente de visita en casa de su amiga Ana Reinach. Tomó al azar un libro de su biblioteca. «Empecé a leer —escribiría años más tarde—, y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el final. Cuando cerré el libro, me dije: ¡ésta es la verdad!».

Aquel libro, que había acrecentado de forma decisiva sus anteriores intuiciones sobre la fe, era la autobiografía de Santa Teresa de Jesús.

Terminada la lectura, Edith se apresuró a comprar en la ciudad un catecismo y un misal. Una vez debidamente asimilados, asistió a una Misa en la parroquia. Al final de la misma, se acercó al párroco para decirle que deseaba bautizarse. Aquel sacerdote, sorprendido, le hizo algunas preguntas para comprobar si estaba preparada. Pronto se rindió a la evidencia: aquella intelectualidad atea cumplía todos los requisitos. El 1 de enero de 1922, Edith se bautizó.

Fueron muchos, empezando por el mismo Husserl, los que se preguntaron con asombro qué pudo hallar la intelectual Edith Stein en la vida de la santa de Ávila, que le movió a dar el paso definitivo hacia el ámbito de aquella fe en cuyos aledaños se había movido largo tiempo.

La explicación puede intuirse en unas frases escritas por ella misma aquel año 1922: «El descanso en Dios es algo para mí completamente nuevo e irreductible. Antes, era el silencio de la muerte. Ahora es un sentimiento de íntima seguridad.» Edith, igual que Husserl, había querido resolver el problema de la crisis espiritual de occidente concediendo la primacía a la razón. A ella le parecía honesta y justa esta intención de fondo de su maestro, pero fue descubriendo que no era posible querer tener bajo control intelectual todo cuanto significa el campo de juego del hombre, su entorno, su circunstancia vital y espiritual, todo.

Poco a poco, a golpes de experiencia religiosa, Edith Stein fue llegando a profundas convicciones. La discípula predilecta de Husserl concluyó que sólo quien conoce a Dios conoce verdaderamente al hombre; que el futuro de la sociedad depende de la vida espiritual entendida con toda radicalidad y en todo su alcance; que si abrimos el espíritu a todo lo grande que nos rodea, llegamos a descubrir que la vida de Dios es una energía que nos plenifica.

Una profunda labor educativa Más adelante, Edith dejó su carrera como estudiante y aceptó el puesto de profesora de Alemán en el Colegio de las Hermanas Dominicas en Speyer. Allí, trabajó durante ocho años como profesora. Dividía su día entre el trabajo y la oración. Era para todos una persona benévola y servicial, que trabajaba duro por trasmitir las ideas de manera clara y sistemática. Su preocupación iba más allá de trasmitir conocimientos, incluía la formación a toda la persona, pues estaba convencida que la educación era un trabajo apostólico.

A lo largo de este período, Edith continuó sus escritos y traducciones de filosofía y asumió el compromiso de dar conferencias, que la llevó a Heidelberg, Zurich, Salzburg y otras ciudades. En el transcurso de sus conferencias, frecuentemente abordaba el papel y significado de la mujer en la vida contemporánea, así como al valor de la madurez de la vida cristiana en la mujer como una respuesta para el mundo.

Entrega completa a Dios En 1931, Edith deja la escuela del convento para dedicarse a tiempo completo a la escritura y publicación de sus trabajos. En 1932 acepta la cátedra en la Universidad de Münster, pero un año después le dijeron que debería dejar su puesto por su ascendencia judía. Recibió varias ofertas profesionales de gran atractivo y seguridad, pero Edith se convenció que había llegado el momento de entregarse por completo a Dios.

El 14 de octubre de 1933, a la edad de 42 años, Edith Stein ingresa al convento carmelita en Cologne tomando el nombre de Teresa Benedicta y reflejando su especial devoción a la pasión de Cristo y su gratitud a Teresa de Avila por su amparo espiritual.

En el convento, Edith continuó sus estudios y escritos completando los textos de su libro “La Finitud y el Ser”, su obra cumbre.

En 1938 la situación en Alemania empeoró, y el ataque de las temidas S.S. El 8 de noviembre a las sinagogas (la Kristallnacht o “Noche de los Cristales”) despejó toda duda acerca del riesgo que corrían los ciudadanos judíos. Se preparó el traslado de Edith al convento de Dutch, en Echt, y el 31 de diciembre de 1938 Edith Stein fue llevada a Holanda.

Edith, como miles de judíos residentes en Holanda, empezó a recibir citaciones de la S.S. en Maastricht y del Consejero para los Judíos en Amsterdam. Pidió un visado a Suiza junto con su hermana Rosa, con quien había vivido en Echt, para trasladarse al Convento de Carmelitas de Le Paquier. La comunidad de Le Paquier informó a la Comunidad de Echt que podía aceptar a Edith pero no a Rosa. Para Edith fue inaceptable y por eso se rehusó ir a Suiza y prefirió quedarse con su hermana Rosa en Echt. Decidida a terminar “La Ciencia de la Cruz”, Edith empleó todo su tiempo para investigar, hasta quedar exhausta.

Cuando el Obispo de Netherlands redactó una carta pastoral en donde protestaban severamente en contra de la deportación de los judíos, los nazis reaccionaron ordenando la exterminación de los judíos que eran católicos. El domingo 2 de agosto, a las 5 de la tarde, después de que Edith Stein había pasado su día rezando y trabajando en su interminable manuscrito de su libro sobre San Juan de la Cruz, los oficiales de la S.S. fueron al convento y se la llevaron junto con Rosa.

Asustada por la multitud y por no poder hacer nada ante la situación, Rosa se empezó a desorientar. Un testigo relató que Edith tomó de la mano a Rosa y le dijo tranquilamente: “Ven Rosa, vamos a ir por nuestra gente”. Juntas caminaron hacia la esquina y entraron en el camión de la policía que las esperaba. Hay muchos testigos que cuentan del comportamiento de Edith durante esos días de prisión en Amersfoort y Westerbork, el campamento central de detención en el norte de Holanda. Cuentan de su silencio, su calma, su compostura, su autocontrol, su consuelo para otras mujeres, su cuidado para con los más pequeños, lavándolos y cepillando sus cabellos y cuidando de que estén alimentados. En medio de la noche, antes del amanecer del 7 de agosto de 1942, los prisioneros de Westerbork, incluyendo a Edith Stein, fueron llevados a los trenes y deportados a Auschwitz. En 1950, la Gazette Holandesa publicó la lista oficial con los nombres de los judíos que fueron deportados de Holanda el 7 de agosto de 1942. No hubo sobrevivientes. He aquí lo que decía lacónicamente la lista de los deportados: “Número 44070 : Edith Theresa Hedwig Stein, Nacida en Breslau el 12 de Octubre de 1891, Muerta el 9 de Agosto de 1942”.

Alfonso Aguiló Las citas son de Estrellas amarillas, autobiografía de Edith Stein.

Edith Stein: ¡Esto es la verdad!

S.S. Juan Pablo II ha canonizado el 11 de octubre de 1998 a la que desde hace unos años era la Beata Edith Stein. Edith no nació católica, sino judía, en Breslau -entonces ciudad alemana, y hoy polaca con el nombre de Wroclaw-, en 1891. Era la menor de una familia numerosa, y perdió repentinamente a su padre apenas dos años después. Su madre se hizo cargo con fortaleza del negocio familiar de maderas y de la educación de sus hijos.

Su madre infundió un elevado código ético a sus hijos: Edith aprendió algunas virtudes que nunca perdería: sinceridad, espíritu de trabajo de sacrificio, lealtad… Pero, aunque se educó en un ambiente claramente judío, la fe era más bien superficial. A los diez años supo de la muerte de un tío muy querido, y acabó enterándose de la causa: suicidio, tras la quiebra de su negocio. Acudió al funeral. “El rabino inició la oración fúnebre. Yo ya había escuchado otras oraciones fúnebres. Eran un resumen de la vida del muerto, en que se realza todo lo bueno que había hecho durante la vida, removiendo el dolor de los familiares y sin que por ello se recibiese ningún consuelo. Por fin, con solemne y engolada voz, dijo el rabino: «si el cuerpo se convierte en polvo, el espíritu vuelve a Dios, que es quien se lo dio». Pero, detrás de todo esto, no había una fe en la pervivencia personal y en un volver a encontrarse tras la muerte.

Tuve una impresión totalmente distinta cuando al cabo de muchos años participé en un culto funerario católico, por primera vez. Se trataba del entierro de un sabio famoso. Pero nada se dijo en la oración fúnebre de sus méritos, ni del apellido que había llevado en el mundo. Solamente se encomendaba a la Misericordia de Dios su pobre alma mediante el nombre de pila. Ciertamente, ¡qué consoladoras y serenantes eran las palabras de la liturgia que acompañaban a los muertos a la eternidad!”. Edith supo de bastantes más suicidios: sucedían cuando se derrumbaban las esperanzas terrenas de quienes hasta entonces parecían llenos de amor a la vida.

Las virtudes aprendidas en casa, junto a una profunda y despierta inteligencia, hicieron progresar a Edith en el mundo académico, a pesar de los prejuicios contra las mujeres y los judíos de aquella Alemania rígida. Destacó en el colegio, y fue a Göttingen a estudiar filosofía. Allí conoció a Husserl, y, junto con muchos otros, quedó deslumbrada por la nueva fenomenología. “Las Investigaciones lógicas (de Husserl) habían impresionado, sobre todo porque eran un abandono radical del idealismo crítico kantiano y del idealismo de cuño neokantiano. Se consideraba la obra como una «nueva escolástica». (…) Todos los jóvenes fenomenólogos eran unos decididos realistas”. Edith, en filosofía, buscaba la verdad. Pero, a la vez, un intenso trabajo la absorbía, y no dejaba tiempo para la consideración de otras cosas; de hecho, no tenía fe.

Dios preparaba su cabeza, pero también otros aspectos que permitirían descubrirle; entre otros, el contacto con el dolor. En 1914 apareció de improviso la guerra. Muchos de los amigos de Edith fueron al frente. Ella no podía quedarse sin hacer nada, y se apuntó como enfermera voluntaria. La enviaron a un hospital austríaco. Atendió soldados con tifus, con heridas, y otras dolencias. El contacto con la muerte le impresionó. Tras ver morir a uno de los primeros, “cuando ordené las pocas cosas que tenía el muerto reparé en una notita que había en su agenda. Era una oración para pedir que se le conservase la vida. Esta oración se la había dado su esposa. Esto me partió el alma. Comprendí, justo en ese momento, lo que humanamente significaba aquella muerte. Pero yo no podía quedarme allí”. Tras los trámites pertinentes, se volvió a refugiar en la incesante actividad. Edith recibió la Medalla al Valor por su trabajo en el hospital.

Tras dejar el hospital, siguió a Husserl a Friburgo, y trabajó como su asistente. Ordenó y recopiló los trabajos del maestro, pero, sin un futuro claro en ese puesto, decidió dejar a Husserl e intentar aspirar a una cátedra universitaria. No lo pudo conseguir por ser mujer, y se tuvo que conformar con la dirección de un colegio privado.

Algunas conversiones de amigos y algunas escenas de fe que pudo ver habían impresionado a Edith. Empezó a leer obras sobre el cristianismo, y el Nuevo Testamento. Un día tomó un libro al azar en casa de unos amigos conversos. Resultó ser la autobiografía -La Vida- de Santa Teresa de Jesús. Le absorbió por completo. Cuando lo acabó, sobrecogida, exclamó: “¡Esto es la verdad!”. Inmediatamente, compró un catecismo y un misal. Al poco tiempo se presentó en la parroquia más cercana pidiendo que le bautizaran inmediatamente. Demostró conocer bien la fe, pero había que hacer algunos trámites, y se bautizó el día 1 de enero de 1922, con el nombre de Teresa Edwig.

Lo más duro que le esperaba a la recién conversa era decírselo a su familia. Edith era un orgullo para su madre. Por eso mismo se derrumbó y se echó a llorar cuando su hija se reclinó en su regazo y le dijo: “Madre, soy católica”. Edith la consoló como pudo, e incluso le acompañaba a la sinagoga. Su madre no se repuso del golpe -lo consideraba una traición-, aunque no tuvo más remedio que admitir, viendo a su hija, que “todavía no he visto rezar a nadie como a Edith”.

Todavía les resultó más costoso aceptar la decisión de Edith de hacerse carmelita descalza. Era una decisión meditada durante años, que se hizo realidad en 1934. Emite sus votos en abril de 1935, en Colonia. Se convirtió en Sor Benedicta de la Cruz.

Mientras todo esto sucede, el ambiente en Alemania se va haciendo progresivamente hostil contra los hebreos, desde la llegada al poder de Hitler en 1933. En 1939 sus hermanas del Carmelo de Colonia deciden que es prudente salga de Alemania, y se traslada al convento de Echt, en Holanda.

En la primavera de 1940 Holanda es ocupada por los nazis. A principios de 1942 se decide en las afueras de Berlín la “solución final”: el exterminio programado de los judíos. Unos meses después, la Jerarquía católica holandesa escribe una carta al Comisario del Reich, Seyss-Inquart, protestando contra el trato vejatorio a los judíos; se oyen también protestas en los púlpitos, como la del Obispo de Utrecht. Las SS alemanas reaccionan con represalias, entre ellas la detención de los católicos de origen hebreo. En agosto de 1942 se presentan en el convento de Echt, en busca de Edith Stein y su hermana Rosa, refugiada allí. Al cabo de pocos días, salen de Holanda con destino desconocido. Pocos datos se conocen a partir de este momento, pero todos coinciden en testimoniar la serenidad y entrega ejemplar de Edith.

Más tarde se supo el destino final de Edith Stein: las cámaras de gas de Auschwitz. Allí entregó santamente su alma al Señor el 9 de agosto de 1942.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de Estrellas amarillas, autobiografía de Edith Stein.

Cardenal Bernandin: Una respuesta cristiana ante la acusación injusta

A mediados de los años 90 el Cardenal Bernardín se vio acusado ante los Tribunales de Chicago por abuso sexual por un seminarista llamado Steven Cook.

Como él narra en su libro “El don de la paz” (The Gift of Peace) decidió enfrentarse a esta terrible acusación con la fe en la verdad, puesto que, de lo profundo de su corazón salían las palabras del Señor “La verdad os hará libres” (Jn. 8,32). Su primera reacción fue escribir una carta a su acusador en la que con su instinto de pastor, le pedía reunirse con él, pues estaba convencido de que tenía problemas, para rezar. Tras cien días de proceso judicial, que habían sido precedidos de una terrible campaña, protagonizada por la cadena “liberal” CNN, el Tribunal acordó, ante lo infundado de la acusación, archivar el caso.

El Cardenal decide no abrir uno nuevo contra el falso acusador porque “no quería disuadir a personas que verdaderamente habían sufrido un abuso sexual que continuasen con sus reclamaciones”.

Conocedor de la triste situación de su acusador, Steven Cook, enfermo de Sida, el Cardenal le encomienda en sus oraciones y busca la oportunidad de encontrase con él. A través de la madre Cook, recibe el mensaje de que éste lo desea. La entrevista tiene lugar el 30 de diciembre de 1994 en el Seminario “San Carlos Borromeo” de Filadelfia y Steven pide perdón al Cardenal y la conciliación desemboca en la celebración de una misa en la que Steven recibe de manos del Cardenal la unción de los enfermos. La reconciliación es perfecta, la realidad de la Iglesia como familia espiritual cobra todo su sentido. Steven Cook mantiene relación epistolar con el Cardenal y muere en casa de su madre el 22 de septiembre de 1995, totalmente reconciliado con la Iglesia Católica, diciendo que este era el regalo para ella.

La grandeza de esta conducta del Cardenal contrasta con la zafiedad con la que se presentó a la Iglesia Católica en este supuesto caso escandaloso. Después de aclararda la verdad, lamentablemente la heroica actitud del Cardenal no tuvo casi ninguna repercusión en los medios de comunicación. Las declaraciones del sacerdote que le acusó falsamente tuvieron una enorme cobertura mediática en todo el mundo, pero su retractación apenas fue difundida. El Cardenal Bernardín sufrió mucho con todo este proceso. A los pocos meses se le descubrió un cáncer de páncreas del que fue operado. Tiempo después el cáncer vuelve a manifestarse en el hígado. Tomó la decisión de rechazar la quimioterapia y vivir en plenitud los días que le quedasen hasta regresar a la morada del Padre. Finalmente, el Presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, le concedió la más alta distinción del pueblo norteamericano, “La medalla de la Libertad”, por su espíritu conciliador, entrega al prójimo y atención a los enfermos y menesterosos.

Chiara Lubich: Un ideal por el cual gastar la vida

«Con los ojos de la fe es posible esperar, a pesar de tragedias como las que vive la humanidad en estos momentos». Ésta es una de las conclusiones a las que llega el último libro escrito por Chiara Lubich, la fundadora del Movimiento de los Focolares.

Ante la actual crisis internacional y la guerra, Lubich explica: «Hay dos modos de verla: uno humano: miles de muertos, una justicia necesaria pero estando atentos a que no provoque otra violencia… Luego está el otro modo. Un chico de Nueva York me ha escrito para decirme: “desde aquel día aquí los muros de la indiferencia están cayendo, en esta ciudad ha renacido la solidaridad”. San Pablo nos dice que todo contribuye al bien para quien ama a Dios. Todo, todo… Jefes de Estado que antes no eran capaces ni siquiera de mirarse, ahora colaboran. Quién sabe si mañana no miren al mundo como una fraternidad».

«Si no se hubiera producido la segunda guerra mundial, cuando todo se derrumbaba, no habríamos comprendido que todo es vanidad. Y ha nacido esta revolución cristiana. La guerra fue un signo de la Providencia».

Precisamente en los escombros de los bombardeos, en el Trento de 1943, Chiara con sus primeras compañeras redescubrió el Evangelio. Comenzaron a vivirlo cotidianamente, comenzando por los barrios más pobres de la ciudad. Aquel grupo pronto se convirtió en un Movimiento que alienta la espiritualidad de más de cuatro millones y medio de personas, de las cuales 2 millones son adherentes y simpatizantes, en 182 Países.

Fue aprobado por la Santa Sede desde 1962 y, con los sucesivos desarrollos, en 1990. Ha recibido reconocimientos oficiales de las Iglesias Ortodoxa, Anglicana y Luterana; de las distintas religiones y de organismos culturales e internacionales.

Chiara recuerda los inicios: «Dios llama a personas débiles para que triunfe su potencia. Pero las prepara. Yo era muy pequeña cuando las monjas me llevaban a la adoración eucarística. A aquella Hostia pedía: dame tu luz. A los 18 años, tenía un hambre tremenda de conocer a Dios. Quería ir a la Universidad católica. No pude. Luego providencialmente sentí una voz: seré tu maestro».

¿Por qué no se hizo religiosa? es la pregunta del periodista que la acompañó en la presentación, Sergio Zavoli. «No tenía la vocación», responde con sencillez.

En los inicios de los años ’40, Chiara Lubich, con poco más de 20 años, daba clases en los salones de primaria de Trento, su ciudad natal, y se había inscrito en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Venecia, empujada por la búsqueda de la verdad. En medio del clima de odio y violencia de la Segunda Guerra Mundial, ante tanta destrucción, descubre a Dios como el único ideal que permanece. Dios iluminará y transformará su existencia y la de muchos otros, mostrándole como finalidad de su vida: contribuir a la actuación de las palabras del testamento de Jesús “Que todos sean uno”.

Con el tiempo se entenderá que estas palabras encierran el proyecto original de Dios: componer la unidad de la familia humana. En esos años se inicia una historia en la que están contenidas las primicias del desarrollo futuro. En poco más de 50 años, a partir de la experiencia del Evangelio vivido cotidianamente, inicia una corriente de espiritualidad, la espiritualidad de la unidad, que suscita un movimiento de renovación espiritual y social con dimensiones mundiales: el Movimiento de los Focolares.

Un ideal por el cual gastar la vida Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños. Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente. Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la Filosofía… Todas teníamos objetivos e ideales por delante.

Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra. ¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que, precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de nuestra vida.

¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.

Una promesa que se mantiene siempre La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos empujara a vivirlas plenamente. “Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste”. Y, he aquí que, saliendo del refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los “más pequeños” para poder amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños…

Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: “Dad y se os dará”. Nosotras dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: “Pedid y se os dará”. Pedíamos “necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)”, le decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos entregaba un par de zapatos número 42.

El Evangelio exhortaba: “Buscad el Reino de Dios… y lo demás se os dará por añadidura”. Tratábamos de que Jesús reinara en nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por nada; así muchas veces, así siempre.

Eramos felices. Todas las promesas del Evangelio se verificaban, nos parecía vivir en un continuo milagro. Sabíamos que el Evangelio es verdadero, pero aquí lo constatábamos.

Un nuevo estilo de vida Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero quien ama está en la luz. “A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré”. Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los “más pequeños”, sino a todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.

Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra vida.

La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama “nuevo” y “suyo”: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como Yo os he amado”. Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a la cara y cada una le declaró a la otra: “Yo estoy dispuesta a morir por ti. Yo por ti”. Todas por cada una.

Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo, estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo siempre.

No obstante, pronto conocimos el secreto para mantenerlo, cómo vivir aquél “como Yo les he amado”, según la medida de Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un ímpetu de generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco podría ser siempre una maravillosa realidad.

Nosotras habíamos nacido para aquellas palabras Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne página de la oración de Jesús antes de morir: “Padre, que todos sean uno”. Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.

El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor), yo estoy en medio de ellos”. Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz, paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz iluminaba y guiaba el alma… Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. “Que sean uno para que el mundo crea”, había dicho Jesús. He aquí que muchas personas volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.

Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba. Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares; quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien entraba en el convento…, quien se hacía sacerdote…

Se conocía también el odio del mundo prometido por Jesús, pero se experimentaba que Él , en medio nuestro, es más fuerte: no dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales. Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en práctica el Evangelio.

No obstante, advertíamos la exigencia de expresarle nuestra experiencia al Obispo. Su juicio para con nosotros habría sido el de Jesús, de Jesús que, hablándole a sus apóstoles, había dicho: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha”. Y el Obispo aprobó: “Aquí está el dedo de Dios” -dijo-. Y seguimos adelante.

El primer grupo se convierte en Movimiento Aquel primer grupo creció, se convirtió en Movimiento y, año tras año, se difundió como una explosión, primero en Italia, luego en toda Europa y ahora, después de un camino de más de 50 años, está presente, se puede decir, en todas las naciones del mundo.

Nosotros atribuimos esta rápida expansión al hecho de haber conservado siempre, con la ayuda de Dios, una fuerte unidad entre nosotros, que hace que Jesús esté presente, y al haber estado siempre profundamente unidos, como sarmientos a la vid, al Papa y a los Obispos, en los cuales Jesús está también presente.

El Espíritu diseñó a lo largo de los años, las líneas que esta Obra debía asumir paso a paso. La luz fue muy abundante, más de lo que podemos expresar. Las pruebas nunca han faltado porque al árbol que da frutos se le poda. Y los frutos fueron innumerables. Así se puede ver, también a través de este Movimiento, lo que puede hacer Jesús si nosotros los cristianos, no obstante nuestra pequeñez y nuestra miseria, nos esforzamos en dejar que él viva, en nosotros y en medio de nosotros.

Llevar el amor de Jesús por doquier. Querríamos que el amor se propagase en cada rincón de la tierra. Llevar la unidad incrementándola al campo religioso y humano, entre las personas, entre los grupos y entre los pueblos. Esto se hace al lado y en colaboración con todas las realidades de la Iglesia surgidas a lo largo de los siglos, con las nuevas asociaciones -Movimientos, grupos- que caracterizan estos tiempos, con decenas de miles de cristianos de otras Iglesias. Incluso fieles de otras religiones y personas de buena voluntad se sienten atraídas por la viva fraternidad que allí encuentran.

¿Dónde está el secreto? El secreto está en haber arriesgado al inicio la vida por un gran Ideal, el más grande: Dios. En haber creído en su amor y, por lo tanto, habernos abandonado momento tras momento a su voluntad. Si hubiésemos hecho la nuestra, si hubiésemos seguido nuestros proyectos, ahora no habría nada. Pero -aun con nuestros límites- nos hemos lanzado en esta divina aventura.

Tomado de http://www.focolare.org/es

Bernard Nathanson: El rey del aborto

Para valorar adecuadamente la biografía, y su hito principal, la conversión, del que fue llamado “el rey del aborto”, Bernard Nathanson, es necesario conocer algo de su ambiente familiar.

Su padre, el doctor Joey Nathanson, de religión judía, fue un prestigioso médico especializado en ginecología a quien el ambiente escéptico y liberal de la Universidad hizo abdicar de su fe. Su matrimonio con Harriet Dover -la madre de Bernard-, también judía, resultó un fracaso. Antes de su boda, Joey había querido romper el compromiso pero su novia lo amenazó con suicidarse, provocando así el escándalo que sin duda, echaría por tierra la brillante carrera profesional de Joey. Se casaron. Al menos la dote de Harriet resultaba un estímulo para ceder. Pero Joey sólo consiguió que los Dover, con la intervención de un juez, entregasen la mitad de lo prometido. El ambiente del hogar era imposible, “había demasiada malicia, conflictos y revanchismo y odio en la casa donde yo crecí”, dirá Bernard.

Profesional y personalmente Bernard Nathanson siguió durante buena parte de su vida los pasos de su padre. Estudió medicina en la Universidad de McGill (Montreal), y en 1945 se enamoró de Ruth, una joven y guapa judía. Vivieron juntos los fines de semana, y hablaban de matrimonio… cuando Ruth quedó embarazada. Bernard escribió a su padre para consultar con él la posibilidad de contraer matrimonio. La respuesta fueron cinco billetes de 100 dólares junto con la recomendación de que eligiese entre abortar o ir a los Estados Unidos para casarse. Así que Bernard puso su carrera por delante y convenció a Ruth de que abortase.

“Lloramos los dos por el niño que íbamos a perder y por nuestro amor que sabíamos iba a quedar irreparablemente dañado con lo que íbamos a hacer”. No la acompañó a la intervención. Ruth volvió sola a casa, en un taxi, con una fuerte hemorragia y estuvo a punto de morir. Le había practicado el aborto un incompetente. Se recuperó, milagrosamente, pero no tardaron en romper. “Este fue el primero de mis 75.000 encuentros con el aborto, me sirvió de excursión iniciadora al satánico mundo del aborto”, confiesa el Dr. Nathanson.

Tras graduarse, Bernard inició su residencia en un hospital judío. Después pasó al Hospital de Mujeres de Nueva York donde sufrió personalmente la violencia del antisemitismo, y entró en contacto con el mundo del aborto clandestino. Por entonces ya había contraído matrimonio con una joven judía, tan superficial como él, según confesaría. Su unión no duró más que cuatro años y medio y acabó con un divorcio en México. Fue entonces cuando conoció a Larry Lader. A aquel médico sólo le obsesionaba una idea: ¡conseguir que la ley permitiese el aborto libre y barato! Para eso fundó la Liga de Acción Nacional por el Derecho al Aborto, en 1969, una asociación que intentaba culpabilizar a la Iglesia de cada muerte que se producía en los abortos clandestinos.

Pero fue en 1971 cuando Nathanson se involucró más directamente en la práctica de abortos. Las primeras clínicas abortistas de Nueva York comenzaban a explotar el negocio de la muerte programada, y en muchos casos su personal carecía de licencia del Estado o de garantías mínimas de seguridad. Tal fue el caso de la dirigida por el Dr. Harvey. Las autoridades estaban a punto de cerrar esta clínica cuando alguien sugirió que Nathanson podría ocuparse de su dirección y funcionamiento. Se daba la paradoja increíble de que, mientras estuvo al frente de aquella clínica, en aquel lugar existía también un servicio de ginecología y obstetricia: es decir, se atendían partos normales al mismo tiempo que se practicaban abortos. Por otra parte, Nathanson desarrollaba una intensa actividad, dictando conferencias, celebrando encuentros con políticos y gobernantes de todo el país, presionándoles para lograr que fuese ampliada la ley del aborto.

“Yo estaba muy ocupado. Apenas veía a mi familia. Tenía un hijo de pocos años y una mujer, pero casi nunca estaba en casa. Lamento amargamente esos años, aunque sólo sea porque he fracasado en ver a mi hijo crecer. También era un paria en la profesión médica. Se me conocía como el rey del aborto”. Nathanson realizó en este periodo más de 60.000 abortos. A finales de 1972, agotado, dimitió de su cargo en la clínica. “He abortado -dirá- a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores”.

Llegó incluso a abortar a su propio hijo. “A mitad de los sesenta dejé encinta a una mujer que me quería mucho”. (…) Ella quería seguir adelante con el embarazo pero él se negó. “Puesto que yo era uno de los expertos en el tema, yo mismo realizaría el aborto, le expliqué. Y así lo hice”.

Pero, a partir de ahí, las cosas empezaron a cambiar. Dejó la clínica abortista y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke’s. La nueva tecnología, el ultrasonido, hacía su aparición en el ámbito médico. El día en que Nathanson pudo observar el corazón del feto en los monitores electrónicos, comenzó a plantearse por vez primera “que es lo que estábamos haciendo verdaderamente en la clínica”.

Decidió reconocer su error. En la revista médica The New England Journal of Medicine, escribió un artículo sobre su experiencia con los ultrasonidos, reconociendo que en el feto existía vida humana. Incluía declaraciones como la siguiente: “el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido un ciudadano del mundo. Negar esta realidad es el más craso tipo de evasión moral”. Aquel artículo provocó una fuerte reacción. Nathanson y su familia recibieron incluso amenazas de muerte. Pero la evidencia de que no podía continuar practicando abortos se impuso. “Había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen”.

Poco tiempo después, un nuevo experimento con los ultrasonidos sirvió de material para un documental que llenó de admiración y horror al mundo. Se titula “El grito silencioso”. Sucedió en 1984: “Le dije a un amigo que practicaba quince, o quizás veinte, abortos al día: Oye, Jay, hazme un favor. El próximo sábado coloca un aparato de ultrasonidos sobre la madre y grábame la intervención. Lo hizo y, cuando vio las cintas conmigo, quedó tan afectado que ya nunca más volvió a realizar un aborto. Las cintas eran asombrosas, aunque no de muy buena calidad. Seleccioné la mejor y empecé a proyectarla en mis encuentros provida por todo el país”.

Quedaba aún el camino de vuelta a Dios. Una primera ayuda le vino de su admirado profesor universitario, el psiquiatra Karl Stern -señala Nathanson-. “Transmitía una serenidad y una seguridad indefinibles. Entonces yo no sabía que en 1943, tras largos años de meditación, lectura y estudio, se había convertido al catolicismo. Stern poseía un secreto que yo había buscado durante toda mi vida: El secreto de la paz de Cristo”.

El movimiento provida le había proporcionado el primer testimonio vivo de la fe y el amor de Dios. En 1989 asistió a una acción de Operación Rescate en los alrededores de una clínica. El ambiente de los que allí se manifestaban pacíficamente en favor de la vida de los aún no nacidos le había conmovido: estaban serenos, contentos, cantaban, rezaban… Los mismos medios de comunicación que cubrían el suceso y los policías que vigilaban, estaban asombrados de la actitud de esas personas. Nathanson quedó afectado “y, por primera vez en toda mi vida de adulto -dice-, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que había permitido que anduviera por todos los proverbiales circuitos del infierno, para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia”.

“Durante diez años, pasé por un periodo de transición”. Sintió que el peso de sus abortos se hacia más gravoso y persistente: “Me despertaba cada día a las cuatro o cinco de la mañana, mirando a la oscuridad y esperando (pero sin rezar todavía) que se encendiera un mensaje declarándome inocente frente a un jurado invisible”. Acaba leyendo Las Confesiones -que califica de “alimento de primera necesidad”-, era su libro más leído, porque “San Agustín hablaba del modo más completo de mi tormento existencial; pero yo no tenía una Santa Mónica que me enseñara el camino y estaba acosado por una negra desesperación que no remitía”.

En esa situación no faltó la tentación del suicidio, pero, por fortuna, decidió buscar una solución distinta. Los remedios intentados fallaban. “Cuando escribo esto, ya he pasado por todo: alcohol, tranquilizantes, libros de autoestima, consejeros. Incluso me he permitido cuatro años de psicoanálisis”.

El espíritu que animaba aquella manifestación provida enderezó su búsqueda. Empezó a conversar periódicamente con un sacerdote católico, Father John McCloskey. No le resultaba fácil creer, pero lo contrario, permanecer en el agnosticismo, llevaba al abismo. Progresivamente se descubría a sí mismo acompañado de Alguien a quien importaban cada uno de los segundos de su existencia: “Ya no estoy solo. Mi destino ha sido dar vueltas por el mundo a la búsqueda de ese Uno sin el cual estoy condenado, pero al que ahora me agarro desesperadamente, intentando no soltarme del borde de su manto”.

Por fin, el 9 de diciembre de 1996, a las 7.30 de un lunes, solemnidad de la Inmaculada Concepción, en la cripta de la Catedral de S. Patricio de Nueva York, el Dr. Nathanson se convertía en hijo de Dios. Entraba a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, su Iglesia. El Cardenal John O’Connor le administró los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Un testigo expresa así ese momento: “Esta semana experimenté con una evidencia poderosa y fresca que el Salvador que nació hace 2.000 años en un establo continúa transformando el mundo. El pasado lunes fui invitado a un Bautismo. (…) Observé como Nathanson caminaba hacia el altar. ¡Qué momento! Al igual que en el primer siglo… un judío converso caminando en las catacumbas para encontrar a Cristo. Y su madrina era Joan Andrews. Las ironías abundan. Joan es una de las más sobresalientes y conocidas defensoras del movimiento provida… La escena me quemaba por dentro, porque justo encima del Cardenal O’Connor había una Cruz… Miré hacia la Cruz y me di cuenta de nuevo que lo que el Evangelio enseña es la verdad: la victoria está en Cristo”.

Las palabras de Bernard Nathanson al final de la ceremonia, fueron escuetas y directas. “No puedo decir lo agradecido que estoy ni la deuda tan impagable que tengo con todos aquellos que han rezado por mí durante todos los años en los que me proclamaba públicamente ateo. Han rezado tozuda y amorosamente por mí. Estoy totalmente convencido de que sus oraciones han sido escuchadas. Lograron lágrimas para mis ojos”.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades Las citas son de La mano de Dios, de Bernard Nathanson.

Anton Luli: Una experiencia sacerdotal en las cárceles de Albania

Con motivo de la celebración de los 50 años de sacerdocio de Juan Pablo II, Anton Luli, sacerdote jesuita albanés, contó al Papa su experiencia bajo el régimen comunista (L’Osservatore Romano, 15-XI-96).

(…) Acababa de ser ordenado sacerdote cuando a mi país, Albania, llegó la dictadura comunista y la persecución religiosa más despiadada. Algunos de mis hermanos en el sacerdocio, después de un proceso lleno de falsedades y engaño, fueron fusilados y murieron mártires de la fe. Así celebraron, como pan partido y sangre derramada por la salvación de mi país, su última Eucaristía personal. Era el año 1946.

A mí el Señor me pidió, por el contrario, que abriera los brazos y me dejara clavar en la cruz y así celebrara, en el ministerio que me era prohibido y con una vida transcurrida entre cadenas y torturas de todo tipo, mi Eucaristía, mi sacrificio sacerdotal.

El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el gobierno. Viví diecisiete años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño. Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar. La noche de Navidad de ese año -¿cómo podría olvidarla?- me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas. Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba para parárseme el corazón, lancé un grito de agonía. Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz.

Pero en esos sufrimientos tuve a mi lado y dentro de mí la consoladora presencia del Señor Jesús, sumo y eterno sacerdote, a veces, incluso, con una ayuda que no puedo menos de definir “extraordinaria”, pues era muy grande la alegría y el consuelo que me comunicaba.

Pero nunca he guardado rencor hacia los que, humanamente hablando, me robaron la vida. Después de la liberación, me encontré por casualidad en la calle con uno de mis verdugos: sentí compasión por él, fui a su encuentro y lo abracé. Me liberaron en la amnistía del año 1989. Tenía 79 años.

Esta es mi experiencia sacerdotal en todos estos años; una experiencia, ciertamente, muy particular con specto a la de muchos sacerdotes, pero desde luego no única: son millares los sacerdotes que en su vida han sufrido persecución a causa del sacerdocio de Cristo. Experiencias diversas, pero todas unificadas por el amor. El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar: para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación de vida, incluso dando la vida.