Alejandro Llano, “La universidad, ante lo nuevo”, X.2002

Lección inaugural del curso académico 2002/03 en la Universidad de Navarra.

Pensar la Universidad en el tiempo es el propósito de este discurso, que está marcado por la temporalidad de doble manera. Por una parte, como toda lección inaugural, se sitúa al comienzo de un Curso Académico nuevo e irrepetible, que hoy lleva estampada la serie numérica 2002/2003. De otro lado, el carácter simbólico que conferimos a los números en nuestra cultura nos lleva a celebrar de modo especial el hecho de que nuestra Universidad empieza hoy a cumplir su primer medio siglo. Como los libros, también las escuelas superiores tienen su destino, ‘habent sua fata’, responden incluso a un designio que en nuestro caso presenta perfiles y proyecciones particularmente entrañables e incluso trascendentes.

El tiempo configura las Universidades, pero siempre se corre el riesgo de que las erosione. La cuestión decisiva es si una institución universitaria sabe cómo suscitar y gestionar ‘lo nuevo’: si lo inédito se inscribe en su interno proyecto o es algo que le sobreviene por sorpresa y casi a traición. Reflexionemos por un momento sobre este tema, como inicio de una serie de consideraciones que se van a centrar en la actitud que la Universidad ha de adoptar ante las nuevas realidades.

AUTOCONSERVACIÓN Y NOVEDAD Más difícil que inaugurar una institución y lograr que alcance su normal funcionamiento es conseguir que mantenga su altura y vitalidad a lo largo de muchos años. Porque parece inevitable la tendencia al cansancio y al decaimiento de casi todos los empeños humanos. El inicio de los proyectos comunes va acompañado por la ilusión de los ideales recién estrenados. Y ese mismo impulso inaugural puede empujar a que ganen su sazón e incluso un estado de plenitud. Pero casi siempre llega un momento histórico en que todas las posibilidades interesantes se manifiestan como ensayadas y la única perspectiva posible es la repetición y la rutina, la resistencia ante un implacable desmoronamiento que veladamente acecha.

El inevitable temple de melancolía que conlleva esta visión cíclica de la historia es característico de la concepción clásica, de matriz griega, que impera en el paganismo precristiano. En el otro extremo parece encontrarse la modernidad europea, con su fe en un progreso lineal e indefinido. Ahora bien, hay algo de engañoso en esta interpretación de los tiempos modernos como la época de un optimismo inquebrantable. Hans Blumemberg ha mostrado que el concepto de ‘autoconservación (Selbsterhaltung)’ es una de las claves de la conciencia moderna. En la medida en que el hombre ya no se percibe a sí mismo como radicalmente originado por un Dios providente que vela por cada persona, se da cuenta de que la tarea primordial es asegurar su propio mantenimiento en el ser y salvaguardar su identidad, en un contexto material y social que -al no entenderse como teleológicamente orientado, como encaminado hacia una finalidad- pierde lo que antes tenía de ordenado y definido. El objetivo de nuestra existencia ya no es entonces el “vivir bien” de la ética tradicional, sino el “sobrevivir” de la concepción mecanicista del mundo.

La autoconservación es la autoafirmación del hombre contra el “absolutismo” del Dios de los nominalistas bajomedievales: un Dios cuya absoluta omnipotencia se aproxima a la arbitrariedad y que podría cambiar de un día para otro las leyes cósmicas e incluso las normas éticas. La desaparición del orden y de la finalidad conduce a la pérdida de la confianza, así como a la autoafirmación inmanente de la razón a través del dominio y alteración de la realidad a que aspiran las ideologías modernas. Ya no hay correlación entre la estructura permanente del mundo y las capacidades humanas de conocimiento y acción, precisamente porque se comienza a dejar de pensar en términos de armonía entre el hombre y Dios, para empezar a acusar a éste de ser un decisivo factor de perturbación. El horizonte trascendente se esfuma de manera lenta pero implacable.

Como dice Nietzsche, sobre la base de estos presupuestos toda forma de teleología es sólo un derivado de la teología. Y la cancelación de las dimensiones metafísicas de la persona que se emprende en la concepción mecanicista del mundo aboca al nihilismo: “¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, -el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios (‘hijo de Dios’, ‘hombre de Dios’)… A partir de Copérnico, el hombre parece haber caído en un plano inclinado -rueda cada vez más rápido alejándose del punto central-, ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el ‘horadante sentimiento de su nada’?…”.

La manera en que la modernidad se sitúa ante lo nuevo está cruzada por la paradoja que ya se apunta en lo dicho hasta aquí. Según ha señalado Boris Groys, la peculiaridad de la interpretación moderna de la innovación estriba en la expectativa de haber alcanzado lo definitivamente nuevo, que elimine la posibilidad de que se genere algo ulteriormente nuevo, y que asegure el dominio de la novedad encontrada a lo largo del futuro. Tal es la actitud de la Ilustración, propugnadora de la irrupción de una nueva época caracterizada por el crecimiento ininterrumpido y el dominio de las ciencias positivas de la naturaleza. En cambio, el romanticismo consideró la fe en la racionalidad científica como algo definitivamente perdido. El marxismo, por su parte, estableció la esperanza en un interminable futuro socialista o comunista. El nacionalsocialismo confiaba en un ilimitado dominio de la raza aria. Mientras que en las artes plásticas cada corriente moderna -desde el arte abstracto hasta el surrealismo- se consideró a sí misma como la última y definitiva clave estética. La representación postmoderna del fin de la historia se distingue de la postura moderna -concluye Groys- solamente por la convicción de que ya no cabe esperar el definitivo advenimiento de lo nuevo, sencillamente porque ya esta aquí.

Lo que ha salvado a la Universidad de esta cadencia inercial y conservadora -con el nihilismo como último horizonte- viene dado precisamente por el hecho histórico decisivo de que hunde sus raíces institucionales en la mentalidad cristiana premoderna, de manera que no se encuentra atrapada ni en el mitológico eterno retorno de lo mismo, ni en la utopía de una novedad que se mantendrá inalterable en el futuro, ni en el imperativo de la autoconservación a ultranza. Justo porque puede inspirarse a un tiempo en la metafísica del surgimiento originario, típicamente creacionista, y en la articulación entre tradición y progreso característica de la mejor modernidad, la idea de Universidad debe entenderse como esencialmente ligada a la emergencia de lo nuevo. Constituye, en consecuencia, una institución que se puede hurtar al ritmo fatal de ascenso, plenitud y decadencia que acompaña tanto a las corporaciones clásicas como a las contemporáneas y que, por cierto, encontró en el barroco hispano una de sus versiones más características.

EL SIGNIFICADO COMÚN DE DOS ANIVERSARIOS Tal es la índole de algunas reflexiones personales que deseo exponer ante ustedes -sin ninguna pretensión sistemática- en este comienzo de un Curso Académico que presenta una significación excepcional para la Universidad de Navarra.

Como todos ustedes saben, en el año 2002 venimos celebrando de manera gozosa y serena el Centenario del nacimiento del Fundador de esta Universidad, Josemaría Escrivá de Balaguer, que, si Dios quiere, será canonizado por el Papa Juan Pablo II dentro de quince días.

En feliz coincidencia con este jubileo, honrado por un acontecimiento tan excepcional, la Universidad de Navarra celebra -según recordé al principio- su quincuagésimo aniversario, ya que inició sus actividades en el Curso Académico 1952-53.

Cincuenta años, lo sabemos bien, son poco para una institución que ha de medir su vida por siglos. Pero en el caso de la Universidad de Navarra, además de cumplirse en ella esta regla general que vale para todas las corporaciones del máximo grado académico, concurren dos circunstancias que prestan a esta conmemoración un especial relieve. Por una parte, y a pesar de su juventud, nuestra Universidad es actualmente una de las más antiguas de España, ya que la reciente proliferación de los establecimientos de estudios superiores sitúa a nuestra corporación entre el cuarto de cabeza de las instituciones más antiguas. De otro lado, es de justicia reconocer, en honor de los que nos han precedido, que la Universidad de Navarra llega a su medio siglo de existencia con un prestigio internacional ampliamente reconocido y una madurez que ordinariamente sólo se adquiere cuando han pasado muchas más décadas de las que nuestra ‘alma mater’ cuenta en su haber.

Por lo que respecta a esta acelerada maduración, tengo para mí que tal vez se deba en buena parte a los obstáculos y dificultades que esta Universidad ha tenido que superar en sus cinco décadas de existencia. No hay nada que temple más el ánimo que el sufrimiento serenamente asumido, junto con el ejercicio de las energías que implica la superación de retos desproporcionados. Aunque nuestra Universidad ha encontrado generosidad y ayuda por parte de personas e instituciones que han sabido entender que aquí no se buscan intereses de parte y se respira un clima de libertad que ha atraído a profesores y profesionales de las más variadas procedencias intelectuales, la novedad de su proyecto no siempre ha hallado la comprensión que merecía, y hasta ha sido objeto de malquerencias que han encontrado como respuesta constante el perdón y la altura de miras. En definitiva, estoy seguro de que la conclusión más neta al cabo de estos diez lustros es un cordial y sincero agradecimiento, muy especialmente a las instituciones que están al frente de la Comunidad Foral de Navarra y a tantos miles de personas, miembros de la Asociación de Amigos de la Universidad y de la Agrupación de Graduados, que nos ayudan día a día con su apoyo y su aliento.

De todo lo que acabo de decir sabe mucho más que yo nuestro querido colega y ex-Rector, el Profesor Alfonso Nieto quien, antes de ser distinguido formalmente con la tan merecida Medalla de Oro de la Universidad de Navarra, ya recibía el silencioso y entrañable homenaje de todos los que hemos disfrutado de su sabiduría y su fortaleza.

Por lo que concierne al prestigio de la Universidad, basado en una notoria calidad investigadora y docente, no me cabe duda de que la buena fama que la Universidad de Navarra goza en países de todo el mundo se debe muy principalmente a la clarividencia y originalidad de su proyecto fundacional. Josemaría Escrivá de Balaguer, además de sacerdote santo, fue un preclaro universitario, un lúcido intelectual, que captó la esencia de la Universidad y las exigencias de su realización contemporánea con una hondura y una magnanimidad que yo no sería capaz de ponderar. Si tantas personas que se acercan a este campus de Pamplona, o a los de San Sebastián, Barcelona y Madrid, advierten que en ellos se detecta algo especialmente interesante y valioso, tan neto y sencillo como arduo de definir, tal impresión se debe al resello indeleble que nuestro sabio Fundador ha dejado como huella viva en nuestras costumbres y en nuestras mentes, con su marca inconfundible de una valoración de la apertura intelectual y de una capacidad de universal acogida nada fácil de encontrar en los anales universitarios. La fidelidad a ese espíritu fundacional es la mejor garantía de que la Universidad de Navarra, con la ayuda de Dios, no se verá sometida a las alternativas de plenitud y decadencia a las que antes me refería.

FIDELIDAD E INNOVACIÓN En contra de lo que una superficial dialéctica podría llevar a suponer, innovación y fidelidad no son actitudes contrapuestas, como el propio Josemaría Escrivá subraya en una de las entrevistas contenidas en el volumen de sus ‘Conversaciones’. La libertad humana no es utópica sino tópica, nunca se presenta como temporalmente exenta sino como históricamente encarnada. Por eso no cabe desplegarla plenamente por la simple aplicación de un esquema abstracto y estererotipado, sino que la fidelidad a la misión recibida requiere imaginación, espontaneidad, iniciativa, agilidad de decisión, juventud interior. No hay prontuarios ni recetas para enfrentarse a coyunturas que, por definición, siempre son inéditas.

Si esto es válido para cualquier territorio vital, resulta de especial vigencia en el ámbito universitario. Porque la Universidad guarda una relación esencial con ese tipo de realidades que una y otra vez recaban el calificativo de nuevas. La historia intelectual de Occidente nos enseña que, cuando las universidades se han olvidado de que la innovación es su más característica seña de identidad, han caído en un academicismo rancio, en una prepotencia orgullosa y hueca que las ha vaciado de contenido y ha oscurecido su misión, hasta el punto de que han llegado a ser socialmente irrelevantes. En cambio, cuando han sabido estar “en el mismo origen de rectos cambios que se dan en la vida de la sociedad” -según la expresión del propio Josemaría Escrivá-, se han situado en la vanguardia de la historia, han estado en la rompiente del conocimiento nuevo, y se han ganado el reconocimiento del liderazgo que les corresponde en el terreno de la auctoritas, del saber públicamente reconocido, como dice el maestro Álvaro d’Ors.

El amor por la tradición no es en modo alguno incompatible con el afán de progreso. Porque una tradición que no se renovara mostraría a las claras que está muerta, y sería entonces una carga mostrenca que hubiera que arrastrar sin saber por qué. De otra parte, el progreso es imposible si no surge de una historia pujante que florece en brotes nuevos como muestra de una vitalidad incontenible. Según señaló Hannah Arendt en su obra ‘La vida del espíritu’, si la idea de progreso pretende implicar algo más que un cambio de las relaciones y un mejoramiento de la realidad, contradice el concepto kantiano de dignidad de la persona humana (porque intentaría conducirnos más allá de lo humano, es decir, hacia lo inhumano). La paradoja de lo nuevo, que para serlo realmente no puede ser del todo nuevo, podría quedar expresada por la concatenación de tres sentencias de pensadores románticos alemanes. Schiller advertía: “Vive tu siglo, pero no dejes que te convierta en su criatura”. Mientras que Goethe apuntaba: “El siglo está avanzado, mas cada uno debe empezar de nuevo”. Y, finalmente, Schleiermacher escribió: “Comenzar por el medio es inevitable” (Anfangen in der Mitte, ist unvermeidlich).

Las vicisitudes de la cultura contemporánea nos han llevado a redescubrir el papel central del concepto de tradición. Baste recordar al recientemente fallecido Hans Georg Gadamer. Bien entendido que la relevancia de la tradición sólo es viable si logramos liberarla de su cárcel tradicionalista. Como han advertido entre otros Robert Spaemann y Alasdair MacIntyre, el tradicionalismo conservador no es sino una imagen especular del progresismo liberal. Ambas líneas de pensamiento son deudoras de un malentendido acerca de la índole de la historia humana. En cambio, la genuina idea de tradición está arraigada en la compleja y plural realidad de los caminos que llevan a los hombres a perfeccionarse a sí mismos, al tiempo que perfeccionan las obras de su mente y de sus manos.

La tradición es el lugar natural de la palabra cargada de sentido, esa difícil palabra verdadera que la Universidad busca con denuedo y cultiva amorosamente. Fuera de un ambiente fértil, en la intemperie cosmopolita y atemporal de la neutralidad racionalista, la palabra se desangra, palidece y acaba por perder su vida propia. Ya no es vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación, ya no es signo vivo de “presencias reales”; se reduce a su funcionalidad informativa, pierde su dimensión subjetiva y su significado histórico.

Hace más de un siglo, Nietzsche afirmó lúcidamente en ‘El ocaso de los ídolos’: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”. Hoy, cuando navegamos en aguas más someras, casi nadie recuerda ya esta interna vinculación entre el cultivo sabio del lenguaje -es decir, las humanidades- y la capacidad de la persona humana para escuchar la Palabra que revela y que salva. La manipulación del lenguaje corre pareja con el rechazo de aceptar un mensaje revelador en el que se contiene el paradigma de toda narración. Cuando, en realidad, sólo desde él se hace posible la superación del relativismo cultural y la reposición de una idea universalista de matriz no dialéctica ni ilustrada, sino metafísica y teológica.

La lealtad a la identidad propia no debe confundirse con un conservadurismo a ultranza, incapaz de distinguir la savia fluida de la corteza reseca. Apegarse al detalle accidental, simplemente porque antes se hizo así, muestra que la fidelidad a la misión institucional comienza a vaciarse y va siendo sustituida por la estolidez.

No es casual que John Henry Newman, el pensador contemporáneo que mejor ha entendido la esencia de la Universidad, sea también el teólogo de la historia que comprendió con una sagacidad extraordinaria la diferencia entre la falsa y la verdadera tradición. Tal diferencia viene dada porque la tradición auténtica es capaz de evolucionar de manera homogénea y renovarse para dar cabida a su propio desarrollo interno y a las cambiantes vicisitudes del entorno cultural y social; mientras que la falsa tradición es la que detiene su devenir en una especie de corte temporal, mitificando un presente cualquiera, llamado -como todos los demás- a ser absorbido por el pasado.

Según vislumbró T. S. Eliot, donde el tiempo pasado y el tiempo presente se dan cita es en el tiempo futuro. Primacía antropológica del futuro que viene avalada por la metafísica finalista aristotélica y por la contemporánea comprensión de la persona en términos de proyecto. No es el hombre -ni ninguna de sus creaciones culturales- cosa acabada o suceso cumplido. El hombre es el protagonista de la innovación. Y la principal capacidad de inauguración humana no se refiere a productos externos a él. La creatividad de la persona se refiere a la persona misma, a su proyecto de ser, que es para Heidegger más propiamente humano que el ser que ya se es. El hombre utiliza su potencialidad de innovación para recrear su propio ser. El acto creativo se refiere primordialmente al propio y personal proyecto de ser.

Si la lógica antigua gustaba poner como ejemplo a “Sócrates sentado”, la sabiduría cristiana ha solido comparar la humana condición con el ‘status viatoris’, con la situación de quien está volcado hacia la meta que tiene por delante, sin preocuparse en exceso por el camino que lleva recorrido. El tramo importante de la trayectoria vital es el que falta por recorrer.

La innovación exige, sobre todo, anticiparse. Lo que se requiere para tal anticipación no es sólo conjeturar el preciso momento de emprenderla sino el arrojo de llevarla a cabo. Arrojo que tiene como contrapeso, no ya la cobardía, sino la humildad, porque el anticiparse exige muchas veces contener el ansia de prevalecer sobre otros, moderar la precipitación y situarse en una posición de aparente inferioridad. El que quiere encontrarse siempre a la cabeza de la carrera no suele ser el que llega a estarlo cuando de verdad interesa: en la meta. No debería extrañar que la creatividad tenga como requisito la humildad, ya que el propio Cervantes dijo de ella algo que gustaba recordar al Fundador de la Universidad de Navarra: que la humildad es la base y fundamento de todas la virtudes y sin ella no hay ninguna que lo sea.

Para la Universidad, el nombre actual de la fidelidad a su propio proyecto es innovación. Esta exigencia puede resultar incómoda para la “razón perezosa”, dispuesta a repetirse ‘ad nauseam’ con tal de no realizar el esfuerzo de pensar algo nuevo. Pero es la única forma efectiva de que la institución académica llegue -cada vez más- a ser ella misma.

IDENTIDAD COMO AVANCE La vinculación de la Universidad con lo nuevo no es un lugar común de la retórica de la innovación, que constituye un conglomerado de tópicos en el mercado empresarial y tecnológico de nuestros días. Se trata de una especie de “relación trascendental”, de una referencia que se sigue de la esencia misma de los estudios superiores.

La razón de ser y el núcleo más íntimo de la Universidad es la adquisición y transmisión del conocimiento teórico y práctico. Pues bien, si algo ha dejado establecido la mejor filosofía clásica y contemporánea es que el saber no consiste en un simple cambio sino en una novedad pura. Llegar a conocer no es ni un movimiento ni una producción: no es ‘kínesis’ ni ‘poíesis’; es operación pura, acción perfecta, ‘praxis teleia’. La filosofía analítica actual ha redescubierto una argumentación aristotélica, gracias a la cual se muestra que en el conocimiento -considerado en sí mismo- no hay proceso temporal. Consiste en advertir que en los verbos de conocimiento se pueden usar indistintamente, y con el mismo significado, el presente y el pretérito perfecto. Lo mismo da decir “veo” que “he visto”. En cambio, esto no sucede en los verbos de movimiento o de fabricación. No da lo mismo decir “ando” que “he andado”, ni “construyo” que “he construido”. Y es que el saber no es el resultado de un proceso. Es emergencia pura.

No es un final. En sí mismo se encuentra el fin.

Tales disquisiciones resultan vanas para quienes se aproximan a la problemática universitaria desde las consabidas perspectivas políticas o económicas, burocráticas o tecnocráticas. Cuando se discuten las nuevas leyes que han de regir los estudios superiores, a casi nadie se le ocurre hablar del saber y mucho menos volver a indagar en qué consiste. Los argumentos dignos de aparecer en los medios de comunicación o de terciar en el debate parlamentario han de presentar un sesgo de pragmatismo o de utilidad inmediata. De lo contrario se consideran irrelevantes y triviales. El resultado de semejante proceder no es otro que el conocido fenómeno de que las nuevas regulaciones contribuyen por lo general a agravar los problemas que pretendían solucionar. Porque, en rigor, no se está tratando de la Universidad sino de sus contextos y circunstancias.

El conocer constituye un valor añadido neto. Es crecimiento puro. Representa un avance, pero no hacia alguna cosa distinta de quien conoce, sino hacia el propio cognoscente, cuya identidad -lejos de dispersarse entre los objetos- resulta reforzada al conocer. De ahí que el saber represente -junto con el amor- la actividad más directamente dirigida a alcanzar una vida lograda. Por tanto, ser universitario -profesor, gestor, alumno- implica un modo de vida consistente en buscar la propia identidad, autorrealizarse, a través del conocimiento.

No hay ganancia más preciosa. Y es que, en realidad, cualquier otra cosa que yo posea resulta irremediablemente externa a mí mismo. Yo no mejoro por llegar a adquirir -recordemos a Pedro Salinas- “islas, palacios, torres”. Son objetos que jamás llegan a entrañarse en mí, que nunca alcanzo a hacer míos, además de que puedo llegar a perderlos. Para mí mismo, no representan novedad alguna. En cambio, yo llego a ser lo que conozco. Al conocer -como reza el viejo lema- me hago lo otro en cuanto otro, me identifico con ello, ya que el cognoscente en acto es lo conocido en acto. El conocer es la novedad pura, y la vida universitaria -a él consagrada- ha de implicar una renovación continua, una sorpresa permanente, un entusiasmo ininterrumpido. Todo lo cual es algo que no me pueden quitar desde fuera. Por eso, como universitario, no temo a nada ni a nadie. Puedo decir, con su misma serenidad y modestia, lo mismo que uno de los primeros sabios de Grecia: “todo lo mío lo llevo conmigo”.

METODOLOGÍA DE LO NUEVO Ahora bien, ¿qué camino han de seguir los universitarios para ganar lo nuevo? ¿Cuál es el método que el logro de la novedad requiere? Por la propia naturaleza de lo que se persigue, no podrá tratarse de un procedimiento estereotipado o rutinario. Quien sigue la senda de siempre sólo encontrará los lugares mil veces visitados. El descubrimiento de lo inédito exige desbrozar itinerarios nunca transitados, no por un frívolo afán de originalidad, sino por ese impulso genuinamente humano que Teresa de Ávila caracterizaba como “aventurar la vida”.

Si se parte acríticamente de las condiciones iniciales ya dadas, no cabe esperar ningún resultado que añada algo a lo ya sabido. Para lograr el saber nuevo, es preciso salirse fuera de los supuestos. En eso consiste el genuino ejercicio de la inteligencia. De ahí que pensar estribe en “sospechar de los hechos”. No, por supuesto, en el sentido de discutir la evidencia, sino en el de cuestionar lo que todos dan por cierto y comprobado. Como decía Heidegger, “hecho es una palabra bella e insidiosa”. Y, por cierto, también es un término relativamente reciente, porque su significado actual apenas se remonta a la obra de David Hume. Un mundo de hechos es un universo de realidades empíricamente dadas al sujeto cognoscente, la función de cuya inteligencia se reduce exclusivamente a registrarlos y relacionarlos según leyes lógicas o matemáticas. De manera que sólo habría dos tipos de ciencias válidas: las que se ocupan de los hechos y las que consideran las reglas formales que vinculan esos hechos entre sí. En cambio, no hay lugar para ningún saber que trate de contenidos reales y, al hacerlo, trascienda el plano de lo “positivo”, es decir, de lo sensiblemente dado. Si comprobamos el actual panorama de los conocimientos que se imparten preferentemente en las universidades del mundo entero, comprobaremos que la sombra de Hume es alargada, y que todo lo que no sea formalismo o empirismo no posee gran fuerza de convocatoria entre los estudiantes ni merece demasiada atención por parte de autoridades y administradores. Estamos lejos de aquello que según Wittgenstein constituye lo más difícil en filosofía: realismo sin empirismo. Si se cortan sistemáticamente las raíces de toda una civilización, su tronco se convierte en un leño reseco y sus ramas quedan a merced del viento que las dispersa. Ya no hay impulso germinal ni savia unificadora. Entramos en una era de expectativas limitadas, en una época de paro antropológico.

Lo nuevo brilla entonces por su ausencia. Y, como resultado, la idea misma de Universidad palidece. Lo cierto es que, si hiciéramos una macroencuesta entre estudiantes, profesores, tecnócratas y burócratas de universidades de las más diversas inspiraciones y procedencias, nos encontraríamos con que (retórica académica aparte) es mínima la proporción de universitarios que sabe lo que es la Universidad y menos aún los que creen en la actual vigencia de los ideales clásicos de unidad del saber y de convivencia entre maestros y escolares. Tal ignorancia y despego es un acontecimiento cultural de extraordinaria importancia, cuyas graves repercusiones casi nadie se atreve a sacar. Se trata de uno de esos temas tabú, tan abundantes hoy, sobre los que está prohibido hablar. El que osa hacerlo debe atenerse a las consecuencias.

Aunque las proporciones del acontecimiento carezcan quizá de precedentes, no es éste el único ni el primer momento histórico en el que los perfiles de la Universidad como institución han quedado casi completamente desdibujados en la mente de los ciudadanos de tales épocas. Y, sin embargo, hasta el día de hoy la Universidad ha enterrado a sus enterradores y ha renacido de sus cenizas como el Ave Fénix. Quizá tampoco hoy falten pequeños grupos de universitarios que sean capaces de renovar la propia idea de Universidad en un mundo que al mismo tiempo la necesita y la rechaza.

Para que la Universidad reencuentre su alma, para que se oriente decididamente hacia lo nuevo, es imprescindible inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en escenarios contrafácticos, es decir, que no sacralice los hechos ni se someta dócilmente a las valoraciones culturales imperantes. El ejercicio mismo de la inteligencia, como antes se apuntaba, consiste en desmarcarse de los principios vigentes y pensar desde la misma realidad con una actitud epistemológicamente inconformista y radical.

El acontecimiento de que la ciencia y la cultura -especialmente a través de las nuevas tecnologías de la comunicación- se hayan convertido en fenómenos de masas ha facilitado que la extensión de los conocimientos favorezca la superficialidad de las comprensiones. El mundo del arte y del pensamiento se ha poblado de tópicos consagrados, con muy escasa base objetiva, que han convertido la tarea científica en un trabajo cercado por el conservadurismo y sometido a fuertes presiones de tipo político y económico. La libertad de investigación, en contra de lo que suele suponerse, no se ha dilatado sino que se ha contraído. De manera que el ejercicio de lo que en la época del idealismo alemán se denominó “imaginación trascendental” -la capacidad de escaparse de los presupuestos y forjar paradigmas nuevos- se halla hoy seriamente dificultada. La lucha por la libertad de indagación sigue siendo actual y no faltan quienes están dispuestos a acometerla o continuarla.

LA ORGANIZACIÓN DEL DESCUBRIMIENTO La libertad de investigación no equivale a la anarquía. Una de las “mentiras románticas” -por utilizar la expresión de René Girard- consiste en pensar que la ausencia de normas facilita la creatividad, cuando lo cierto es que lo único que propicia es la pereza y el desorden. No hay clichés más estables y monótonos que los románticos, como ha advertido Groys. Según señala Carlos Llano Cifuentes, lo nuevo no es sólo lo no previsto: es también, inicialmente, lo desordenado, desconectado y puntiforme. Si no se superara esta fase liminar, se incurriría en una paradoja semejante a la detectada en el Menón platónico: lo nuevo no se podría conocer como tal porque se escaparía de todo criterio de reconocimiento; ni siquiera sabríamos si es nuevo o viejo, a falta de identificación comparativa. (Si no se admite la identidad -como es el caso de algunas posturas postmodernas radicales- no hay posibilidad de comparacion, y el propio concepto de lo nuevo se problematiza). De ahí que el esfuerzo creativo no sólo implique espontaneidad y energía para la ruptura, sino también capacidad para dar con el orden que a lo nuevo corresponde en cada caso. Las leyes se han de articular con los bienes y las virtudes para que el ‘ethos’ de una comunidad llegue a florecer. Aunque un exceso de reglamentación puede ahogar, ciertamente, la capacidad creativa. En rigor, virtudes, bienes y normas son las tres dimensiones básicas de un buen modo de vida, ninguna de las cuales puede darse sin referencia a las otras dos.

A la Universidad actual lo que le sobra es organización. Lo que le falta es vida. Si en un país desarrollado -especialmente de cultura latina- hojeamos un volumen en el que se reúna toda la legislación universitaria vigente, encontraremos una de las razones de la escasa eficacia educativa e investigadora de buena parte de las corporaciones académicas. El Estado y otras Administraciones Públicas han entrado en las universidades como elefante en cacharrería, hasta convertir su presunta autonomía en paradójico objeto de infinidad de leyes, sentencias judiciales y reglamentos gubernativos. En casi todas partes, la Universidad se ahoga por acumulación normativa. Y donde por excepción florece, solemos encontrar espacios más amplios de libertad para que cada una de las instituciones articule la indagación, la docencia y la vida cultural del modo que mejor parezca a sus protagonistas.

Por ejemplo, la reglamentación de los estudios de doctorado llega en ocasiones a unos extremos de capilaridad que rozan lo ridículo. Pero nada comparable a la complejidad de un formulario para solicitar o prorrogar una ayuda para un proyecto de investigación. La sola capacidad para comprender los enunciados de sus indefinidos capítulos requeriría la realización de un entero postgrado o la dedicación permanente y exclusiva de alguno de los miembros del equipo de trabajo. Se podría sospechar (malintencionadamente) que tal vez la frecuencia y cuantía de las ayudas recibidas en cada caso depende más de la habilidad burocrática y de la capacidad de relación en los círculos de la política cultural que de la propia potencia científica. Desde luego, es bastante obvio que en el campo de las humanidades y ciencias sociales -a diferencia del terreno experimental- los factores de ideología e influencia pesan con frecuencia más que los estrictamente intelectuales. En algunos países, buena parte de las energías de quienes están al frente de grupos de excelencia se malgasta en gestiones administrativas y en relaciones públicas, con detrimento de la dedicación a las tareas propiamente investigadoras.

Si pasamos al terreno de la docencia, el agobio reglamentista desemboca en la abierta paradoja del ahogo administrativo de las posibilidades de elegir. Los planes de estudio de las diversas carreras pueden llegar a ser una ‘selva selvaggia’ de asignaturas de diversas duraciones y categorías, que se han de distribuir en proporciones rígidas a través de los sucesivos cursos, con el resultado de currículos surrealistas cuyo valor formativo roza lo puramente imaginario. Y lo peor es que, en algunos casos, esta proliferación normativa no sólo es obra de las instancias administrativas estatales, sino que ha contado con la complicidad de los propios estamentos universitarios, más preocupados de la proporción de su respectiva influencia que de la suerte que puedan correr los estudiantes tras una colonización tan minuciosa del espacio académico.

El ambiente en el cual la capacidad de innovación investigadora y formativa brota con fuerza no es otro que el de la libertad personal y comunitaria. La confianza es el mejor clima para que la calidad de la educación universitaria ascienda y se consolide progresivamente. Son los propios protagonistas de este drama -de resultado siempre incierto- en el que la enseñanza superior consiste, quienes deben cargar con el honor y la responsabilidad de autogestionar su propio trabajo, y de evaluar con realismo los niveles que se vayan alcanzando. Sólo así podrán fulgurar constelaciones innovadoras y creativas.

Las estructuras organizativas rígidas pueden, en el mejor de los casos, asegurar niveles mínimos de calidad homogénea. Pero sólo se puede aspirar a la excelencia por la vía de las configuraciones informales, como se sabe en la teoría de las corporaciones al menos desde los tiempos en que Chester Barnard publicó su obra ‘Las funciones del ejecutivo’.

Nos encaminaríamos así hacia universidades diferenciadas, cada una de las cuales poseyera su propio carácter, su tradición investigadora y su ‘ethos’ inconfundible. Pretender que todas las instituciones académicas estén cortadas por el mismo patrón y relegar el pluralismo exclusivamente a las diferencias internas que en cada una de ellas se puedan legítimamente producir, constituye un modelo escasamente apto para el fomento de la capacidad de innovación, que toda corporación académica ha de aplicar también a su propia configuración funcional.

Como dice Hannah Arendt, la única verdadera innovación que se produce en este mundo es el nacimiento de un niño. La novedad se prolonga en la acción creativa de las personas a lo largo de su vida. “La acción -precisa Arendt- mantiene la más estrecha relación con la condición humana de la natalidad; el nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas”. Sólo las personas son capaces de generar novedades cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las universidades deba estar al servicio de las personas, y no a la inversa. Las estructuras son un coste que se debe tratar de minimizar, para poder invertir más en recursos directamente encaminados a la investigación y la docencia. Si para lograr una presunta eficacia se pretende dar a las corporaciones académicas un supuesto estilo empresarial, se corre el riesgo de abocarlas al efecto perverso de que la capacidad directiva se halle en manos de quienes no están interesados en las funciones más típicamente universitarias, con la consiguiente mercantilización y burocratización de lo académico, enfermedades endémicas extendidas por universidades de todo el mundo.

LAS PERSONAS, FUENTE DE INNOVACIÓN Centrémonos, por tanto, en lo decisivo: las personas que piensan, que estudian, que enseñan, que aprenden, que investigan, que descubren. Tal es el único fontanal de innovaciones que acontece en el mundo de la inteligencia. A la formación de un concepto, de una idea, se le aplica rigurosamente el verbo “generar” -cuyo analogado principal sería la generación del Verbo de Dios, el Hijo único del Padre- porque tal realidad no se produce a partir de ninguna materia pre-existente, sino que surge originariamente de la propia vida del intelecto, vertido intencionalmente a la realidad esencial de las cosas. Leonardo Polo ha subrayado con gran profundidad y vigor que el conocimiento es de suyo activo, más aún, actividad pura. Y la necesidad de generar una palabra mental no procede de la indigencia de nuestra facultad intelectiva, sino de su plenitud: ‘verbum ex plenitudine’, según la famosa expresión de Tomás de Vío.

Así como la generación del Verbo puede considerarse el paradigma que en la vida intratrinitaria encuentra la creación del mundo, la emisión de esa “palabra del corazón” (el ‘verbum sine voce prolatum’) que, según la magnífica teoría del ‘triplex verbum propuesta por Tomás de Aquino’, es el concepto, constituye la expresión más creativa del ser humano. No es verdad, como hoy tendemos a pensar, que “la fuerza venga de abajo”, lema primordial de todo materialismo. Lo más poderoso en este mundo no es la materia, ni la técnica, ni los intercambios económicos, ni la capacidad destructiva de los armamentos. Lo más digno, la más valioso, lo más potente, es el pensamiento. “Esforcémonos, por tanto, en pensar bien”, concluía Pascal. Pero antes habría que prescribir, de manera más elemental, el ejercicio puro y simple del pensar. Porque todavía se oye a veces entre nosotros -como un eco penoso- aquella palinodia del memorial que una universidad decimonónica envío a Fernando VII durante una de las fases furiosamente antiliberales de este desdichado monarca: “Lejos de nosotros la funesta manía de discurrir”.

La fuerza de una Universidad no procede de sus recursos económicos ni de sus apoyos políticos. El origen de su potencia se halla en la capacidad que sus miembros tengan de pensar con originalidad, con libertad, con energía creadora. Ciertamente, el fomento de tal disposición requiere unos imprescindibles instrumentos materiales y un ambiente favorable. Pero siempre hay que estar prevenidos contra ese “vulgar error” -como decía Baltasar Gracián- que consiste en confundir los medios con los fines. Más concretamente, la gran equivocación consiste en convertir los medios en fines. En cambio, puede ser expresión de creatividad pasar a considerar ciertos fines como medios, porque así se avistan nuevos y ulteriores fines, y se amplía sustancialmente el panorama intencional, el campo de acción. Creen algunos que la calidad de las universidades procede de la cuantía de sus posibilidades económicas, cuando lo cierto es que la clave viene dada por la presencia de una cultura en la que se valore y se fomente el libre ejercicio de la inteligencia creativa.

Es éste un temple, un ‘ethos’, que resulta incompatible con el pragmatismo, con el utilitarismo a ultranza que ha invadido algunas de las que pasaban por figurar entre las mejores universidades del mundo, y que hoy provocan un hondo estado depresivo a quien las visita con la ilusión de encontrar todavía en ellas un foco de dedicación al cultivo desinteresado del saber y un remanso de libertad académica. En vez de estos clásicos ideales universitarios, con lo que quizá tropieza uno es con el activismo y la trivialidad de unas personas insignificantes, preocupadas casi exclusivamente de sus intereses económicos, de sus mínimas prepotencias y de su patético prestigio.

Volvamos a las personas, de donde toda innovación surge y a donde toda innovación retorna. Procuremos facilitarles sosiego, tiempo, motivación y medios para que se pongan a pensar, para que se paren a pensar, para que no se atengan cansinamente a las cosas tal como les vienen dadas, para que no se agosten en la banalidad de los estereotipos, sino que consideren otros mundos posibles y miren la realidad desde perspectivas inéditas.

“La novedad -dice Leonardo Polo- es una de la características intrínsecas de la condición humana. La estabilidad no es una característica humana. Y tampoco lo es que en el pasado siempre exista un antecedente de lo que acaba de surgir, aunque mucha gente así lo piensa: si aparece algo de lo que no tenemos noticia, entonces consultamos a la historia”. Y es verdad que la historia es ‘magistra vitae’, pero no lo es que no haya nada nuevo bajo el sol. La persona humana siempre está inaugurando su acción, incluso en las operaciones más ordinarias de la vida. El hombre es el protagonista de la innovación. Esta potencialidad forma parte de la constitución humana.

Tal fortaleza teórica no es sin más espontánea, como creyeron ingenuamente los ilustrados. Exige el asiduo fomento de las virtudes intelectuales y prácticas, lo cual sólo es posible en el seno de una tradición comunitaria de la que cada Universidad debería ser una muestra viva. Las virtudes son potenciaciones del ser activo de cada persona, embarcada en una arriesgada aventura que la conducirá a lograr o malograr su vida. Quien ha centrado su existencia en una empresa intelectual, como debería ser el caso de los universitarios, necesita también de las virtudes éticas, porque la investigación y la docencia no son actividades inefablemente exentas de valoración moral, inserción histórica o repercusiones sociales.

En terminología hegeliana, se podría entender la Universidad como una intensificación del espíritu objetivo, que viene a ser la proyección comunitaria de esas excelencias representadas por las virtudes, al mismo tiempo que constituye un ambiente fértil para el desarrollo de tales capacidades ontológicamente enraizadas.

DIMENSIÓN COMUNITARIA DE LO NUEVO Otra de las “mentiras románticas” consiste en reservar la creatividad innovadora para el individuo solitario o, como mucho, en relación bipersonal -amorosa sobre todo- con otra persona de características irrepetibles. Cuando en realidad no sólo tiene razón René Girard al destacar el carácter “mimético” del deseo, sino que cualquier logro de una auténtica novedad presenta un carácter cooperativo. (En la evaluación de las indudables aportaciones del pensamiento postestructuralista, habría que acometer una suerte de “deconstrucción del deseo”, porque la variedad de apetitos, anhelos y tendencias se encuentra lejos de presentar el carácter unívoco y omnipresente que le atribuyen algunos pensadores postmodernos).

La visión romántica según la cual la creatividad consiste en la profusión de chispazos geniales, puntiformes, anárquicos, espontáneos, ha mostrado hace tiempo su insuficiencia. El individualismo exagerado como motor de eficacia ha pasado a ser un fantasma, si es que alguna vez fue real: se ha convertido en la manifestación neurótica del poder. Porque un poder que pretende acrecentarse progresivamente a sí mismo se hace monstruoso, ya que el destino natural del poder es llegar a ser participado cada vez por más personas. Según ha dicho Leonardo Polo, la creatividad es “el modo de organización de las instituciones que sirve de cauce para la iniciativa de sus miembros. Este sistema se puede llamar liderazgo. El liderazgo no es el líder, sino aquel sistema de organización con el que todos los miembros de la institución actúan mejor que en cualquier otra”. La creatividad “es un sistema de colaboración”.

Tal conexión entre alumbramiento de lo nuevo y cooperación interpersonal es la esencial articulación de la ‘Universitas magistrorum et alumnorum’. Las verdades inéditas no se descubren por inspiración repentina: son fruto de un prolongado trabajo que sería inviable si no tuviera en su base la solidaridad de un grupo con aspiraciones comunes. Las teorías son redes, se ha dicho, sólo quien lance cogerá. Bella metáfora que hace pensar en la más prosaica faena de una embarcación pesquera de bajura, en la que se requiere el esfuerzo conjunto de la tripulación para largar y recoger las redes; y en la tarea menos poética aún de un laboratorio de investigación donde el más pequeño hallazgo supone años de insistencia en operaciones aparentemente rutinarias.

El trabajo en equipo siempre ha sido -y hoy más que nunca- condición imprescindible para conseguir los objetivos docentes e investigadores que la Universidad se propone. La tarea formativa de las personalidades jóvenes sólo es posible si los profesores están básicamente de acuerdo en los objetivos que han de alcanzar y cooperan en el difícil empeño de orientar el esfuerzo de los estudiantes hacia el logro de un temple ético y científico que empiece a estar en sazón. Por otra parte, si hubo un tiempo en que el hombre de letras aislado podía acometer -aunque rara vez culminar- una gran obra de erudición, tal época ha pasado definitivamente a la historia. Hoy es preciso combinar habilidades tan diferentes entre sí como el dominio de lenguas clásicas y modernas, la paciencia para rastrear archivos, la lucidez para interpretar textos oscuros, la pericia en el manejo de las nuevas tecnologías y la competencia para comunicarse con otros equipos que realizan tareas complementarias. No hay ser humano que reúna todas estas destrezas ni que disponga de tiempo para acometer tan dispares tareas. Por el mismo motivo, los grupos de trabajo ya no pueden tener una estructura jerárquica rígida, sino que han de ser conjuntos cooperativos de personas capaces de dialogar en un plano de igualdad, sin merma de la necesaria organización y de la imprescindible disciplina.

El individualismo al que tradicionalmente hemos tendido los académicos dificulta el logro de estas actitudes más de lo que habitualmente se reconoce. De hecho, el trabajo en equipo es difícil de lograr y, cuando se consigue, tiende no pocas veces a provocar una disminución de la responsabilidad personal. Además, hoy día los equipos ya no pueden ser permanentes, sino que el propio avance de la investigación requiere agregaciones y desagregaciones que personalidades con exceso de susceptibilidad -otro típico defecto académico- fácilmente traducen en términos de lealtad y deslealtad. Preciso es reconocer que en algunos lugares sobra personalismo y falta capacidad de trabajo callado y eficaz. Sólo los grupos que logren este carácter alcanzarán el éxito, porque detrás de un rendimiento excelente se encuentra siempre un equipo bien cohesionado.

Si de la cooperación de las personas pasamos a la complementariedad de los saberes, la urgencia se hace aún mayor y las dificultades se acrecientan. Actualmente nada es más necesario que el planteamiento interdisciplinar de la enseñanza y la investigación, y al mismo tiempo la interdisciplinariedad constituye uno de los objetivos menos accesibles en una comunidad universitaria. Porque, como resto de una mentalidad superada, algunos siguen pensando que sólo un estrecho especialismo presenta valor científico. Y no faltan los cultivadores de las humanidades y de las ciencias sociales que ansían mimetizarse con los procedimientos de las ciencias de la naturaleza Lo cierto es que actualmente las fronteras entre las diversas materias tienden a desdibujarse, porque los temas estudiados por cada una de ellas se hacen más complejos y entreverados con los propios de otras disciplinas. La fulguración de la novedad sólo se suele producir con la fertilización cruzada entre diversos saberes. La metodología aplicada a un determinado problema ofrece en ocasiones la clave para resolver otro aparentemente lejano. O bien la constelación de soluciones a aspectos parciales de una cuestión acaba por aportar el sentido del planteamiento general del tema. Y es que la dispersión de aproximaciones frecuentemente es fruto de la superficialidad. En cuanto se ahonda, los principios comienzan a converger hasta unificarse.

La interdisciplinariedad es hoy el camino abierto hacia lo nuevo. Atrincherarse frente a ella equivale a resistirse al cambio, alegando por ejemplo la solera de una asignatura o la importancia de un departamento. Argumentos que se vuelven contra quien los formula, porque denuncian un largo inmovilismo con el que ya es hora de acabar. Los que más se resistieron en su día a pasar del esquema de cátedras a la estructura departamental, se aferran ahora a los departamentos como tabla de salvación para no aceptar el esquema de áreas temáticas funcionales con agrupaciones fluidas y cambiantes al ritmo de la evolución científica o profesional.

Resulta penoso que sean a veces los universitarios, que deberían estar siempre oteando las variaciones que aparecen en el panorama de futuro, quienes se muestren más apegados a intereses corporativos y se resistan a compartir con colegas de otras disciplinas campos de docencia que se han aproximado hasta superponerse o temas de investigación que convergen de manera evidente. Como la historia de la ciencia muestra tercamente, lo único que se logra con esas actitudes cazurras es retrasar unas innovaciones que acaban imponiéndose por su propio peso.

APERTURA A LA SOCIEDAD La vitalidad de una institución depende de su capacidad de comunicación con otras instancias sociales. Lo cual se hace especialmente perentorio en una configuración cultural que merece el título de “sociedad dialógica”.

Las demandas de innovación surgen no pocas veces extramuros de la Universidad. En la sociedad dialógica ni la formación ni la indagación quedan encerradas en ningún coto institucional. Todos han de aprender constantemente y todos investigan en su lugar y a su nivel. Lo que la Universidad aporta a este panorama de la difusión del conocimiento es justamente la función de síntesis, la alternativa -al menos por un tiempo- de unificación de lo disperso. Claro aparece que, en un contexto de esta traza, sería letal para las instituciones formales de estudios superiores que se cerraran sobre sí mismas o pretendieran algún tipo de monopolio sobre el saber.

Ha llegado el momento histórico en el que la apertura de la Universidad a la sociedad, objeto tantas veces de la retórica académica, se imponga como necesidad ineludible, sin disolver por ello la especificidad de sus planteamientos propios. Lo que ahora le corresponde a la Universidad es hacer de punta de lanza, especialmente en el campo de la formación fundamental y de la investigación básica. Se corre hoy el riesgo de que la dinámica globalizadora del mercado llegue a invadir el entero campo de la comunicación y de la cultura. Es más, como ha señalado Slavoj Zizek, el peligro “no es sólo la tan deplorada mercantilización de la cultura (objetos artísticos que se producen para el mercado), sino también el movimiento opuesto, menos notorio pero quizá más crucial todavía: la creciente “culturización” de la propia economía de mercado. Con el desplazamiento hacia la economía terciaria (servicios, bienes culturales), la cultura es cada vez menos una esfera específica al margen del mercado, y cada vez más no sólo una de las esferas del mercado, sino su componente central (desde la industria del entretenimiento del software a otras producciones de los media). Lo que este cortocircuito entre el mercado y la cultura entraña es el menoscabo de la antigua lógica de provocación de la vanguardia modernista, de escandalizar a los sectores dirigentes. Hoy, de forma siempre creciente, es el propio aparato económico-cultural el que, ante la necesidad de reproducirse en las condiciones de un mercado competitivo, no sólo tiene que tolerar sino que ha de promover directamente efectos y productos cada vez más escandalosos”. “En este sentido -observa Inciarte-, tan rica y enajenante es la cultura como el dinero. Cultura y dinero van íntimamente unidos. No sólo porque con dinero pueden subvencionarse orquestas y demás, sino sobre todo, porque, por la misma riqueza que entrañan, llevan en sí el germen de la dispersión a que el autor de la ‘Filosofía del Dinero’, Georg Simmel, se refería en un famoso artículo que, en España, Ortega y Gasset publicó en la ‘Revista de Occidente’: la cultura, necesaria para que el hombre se encuentre a sí mismo, amenaza en su deslumbrante proliferación con conseguir todo lo contrario. De aquí el título del ensayo de Simmel: ‘Concepto y tragedia de la cultura’. En su penetrante investigación acerca de lo nuevo, Boris Groys llega a mantener que toda novedad socialmente aceptada -y digna de pasar con el tiempo a un museo o a un archivo- tiene su origen en la economía (que no se agota en lo que llamamos “mercado”), ya que procede de un cambio en las valoraciones colectivas. La economía de la cultura vendría a ser hoy el campo en el que las particularidades de la economía capitalista se podrían apreciar de manera más transparente. “La lógica económica se manifiesta especialmente en la lógica cultural”.

Ante semejante “estetización de mundo de las mercancías”, propia de una industria capitalista moderna y postmoderna cuya principal producción es el despilfarro, el genuino enfoque académico ofrece un planteamiento desmercantilizado y desburocratizado, independiente de los intereses de las grandes empresas y de las presiones del aparato de la Administración Pública, gracias a lo cual queda en franquía para incorporar innovaciones de las que no quepa obtener un provecho material inmediato, y en las que la creatividad no se confunda con la perversión lúdica. Su actitud básica no es la de la competitividad, ni siquiera en la forma infantil de “competir” con otras universidades, a las que debe unirles siempre una relación de colaboración, ya que el propósito de todas ellas ha de ser el servicio a la sociedad, y especialmente a aquellos sectores a los que no alcanzan los intereses del poder y del dinero que rigen las transacciones del Estado y del mercado.

La Universidad se abre a la sociedad sin perder su libertad institucional, que le permite escuchar todas las voces y comportarse con la mayor autonomía posible. No tiene otro compromiso que la verdad. Si abandonara este exigente enclave – faro de observación y plataforma de servicio-, si se convirtiera en pura correa de transmisión de las tensiones en presencia, dejaría de aportar lo que tiene de más específico e insustituible. La Universidad sirve a la sociedad cuando no se somete a eso que Aristóteles denominaba poder despótico, precisamente por lo cual es capaz de entrar en diálogo con el poder político.

El atenimiento de la Universidad a la verdad práctica se traduce en un inquebrantable compromiso con la justicia. No debe adoptar actitudes de parte, ya que el pluralismo de ideas y opiniones le resulta consustancial. Pero tampoco le cabe abstenerse olímpicamente de defender en su propio terreno -el educativo y científico- las exigencias de los derechos humanos y los imperativos de la equidad en la vida pública.

Tales requerimientos se han hecho más perentorios cuando, en muy pocos años, las transformaciones a escala mundial nos han colocado ante situaciones y planteamientos radicalmente nuevos. Quizá los más interesantes desde la perspectiva académica son aquéllos que -tópicos aparte- pueden quedar comprendidos bajo el rótulo globalización, precisamente porque el conjunto de problemas que la facilidad y rapidez de los intercambios a escala planetaria han traído consigo están clamando por una profunda renovación de las bases sobre las que se asientan las relaciones internacionales, especialmente en el terreno económico y en el ámbito cultural.

A los universitarios no nos está permitido observar pasivamente cómo las ventajas de las nuevas tecnologías del transporte y la comunicación quedan reservadas a menos de una quinta parte de la población mundial, mientras que el resto permanece estancado en niveles de vida muy bajos y se amplía la distancia entre los más pobres y los poderosos de la tierra. No es humanamente digno que, con el sobreabundante potencial de producción de alimentos que la ciencia contemporánea ha permitido lograr, permanezca estancado, e incluso aumente, el número de personas -medido en cientos de millones- que padecen hambre y llegan a morir de inanición; o que en los países menos desarrollados sean incontables los niños y adultos que mueren de las nuevas epidemias por falta de los medicamentos que podrían curarles y cuyo precio (impuesto por barreras comerciales asimétricas) está muy por encima de sus posibilidades de adquisición.

En todos estos países en vías de desarrollo existen ya graduados por las mejores universidades del mundo, los cuales saben -igual que lo sabemos nosotros- que estos abusos no proceden de las auténticas ciencias sociales o humanas, sino que provienen de ideologías que están al servicio de intereses muy concretos, a los que desgraciadamente suelen plegarse organismos internacionales creados originariamente para corregir las desigualdades económicas y evitar las crisis financieras que estos mismos organismos están ahora provocando con sus intervenciones implacables y sus rígidos patrones de actuación.

Las nuevas realidades mundiales están exigiendo una educación más solidaria, una ciencia más realista y unas estrategias más eficaces. Las universidades de los países ricos no pueden seguir siendo una especie de limbo de irresponsabilidad en el que las nuevas generaciones se limitan a buscar un provecho de ventaja individualista, desentendidas de los dramas lacerantes que se viven en la hora actual. Estudiantes, profesores y gestores deben tomar conciencia de hasta qué punto ocupan una posición de privilegio y cuáles son los costes que las universidades -especialmente las de titularidad pública, que resultan por lo general las más gravosas- hacen caer sobre los demás ciudadanos y acaban repercutiendo, más o menos directamente, sobre los oprimidos de nuestro mundo, entre los que se encuentran los inmigrantes a quienes la desesperación conduce muchas veces a correr riesgos de muerte para llegar a las fronteras de los países satisfechos.

LA TENTACIÓN DE LOCALISMO “Universidad” significa universalidad en todas sus dimensiones: de saberes, de personas, de lugares, de ideas y creencias. El joven que acude a comenzar sus estudios superiores en cualquier carrera está pretendiendo -de manera consciente o inconsciente- ampliar horizontes, romper con la visión monocromática propia de la infancia y empezar a captar grados, matices, variedades y variaciones. Se sabe, desde antiguo, que este propósito de extender la mirada a perspectivas más dilatadas sólo se logra si se rompe el cerco de lo consabido y se establecen relaciones con ámbitos nuevos, en los que las cosas se ven de otro modo. Cabe así adquirir el hábito de ejercitar el método que Husserl denominaba “libres variaciones imaginarias”, que guarda semejanza con lo que hoy día se llama metodología de los “mundos posibles” o recurso a los “enunciados contrafácticos”. Como Gaston Bachelard vislumbró en su Filosofía del no, para explorar territorios desconocidos es preciso negar el carácter absoluto e inevitable de lo conocido. En buena parte, el escepticismo pesimista de la actual cultura juvenil procede de una dificultad para captar lo nuevo, que implica una diferencia para cuya percepción es imprescindible una cierta distancia. Si parece que a muchos jóvenes “todo les da igual”, es porque en el fondo piensan que “todo es igual” y que, como dice la ’boutade’ postmoderna, “lo único nuevo es que ya no hay nada nuevo”.

Para buscar nuevos saberes en nuevos ambientes, es preciso viajar por el simple “afán de ver”, como decía el viejo Herodoto. De ahí que los maestros medievales exigieran que los buenos escolares fueran ‘terra aliena’, procedentes de otras regiones o reinos. El viaje, que es una metáfora de la vida humana, es también e inseparablemente el camino de la sabiduría. De ahí la necesidad de ese tiempo de peregrinación que se exigían a sí mismo los universitarios románticos y del cual el “turismo científico” tan practicado hoy día, con ocasión de fantasmagóricos congresos o dudosos intercambios, no es más que una caricatura.

Cuando el aprendiz está maduro, encuentra siempre a su maestro. Mas para ello necesita liberarse en cierta medida del contexto ya sabido, cuyo mantenimiento a ultranza atrofia las capacidades de innovar y constriñe a una actitud epigonal. La mera prolongación del atenimiento a lo que a uno le rodea de manera inmediata se encuentra irremediablemente destinada al fracaso, pues el crecimiento uniformemente sostenido es utópico. Toda trayectoria, dejada a su inercia, tiene forma parabólica: llega un momento en que alcanza su cima, y a partir de allí acontece la decadencia. Por esta causa, la persona innovadora sabe que no puede seguir indefinidamente arrastrada por la rutina, sino que ha de decidir -creativamente- cuál es el momento oportuno para iniciar un cambio de orientación que anticipe y evite de antemano el instante de la decadencia.

Afortunadamente, en los países donde se encuentran las mejores universidades del mundo sigue siendo una exigencia no escrita que los jóvenes cursen sus estudios superiores fuera de la ciudad natal y, de ser posible, frecuenten varias universidades a lo largo de su carrera, a la busca de los profesores más destacados en cada materia. En otros parajes, en cambio, la burocratización educativa condujo a la desafortunada creación de los distritos universitarios, cuyos efectos todavía perviven, con la consiguiente dificultad -agudizada por la escasez de becas- para que la movilidad estudiantil sea una posibilidad real. El parroquialismo localista, paradójicamente fomentado en la era de la globalización, ha conducido a que autoridades municipales y familias exijan que los estudiantes dispongan de una Universidad justo al lado de casa. Se ha podido así empezar a llamar “universidades” a lo que no pasan de ser academias profesionales en las que se cursan estudios que nunca tuvieron la categoría de superiores y que en ocasiones no alcanzan un mínimo nivel científico.

Más insólito y perjudicial aún que la inmovilidad estudiantil es el enfeudamiento del profesorado, cuando la llamada “endogamia” o “endogenia” pasa de ser excepción para convertirse en regla. También en este campo hay que tener a la vista el ejemplo de las mejores universidades internacionales en las que de hecho está prohibido que un docente reciba nombramientos estables en la Universidad donde se ha doctorado. Los buenos departamentos o áreas temáticas desean recibir estudiosos procedentes de otras escuelas, para lograr esa confrontación de puntos de vista diversos que da lugar a enfoques inéditos y a injertos científicos tan innovadores como fecundos. Todo lo contrario del dócil clientelismo consanguíneo que empobrece la calidad intelectual de las poblaciones académicas y deja fuera de la carrera universitaria a talentos de primera categoría.

Como sugiere Kolakowski, antes de sembrar y de poder recoger, en la vida intelectual es preciso remover la tierra, airearla, exponerla a todos los vientos, fecundarla con catalizadores que pueden parecer distorsionantes, pero que provocan reacciones nuevas. Nada hay más arriesgado en la dinámica del espíritu que la paralización a la que conduce la búsqueda a ultranza de la seguridad. La paz no tiene nada que ver con el inmovilismo.

Una de las trampas que dificulta la innovación, hasta el punto de impedirla, es la que algunos científicos sociales han denominado “el ancla”. El ancla reside en la tendencia natural del hombre y la mujer a aferrarse a la primera información recibida respecto a un determinado asunto. Inconscientemente, esta información primera desempeña el papel de una fijación difícil de superar, a la que uno se remite, como a su origen, para compararla o contrastarla con informaciones posteriores: éstas podrán tener mayor fundamento, ofrecer mejores pruebas de veracidad, pero ya no son las primeras. Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un ‘fresh understanding’, debe precaverse reflexivamente para no quedar anclado. Porque una de las exigencias del hallazgo de lo nuevo es liberarse de prejuicios. Y desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, que no consiste en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado como supuesto, acudiendo a la fuente de donde brota el conocimiento. La originalidad estriba en remontarse al origen del conocimiento, sin aceptar como definitivas informaciones ya estructuradas y contextualizadas, que traen incorporadas las respuestas a los problemas que aparentan plantear.

Por ventura no faltan las materias y los métodos docentes que han resistido el paso de los siglos y han demostrado su eficacia a través de los más variados cambios. Pero también sabemos de un buen número de temas y de procedimientos cuya falta de vigencia ha quedado suficientemente probada, y a los que quizá seguimos aferrándonos por un presunto respeto a la tradición que en realidad oculta pereza y rutina. Sin improvisadas precipitaciones ni cambios puramente estéticos, la enseñanza universitaria ha de ser siempre reformada, para hacerla cada vez más activa y participable. Dictar apuntes para que sean copiados nos remite a la época anterior al descubrimiento de la imprenta. Evitar que las carreras tradicionales se “contaminen” con materias procedentes de otras licenciaturas suele ser una crasa expresión de estrecha mentalidad corporativista. No querer saber nada de nuevas titulaciones, como si fueran huéspedes no invitados, proyecta en la Universidad el aire melancólico de una foto fija en color sepia. Cuando tenemos a nuestra disposición el mágico recurso de las nuevas tecnologías, se impone incorporarlas sin timideces a la enseñanza universitaria, al menos por parte de los profesores que tengan la suficiente agilidad mental para aprender a manejar los ingenios informáticos (lo cual, por cierto, no es mi caso).

¿UNA CAUSA PERDIDA? Este alegato a favor de lo nuevo parece privar definitivamente a los saberes humanísticos del poco prestigio que les queda en una sociedad dominada por la eficacia y rapidez de las nuevas tecnologías.

¿Para qué nos vamos a engañar? Las humanidades son, de entrada, una causa perdida. Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las lenguas clásicas, la filosofía, la historia, la literatura, la pedagogía, la lingüística… no pasan frecuentemente de ser un componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias, jurídicas o empresariales. En algunos países, la enseñanza secundaria apenas conserva un muñón de estos saberes que se estudian en los libros y se adquieren a través del diálogo personal. No prenden entonces las vocaciones humanísticas o son violentamente ahogadas por padres que velan por la presunta prosperidad futura de sus hijos. En consecuencia, las carreras universitarias de letras, casi ausentes de las universidades de más reciente creación, arrastran en otras una existencia lánguida, con escasos alumnos y dotaciones decrecientes.

El Fundador de la Universidad de Navarra solía decir que fomentar los estudios de humanidades equivale a afirmar la primacía del espíritu sobre la materia. Lo cual, ‘a sensu contrario’, puede significar que su abandono implica la consagración de la primacía de la materia sobre el espíritu. Y esto, a su vez, implica que se renuncia al hallazgo de lo nuevo, cuya fuente, como ya sabemos, no es otra que el propio espíritu humano.

No pocos fenómenos actuales, que revelan decadencia cultural y pérdida de sentido, encuentran su trasfondo en ese feroz pragmatismo que desprecia cuanto no ofrezca una utilidad inmediata. Falta calado existencial para percibir los valores morales y no pocas veces se registra una grave ceguera para los significados religiosos. La vida humana se empobrece, la resignación campea y el conservadurismo consumista se generaliza.

Hay, con todo, una puerta entreabierta a la esperanza, que viene dada por la nueva línea de sutura entre la rebelión de los mundos vitales -sofocados por la colonización estructural- y la emergencia de las nuevas tecnologías. Las predicciones que aventuré hace unos años se han cumplido en buena parte, porque ha comparecido un nuevo territorio social que ya no se encuadra en el campo del Estado ni en el del mercado, sino que viene a configurar lo que hoy día se denomina cultura. Sin entrar ahora en el análisis del complejo significado actual de este vocablo, cabe subrayar que la proliferación de canales de comunicación y entretenimiento ha puesto en primer término la necesidad de una ingente cantidad de “contenidos” de carácter narrativo. Su producción es tarea de escritores y guionistas, profesiones típicamente literarias y con gran demanda hoy en día. Aunque no se trata de una necesidad coyuntural, porque la narratividad es una condición existencial inseparable del ser humano.

Por otra parte, las humanidades se han revelado como la base de actividades profesionales en las que el conocimiento de los caracteres de las personas presenta una importancia esencial, cual es el caso de la gestión de recursos humanos. Y el cúmulo de información y la finura de análisis que ofrecen las humanidades es, a mi juicio, superior a las aportaciones de las ciencias sociales, aunque el camino que es preciso seguir actualmente exige un estrecho acercamiento entre las ciencias humanas y las disciplinas literarias.

La formación humanística confiere hondura a las profesiones, hasta el punto de que Pieper ha llegado a afirmar que toda actividad profesional vivida con rigor y seriedad presenta una dimensión filosófica, sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina.

Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba muniquesa y darse un paseo por nuestras universidades, pronto le vendría a la memoria su célebre expresión “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario en un inquieto buscador del saber? Lo que establece la diferencia es la creatividad, el afán del conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los supuestos, de cuestionar el punto de partida en los planteamientos convencionales. Necesitamos reactivar la habilidad de diseñar de antemano las diversas formas como se puede objetivar el espíritu, es decir, como se puede humanizar el mundo y la sociedad. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera? La creatividad es una especie de efervescencia que no se logra con algo así como un “realismo en estado sólido”, por utilizar una expresión de Millán-Puelles. Para saltar un obstáculo, hay que “tomar carrerilla”: apartarse físicamente de la barrera con objeto de ganar la aceleración precisa para superarla. Aparentemente, las humanidades nos apartan de la realidad inmediata. Pero lo que efectivamente nos facilitan es autotrascendernos. Una obra de arte, un gran libro, la comprensión sintética de un período de la historia, el planteamiento inédito de un problema metafísico, todas estas creaciones nos abren un mundo. Permiten que veamos otra faz de la realidad, a la luz quizá de la idealidad. La libertad civil sólo se convierte en una atmósfera social cuando proliferan los focos de innovación, de creatividad, de inconformismo. Si los sociólogos nos dicen que nos acercamos a una coyuntura histórica en la que nuestra vida estará afectada por riesgos menos previsibles, como el atentado contra las Torres Gemelas ha venido a confirmar, la mejor respuesta será un modo de pensar más libre, menos prendido a las objetividades ya sabidas. Y pensar así es una destreza que no se puede aprender si se prescinde del sentido de la cultura y de la ciencia, con el que se ha de familiarizar a los niños y a los jóvenes a través de la lectura.

En último término, cabría preguntarse: ¿qué se consigue con una educación humanística? Y contestar con Fernando Inciarte: “No mucho, pero algo. Lo dijo de manera clásica un Vicecanciller de la Universidad de Oxford a principios de siglo, la belle époque, en su discurso de recepción de los nuevos estudiantes, los freshmen. Aquel Vicecanciller se llamaba, por más señas, Smith. Prevenía a sus alumnos diciéndoles: ‘Miren ustedes’… no creo que el Vicecanciller Smith les hablara así. Se ceñiría más bien a los hechos escuetos. Los hechos escuetos eran que durante sus estudios -eso era lo que les decía- aquellos estudiantes no iban a aprender gran cosa. Y desde luego nada que fuera a tener aplicación para su futura vida profesional. Hacía una excepción. Era generoso. La excepción se refería a aquellos que fueran a quedarse enseñando en la Universidad o en colegios humanísticos: aprendería algo que les iba a servir. Éstos sí. Pero ¿los otros? ¿Qué iban a aprender para la vida? Nada. Apenas nada. ‘Apenas’, porque en el fondo lo único que iban a aprender, les decía, era sólo esto: que cuando los demás, la gente -en cualquier circunstancia de la vida (política o como fuera)- se pusieran a hablar, ellos habrían aprendido por lo menos a discernir si aquellas personas tenían algo que decir o no tenían nada que decir. Y concluía modestamente: después de todo, es lo más importante que se puede aprender en la vida, o para la vida”.

INVESTIGACIÓN INNOVADORA Según saben los lectores de libros de historia, el futuro no suele avanzar entre el fragor de las armas y el rumor de las parlerías. Prefiere casi siempre el atajo de las sendas perdidas, florece de improviso en ambientes serenos y fértiles. Los héroes de las narrativas reales rara vez fueron reconocidos por sus contemporáneos, no irrumpieron ruidosamente en el espacio público, mas tuvieron la elegante generosidad de labrar la tierra cuyos frutos otros recogerían.

Los que han hecho de la Universidad su forma de vida son los que saben -en contra de evidencias tan clamorosas como falaces- que la indagación de verdades nuevas es el método más adecuado para cambiar la sociedad desde dentro. La sociedad se mejora en el intenso silencio de las bibliotecas, en la atención concentrada de los laboratorios, en el diálogo riguroso de las aulas, en el servicio solícito de las oficinas y talleres, en la atención delicada y tenaz a los enfermos. Todas estas tareas universitarias son, en último término, investigación: afán gozoso y esforzado por encontrar una verdad teórica y práctica cuyo descubrimiento nos perfecciona al perfeccionar a los demás.

Buscadores, aficionados a desvelar enigmas y a descubrir portentos: eso es lo que son todos los hombres y mujeres que trabajan en la Universidad. Entienden la tarea encomendada a cada uno -profesor, alumno, enfermera, gestor- como una empresa de indagación compartida, cuya finalidad es encontrar lo bueno y lo mejor a través del avance en el conocimiento. Por eso los universitarios han de fomentar cada vez más entre ellos un convencimiento operativo y estable de que el laborar cuidadoso y creativo viene a ser el gran recurso para resolver los graves y acuciantes problemas que la condición humana tiene hoy planteados.

Si, deslumbrados por la fascinación caótica que actualmente ejerce la sociedad como espectáculo, desdeñaran esas cosas menores que forman el tejido de la cotidianidad profesional, estarían pagando un tributo lamentable a los ídolos del foro público. Sería una lástima lo que entonces dejarían de hacer. No se trata en modo alguno de propugnar un repliegue narcisista sobre la intimidad privada. Se trata, por el contrario, de redescubrir la competencia ética y social de los ciudadanos comunes y corrientes, cuyas iniciativas creadoras constituyen el origen de energías que permiten avanzar hacia la configuración de una sociedad más libre y justa.

“La concentración es el bien, la dispersión es el mal”, decía el pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson. Investigar es concentrarse en torno a focos de interés cuyo horizonte se dilata a medida que en ellos se penetra. Si falta la investigación, la conversación pública se trivializa y se degrada, el ejercicio de las profesiones pierde operatividad e incidencia pública, el carácter moral de las personas queda aislado y disperso. El individualismo egoísta erosiona lo que algunos llaman “capital social”, es decir, la capacidad para trabajar cooperativamente en iniciativas y organizaciones sociales libremente promovidas por sus propios protagonistas.

La Universidad es la institución que, desde hace siglos y también ahora mismo, acierta a convertir la búsqueda personal de lo nuevo en una tarea cooperativa, cuyo fundamento no es otro que la confianza mutua. Si la sospecha abre grietas en la solidez de la confianza, se torna problemático servir al bien común de los estudios superiores, que estriba precisamente en romper entre muchos las barreras fácticas del conocimiento y desvelar así verdades nuevas. Cuando el bien común académico se desdibuja, cuarteado por la desconfianza crítica, se puede decir que la Universidad como institución desaparece del panorama social y deja de ser la escuela de solidaridad que hoy se está reclamando a gritos.

No es lo mismo el bien común que el interés general. Aquél es un concepto ético, éste es más bien un concepto técnico. Y sólo hay propiamente Universidad cuando las dimensiones morales de la convivencia prevalecen sobre las puramente utilitarias. Cabe entonces entender el bien común como un valor complejo y unitario, al que se sirve desde cualquier posición que se ocupe o cualquier edad que se tenga. Las sociedades del capitalismo tardío tienden a marginar a los jóvenes y ancianos, mientras que fijan casi todo su interés en un solo tipo de persona: el adulto infantilizado, ése que al parecer compone las millonarias audiencias televisivas. Por eso, como dice Lustiger, “los jóvenes acampan fuera de la ciudad”, y a los viejos se los recluye de manera vergonzante. La Universidad, en cambio, debe ser capaz de integrar a todos en la tradición dinámica del saber, donde la curiosidad inventiva de los jóvenes, la madurez de los adultos y la experiencia de los mayores componen una especie de caleidoscopio que va ofreciendo figuras sorprendentes e irrepetibles. Imagen que nos sirve para entender la íntima conexión que en la Universidad acontece entre la investigación y el estudio.

No cabe separar el estudio de la investigación, como si correspondieran respectivamente a una fase pasiva y a una fase activa en el empeño por saber más. Desde los que hoy mismo acaban de llegar a la Universidad de Navarra hasta los que dieron -con extraordinaria entrega y sin medio material alguno- sus primeros pasos institucionales hace ahora cincuenta años, todos hemos de ser estudiosos, amantes de los grandes libros y de los artículos recién aparecidos; todos hemos de estar al día y de ahondar en la inagotables vetas de la cultura clásica. Recordemos el lema agustiniano: “si dices basta, estás perdido”. No hay límites para el entusiasmo por el saber, para la pasión por la verdad. De ahí que el estudio universitario desemboque siempre en la investigación, o sea, en el descubrimiento riguroso de nuevos fenómenos del humanismo, la ciencia y la técnica, minuciosamente protocolizado, y dado a conocer a la comunidad de indagadores que hoy tiene alcance mundial. Y, a su vez, el clima de exploración que penetra toda la comunidad universitaria hace que la docencia y el propio estudio no sean nunca un ejercicio repetitivo, pasivo y acrítico, alejado de los foros internacionales donde se debaten las ideas llamadas a configurar el inmediato futuro.

La propia narrativa de las indagaciones científicas testimonia que no hay que esperar a situaciones ideales para lanzarse a investigaciones ambiciosas (aunque sólo sea porque las situaciones ideales, sencillamente, no existen). Lo decisivo es lo que Zubiri llama “voluntad de verdad”, ese deseo incontenible de ponerse en claro con lo que las cosas son.

No somos nosotros los que poseemos la verdad, es la verdad la que nos posee a nosotros. La verdad, dice Leonardo Polo, no admite sustituto útil. Esa verdad necesaria no nos encadena: nos libra de la irrespirable atmósfera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes, que representan obstáculos decisivos para el despliegue de un diálogo seriamente humano.

‘Veritas liberabit vos’. La fuerza liberadora de la verdad es un valor genuinamente cristiano. La fe no ha de constituir nunca limitación o barrera, sino acicate para la investigación y apertura de posibilidades no accesibles a la razón meramente humana. Así lo muestra la vinculación del surgimiento de la ciencia moderna a una concepción cristiana del mundo, que se encuentra también en el origen histórico de las universidades.

Junto con esta especie de “hambre de realidad”, es imprescindible tener la humildad y la sabiduría de trabajar en equipo, de configurar unos grupos de investigación que aúnen el entusiasmo de los jóvenes estudiantes con la experiencia de los estudiosos más maduros. Es lo que el Fundador de la Universidad de Navarra denominó “labor de seminario”: capacidad de esparcir generosamente las semillas del conocimiento y paciencia activa para dejar crecer juntos los renuevos del saber científico.

Nada puede sustituir al encuentro personal que acontece entre profesores, estudiantes y todos los que trabajan en la Universidad. Cuando se produce, en el aula, en el laboratorio, en un despacho, en un pasillo o al aire libre del campus, la palabra se hace cauce de una personalidad que se abre a otra para actualizar el servicio conjunto a la verdad, el bien y la belleza. La Universidad no es una factoría de informaciones brutas que pasan de mano en mano. Es un ámbito privilegiado de eso que los clásicos llamaban “amistad social”. Una amistad que sólo es posible entre los que quieren a otros, precisamente porque quieren con otros. Con otros quieren la promoción de un bien común que trasciende los intereses individuales y hace destellar la benevolencia como donación generosa y creativa.

Las “grandes amistades” que florecen en el diálogo universitario superan la estrechez del intercambio bilateral de opiniones y sentimientos. Vienen a ser como un dinamismo ascendente en el que somos arrastrados hacia zonas más libres y abiertas, donde emerge lo mejor de nosotros mismos, y los ideales cobran vida y parecen adquirir personalidad ante la mirada de la mente. El diálogo está entonces amasado más de silencios que de palabras. Los interlocutores escuchan calladamente la voz de una antigua y nueva sabiduría, la cual les aúna más estrechamente que el cruce de sus particulares ocurrencias.

La apremiante promoción de la investigación científica en la que se empeñan hoy todas las auténticas universidades no ha de responder a un mero afán de prestigio institucional, porque lo propio de las comunidades universitarias no es la competitividad mercantil sino una apertura cooperativa impulsada por el humanismo cívico. Cada una con su estilo irrepetible, todas las universidades persiguen una misma finalidad y forman una especie de constelación únicamente perceptible para quienes hacen suyo aquel proverbio ruso que evocó Solzhenitsyn en ocasión memorable: “Una palabra de verdad vale más que el mundo entero”. Las nuevas tecnologías vencen al tiempo transportando esas palabras verdaderas por el ciberespacio, con lo cual la comunicación científica adquiere una escala planetaria que hace efectivo, después de siglos, el ideal universalista de la Universidad. Ideal que, por cierto, no ha florecido especialmente en la España contemporánea, en la que tan propensos somos a curvarnos sobre nosotros mismos, afanados con problemas que surgen de tanto andar por casa, ignorantes de lo que acontece o aconteció en el mundo, como Inciarte ha puesto agudamente de relieve en un libro que debería ser de lectura obligatoria para intelectuales hispanos.

LA UNIVERSIDAD EN LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO Piensan algunos que nos encontramos en una “sociedad de expectativas limitadas”; que hemos llegado al punto muerto del equilibrio entre nuestras capacidades productivas y nuestras exigencias de bienestar. Pero lo cierto es que la actitud de cínico escepticismo no es la más sensata, incluso en quien lee habitualmente los periódicos o todavía se atreve a ver el telediario.

El ambiente crepuscular de este comienzo de milenio parece abonar la tendencia al pesimismo, típica de las sociedades satisfechas. La proclamación del éxito del neoliberalismo capitalista, como panacea universal, ha resultado prematura. Su aplicación precipitada a los países del Este, recién salidos del totalitarismo, ha producido el increíble fenómeno de que en algunos de ellos se haya vuelto a elegir democráticamente a los viejos dirigentes comunistas para intentar salir del marasmo de la delincuencia mafiosa. La ley del embudo aplicada por los poderosos a los necesitados, a través de las reglas de la Organización Mundial del Comercio, ha provocado -desde Seattle- una oleada de protestas cuyos excesos no ocultan abusos que claman al cielo.

No nos salen las cuentas. Y así acontece porque las magnitudes que manejamos sólo dan lugar a operaciones de suma cero. Nos dedicamos a intercambiar bienes incompartibles: dinero, poder e influencia persuasiva. Lo demás es lúdico o estético: subjetivo. Si alguien dice que, además de estos bienes incompartibles, hay otros compartibles que dan lugar a sumas superiores a cero, se le mira con cierta conmiseración, como a un pobre ingenuo. La poesía del corazón choca frontalmente con la prosa del mundo.

Y, sin embargo, tenemos una fuente inagotable de recursos, que está a la mano, y por la que deslizamos distraídamente la vista. Es el semillero de las energías propiamente humanas, que generan bienes dotados de una sorprendente característica: aumentan cuando se comparten, se expanden con su uso, se multiplican al ser participados. Para disfrutar de la paz, preciso la colaboración de todos. No puedo dialogar realmente con mi televisor interactivo: necesito un grupo de amigos. Y las “charlas” por Internet suelen ser superficiales y equívocas, anónimas en todo caso. Como ya hemos visto, la colaboración interpersonal es especialmente necesaria para generar el conocimiento nuevo: no me lo puedo guisar y comer yo solo, sino que lo descubro con otros, lo aplico con otros y lo enseño a otros. Como advirtió agudamente Wittgenstein, lo que sabe uno solo no lo sabe nadie.

Apelar al conocimiento como salida del atolladero resulta, a estas alturas, muy poco original. Pero es que, además, toda la retórica del advenimiento de la sociedad del saber está en buena parte lastrada por este equívoco: la suposición de que el conocimiento es un asunto de intelectos individuales, con el que poco o nada tienen que ver la historia, el entorno social y las actitudes éticas.

El resultado de este equívoco acerca de la naturaleza del conocimiento es el olvido de algo tan obvio como fundamental, que viene a constituir la razón de ser de la propia Universidad. Consiste en percatarse de que para saber, hay que llegar a saber. Dicho con mayor sencillez: que saber y aprendizaje son inseparables, que se coimplican. No hay saber innato ni automáticamente transmisible. El olvido del carácter vital del conocimiento, su naturaleza emergente, de ganancia pura, es lo que permite a algunos hablar por ejemplo de “transferencia de tecnología”, como si el saber técnico se pudiera trasladar de un lugar a otro como una mercancía. Se puede facilitar o inducir el conocimiento, pero no se puede transferir, porque no constituye un bien mostrenco. En la medida en que se ignora esta índole del saber -que, en general, se ignora- la naturaleza propia de la educación universitaria queda oscurecida y socialmente trivializada. Y lo que necesitamos, dicho drásticamente, es tomarnos la educación en serio: dedicarle muchos más recursos económicos y, sobre todo, humanos; dignificarla profesionalmente; hacerla accesible a todo tipo de personas, con independencia de su salud o de su posición social; ayudar a que se generalice en los países menos favorecidos. Mientras no lo realicemos, la apelación a la sociedad del saber continuará siendo casi siempre una escapatoria retórica.

Las grandes conmociones sociales y culturales que estamos viviendo en este inicio de siglo vuelven a prestar una sorprendente actualidad a los ideales universitarios de avance científico y humanístico. Como en otros momentos de su ya larga historia, la Universidad deber redescubrir en nuestro tiempo el papel decisivo que le corresponde en la orientación de cambios tan hondos. Porque -como ya he señalado- la memoria histórica nos dice que dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos externos equivale a la decadencia de la Universidad; mientras que su florecimiento sólo acaece cuando acierta a ser ella misma una institución abierta al cambio y activo factor de cambios.

La mutación que ahora se está produciendo implica, efectivamente, el paso de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. La quiebra de la interpretación materialista de la historia no sólo se ha hecho patente en los acontecimientos de la Europa del Este, sino que está mostrando su miseria en la entropía moral de los países consumistas, cuyas patologías sociales -especialmente las que conciernen a la disolución de la familia- son cada día más inquietantes. Ahora bien, este decaimiento ético discurre en paralelo con una prometedora “revolución silenciosa” que está transformando positivamente nuestro modo de trabajar y de pensar. Hoy ya sabemos que la verdadera riqueza de los pueblos no estriba primariamente en la capacidad de producir y transformar materias primas. Nuestro principal recurso consiste actualmente en la potencialidad para generar nuevos conocimientos, así como en la agilidad y versatilidad para procesar y transmitir información.

Claro aparece que, en una situación de esta traza, las demandas que se hagan a la Universidad serán tan perentorias como arduas de responder. Para estar a la altura de tales circunstancias epocales, para ser capaces de gestionar el cambio con originalidad y eficacia, la propia mentalidad de los universitarios habrá de experimentar una significativa renovación. Pero lo más interesante de este desafío reside en que el progreso que se nos está pidiendo es -como antes sugería- un avance hacia nosotros mismos, un nuevo encuentro con la genuina tradición de la ‘Universitas studiorum’. La nueva sensibilidad cultural, así como el impresionante despliegue de la ciencia y la tecnología en las últimas décadas, han roto los compartimentos estancos de las disciplinas convencionales, y están clamando por una nueva articulación de los conocimientos que vuelva a radicar la pluralidad de los saberes en la unidad de un horizonte humano con verdadero sentido. Y en este contexto, el paradigma de la unidad de vida, propuesto por el Fundador de la Universidad de Navarra, presenta una extraordinaria fecundidad.

Nunca se insistirá bastante en que, con los nuevos parámetros históricos, la interdisciplinariedad ha dejado de ser un lema decorativo, una especie de lugar común en el discurso universitario. La interdisciplinariedad es hoy una exigencia indeclinable, porque los problemas reales a los que la Universidad debe buscar solución abarcan siempre diversos aspectos científicos y no pueden quedar atrapados por la red de un sistema organizativo rígido.

La propia gestión interna de las universidades ha de quebrar su cansino ritmo y tiene que agilizarse, simplificarse y adecuarse a la dinámica de las corporaciones más avanzadas de nuestro tiempo, sin mimetizarse ni con las empresas de negocios ni con las organizaciones burocráticas. Lejos de entorpecer la iniciativa académica, la administración universitaria ha de ponerse al servicio de una fluida comunicación interfacultativa, para lo cual se impone cancelar con todos los respetos procedimientos que, si fueron útiles en el pasado, han dejado definitivamente de tener vigencia en un contexto social tan complejo y variable como el que nos ha tocado habitar.

PROPUESTAS PARA LA NUEVA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA La educación universitaria debe partir del principio de que lo importante no es enseñar, lo importante es aprender. Porque la única finalidad de la enseñanza es el aprendizaje. Perogrullada a la que, como a todo lo obvio, le sucede que casi nadie la advierte. Enseñar no es una función vital, porque no tiene el fin en sí misma; la función vital es saber, ya que llegar a conocer es el rendimiento o logro propio de un viviente racional que llega a ser más, que potencia sus propias capacidades. Nadie puede sustituir al alumno: nadie puede aprender por él, mejor que él, si él no aprende. El protagonista nato de la educación es el estudiante, no el profesor iluminado. Para incrementar la calidad de la enseñanza universitaria, a quienes hay que mejorar es a los propios alumnos, labor que libremente les compete en primerísimo lugar -y durante toda su vida- a ellos mismos.

Ya ha habido ocasión de insistir en que sólo se avanza en el conocimiento dentro de una comunidad de investigación y aprendizaje. La educación es una simbiosis, porque aquello en lo que se pretende avanzar -el conocimiento- constituye una práctica compartida, que tiene un curso histórico, un contexto social y unas implicaciones éticas, religiosas incluso. Si se considera que todos estos factores son accidentales al propio saber, lo que sucede entonces es que el saber se desvitaliza y se cosifica, porque queda desarraigado de su tierra natal, de esas comunidades de tradición y de progreso entre las que la Universidad se sitúa en una posición de avanzada. Por utilizar una vieja metáfora, nosotros somos enanos a hombros de gigantes. Vemos más que los que nos precedieron precisamente porque no nos olvidamos de ellos. El saber es un empeño histórico, en el cual se puede participar cuando se aporta a la empresa común. Como ha recordado Charles Taylor, la cultura de la autenticidad propia de nuestro tiempo se estrecha y se aplana cuando se encierra en el individualismo atomista.

La índole social del avance en el saber queda patente cuando se tiene en cuenta lo que Carlos Llano Cifuentes llama “costos subterráneos de las equivocaciones”. Hay acciones en las que nos hemos equivocado, pero nos resistimos a reconocerlo. El reconocimiento social de nuestros errores teóricos y prácticos -que es la postura oportuna, sensata y valiente- conlleva la incomodidad de sacar a la luz los costos ocultos consecuentes a esos errores.

La creatividad implica una conducta que en la cultura moderna suele desconocerse y que en la Universidad debería estar a la orden del día: rectificar. Hemos de agradecer que los demás nos corrijan para facilitarnos el reencaminamiento en la dirección que conduce a la finalidad buscada, es decir, a la verdad. Es insensato e irreal pensar que se deben mantener las decisiones adoptadas porque, de lo contrario, se socava el “principio de autoridad” (curioso principio que no pertenece a ninguna ciencia: sólo a la retórica de los autoritarios y dogmáticos). Mantener y no enmendar juicios y opiniones es la actitud más anticientífica y más injusta que concebir se pueda.

Como dice Arrow Buffet, lo primero que hemos de hacer cuando nos percatamos de encontrarnos en un hoyo es dejar de cavar. ¿Cómo darse cuenta de que nos hallamos en un agujero? Cuando nuestra visión panorámica se va paulatinamente reduciendo, cuando las añoranzas pesan más que los proyectos, cuando sólo vemos ya el muro de enfrente.

Es curioso que cuanto más cerca nos encontramos de una verdad inesperada o incómoda es cuando más tendemos a reafirmar nuestras evidencias, a ratificar en lugar de rectificar. Un auténtico científico -en el más amplio sentido de la palabra- no debe nunca tratar de apuntalar sus convicciones sino, por el contrario, hacerlas lo más vulnerables que pueda, o sea, sensibles al toque de la verdad. La rectificación encierra un alto coeficiente de creatividad, aunque no siempre resulte agradable.

Es muy curioso releer lo que los antiguos filósofos griegos dicen acerca de la figura del sabio, del ‘sophós’. Lo más interesante son los ejemplos que suelen poner. Un sabio es, por ejemplo, un buen zapatero: el que domina un arte aprendido de otros y en el que llega a ser maestro, es decir, que puede enseñarlo a otros. Poco tiene que ver esto, al parecer, con la figura moderna del ‘savant’ o del ‘scholar’, del científico renombrado o del erudito inasequible. Y, sin embargo, como ha destacado MacIntyre, toda ciencia es originariamente un oficio, un ‘craft’: tiene mucho de artesanal, mucho más de lo que cierta pedantería académica está dispuesta a reconocer. Quien se embarca en una empresa que pretende innovar el conocimiento -y, desde luego, en una Universidad- tiene que integrarse en una comunidad con usos y costumbres, con reglas y prescripciones, cuyo sentido es preciso captar operativamente, para incorporarlo de manera vital e intentar mejorarlo a fuerza de creatividad.

La actual inflación de la ética -y, sobre todo, de “las éticas”- resulta sospechosa. Y, sin embargo, resulta ineludible mantener que la educación posee una decisiva dimensión moral. La ética no nos la podemos quitar de encima, por más permisivos que pretendamos ser. Porque la moral no es una especie de armatoste constrictivo, llegado de no se sabe dónde, que nos viene a aguar la fiesta con sus reglas y mandatos. La moral -como dice mi maestro, Antonio Millán-Puelles- es la lógica de la libertad, la estructura básica de la convivencia. Por más que tratemos de prescindir de ella, siempre acaba por comparecer, incluso como huésped no invitado. Más vale, entonces, acogerla y tratar de respetarla, aunque sólo sea por la cuenta que nos trae. Habría que advertir además que -con todas sus dimensiones y variedades- la ética es sólo una. Que no hay varias “éticas”. Que no cabe separar estrictamente la ética profesional de la ética personal, ni la moral pública de la moral privada. Las consecuencias de una escisión de este tipo las encontramos en los casos Enron, WoldCom, Arthur Andersen, y otros ejemplos más cercanos de “contabilidad creativa”. La ética es el saber para una vida lograda, que sólo puede conseguirse por medio del logro de esa vida buena. Lo decisivo para acercarse a la excelencia en la educación universitaria es la calidad del ‘ethos’ de la institución académica, el espesor humano de su cultura corporativa, el nivel del ambiente que en ella se respira, el estilo de la convivencia en sus aspectos formales y, sobre todo, informales. Tal es el secreto a voces de la “educación liberal” o humanista: el logro de una atmósfera de entusiasmo por la verdad, en un clima de diálogo culto. Sobre este trasfondo, las técnicas educativas adquieren toda su importancia, porque se ponen al servicio de un humanismo vivido que se adquiere en el trato asiduo con unos saberes que, al intentar penetrar en ellos, nos interpelan.

Aunque el reciente desprecio por los “contenidos” de la enseñanza haya sido letal para la calidad de la educación, sigue siendo verdad que el objetivo de la docencia no es la transmisión de datos informativos sino el fomento de hábitos intelectuales y prácticos. Lo importante no es lo sabido sino el saber. Esta primacía del saber sobre lo sabido constituye la clave de lo que pueda llegar a ser la educación en la sociedad del conocimiento. Tal galaxia social no se caracterizará por la abundancia de conocimientos sino por la necesidad de innovarlos, la cual obviamente no se remite a los conocimientos mismos ni a sus recombinaciones rutinarias: apela derechamente a las personas que pueden saber más. Lo descriptivo cederá la primera posición a lo metodológico. Lo formativo tendrá mayor relevancia que lo informativo. El objetivo focal será una intensa y amplia preparación intelectual: aprender a pensar con hondura y creatividad. Para formar líderes intelectuales capaces de servir a la sociedad, no hay -en definitiva- otro camino que el desarrollo de una permanente actitud de amor a la verdad. Porque sólo el deseo imperioso de atenerse a la realidad misma estimula a hacer continuamente vulnerable lo ya sabido, con objeto de saber mejor, es decir, de penetrar en el misterio del hombre, del mundo y de Dios.

En contraste con los planteamientos relativistas y pragmáticos que hoy parecen dominar, lo que mantengo es que la definitiva fuente de lo nuevo se encuentra en la realidad no manipulada por el hombre. No se trata de un naturalismo utópico, en el que se olvidara que lo importante no son las cosas sino su sentido: se trata de afirmar la primacía del enfoque metafísico sobre el culturalista.

La condición de posibilidad para hacer realidad este nuevo enfoque de la educación universitaria viene dado por la emergencia de las tecnologías multimedia. Y, a la inversa, el empleo de estos recursos de la tecnología informática y comunicativa resulta educativamente ineficaz si no se adopta un enfoque decididamente humanista. Para lograr esta urdimbre entre humanismo y tecnología -cuya interpenetración es la clave de la sociedad del saber- resulta imprescindible advertir que las nuevas tecnologías ponen en primera línea a sus usuarios, destacan a las personas y a su capacidad de creación e innovación, precisamente porque las faenas más rutinarias pueden automatizarse. Creer que la propia automatización resulta educativa es como coger el rábano por las hojas. Pero no utilizarla decididamente equivale a cerrar las únicas puertas que hoy se entreabren a la sociedad del saber. Quien rechace hoy el uso de las nuevas tecnologías de la comunicación se convertirá en un eremita científico.

Mi propuesta de fondo consiste, por tanto, en tomarse la educación universitaria en serio. Semejante actitud constituye la única alternativa viable a la deriva inercial y escasamente solidaria que está adquiriendo el capitalismo tardío. Por lo demás, la raíz antropológica del uso dinámico del capital se revela al advertir que la producción de riqueza potencia la ulterior producción de riqueza. Este enriquecimiento interno y activo, que se aplica al campo económico, encuentra su origen y paradigma en el autoenriquecimiento que acontece en la vida intelectual y ética gracias al crecimiento ontológico y operativo que implica la adquisición de hábitos científicos y morales. Las virtudes cognoscitivas y prácticas representan el único modo que las mujeres y los hombres tienen de no perder la propia vida, de que el tiempo vital no se les escurra como agua entre las manos, sino que se remanse en la forma de ser más y, en consecuencia, ser capaz de más.

La adquisición progresiva de hábitos antropológicos es la única forma de que aumente la productividad social al ritmo requerido por el tiempo presente. El lema “sociedad del conocimiento” es una certera forma de expresar que, a estas alturas del proceso histórico moderno, los recursos propiamente humanos deben pasar a ser el motor de un mundo que se está abriendo a las posibilidades y los riesgos de la globalización. Dicho de otro modo, la actual civilización mundial sólo se puede proseguir con una cierta armonía si remite a lo que Juan Pablo II ha llamado cultura del hombre. Lo cual, a su vez, no es algo que se pueda esperar de la dinámica objetiva del mercado ni del funcionamiento de las organizaciones burocráticas. Está en manos de la iniciativa concertada de los ciudadanos, de su inteligencia y de su capacidad de decisión y de acuerdo. Esto es lo que, en su raíz, significa el protagonismo de la nueva ciudadanía.

ONTOLOGÍA DE LO NUEVO Si algo se ha querido dejar claro a lo largo de esta lección inaugural es que las reformas estructurales son necesarias, pero insuficientes, para encaminar la institución universitaria hacia esa nueva vitalidad que le está pidiendo el mundo actual. Lo verdaderamente imprescindible y perentorio es, como dijo Karl Jaspers, esa fuerza espiritual básica sin la cual son inútiles todas las reformas de la Universidad.

Tal energía interna no es una simple cuestión de organización o de entusiasmo. Depende esencialmente de la idea de la realidad que en la Universidad se cultive. Si tal concepción es ideológica -es decir, abstracta y estática- esa fuerza interior se resecará y la Universidad contribuirá a paralizar el dinamismo histórico y social. Al situarse fuera de la realidad y tratar de configurarla de manera voluntarista, toda ideología presenta una esencial dimensión utópica. Y, a su vez, las utopías son herejías cristianas secularizadas.

Según ha dicho Robert Spaemann, la utopía está muerta. Pero, ¿qué nos queda cuando lo que presuntamente sustituía a la religión se revela como ilusorio? O bien la vuelta al origen, el retorno al Dios vivo, o bien una radical antiutopía que niega cualquier dimensión trascendental del pensamiento humano. Richard Rorty, entre otros escritores relativistas, ha dibujado esta antiutopía: es el sueño de una sociedad liberal, en la cual han desaparecido todas las exigencias absolutas del conocimiento, la religión y la ética; en la cual sólo se consideran como verdaderos el placer y el dolor, sopesados según aquello que Amartya Sen ha llamado una “métrica mental”. No debemos tomarnos nada en serio: queremos sentirnos bien, y eso es todo. El lugar del nihilismo heroico de Nietzsche lo ha ocupado un nihilismo banal que, como también dice Spaemann, se llama a sí mismo “liberal” y a sus adversarios “fundamentalistas”. Para este nihilismo ‘light’, libertad significa multiplicación de las posibilidades de opción (algo así como ‘choice’). Pero no deja emerger ninguna opción por la que valga la pena renunciar a todas las demás. Ya no hay lugar para el tesoro escondido en el campo, por el cual vende cuanto tiene quien lo encuentra.

Y, sin embargo, lo nuevo sigue siendo insoslayable, inevitable, irrenunciable. Según Boris Groys, la exigencia de innovación es la única realidad que se expresa en la cultura. La atracción por lo nuevo es una ley que vige también en la post-modernidad, después de haberse despedido de todas las esperanzas de una revelación de lo oculto y de un progreso orientado hacia metas. Pero la postura de Groys está basada en que la cultura ya no remite a ninguna realidad extracultural, ni procede de la libertad o la creatividad humanas. Porque, para él, la cultura se ha convertido en parte de la economía y, en consecuencia, lo culturalmente nuevo ya no supone el alumbramiento de algo real que permaneciera velado, sino que se basa en una transvaloración de los valores y, al cabo, en cambios de estrategias de producción cultural. El pensador ruso considera que la utopía moderna es una especie de conservadurismo del futuro, y que por ello no es extraño que las actitudes revolucionarias hayan recurrido a las fuerzas destructivas propias de la guerra, acogiéndose en último término a ideologías extremadamente reaccionarias, como es el caso de la Unión Soviética, que Groys conoce por experiencia. Pero estimo que su propia postura no resulta aceptable, porque implica la consagración de una subsunción de la cultura en la economía que congela toda posibilidad de cambios reales que no sean ni meramente estéticos ni desesperadamente utópicos.

En una reciente propuesta sobre la Universidad actual, Jacques Derrida nos ha mostrado lo que puede dar de sí la desvinculación de la realidad extracultural y la “deconstrucción” de los ideales humanísticos de inspiración clásica: “[…] La universidad moderna debería ser sin condición. Entendamos por ‘universidad moderna’ aquella cuyo modelo europeo, tras una rica y compleja historia medieval, se ha tornado predominante, es decir ‘clásico’, desde hace dos siglos, en unos Estados de tipo democrático. Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad. […] La universidad hace profesión de la verdad, promete un compromiso sin límite para con la verdad. […] Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado bien sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir siendo un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica- frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos. Cuando digo ‘más que crítica’, sobreentiendo ‘deconstructiva’ (¿por qué no decirlo directamente y sin perder el tiempo?). Apelo al derecho a la deconstrucción como derecho incondicional a plantear cuestiones críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad de la cuestión, a la forma interrogativa del pensamiento”.

Ahora bien, la deconstrucción no tiene final ni finalidad. No tiene final porque ella misma es el final. Y no tiene finalidad porque implica el cierre de la época de la búsqueda filosófica de la verdad y de la pretensión de las continuas innovaciones que están vinculadas a esa búsqueda, sin que exista -según Derrida- posibilidad de renovación o superación de tal época. Lo que aquí se entiende por Universidad, e incluso por “verdad”, poco tiene ya que ver con lo que ha venido significando, mal que bien, a lo largo de la cultura humanista. Y así se confirma cuando se examina la propuesta de “nuevas humanidades” que hace también Derrida.

La deconstrucción, desde luego, no consiste en el intento de desmontar la tecnoestructura o, al menos, de perforarla, para volver a esa realidad vital originaria en la que a mi juicio se encuentra la fuente última de toda novedad. En un magnífico estudio sobre la situación de la investigación en la sociedad actual, Fernando Inciarte ha caracterizado así la tarea de los deconstruccionistas post-modernos y las consecuencias culturales de tal actividad: “La deconstrucción que hoy día practican más que proclaman (de-construcción no es sino la traducción literal del Ab-bau heideggeriano), no va ya dirigida a desenterrar lo originario, natural y primitivo removiendo toda clase de sedimentos. Lo único que hace es perpetuarlos: considerar que todo es copia de otra copia, es signo no de un significado sino de otro signo, es una pérdida no sólo del concepto de verdad sino incluso del de sentido; considerar que -como decía Wittgenstein, citando al escéptico vienés Karl Kraus- el progreso consiste sobre todo en parecer siempre más importante de lo que se es. ¿De qué me sirve romper con la cabeza la pared de mi celda, si más allá me voy a encontrar con otra celda? Es el sinsentido elevado a sistema y del que el reflejo evidente es la confusión de una sociedad hiperinformativa en donde la imagen es todo y la distinción entre apariencia y realidad tiende a desaparecer: por no hablar de aquella otra entre lo bueno y lo malo. El deconstruccionismo representa, por así decirlo, el resello filosófico de ese mundo que, pese a tantas revoluciones -socialistas, comunistas, nazis, populistas, nihilistas, etc.-, cada vez se ha ido imponiendo más. Es el triunfo de lo artificial sobre lo natural, de las múltiples posibilidades sobre las modestas realidades, de las imágenes sobre el hecho escueto, de la ilusión, en una palabra, sobre la verdad: el triunfo del fetichismo. Fetichismo es fundamentalmente substitución del todo por la parte, de lo real por lo imaginario, del significado por el signo, de le representé por le representant. No por casualidad ‘fetichismo’ es, junto con ‘narcisismo’, la palabra clave, no sólo, por ejemplo, de la crítica republicana de Marx al capitalismo liberal, sino también del deconstructivismo” .

El relativismo escéptico de la cultura en apariencia dominante no sólo implica la muerte espiritual del alma, sino también de toda cultura vital, sin la cual la Universidad misma acaba por responder a la fúnebre descripción que de ella hiciera Ortega y Gasset: “cosa triste, inerte, opaca, casi sin vida”. La Universidad que, desde hace ocho siglos, ha sido capaz de responder a los desafíos provenientes del exterior, se muestra ahora casi inerme ante la amenaza que brota de ella misma y que la está vaciando de su propio contenido. Estamos ante el fenómeno que los sociólogos actuales denominan “implosión”, es decir, explosión seca, hacia dentro, producida por un interno vacío. No se trata de un problema funcional. Lo que late en el fondo es una cuestión metafísica.

Los problema metafísicos se refieren radicalmente a la pregunta ya formulada por Aristóteles: “¿Qué es el ser?”. De la respuesta que a ella se dé, depende el destino de la Universidad. El atolladero en que ahora se encuentra la institución académica deriva de que la contestación dominante a este interrogante decisivo discurre, por lo general, en la línea del materialismo evolucionista. El ser, la realidad, todo tipo de realidad, es materia evolucionada. Lo cual implica que no hay diferencias esenciales entre las distintas especies de cosas, porque todas ellas provienen de un mismo material, primordialmente homogéneo, a partir del cual las diferencias son más aparentes que reales. Si “todo es uno y lo mismo”, como ya mantuvieron los sofistas, entonces ni hay ahora nada nuevo respecto al origen, ni existe la posibilidad de que lo haya.

La visión que del mundo tiene el evolucionismo materialista excluye toda novedad y cualquier progreso, porque está dirigida hacia atrás, con una actitud epistemológica en la que la memoria domina a la inteligencia. La esencia de lo que es -y de lo que eventualmente será- reside en lo que fue. Lo que parece nuevo en rigor no lo es. Porque, o bien estaba ya preformado de manera latente en el tejido originario, o bien su novedad es puramente ilusoria ya que en verdad no es más que -según la expresión típica de todo reduccionismo- aquello que ya era al comienzo. Las diferencias esenciales no son más que antropomorfismos. Y el hombre mismo, según ha advertido agudamente Spaemann, se convierte en un antropomorfismo: en una ficción de sí mismo por obra de sí mismo.

Para aspirar a conseguir lo nuevo, es preciso admitir que lo hay o, mejor quizá, que puede haberlo. Lo cual exige una ontología realista y esencialista, es decir, que admita diferencias fundamentales entre unas realidades y otras, y que esté abierta a la posibilidad de llegar a conocerlas.

En contra de la superficial contraposición entre una estática filosofía de la sustancia y una dinámica filosofía de la función, acontece más bien que la abolición de la esencia sustancial conduce al inmovilismo. Lo cual queda establecido en la distinción aristotélica entre las diversas rúbricas de la clasificación de los sentidos del ser. Porque sólo la diferenciación entre el ser en acto y el ser en potencia puede dar razón del surgimiento de lo nuevo. Como argumenta Aristóteles, si no es posible que lo que no es llegue a ser, entonces todo lo que llega a ser tendría que preexistir.

El preformacionismo inmovilista es, en efecto, la cara oculta del evolucionismo materialista. Los razonamientos antisofísticos conservan en este punto toda su validez hasta el día de hoy y presentan una inusitada actualidad. Porque, como residuo de la “hermenéutica total” tardomoderna, lo que ha quedado es la confusa percepción de un mundo indiferenciado e inerte, en el que todo está mezclado con todo y en el que nada realmente nuevo puede acontecer.

Llegados a esta situación filosófica terminal, es perentoria la emergencia de un nuevo modo de pensar. Se trata de un modo de pensar analógico, que se diversifica de acuerdo con las articulaciones y variaciones de lo real, ofrecidas a la inteligencia a través de los sentidos externos e internos. Por eso es capaz de salvar lo cualitativo y flexibilizarse para acoger la diferencia sin perder la identidad. Frente al “delirio báquico” de la dialéctica -del que hablaba Hegel- es un pensar sereno. Mas, en comparación con las fijaciones positivistas (decantación de aquella misma dialéctica), muestra un continuo dinamismo capaz de acoger y suscitar lo nuevo. Rompe con las contraposiciones ideológicas, porque no se acoge a ese modo abstracto de discurrir que sustituye las distinciones y los vínculos reales por sus simulacros polarizados. Para avanzar desde lo oscuro a lo claro, rechaza ‘ab initio’ esa confusión fundamental en la que todo lo aparentemente contradictorio se resuelve siempre en el monótono y cansino “todo es uno y lo mismo”. Sabe que -y sabe por qué- no hay mediación superadora del ser desde el no-ser. Y por eso mismo es capaz de buscar los caminos de la pluralidad, de la conciliación, de la gradualidad y de la armonía.

OPTIMISMO Y ESPERANZA En el núcleo conceptual de las actuales paradojas de la idea de realidad se encuentra un concepto clave: la noción de naturaleza. No es fácil prescindir de ella, por molesta y superada que pueda parecer a nuestras ilustradas mentes. No es sencillo desembarazarse de lo natural para dejar vía libre a lo racional, porque la “desnaturalización” del hombre acaba por conducir al naturalismo de lo humano y, a la postre, al irracionalismo, que implica “el final de la Universidad”. No es fácil prescindir del concepto de naturaleza y, además, resulta peligroso. La actual experiencia del deterioro medioambiental es, en este contexto, más reveladora que cualquier experimento conceptual. En rigor, la cuestión ecológica ha puesto de relieve los límites fácticos del pensamiento materialista. Pero desembarazarse de lo natural presenta consecuencia aún más graves, porque sin esta noción, el propio concepto de lo sobrenatural se cae por su base, de manera que la teología pierde pie. Y la teología, nos guste o no nos guste, es el alma de la Universidad y la última clave del sentido de lo nuevo.

Como se ha visto en el epígrafe anterior, si -desandando un supuesto proceso evolutivo- se considera la realidad física como un tejido indiferenciado, como una cantidad informe e inerte, sin relieves cualitativos ni internos dinamismos, se tenderá a tratarla como un inagotable material de trabajo con el que se puede hacer cualquier cosa. Tal es la visión mecanicista del mundo, con su concepción deísta del Absoluto, que está en la base de las utopías revolucionarias y transformadoras de la realidad, propias de la modernidad tardía, y que sigue alimentando ese gigantesco proceso metabólico de la producción, consumo y destrucción que recorre la entraña de las actuales actividades comerciales y bélicas, como ha puesto de relieve Roberto Calasso, en ‘La ruina de Kasch’, con una lucidez casi insoportable. Nietzsche advirtió muy bien lo principal que tras el mecanicismo materialista se esconde: voluntad de poder. Alcanzó también a anunciar la capacidad destructiva de las ideas y creencias ilustradas, que han conducido el dinamismo universitario a un punto muerto, como ha reconocido Allan Bloom. (Aunque resulte sorprendente que el propio Bloom recomiende más Ilustración para superar el ‘impasse’ académico al que Ilustración ha llevado a las universidades americanas). Pero Nietzsche no vislumbró que los límites de esa voluntad de dominio vendrían dados por la olvidada estructura propia de aquella materia presuntamente inercial o pasiva, que no habría experimentado ningún cambio esencial desde el caldo primordial del que todo proviene hasta la realidad compleja y fragmentada que hoy tenemos a la vista. (Ya vimos que, precisamente, la entraña del materialismo consiste en esa especie de “recuerdo” inalterable que siempre remite las cosas actuales a otras más primitivas y menos formalizadas, a las que la realidad presente constitutivamente se reduce). Ni el marxismo en su momento, ni el pragmatismo hoy, han tenido en cuenta una variable que resulta decisiva: la escasez de los recursos materiales y la terquedad de las leyes cualitativas que rigen el equilibrio del universo físico y, en otro sentido, la armonía de las comunidades humanas. Expulsada por la puerta de la historia, la vieja y despreciada ‘physis’ vuelve a entrar por la ventana de la realidad natural.

Y es que, en definitiva, no hay noción más abstracta y negativamente idealizada que la de la materia mecanicista. Lo peor que tiene tal materia es que no existe: es un constructo ideológico tan proteico -por carente de atributos- que se puede poner como sustrato o hipótesis de cualquier teoría o concepción del mundo, aunque semejantes visiones nunca consigan dar cuenta de la realidad, precisamente porque están montadas al aire, porque carecen de una fundamentación metafísica sin la cual la propia consistencia de la Universidad se desvanece. Frente a esa ficción interesada, lo que efectivamente existe es una realidad inteligible y finalizada, dotada de propiedades naturales que -en contra de todas las caricaturas que de ellas se han hecho- no tienen nada de misteriosas o ilusorias, pero que -en cualquier caso- no resulta posible ignorar ni en la investigación científica, ni en la tarea educativa, ni en la comprensión filosófica y teológica del ser creatural.

A la luz de estas consideraciones, aparentemente tan alejadas de nuestro azacanamiento diario, se advierte que la esperanza cristiana de la salvación ha de injertarse en una visión del mundo y de la vida que sea capaz de acogerla, que no sea por principio reluctante a ella.

La cuestión de la esperanza pasa a primer término cuando nos encontramos en la fase terminal de una época en la que la mayoría de los movimientos que se advierten presentan una índole inercial. La esperanza brilla por su ausencia cuando lo mejor que puede pasarnos es seguir un trecho más como hasta ahora. Y es que el objeto de la esperanza no es lo seguro; el objeto de la esperanza es lo nuevo. La esperanza, como pasión y como virtud, se refiere a un bien arduo y humanamente incierto que no se halla precontenido en las condiciones iniciales y que sólo se puede atisbar si uno adopta el bello riesgo de aventurar la propia vida.

La esperanza del hombre solamente asoma en el horizonte existencial cuando la propia vida se entiende como un drama cuya dinámica no es la de un mecanismo sino la de una narración. Lo peor del reduccionismo tecnocrático es que siempre promete más de lo mismo, pero es ciego para esos lances de la libertad en los que puede fulgurar lo nuevo. Por eso es tan triste el progresismo y resultan tan monótonas las utopías: porque no son capaces más que de recombinar lo dado, ya que sitúan el motor del cambio en una instancia impersonal y objetiva que sólo puede repetir hasta la saciedad lo ya visto, lo ya vivido. Y más penoso aún resultaría el caso de una teología que confundiera la esperanza teologal con la resignada aceptación de unos mecanismos de progreso que hace tiempo mostraron su inanidad.

El tipo de hombres que han generado esas utopías asociadas al progresismo tecnológico queda lúcidamente descrito por Ernst Jünger en una anotación del 22 de septiembre de 1945, publicada en el segundo volumen de sus ‘Radiaciones’: “[…] desconocedores de las lenguas antiguas, del mito griego, del derecho romano, de la Biblia y de la ética cristiana, de los moralistas franceses, de la metafísica alemana, de la poesía del mundo entero. Enanos en la vida verdadera, colosos de la crítica, de la destrucción, en la cual consiste su misión que ellos ignoran. De una claridad y distinción nada comunes en todos los asuntos mecánicos: deformes, atrofiados, confusos en todo lo concerniente a la belleza y el amor. Titanes de un solo ojo, espíritus de tinieblas, negadores y enemigos de todas las fuerzas creadoras -esos hombre podrían sumar sus esfuerzos durante millones de años sin dejar tras de sí una obra que pesase lo que una brizna de hierba, lo que un grano de trigo, lo que un ala de mosquito. Alejados del poema, del vino, de los sueños, de los juegos, y prendidos irremisiblemente en las redes de las falsas enseñanzas impartidas por engreídos maestrillos de escuela […]”.

Y es que la apuesta incondicionada por la eficacia genera una espantosa esterilidad. La apuesta por la fecundidad, en cambio, presupone un suelo fértil, una cultura, un cuidado, un cultivo del espíritu, como condición imprescindible para la generación y el crecimiento. Por eso la mentira primordial, el ‘proton pseudon’, de la tardomodernidad ilustrada consiste en situar la esperanza en la línea de la eficacia y desarraigarla de los enclaves de la fecundidad. En cambio, el fomento del amor a la sabiduría, la primacía del factor humano en las organizaciones y la promoción de una imagen libre y digna del hombre constituyen hoy lo que podríamos llamar ‘praeambula’ spei.

Cuando el paradigma de la fecundidad queda sustituido por el modelo de la eficacia, lo que se ofrece a cambio de la esperanza es el “optimismo”. Ese optimismo vacío y bobalicón, según el cual, a pesar de todo y no se sabe por qué, todo tendrá un ‘happy end’. De ese optimismo superficial cabría decir algo parecido a lo que Nietzsche afirmaba de la felicidad: que no es una virtud humana sino un sentimiento fomentado por los prepotentes. El cristiano de antaño sabía muy bien lo que pedía cuando imploraba que Dios le librara “de la muerte repentina y de las manos de los poderosos”.

Tal es el inicial movimiento de ese drama personal que representa, para cada uno, la historia de la salvación. Parte de comprobar la vanidad de la eficacia meramente humana, del poder puro, y se prolonga en el arrepentimiento de haberse dejado arrastrar por tal ensoñación. Adopta entonces la actitud de dejarse llevar dócilmente de la mano y mantener el oído atento a una Verdad cuyo origen no se puede encontrar entre las cosas de este mundo.

TEOLOGÍA DE LO NUEVO El cristiano sabe que la historia intramundana no tiene la última palabra. Ella misma está dirigida por una Sabiduría providente que nada tiene que ver con la hegeliana “astucia de la razón”. Por eso, en rigor, no hay una filosofía de la historia, si ésta se entiende como una explicación inmanente de sí misma. Hay, sí, una teología de la historia como saber acerca del ‘status viatoris’ cuyo último significado sólo se esclarece a la luz del ‘status comprehensoris’ que Cristo nos ha ganado con su muerte en la Cruz y su resurrección gloriosa. Nuestra propia muerte -límite entre la revocabilidad y la irrevocabilidad – se abre entonces a la esperanza, y nuestra vida se llena de sentido y responsabilidad.

No es la esperanza cristiana un lenitivo a las tensiones y luchas de esta vida. No adormece las capacidades de plantearse problemas y buscarles soluciones, tarea que la Universidad aborda desde su característica perspectiva educativa y teórica. Todo lo contrario. Devuelve a esta existencia nuestra toda su seriedad y toda su trascendencia. Hoy sabemos, con recientes y clamorosas evidencias, que el consabido “opio del pueblo” no es el cristianismo sino que lo son precisamente esas utopías totalitarias desde las que se lanzaron semejantes acusaciones. Al despertar del letargo ideológico, hemos de abrirnos a un renovado realismo cristiano que se toma muy a pecho los empeños de este mundo, justo porque éste es el campo de juego de la humana libertad que aquí ha de ganarse una plenitud trascendente. Como dice el Fundador de la Universidad de Navarra, los hijos de Dios no hemos de desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae la verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928, añade Josemaría Escrivá: “llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano”.

La presencia de Cristo entre nosotros, en nuestras comunidades y en nuestro mundo, es el ‘novum’ radical, el origen y la finalidad última de toda auténtica innovación. Él es la fuente de nuestra esperanza, el foco que -sabiéndolo o sin saberlo- atrae hacia sí los anhelos históricos de una vida social más armónica y lograda, más productiva y fecunda. El actual empeño eclesial en una nueva evangelización de las sociedades tradicionalmente cristianas constituye, por tanto, la clave para conseguir que las inquietudes de este tiempo de cambio desemboquen en iniciativas verdaderamente renovadoras.

Sólo este sólido fundamento de esperanza hace viable la prosecución del proyecto cultural al que seguimos llamando Universidad. Cuando el cinismo materialista y el relativismo cultural amenazan la posibilidad de institucionalizar el descubrimiento y la transmisión de la verdad, los cristianos sabemos que la Universidad establece una ámbito privilegiado para la manifestación de una libertad que libera de la pasividad y el conformismo. Máxima expresión intelectual de la esperanza que impulsa la búsqueda humana de la verdad, la teología es como la savia que mueve hacia la luz y hacia la vida ese árbol de las ciencias que es la institución universitaria.

El mayor desafío intelectual de este período de entre-épocas consiste, quizá, en el descubrimiento del papel arquitectónico que a la filosofía y a la teología les corresponde respecto al proceso por el que -como dice Juan Pablo II- la fe se hace cultura. En la inspiración fundacional de la Universidad de Navarra se encuentra ese impulso para encarnar la fe en todas las tesituras culturales y profesionales, contribuyendo así a una renovada síntesis de los saberes y a la formación armónica de las jóvenes generaciones. A pocos días ya de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer, el entrañable recuerdo de su figura amabilísima desemboca en la renovada fidelidad a un proyecto universitario cuya hondura teológica hunde sus raíces en una patente santidad de vida.

La “relación trascendental” de la Universidad con lo nuevo no se debe principalmente a la edad temprana de los que a ella acuden como estudiantes, porque un universitario ha de seguir siéndolo toda la vida, sin entrar jamás en el “Philisterium”, como se denominaba en los países germanos la vida burguesa de aquéllos que en un tiempo fueron alumnos de la Universidad. La constitutiva novedad de la institución académica brota de sus raíces cristianas. La Palabra de Dios revela continuamente su fuerza juvenil. Es joven por naturaleza; no se limita a contagiar un entusiasmo pasajero, sino que comunica una profunda ‘Begeisterung’, una espiritualización operada por el propio Espíritu que lo hace todo nuevo: el espíritu de Jesús, que no ha conocido la vejez.

Hay un modo clásico y humanamente digno de envejecer, pero no hay un modo cristiano. Envejecer significa haber superado el punto culminante, replegarse hacia el final físico. Este repliegue puede engradecerse con la fuerza moral de la renuncia, pero la vejez meramente humana es impensable sin la resignación. Y la resignación no es una virtud cristiana. Cristo no se resignó a la muerte ni lo hace ninguno de sus santos. La resignación incluye una idea de tiempo perdido que es ajena al sentido cristiano del tiempo: hasta el propio Marcel Proust se percata de que -si no se supera- es incompatible con la literatura como vocación. La juventud en el cristiano, incluso en el que es viejísimo, excluye que su infancia espiritual se torne infantilismo en la vejez. Lo que le mantiene joven es la juventud de la Palabra de Dios, esa llama que arde en el Evangelio e impide que la palabra de Cristo se encuentre completamente a sus anchas en el mundo desencantado de los adultos.

El cristianismo se hizo valer en el mundo de entonces, al que no le faltaban fuerza, madurez y nobleza, gracias a su juventud. Esa anticipación la pagaron frecuentemente los primeros cristianos con la muerte. Con una muerte a la que iban con sentido de aventura y de victoria, porque la juventud se proyecta naturalmente hacia el triunfo. El cristianismo es, desde sus mismos inicios hasta hoy, una vivencia de novedad que en pocas instituciones ha podido desplegarse tan connaturalmente como en la Universidad.

Contra las tempranas objeciones de la Gnosis sobre qué novedad podría haber aportado Jesucristo, si ya estaba todo -hasta en sus menores de talles- preanunciado en el Antiguo Testamento, contesta Ireneo: “Sabed que Él ha traído toda novedad, porque ha venido Él mismo”1. E Hipólito, refiriéndose a toda la vida de Cristo, se pregunta: “¿No son éstas cosas nuevas? Lo que nunca se ha visto en el curso del mundo, eso es una cosa nueva […]. Porque nueva es tu salvación, nuevo el camino por el cual tú has sido redimido mediante la Cruz y los clavos de Dios”.

Los santos actuales ofrecen al cristianismo todo el espacio de su alma y se dejan inundar por su juventud tan plenamente como las primeras generaciones de los seguidores de Cristo. Como decía Bernanos, el cristiano es esencialmente aquél que en este mundo guía y reúne a la juventud. Y ¿dónde mejor que en la Universidad? Con la ayuda de Dios, que no ha de faltar, el futuro de la Universidad de Navarra está asegurado. Al cabo de su primer medio siglo de vida, seguimos viendo muy claro que la clave de ese porvenir no son los medios materiales, de los que nunca hemos estado ni estaremos sobrados, a pesar de la generosidad de tantas personas que aciertan a percibir la trascendencia de su labor educativa y científica. La clave de ese futuro reside en la dinámica fidelidad a un espíritu que lleva valorar la dignidad intocable de las personas y a anteponer el bien común de la institución a los intereses particulares del individuo. Magnanimidad, grandeza de alma, se llama tal actitud de fondo. Es lo que nunca hemos de perder, aquello por lo que -con alegría esperanzada- siempre hemos de velar.

Tomado de http://www.unav.es/