Alfonso Sanz, “Custodiar el tesoro del celibato”, Palabra, IV.01

El don divino del amor célibe requiere una respuesta cotidiana de fidelidad.

Vivir el celibato requiere estar en posesión de ese don, pero además protegerlo de una fuerza poderosa que está dentro de nuestra naturaleza. Por eso, quienes intuyen esta llamada deben dedicarle cuidados especiales.

Si ya el clamor de la sexualidad es intenso en la situación del hombre en la historia, este clamor se hace verdaderamente vocerío en el mundo que vivimos. La sexualidad ha sido trivializada en los últimos decenios de una manera asombrosa. Hoy día pueden encontrarse llamadas al encuentro sexual por doquier y provocaciones en cualquier medio de comunicación.

A todos los que han secundado la llamada de Dios a seguir el camino del celibato propter regnum coelorum –también, en el apostolado laical o en la vida religiosa–, cabe aplicarles las exhortaciones que la Iglesia dirige a los sacerdotes: «Es necesario que los presbíteros se comporten con la debida prudencia en las relaciones con las personas cuya proximidad puede poner en peligro la fidelidad a este don, e incluso suscitar el escándalo de los fieles…

»No descuiden aquellas normas ascéticas, garantizadas por la experiencia de la Iglesia, que son ahora más necesarias debido a las circunstancias actuales, por las cuales prudentemente evitarán frecuentar lugares y asistir a espectáculos, o realizar lecturas, que pueden poner en peligro la observancia de la castidad en el celibato. Al hacer uso de los medios de comunicación social, como agentes o como usufructuarios, observen la necesaria discreción y eviten todo lo que pueda dañar la vocación» (Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, n. 60).

Poseer siempre su sentido La principal cautela para vivir bien el celibato es conocer y tener claro su sentido. Por boca del profeta Oseas, dice Dios: «languidece mi pueblo por falta de conocimiento» (Os. 4,6); es decir, por no saber, por ignorar el sentido de las cosas.

Los hombres luchamos hasta donde alcanzan nuestras convicciones. Por eso es preciso, ante todo, cultivar y poseer en plenitud el sentido del celibato. La falta de profundidad en el conocimiento de lo que vivimos puede llevarnos a languidecer. Aquello que intuimos en la juventud –que Dios nos pedía el corazón entero sólo para Él, que éramos llamados a un amor sobrenatural que excluía el amor conyugal–, eso mismo debe estar ahora firmemente asentado con convicción en el alma, bien alimentado con la oración, la lectura y el estudio.

Un pasaje evangélico Cuenta San Juan en su evangelio el coloquio que Jesús sostuvo con la mujer samaritana junto al pozo de Sicar. Ese encuentro sirve de marco para muchas de nuestras relaciones humanas.

En realidad, junto al pozo se producen varios encuentros paralelos: el de Jesús con la samaritana, pero también el de Dios con el hombre, el del sacerdote con la pecadora, y el del hombre con la mujer. Cada uno de los protagonistas, Cristo y la samaritana, son ellos mismos; pero también, de algún modo, representantes emblemáticos de cientos de almas similares.

Para llegar a Galilea desde Judea no queda más remedio que atravesar la montañosa y esquiva Samaría. Al llegar al pozo cercano a Sicar, Jesús, cansado del camino, se sentó. Era la hora de sexta, hora de reponer fuerzas. Los discípulos van a comprar comida. Y Jesús se queda allí solo.

Hay que subrayar que todo lo que va a hacer, lo hará cansado, debilitado, con sed y con hambre. ¡Cuantas veces ponemos el cansancio como excusa! Una excusa para permanecer inactivos, para tomarnos una compensación o para restar importancia a cesiones en la guarda del corazón y de los sentidos.

Elevar las miras Llegó una mujer a por agua del pozo. Jesús le dice: «dame de beber». Ella le responde: «¿cómo tú, varón judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana?». La petición es escueta y clara; la respuesta, vaga y confusa. Da la impresión de que quiere situar el diálogo en un contexto tú-yo, varón-mujer, judío-samaritana. Pero Jesús lo quiere Dios-criatura.

«Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva», responde Jesús. Al hablarle de Dios volatiliza la ligereza de las palabras de la samaritana. La conversación va a ser sacerdotal, no un frívolo encuentro de un hombre con una mujer, ni un montón de palabras ligeras sobre un tema insustancial.

El tema inicial del diálogo era el agua del pozo. El tema es lo que une a quienes hablan. De ahí la importancia de que nuestras conversaciones tengan un tema interesante. Cuando nos acostumbramos a hablar de cualquier cosa, podemos acabar hablando de bobadas o de asuntos demasiados personales o pringosos. Jesús tenía sed y habló del agua. La samaritana pretendía otra conversación. Y Jesús vuelve a sacar el tema, dándole un sentido más profundo: el agua viva, la gracia.

Prudencia El Maestro nos da lecciones de prudencia. Muestra con su palabra y con sus hechos la delicadeza con que debemos custodiar ese don de Dios que es el celibato.

Jesús y la samaritana conversan con un pozo de por medio: están muy cerca, pero con un abismo entre ambos. Esa mujer es alguien a quien hay que mantener a distancia, ya que –como luego se descubre– había tenido cinco maridos y el actual no era el suyo. Hemos de aprender, de esta manera de proceder, a poner distancia con las circunstancias o personas que puedan constituir una amenaza para la entrega completa del corazón a Dios.

El Maestro nos enseña también la naturalidad con que se puede hacer circular una conversación por derroteros apostólicos o pastorales, evitando seguir un camino que no sabemos donde puede acabar.

Esta prudencia de Jesús atañe a las relaciones humanas y al modo de ver la televisión, de leer y de vivir. Es distinto «poner la tele, a ver qué dan», que ver el telediario; o buscar una información precisa en internet, que navegar sin rumbo. Es distinto estar informado de la actualidad, que estar enterado de todo. «No es cordura mirar lo que no es lícito desear, decía San Juan de Ávila. Tan livianos somos que tras los ojos se nos va el corazón. Pongamos pues un velo entre nosotros y toda creatura, no hincando los ojos del todo en ella para que no perdamos la vista del creador».

Sinceridad Prosigue el relato. «Él le dice: vete, llama a tu marido y vuelve acá. Respondió la mujer: no tengo marido. Jesús le dice: bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad».

Parece que Cristo, antes de realizar la conversión de la mujer, le exige la sinceridad. Siempre es así, Jesús exige la sinceridad, la apertura del corazón. En el centro del conocimiento propio está la realidad —diariamente palpada— de la falta de dominio, de la herida de nuestra libertad. Esto hay que conocerlo, y también reconocerlo. Por eso es tan importante la sinceridad.

La sinceridad no es todavía la verdad: es mi versión, lo que yo veo dentro de mí mismo. La insinceridad, en cambio, es inmediatamente una mentira. Si la verdad es lo que nos hace libres (cfr. Jn 8,12), ¿qué nos hace la mentira, la insinceridad? Aprisionarnos. El que se engaña a sí mismo lleva a cabo el peor ataque contra su libertad. Engañarse a uno mismo es como encerrarse en una jaula y tirar la llave lejos.

Escuchar una música mejor Cuenta la Odisea lo que aconteció cuando el navío de Ulises y sus compañeros llegó a donde habitaban las sirenas. Se sabía que su hermosura y sus cantos producían un efecto mortal en los marineros de los barcos que transitaban por allí: ante aquel espectáculo embriagador, se lanzaban al mar tras lo que era un espejismo y sucumbían.

Ulises, aun consciente del peligro, deseaba de todos modos escucharlas. La solución se la dio Circe. Para no perecer debía tomar estas precauciones: atarse él al palo mayor y que todos los demás –a fin de no escuchar la música– se taponaran con cera los oídos. Llegado el momento de pasar frente a las sirenas, Ulises dio las órdenes oportunas y dispuso que le apretaran las cuerdas que lo amarraban, de modo que no pudiera desatarse por sí solo. Así lograron pasar sin perder la vida.

Unos años antes, hacía idéntico recorrido la expedición de Jasón y los argonautas, que venían de rescatar el vellocino de oro. Viajaba en la nave Orfeo, el gran músico. Sólo él se percató de que se aproximaban a las sirenas y, para librar a todos de una muerte segura, ideó una estratagema: cuando llegaron al punto crítico, comenzó a entonar una bellísima balada con su preciosa voz. Al oírle, los marineros fueron acercándose a su alrededor, extasiados. Cantaron también las sirenas, pero Orfeo se impuso. La expedición sorteó el peligro escuchando una música mejor.

Hay dos modos de pasar frente a las sirenas sin caer en su embrujo. Es decir, hay dos modos de obviar la belleza luciferina de la impureza y de la infidelidad al celibato: o maniatado, o bien escuchando una música mejor, la música de Dios.

Compromiso de amor Vivir el celibato puede a veces suponer esfuerzo, pero costará lo imposible a quien trate de vivirlo sin amor, sin escuchar esa otra música mejor. La fidelidad al compromiso libremente asumido debe ser –en expresión del Beato Josemaría Escrivá– «una afirmación gozosa» del amor al que uno se ha entregado.

Está claro que en todo momento habrá que luchar y que, por temporadas, será necesario recurrir a procedimientos similares al empleado por Ulises. Siempre, pero especialmente en épocas más dificultosas, hay que cerrar el corazón a afectos que nos pueden encadenar. Hay que desoír las voces que tratan de arrastrarnos tras las alucinaciones de amores menores. Y, sobre todo, hay que alimentar el amor que da sentido al celibato, y hacer que se despliegue y desarrolle.

La oración –el trato personal y asiduo con Jesucristo y con la Trinidad Santísima–, es la compañía imprescindible de quien quiere ser fiel a su compromiso de amor célibe.

Lógicamente, sirven también los medios aconsejados para salvaguardar la castidad: evitar hacer caso a lo que puede estimular la sexualidad; mortificar el cuerpo en terrenos que distan de la impureza –el capricho, la gula, la curiosidad o la comodidad–, para acostumbrarle a obedecer. En suma, acercarse a las cosas limpias y alejarse de las que pueden manchar.

María, nuestra esperanza El discípulo amado fue testigo y protagonista de las últimas palabras de Cristo. Clavado en la cruz, apenas con aliento, Jesús va a pronunciar palabras testamentarias. Un hombre que agoniza reserva sus escasas energías para decir lo imprescindible. Y dice: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). No se trata de un comentario bonito, ni de un consuelo para los que están al pie de la cruz. No se trata sólo de asegurar a la Virgen una casa de acogida. Es un mensaje esencial pronunciado con las últimas fuerzas, un resumen de lo que Nuestro Señor vino a decir y a decirnos: ahí tienes a tu madre, María; tu protectora, tu defensora, tu abogada; llévala a tu casa y a tu vida, porque ella es tu esperanza.

El trato asiduo con María, Madre Inmaculada entregada por completo a Jesús y a su plan redentor, asienta en el alma el compromiso de fidelidad al don del amor célibe. Quien se roza con María acaba contagiándose de su «locura de amor» por Jesús.

Alfonso Sanz Revista Palabra, nº 442-443, abril 2001