Constancia y tenacidad

  • La vida fácil
  • Sobreponerse a la adversidad
  • Perfeccionismo: aprender a equivocarse
  • Constancia
  • Tenacidad
  • La losa de la desesperanza
  • Mantenerse firme: aprender a decir que no
  • El hombre que plantaba árboles

La vida fácil «Entiendo lo que dices —comentaba Guillermo, un recién matriculado en la universidad—, pero yo no puedo ser distinto a como soy.

»Yo siempre he sido un poco despreocupado, algo informal, no me gusta tomarme demasiado en serio las cosas. Quiero disfrutar un poco de la vida, aprovechar un poco estos años, que apenas tengo diecinueve y no estoy en edad de pensar tanto.

»Tengo muchos proyectos en la vida, pero para más adelante. No tengo prisa. Yo no aguanto muchos días haciendo la misma cosa. Me gusta la variedad. Ya repetí un curso en bachillerato y no me traumatiza. Incluso prefiero hacer la carrera más despacio pero conociendo muchas otras cosas mientras.

»Y esto me sucede con casi todo; por ejemplo, tengo muchos amigos y amigas, pero me gusta ir variando, conocer gente, pero sin que me líen; he salido con muchas chicas, pero ninguna me ha durado dos meses: no quiero comprometerme ni estar ligado a nadie ni a nada.

»Yo —concluía— siempre he querido ser práctico. Tengo que aprovechar la juventud, que ya tendré tiempo de hartarme de vida más sosegada. No quiero ser como esos que se pasan sus mejores años debajo de una lámpara, estudiando día y noche como si no hubiera otra cosa en la vida.» Aquel chico no acertaba a comprender que por aprovechar, como él decía, esos cinco o seis años de vida universitaria, probablemente acabaría lamentándolo los cincuenta o sesenta siguientes.

No quería entender que es preciso esforzarse mucho para abrirse camino profesionalmente. Que no se trata de pasarse la juventud debajo de una lámpara, pero es indudable que de cómo uno se prepare en esos años depende en mucho cómo será luego su vida. Que lo habitual es que una persona perezosa o inconstante a su edad, llegue a los treinta o los cuarenta sin haber cambiado mucho. Igual que si es egoísta, o frívolo, o superficial: pasan los años y el tiempo no les hace mejorar si no se esfuerzan por mejorar.

«Mira —recuerdo que me decía—, es que no es tan sencillo. Sería una maravilla ser persona con una voluntad firme, y todas esas cosas. Lo desearía para mí, por supuesto. Pero todo eso exige mucho esfuerzo y yo no estoy acostumbrado a esos agobios.

»¿Es que no hay ningún camino más fácil? ¿No se puede ser feliz sin tanto sacrificio? Yo no soy mala persona, tú lo sabes. Procuro no perjudicar a nadie y al tiempo no complicarme la vida…» Y suelen tener razón en aquello de que no son malas personas, y de que procuran no perjudicar a los demás, y todo eso. Pero pienso que resulta algo pobre y bastante peligroso ese benevolente planteamiento de “no hacer daño a nadie y disfrutar cuanto más se pueda”. Cuando una persona excluye por principio aquello que le supone complicarse la vida, esa actitud puede significar una seria hipoteca para su felicidad.

No es que complicarse la vida tenga que ser el punto central de la filosofía de la vida de una persona, es cierto. Pero tampoco puede serlo el no complicársela, sobre todo cuando ésa es la única razón que nos frena ante algo digno de mejores actitudes. Hacer el bien supone muchas veces un esfuerzo considerable, y evitar habitualmente lo que supone esfuerzo hace difícil mantenerse dentro de las fronteras de la ética y de la sensatez.

Cualquier elección, por sencilla que sea, supone renunciar al resto de las opciones, la mayoría de ellas lícitas. Mill decía que de quien nunca se priva de cosa lícita, no se puede esperar que rehuse luego todas las prohibidas.

También cabe recordar aquella conocida expresión de cortar por lo sano, que sin duda proviene de la sabiduría médica y es tan de sentido común. Si hubiera, por ejemplo, que amputar una pierna o un brazo gangrenados, no se puede cortar justo en el límite entre lo sano y lo enfermo, porque lo más probable entonces es que siempre quede algo de lo enfermo, por pequeño que sea, y el mal continuará extendiéndose. Es preciso cortar un poco más arriba, aun a costa de perder algo de la zona sana.

Hay personas que son como un manojo de sentimientos vaporosos, personas que sólo quieren aceptar la parte fácil de la vida. Quieren el fin, pero no quieren los medios necesarios para alcanzar ese fin. Quieren ser premios Nobel sin estudiar, enriquecerse sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Y eso no es serio.

No distinguen entre lo que es propiamente querer algo, con todas sus consecuencias, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación.

Han de comprender que para la vida real se necesita más esfuerzo que para las novelas fabricadas por la fantasía. Y quizá no se enfrentan con la realidad de la vida porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

Quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan unas cuantas clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo, y no poner ese esfuerzo supone rechazar el fin, no querer de verdad.

Esta falta de fortaleza de carácter aparece a veces como una auténtica fiebre por cambiar de objetivo, y puede observarse de modo muy gráfico en algunos niños o adolescentes. Pongamos un ejemplo.

Ve anunciado en la televisión un eficacísimo método de aprendizaje de inglés, que pasa de inmediato a resultar absolutamente imprescindible. Lo compra. La primera decepción es que el método es muy laborioso, hay que ir grabando unos ejercicios en cada lección… De todos modos, comienza…, le cansa, sigue, lo deja; lo retoma, se aburre…, y finalmente lo deja en el olvido…, en la lección 4ª.

A la semana siguiente comienza a leer una novela interesantísima…, pero enseguida se le hace pesada y queda abandonada en los primeros capítulos.

Quizá después se propone hacer footing todos los días…, y no pasa de tres o cuatro.

Al poco fantaseará con ser un insigne virtuoso de aquel instrumento musical, pero pronto le parecerá inútil o imposible.

Quizá más adelante empiece con otra afición, y será un nuevo hobby que se sumará a la interminable serie de ilusiones que nunca se alcanzan, a ese continuo devaneo presidido por la inconstancia.

A lo mejor otro día, después de ver una película o de leer un libro en los que se exalta la figura de un personaje, con quien se identifica, se llena de proyectos buenos y de ilusiones sanas…, pero que se desvanecen en cuanto respira el aire de la calle, en cuanto aterriza de su ingenua emotividad.

El que se mima a sí mismo se vuelve blanducho. El camino de la vida fácil, aunque ameno al principio, se hace cada vez más trabajoso; y al final aguarda un amargo despertar. No es más fácil la vida fácil.

Sobreponerse a la adversidad La adversidad y el dolor se presentan en la vida de todos. Es una realidad sencilla y patente ante la que caben reacciones muy diversas.

Unos se crispan, maldicen y patalean. Otros se refugian en la melancolía, pero la melancolía es como una mano engañosa que se tiende hacia nosotros y que nunca logramos alcanzar: es pasajera, volátil, fugitiva.

La adversidad y el dolor no deben verse como cosas tan terribles. La mayoría de los pensadores que han afrontado seriamente el problema dicen que con ellos viene una enseñanza siempre útil para nuestra vida; que cuando se saben recibir pueden transformarse en algo positivo. Los golpes de la adversidad son amargos, pero nunca estériles.

En la educación familiar, los padres deben dar ejemplo de serenidad frente a los reveses de la vida, de mantener la alegría, de esos valores que se manifiestan cuando, frente a un golpe de destino, nos sabemos conformar. En la adversidad suele descubrirse al genio, en la prosperidad se oculta, afirmaba Horacio.

La alegría es una muestra de que va bien todo el entramado de virtudes de una persona. Es como un síntoma claro de que una vida está bien construida, que posee resortes —como decía Cervantes— para echar las penas fuera del alma y ser feliz.

El dolor y la adversidad constituyen todo un espectro de contrastes en las personas. Unos, con muy poco, se desesperan. Otros, con mucho más, se crecen. El problema no está en que esas adversidades o esos dolores sean muchos o pocos, sino en la riqueza espiritual de las personas que los sufren, en su categoría personal y en el modo en que los asumen. Por eso ha llegado a decirse que la valía de las personas suele ir en función inversa a las facilidades que han tenido en sus vidas.

Perfeccionismo: aprender a equivocarse Todos hemos conocido chicos y chicas pequeños que acaban siendo personas raras por culpa de una especie de terror a hacerlo mal.

Ese chico, o esa chica, a lo mejor no quiere jugar al fútbol o al baloncesto en el colegio, porque dice —y no es para tanto— que no juega bien. O jamás sale voluntariamente a la pizarra, porque le aterra la posibilidad de no saber contestar perfectamente. O no quiere participar de un juego que no conoce, porque no quiere arriesgarse a ser el perdedor hasta que haya conseguido dominar bien sus reglas.

Los perfeccionistas son personas que tienen cosas muy positivas: creen en el trabajo bien hecho, procuran terminar bien las cosas, ponen ilusión en cuidar los detalles.

Pero tienen también bastantes negativas: viven tensos, sufren mucho cuando ven que no siempre pueden llegar a la suma perfección que tanto anhelan, su minuciosidad les hace ser lentos, y con frecuencia son demasiado exigentes con quienes no son tan perfeccionistas como ellos.

Una de las cosas más difíciles de aprender es a equivocarse. No me refiero al hecho en sí de fallar, de cometer un error, que eso es muy fácil. Hablo de equivocarse y no venirse abajo, de saber reconocer un error sin sentirse terriblemente humillado. Que no nos suceda como a Guille, el hermanito de Mafalda, aquella vez que su hermana lo encontró llorando desconsoladamente: —¿Qué te pasa, Guille? —Me duelen los pies —responde entre pucheros.

Mafalda se fija en los pies del crío y le explica: —Claro, Guille, te has puesto los zapatos cambiados de pie, al revés.

Guille, tras un instante para comprobar el hecho indiscutible, comienza a berrear más fuerte. Mafalda le interrumpe: —¿Y ahora? —¡Ahora me duele mi odgullo! Los fracasos son algo connatural al hombre, le siguen como la sombra al cuerpo. Todos nos equivocamos, y normalmente más de lo que creemos. Por eso, cuando los perfeccionistas se derrumban al comprobar que no son perfectos, demuestran con ello ser personas que cuentan poco con la realidad.

Debemos aprender a darnos cuenta de que no es una tragedia equivocarse, puesto que la calidad humana no está en no fallar, sino en saber reponerse de esos errores.

A veces tienen en esto bastante culpa los padres. Son peligrosos los padres que crían a sus hijos en la neurosis perfeccionista. Quizá educan a su hijo para que jamás suspenda o jamás rompa un plato, cuando más bien deberían educarle para que se esmere en ser un buen estudiante y procure que no se le caiga el plato, y —sobre todo— para que sepa sacar fuerza de cada error y sea capaz de volver a estudiar con ilusión o de recoger los pedazos del plato roto.

Porque errores los cometemos todos. La diferencia es que unos sacan de ellos enseñanza para el futuro y humildad, mientras que otros sólo obtienen amargura y pesimismo. Conviene educar a los chicos de modo que tengan capacidad de superar los tropiezos con deportividad.

Da pena ver a personas inteligentes venirse abajo y abandonar una carrera o una oposición al primer suspenso; a chicos o chicas jóvenes que fracasan en su primer noviazgo y maldicen contra toda la humanidad; a otros que no pueden soportar un pequeño batacazo en su brillante carrera triunfadora en la amistad, o en lo afectivo, o en lo profesional, y se hunden miserablemente: el mayor de los fracasos suele ser dejar de hacer las cosas por miedo a fracasar.

Constancia Demóstenes perdió a su padre cuando tenía tan sólo siete años. Sus tutores administraron deslealmente su herencia, y el chico, siendo apenas un adolescente, tuvo ya que litigar para reivindicar su patrimonio.

En uno de los juicios a los que tuvo que asistir, quedó impresionado por la elocuencia del abogado defensor. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la oratoria.

Soñaba con ser un gran orador, pero la tarea no era fácil. Tenía escasísimas aptitudes, pues padecía dislexia, se sentía incapaz de hacer nada de modo improvisado, era tartamudo y tenía poca voz. Su primer discurso fue un completo fracaso: la risa de los asistentes le obligó a interrumpirlo sin poder llegar al final.

Cuando, abatido, vagaba por las calles de la ciudad, un anciano le infundió ánimos y le alentó a seguir ejercitándose. “La paciencia te traerá el éxito”, le aseguró.

Se aplicó con más tenacidad aún a conseguir su propósito. Era blanco de mofas continuas por parte de sus contrarios, pero él no se arredró. Para remediar sus defectos en el habla, se ponía una piedrecilla debajo de la lengua y marchaba hasta la orilla del mar y gritaba con todas sus fuerzas, hasta que su voz se hacía oír clara y fuerte por encima del rumor de las olas. Recitaba casi a gritos discursos y poesías para fortalecer su voz, y cuando tenía que participar en una discusión, repasaba una y otra vez los argumentos de ambas partes, sopesando el valor de cada uno de ellos.

A los pocos años, aquel pobre niño huérfano y tartamudo había profundizado de tal manera en los secretos de la elocuencia que llegó a ser el más brillante de los oradores griegos, pionero de una oratoria formidable que rompía con los estrechos moldes de las reglas retóricas de sus tiempos, y que todavía hoy, 2.300 años después, constituye un modelo en su género.

Demóstenes es un ejemplo de entre la multitud de hombres y mujeres que a lo largo de la historia han sabido mostrar cuánto es capaz de hacer una voluntad decidida.

El mundo avanza a remolque de la gente que es perseverante en su empeño. A veces las personas decimos que queremos, pero en realidad no queremos, porque no llegamos a proponérnoslo seriamente. Si acaso, lo intentamos, pero hay mucha diferencia entre un genérico quisiera y un decidido quiero.

Muchas personas piensan que les es imposible hacer nada con tantos condicionamientos que tienen.

Beethoven, por ejemplo, estaba casi completamente sordo cuando compuso su obra más excelsa. Dante escribió La Divina Comedia en el destierro, luchando contra la miseria, y empleó para ello treinta años. Mozart compuso su Requiem en el lecho de muerte, afligido de terribles dolores.

Tampoco Cristóbal Colón habría descubierto América si se hubiera desalentado después de sus primeras tentativas. Todo el mundo se reía de él cuando iba de un sitio a otro pidiendo ayuda económica para su viaje. Le tenían por aventurero, por visionario, pero él se afirmó resueltamente en su propósito.

Es cierto que no todo el mundo es como esos genios que han pasado a la Historia, y que no se trata de vivir obsesionados por alcanzar grandes metas. Efectivamente. Sin obsesiones, pero sin abandonarse, que bastante rebaja trae ya consigo la vida. Liszt, aquel gran compositor, decía: “Si no hago mis ejercicios un día, lo noto yo; pero si los omito durante tres días, entonces ya lo nota el público”.

Muchas veces las cosas no salen una y otra vez. No le iría bien al río, dice el refrán, si de todos los huevos saliesen peces grandes. Ni al jardín, si cada flor diese fruto. Tampoco al hombre, si todas sus empresas fueran coronadas por el éxito. La vida es así y hay que aceptarla como es.

Es preciso transmitir ese talante en la educación. Que no se engañen diciendo que “la suerte es patrimonio de los tontos”, porque es una excusa de fracasados. Que no piensen que son muy listos pero que la vida no les hace justicia, cuando quizá lo que debieran hacer buscar la verdadera razón de su desgracia. Que se acuerden de ese otro refrán: el que quiera lograr algo en la vida, no haga reproches a la suerte, agarre la ocasión por los pelos y no la suelte.

Lanzarse y perseverar. Audacia y constancia: dos aspectos inseparables que se complementan. Horacio afirmaba que quien ha emprendido el trabajo, tiene ya hecho la mitad. Y se podría completar con aquello otro de Sócrates: comenzar bien no es poco, pero tampoco es mucho.

Tenacidad Dicen que la muerte blanca —la muerte por congelación— es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en Terre des hommes, donde narra la aventura de un piloto cuyo avión se había estrellado en los Andes, y que tras una increíble travesía apareció destrozado pero vivo, cuando todo el mundo había perdido la esperanza.

Aquel hombre tenía un montón de razones para dejar de luchar por salvarse: no conocía el camino, era casi seguro que todo aquel sobrehumano esfuerzo no serviría para nada. Estaba solo, perdido, roto de golpes, de fatiga, de cansancio. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía: «Los Andes en invierno, no devuelve a los hombres».

«He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarse en este martirio?» Le bastaba cerrar los ojos para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Y ya no habría golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni hielos abrasadores, ni ese peso de la vida que tenía que arrastrar tan pesadamente.

Pero Guillaumet piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les podía fallar. Ellos le querían, le esperaban. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? «Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí, y soy un canalla si no camino.» Cuando volvía a caerse, repetía esas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y el cansancio; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo: «si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo».

Cuando lo encontraron, su primera frase fue como resumen de su tenacidad extraordinaria: «Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho». Saint-Exupéry lo comenta así en su obra: Ésta es la frase más noble que conozco, una frase que sitúa al hombre, que le honra, que restablece las jerarquías verdaderas.

Cuando a Guillaumet está exhausto y le abruma saber que es casi imposible que llegue a encontrar a nadie en aquellas montañas, rechaza la voz del agotamiento, que le incita a tirarse al suelo y renunciar. El animal sólo soporta el agotamiento cuando está espoleado por impulsos básicos, como el miedo; sin embargo el hombre ha multiplicado los motivos para sobreponerse y aguantar: los valores que influyen en su conciencia pueden ser sentidos, como sucede a los animales, pero también pueden ser pensados. Cuando los sentimos, sólo experimentamos su atracción o su repulsión; cuando los pensamos, podemos ver lo valioso aunque casi no sintamos nada.

Lo innovador del hombre, como señala José Antonio Marina, es que puede regir su comportamiento por valores pensados, y no sólo por valores sentidos. Si sólo pudiéramos acomodar nuestra conducta a lo que sentimos, no podríamos hablar de libertad, porque no podríamos dirigir libremente nuestros sentimientos. A pesar de la angustiosa protesta de sus músculos, y de que sólo siente cansancio, Guillaumet puede pensar en otros valores, o recuperar de su memoria los valores vividos en otras ocasiones, y ajustar a ellos su comportamiento. Una vez más, lo espiritual se introduce en lo corporal, lo amplía y lo enriquece.

La losa de la desesperanza Victor Frankl cuenta cómo los que estuvieron en campos de concentración durante y después de la Segunda Guerra Mundial recuerdan perfectamente a aquellos hombres que iban de barracón en barracón dando consuelo a los demás, brindándoles su ayuda y, muchas veces, dándoles el último trozo de pan que les quedaba.

Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa que es como la última de sus posesiones: la elección de la actitud personal para decidir el propio camino.

El mensaje de Frankl es claro y esperanzador: por muchas que sean las desgracias que se abatan sobre una persona, por muy cerrado que se presente el horizonte en un momento dado, siempre queda al hombre la libertad inviolable de actuar conforme a sus principios, siempre queda la esperanza.

¿Cómo infundir esperanza en uno mismo, en la familia? Hay muchos detalles que pueden contribuir mucho a lograrlo. Por ejemplo:

  • Transmitir un aliento positivo en todo aquello que hacemos. No dejar hundido a nadie. Decir primero lo que va bien, y de lo que va mal hablar sólo lo imprescindible.
  • Quizá tus hijos, por lo que sea, te ven poco: que insufles oxígeno en el poco rato que te vean.
  • Cuida de no caer en un optimismo simplón, que sería un sustitutivo barato de la esperanza. Los optimistas vacíos se van dando golpes contra la realidad. En cambio, los realistas con esperanza saben afrontar con entereza la realidad, porque la esperanza no es un consuelo para niños ni un narcótico para ingenuos.
  • La gente necesita que le digan de vez en cuando que lo ha hecho bien. Es una pena que algunos parezcan como incapaces de hacer un elogio o un cumplido, cuando es algo más importante de lo que parece.
  • Sé previsor para esquivar los males evitables. La esperanza no es una resignación tonta sumada a un optimismo ingenuo: es para trabajar y transformar la realidad y así evitar en lo posible esos males.
  • Afronta con serenidad las contrariedades, los destrozos, los errores de tus hijos. Piensa que incluso quienes han recibido una esmerada formación pueden cometer a veces errores serios. Un descuido ocasional, por tanto, aunque sea grave, no es motivo para la desesperación. Si tu hijo vuelve una noche borracho a casa después de una fiesta, o si tu hija fuma un día marihuana con un grupo de amigotes, el mundo no se acaba ahí. Por supuesto que es grave y hay que actuar con rapidez y decisión, pero todavía hay remedio.

    A veces parece como si los errores acumulados de mucho tiempo tiñeran de negro el futuro, y piensas que todo va a acabar mal. A veces llega un momento en que no encuentras sentido a casi nada, y no te sientes con fuerzas para pasarte la vida luchando sin ver el final del camino…

    Sería estupendo tener luz para ver claro el camino en todos los momentos, todos los días, toda la vida. Sería mucho más bonito, más tranquilizador, sería maravilloso. Pero no siempre se tiene. A lo mejor tenemos luz en un momento determinado, y unas horas después no. Y unos días sí y otros no. Y puede llegar una temporada especialmente oscura. Pero hay que seguir adelante.

    Algunos abandonan su lucha simplemente porque no pueden lograr sus objetivos al ciento por ciento. Les falta esperanza para construir humildemente cada día aunque sea sólo un dos o un tres por ciento de sus planes.

    Haz ese poquito que puedes y procura que en tu casa haga cada uno ese poquito que puede, y cambiarán mucho las cosas en poco tiempo. Teme menos al futuro y pon más coraje en el presente. Es mala política vivir demasiado mediatizado por el pasado o el futuro, tanto si es por amargura como si lo es por añoranza.

    Si es por amargura, convendría recordar aquel adagio ruso que dice que lamentarse por el pasado es como correr en pos del viento. En vez de dar vueltas y más vueltas a ideas recurrentes, en vez de decir que el mundo es un asco, o que todos los hombres son unos egoístas, o que cada uno sólo se preocupa de lo suyo; en vez de eso, vamos a ver si cada uno mejora un poco su propia vida y la de los cuatro o cinco, o quince, o veinte, que tiene a su lado. Menos preguntas, menos quejas y más trabajo.

    Y si es por añoranza, habría que pensar si ese recuerdo del pasado sirve para iluminar el presente o es un torpe refugio sentimental para no hacer frente al día de hoy.

    Otros se desaniman porque ven muy negro su futuro profesional o afectivo. Las cosas no están nada fáciles hoy día… Ante la sombra del no hay futuro, es fácil caer en la tentación de rehuir el esfuerzo cotidiano, de buscar el refugio en unos ratos de disfrute engañosos que siempre se hacen breves, en el embaucamiento de aguantar el paso del tiempo soñando con esos momentos de fuga.

    Así, un estudiante puede pasarse clases enteras pensando en lo que hará el fin de semana, y semanas enteras pensando en la llegada del verano, y años enteros soñando con que la felicidad vendrá con la vida universitaria, o con el comienzo del ejercicio profesional, o con el matrimonio…, o con la jubilación. Y no comprende que el futuro está en el presente.

    Mantenerse firme: aprender a decir que no «Yo quiero mucho a mi hija pequeña —explicaba una mujer bastante sensata en una conversación con otros matrimonios amigos—; y procuro manifestarlo de modo concreto cada día. Pero hay veces en que realmente mi hija se porta mal.

    »Tengo amigas que me dicen que a esa edad nadie se porta mal, sino que hace inocentemente algo que todavía no ha aprendido a saber que está mal. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque sea pequeña, he visto a mi hija comportarse mal y saberlo.

    »Es verdad que son cosas pequeñas, que es malicia sencilla, a su nivel, pero es malicia al fin y al cabo. Son cosas que a nosotros nos parecen de poca entidad, pero que para ella sí tienen importancia. Y por su bien y por el mío tengo que actuar con firmeza, tengo que decirle no, un no bien claro, para que lo comprenda y obedezca enseguida.

    »No tiene por qué suceder con frecuencia, pero cuando sucede hay que hacerle ver que de ninguna manera debe hacer eso. Y que ahí estoy yo dispuesta a mantenerme bien firme. Y si no le gusta lo que hago lo sentiré mucho, y podrá llorar y llorar, y yo pasaré también un mal rato, pero no cederé, porque creo que eso está mal, y hay veces en que hay que trazar una raya en la arena y ella ha de comprender que no debe traspasar esa raya. Y así hasta que por sí misma oiga en su interior la palabra no, y no sólo la que yo le digo.» —¿Y cuando los hijos son ya más mayores?, —preguntó uno de los presentes.

    «Es un poco distinto, pero también hay que aprender a decir que no. ¿Qué hago? Me siento y hablo con él, o con ella. No le doy voces ni le grito. Pero le digo en qué creo y por qué, y no tengo pelos en la lengua. Intento ir al grano. Y yo también escucho con atención, porque a veces con sus razones me han hecho cambiar de opinión. No tengo ningún miedo a cambiar de opinión si me convencen, pero tampoco tengo miedo a emplear la palabra bien y la palabra mal.» —Pero hay temas difíciles, y edades difíciles. Por ejemplo, ¿qué haces para que te escuche en cuestión de sexo? —todos escuchaban con atención, y ella no necesitó mucho tiempo para recoger sus pensamientos y contestar: «Hablo a solas con él, o con ella, y siempre me escucha. No siempre está de acuerdo conmigo, sobre todo al principio, pero al final logramos entendernos casi totalmente. Hay algunas veces en que no lo entiende del todo, pero por lo menos sabe bien que yo deseo que esté de acuerdo conmigo, aunque no lo entienda del todo, es decir, que quiero que confíe en lo que le digo, porque soy su madre y quiero lo mejor para ellos. Y se lo digo así. Lo hago pocas veces, pero a veces lo hago. Le pido que me obedezca en ese asunto concreto, incluso aunque al principio no lo entienda del todo, y aunque sepa que probablemente yo no voy a poder controlarle. Sé que esto parecerá extraño a mucha gente, pero yo le digo a mi hijos adolescentes que hasta que se casen no deben tener relaciones sexuales en ninguna circunstancia, con nadie en absoluto.

    »Mi teoría consiste en hablar con cada hijo, escucharle, intentar persuadirle, pero también a veces —sencillamente— decirle que no. Y no tengo miedo de emplear valores morales, que en la familia hemos tenido siempre.» Escuchando esa conversación, me venían a la memoria, por contraste, unas palabras de la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro: «El remordimiento más grande es el de no haber tenido nunca la valentía de plantarle cara, el de no haberle dicho nunca: “Hija mía, estás equivocada”. Sentía que en sus palabras había unos eslóganes peligrosísimos, cosas que, por su bien, yo hubiera tenido que cortar de cuajo inmediatamente; y, sin embargo, me abstenía de intervenir. Los asuntos de que hablábamos eran esenciales. Lo que me hacía actuar —mejor dicho, no actuar— era la idea de que para ser amada tenía que eludir el choque, simular que era lo que no era.

    »Mi hija era dominante por naturaleza, tenía más carácter que yo, y yo temía el enfrentamiento abierto, tenía miedo de oponerme. Si la hubiese amado verdaderamente habría tenido que indignarme, incluso tratarla a veces con dureza; habría tenido que obligarla a hacer determinadas cosas o a no hacerlas en absoluto. Tal vez era justamente eso lo que ella quería, lo que necesitaba. ¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender! Si en aquella circunstancia yo hubiese comprendido que la primera cualidad del amor es la fuerza, probablemente los sucesos se habrían desarrollado de otra manera.» El hombre que plantaba árboles Jean Giono escribió hace tiempo un magnífico relato sobre un curioso personaje que conoció en 1913 en un abandonado y desértico rincón de la Provenza. Se trataba de un pastor de 55 años llamado Elzéard Bouffier. Vivía en un lugar donde toda la tierra aparecía estéril y reseca. A su alrededor se extendía un paraje desolado donde vivían algunas familias bajo un riguroso clima, en medio de la pobreza y de los conflictos provocados por el continuo deseo de escapar de allí.

    Aquel hombre se había propuesto regenerar aquella tierra yerma. Y quería hacerlo por un sistema sencillo y a la vez sorprendente: plantar árboles, todos los que pudiera. Había sembrado ya 100.000, de los que habían germinado unos 20.000. De esos, esperaba perder la mitad a causa de los roedores y el mal clima, pero aún así quedarían 10.000 robles donde antes no había nada.

    Diez años después de aquel primer encuentro, aquellos robles eran más altos que un hombre y formaban un bosque de once kilómetros de largo por tres de ancho. Aquel perseverante y concienzudo pastor había proseguido su plan con otras especies vegetales, y así lo confirmaban las hayas, que se encontraban esparcidas tan lejos como la vista podía abarcar. También había plantado abedules en todos los valles donde encontró suficiente humedad. La transformación había sido tan gradual, que había llegado a ser parte del conjunto sin provocar mayor asombro. Algunos cazadores que subían hasta aquel lugar lo habían notado, pero lo atribuían a algún capricho de la naturaleza.

    En 1935, las lomas estaban cubiertas con árboles de más de siete metros de altura. Cuando aquel hombre falleció, en 1947, había vivido 89 años y realmente esos parajes habían cambiado mucho. Todo era distinto, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos, soplaba una suave brisa cargada de aromas del bosque. Se habían restaurado las casas. Había matrimonios jóvenes. Aquel lugar se había convertido en un sitio donde era agradable vivir. En las faldas de las montañas había campos de cebada y centeno. Al fondo del angosto valle, las praderas comenzaban a reverdecer. En lugar de las ruinas ahora se extendían campos esmeradamente cuidados. La gente de las tierras bajas, donde el suelo es caro, se había instalado allí, trayendo juventud, movimiento y espíritu de aventura.

    “Cuando pienso –concluía el escritor francés– que un hombre solo, armado únicamente con sus recursos físicos y espirituales, fue capaz de hacer brotar esta tierra de Canáan en el desierto, me convenzo de que, a pesar de todo, la humanidad es admirable; y cuando valoro la inagotable grandeza de espíritu y la benevolente tenacidad que implicó obtener este resultado, me lleno de inmenso respeto hacia ese campesino viejo e iletrado, que fue capaz de realizar un trabajo digno de Dios”.

    Un hombre planta árboles y toda una región cambia. Todos conocemos personas como este hombre, que pasan inadvertidas pero que allá donde están, las cosas tienden a mejorar. Su presencia infunde optimismo y ganas de trabajar. Se sobreponen a contratiempos y dificultades que a otros los desalientan. Poseen una rebeldía constructiva, y sus pequeños o grandes esfuerzos hacen rectificar el rumbo de las vidas de los hombres.

    Como ha escrito Alejandro Llano, hay cosas que no tienen arreglo, y nos cuesta aceptarlas. Y hay otras que sí que tienen arreglo, pero nos hemos convencido de que no lo tienen. Por eso, una de las razones por las que nos cuesta tanto cambiar las cosas que no van bien es porque creemos que no podemos cambiarlas.

    Es preciso tener fe en que el hombre puede transformarse y cambiar, tanto él mismo como el entorno que le rodea. Cada uno debe sembrar con constancia lo que él pueda aportar: su buen humor, su paciencia, su laboriosidad, su capacidad de escuchar y de querer. Podrá parecer poca cosa, pero son elementos que acaban por hacer fértiles los terrenos más áridos.