Controlar los propios sentimientos

Cuando un hombre está irritado,
sus razones le abandonan.
Proverbio La espiral de la preocupación «Estaba desolada. Por alguna razón, aquella pequeña historia de ese tonto comentario era superior a mis fuerzas.

»Reviví mentalmente el incidente una y mil veces, como una obra en tres actos. Lo analicé, lo diseccioné, lo descuarticé y volví a recomponerlo. Reviví mis emociones, la ira y el tremendo dolor por ese comentario.

»Me sentía muy dolida, pero veía que la memoria y la imaginación estaban multiplicando ese dolor, repitiéndolo todo una y otra vez, haciéndome desear que hubiera dicho o hecho eso o lo otro. Es horrible. Te puedes obsesionar con un suceso y perder la medida real de las cosas.» La preocupación, que tan vivamente narraba aquella mujer, si no se mantiene dentro de unos límites razonables, puede desarrollarse hasta extremos claramente perjudiciales.

La espiral de la preocupación es el núcleo fundamental de la ansiedad.

No es que la preocupación sea negativa de por sí. Como han señalado Lizabeth Roemer y Thomas Borkovec, la preocupación es esencial para la supervivencia y la dignidad del hombre, pues resulta imprescindible para la reflexión constructiva, y sirve para alertar ante un peligro potencial y facilitarnos la búsqueda de soluciones.

Sin embargo, cuando la preocupación se repite continuamente sin aportar ninguna solución positiva, produce un constante ruido de fondo emocional que genera un agobiante murmullo de ansiedad. Esa espiral suele comenzar por un relato interno, que luego va saltando de un tema a otro, a una velocidad que puede llegar a ser vertiginosa. Si se hace crónica y reiterativa, esas personas no logran dejar de estar preocupadas y no consiguen relajarse. Y en lugar de buscar una posible salida, se limitan a dar vueltas y más vueltas en torno a esas ideas reiterativas, profundizando así el surco del pensamiento que les inquieta.

Si ese círculo vicioso se intensifica y persiste, ensombrece el hilo argumental de la mente y puede conducir, en los casos más graves, a trastornos nerviosos de diverso género: fobias (cuando la ansiedad se fija en una intensa aversión hacia situaciones o personas), obsesiones (por la salud, el orden, la limpieza, la propia imagen, el peso, la forma física, etc.), sensación de pánico (ante un riesgo físico, o al tener que aparecer en público), insomnio (como consecuencia de pensamientos intrusivos o preocupaciones no bien abordadas), etc.

—¿Y por qué la preocupación puede terminar en esa especie de adicción mental? Es difícil saberlo. Quizá porque mientras la persona está inmersa en esos pensamientos recurrentes, escapa de su sensación subjetiva de ansiedad. Cede a la tentación de perderse en una interminable secuencia de preocupaciones, en las que se refugia, y que le envuelven en una especie de neblina narcotizante.

—¿Y qué hay que hacer para salir de esa espiral de la preocupación? Porque no es nada fácil seguir consejos como «no te preocupes; anda, distráete un poco», u otros parecidos.

Lo mejor es conocerse bien para así detectar el fenómeno y cortar con esa tendencia desde sus inicios. Hay que adoptar una actitud crítica hacia lo que constituye el origen de su preocupación, y preguntarse básicamente tres cosas:

  • ¿Cuál es la probabilidad real de que eso suceda?
  • ¿Qué es razonable que haga yo para evitarlo?
  • ¿De qué me está sirviendo darle vueltas de esta manera?
  • Así, con una mezcla de atención y de sano escepticismo, se puede ir frenando la ansiedad y salir poco a poco del círculo vicioso en que tiende a aprisionarnos.

    El control de la tristeza Es cierto que puede haber momentos en que la tristeza sea la reacción más natural y adecuada: por ejemplo, ante el fallecimiento de un ser querido, o ante alguna otra importante pérdida irreparable. En esos casos, la tristeza proporciona una especie de refugio reflexivo, de duelo necesario para asumir esa pérdida y ponderar su significado.

    Sin embargo, la tristeza común, esa melancolía que lleva a las personas a estar abatidas, a aislarse de los demás y hundirse bajo el peso de la soledad o el desamparo, es un sentimiento cruel y lacerante que hay que aprender a superar.

    Uno de los principales motivos de la duración e intensidad de un estado de tristeza es el grado de obsesión que se tenga ante la causa que ha producido la tristeza. Preocuparse más de lo debido por esa causa, sólo hace que la tristeza se agudice y se prolongue más aún. Aislarse, dar vueltas y vueltas a lo mal que nos sentimos, o a los nuevos males que nos pueden sobrevenir, son excelentes modos de prolongar ese estado.

    —¿Y qué se puede hacer para superarlo? De modo análogo a lo que decíamos al hablar sobre la espiral de la preocupación, la mejor terapia contra la tristeza es reflexionar sobre sus causas, para así buscar remedio en la medida que podamos.

    Aprender a abordar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de lo que nos entristece, para cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas.

    A veces la tristeza tiene su origen en causas sorprendentemente pequeñas. Comienza quizá con un talante un poco gruñón, de queja, de susceptibilidad, o de envidia, más o menos leve, que en ese momento nos parece controlable e inofensivo. Pero si nos dejamos dominar por esos sentimientos, será inevitable que nos asalten también después, en horas más bajas, y es probable que, entonces, en un descuido, se hagan con el gobierno de nuestro estado de ánimo.

    Y lo peor de todo este fenómeno no es el mal rato que nos haga pasar –y haga pasar a otros– en cada ocasión; lo más grave es que, si no actuamos decididamente para superarlo, puede llegar un momento en que esos sentimientos se establezcan de modo permanente en nosotros y, en continuas oleadas, vayan invadiendo lugares cada vez más profundos de nuestra vida emocional.

    Otro modo de variar el estado de ánimo es actuar sobre las asociaciones de ideas que se producen en nuestra mente. Como ha señalado Richard Wenzlaff, todos contamos con un amplio repertorio de ideas y razonamientos negativos que acuden con facilidad a nuestra mente cuando estamos con un bajo estado de ánimo. Las personas más proclives a la tristeza suelen haber establecido fuertes lazos asociativos entre esas ideas y lo que les sucede en la vida ordinaria: tienden a distraerse asociando esas ideas, saltando de una a otra, con lo que sólo consiguen ahondar ese surco, y acaban dominados por una fuerte tendencia a convertir en lamento cualquier reflexión que hacen. Cortar esas cadenas de negros pensamientos es lo más eficaz para salir del círculo vicioso de la tristeza.

    La vida es algo más que un libro de reclamaciones.

    Y aunque a algunas personas les parezca una prueba de agudeza y de madurez mostrar una actitud de constante denuncia de los males que padecen ellos, o la sociedad en general, es mucho más práctico dedicar esas energías –o al menos una buena parte de ellas– a descubrir buenos ejemplos en quienes nos rodean, y procurar seguirlos. No es que haya que ignorar o esconder lo que está mal, pero es importante aprender a centrarse en tareas que siempre sean constructivas.

    También la distracción es una buena forma de alejar esas ideas recurrentes, sobre todo cuando esos pensamientos más o menos deprimentes tienen un carácter bastante automático, e irrumpen en la mente de modo inesperado, sin una causa directa clara. De todas formas, es preciso hacer esto con medida, pues el recurso inmoderado a la distracción suele ser perjudicial: por ejemplo, los telespectadores empedernidos suelen concluir sus maratonianas sesiones con un mayor sentimiento de tristeza y de frustración que al comenzar.

    Hay otras muchas formas de abordar la tristeza. Por ejemplo, esforzarnos por ver las cosas desde una óptica diferente, más positiva; eludir los pensamientos autocompasivos o victimistas; vislumbrar lo positivo que –poco o mucho– puede haber detrás de lo que en ese momento nos parece tan negativo; pensar que muchas otras personas saben sobrellevar bien situaciones que son objetivamente mucho peores; buscar el desahogo en alguien que, al no estar atrapado por esa espiral de la tristeza, pueda más fácilmente ofrecernos alternativas o remedios; etc.

    Habrá otras ocasiones en que la causa principal sea simplemente el cansancio. Por ejemplo, una persona que duerma habitualmente poco, puede mostrar un carácter pesimista o irritable, y estar convencido de que sus reacciones son las lógicas ante las cosas que le suceden, y quizá no se da cuenta de lo que realmente pasa: que sufre un mero y simple estado de cansancio, resultado natural de haber dormido poco. Es un ejemplo de influencia de una situación corporal en nuestro estado de ánimo, pero experimentada a veces de una manera no consciente.

    Unas veces, la solución será descansar. En otras, embeberse en alguna ocupación, aunque no sea estrictamente de descanso: por ejemplo, acometer pequeñas tareas pendientes (trabajos domésticos, por ejemplo) que nos hagan centrar la atención en otra cosa y además nos hagan gozar de la gratificante satisfacción del deber cumplido.

    Cabría insistir, por último, en que pensar en los demás es una excelente terapia contra la tristeza, pues ésta suele alimentarse de preocupaciones que giran en torno a uno mismo, y el hecho de ayudar a los demás –algo siempre recomendable para cualquier persona, esté triste o alegre– tiene el benéfico efecto, entre otros muchos, de contribuir a que nos desembaracemos un poco de nuestro egoísmo.

    El proceso del enfado Supongamos –el ejemplo es de Daniel Goleman– que otro conductor se aproxima peligrosamente a nosotros en medio del intenso tráfico de la circulación urbana, y su maniobra nos obliga a dar un golpe de volante y un fuerte frenazo para lograr esquivarlo. ¿Cuál es nuestra reacción? Es posible que nuestro primer pensamiento sea: «¡Este imbécil, casi choca conmigo. No sabe por dónde va!». Y quizá vaya seguido de otros pensamientos más duros y hostiles, que pueden transformarse en frases, gestos o incluso gritos. Y como resultado de ese pequeño incidente, sufrimos una fuerte descarga de adrenalina, una crispación y un mal humor que puede durarnos unos segundos, o unos minutos…, a no ser que se dispare nuestro mal genio y hagamos algo de consecuencias más serias y duraderas.

    Comparemos ahora esa reacción con otra más serena, o con un poco de sentido del humor: «Vaya, parece que no me ha visto. Se ve que lleva prisa, parece que va a apagar un incendio.» Este estilo de reacción atempera nuestro primer pensamiento de cólera mediante la comprensión o el buen humor, y detiene la escalada del enfado.

    —Pero el enfado no tiene por qué ser malo siempre.

    Por supuesto. Se trata de alcanzar ese equilibrio que proponía Aristóteles cuando decía: Cualquiera puede enfadarse, eso es muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado adecuado, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, ya no resulta tan sencillo.

    A veces convendrá exteriorizar nuestra indignación para remarcar una actitud de reprobación que consideramos conveniente mostrar, pero otras veces –quizá las más– el problema es que el enfado puede escapar a nuestro control. Como escribió Benjamin Franklin, siempre tendremos razones para estar enfadados, pero esas razones rara vez serán buenas.

    —De todas formas, a veces será mejor descargar el enfado que quedárselo dentro.

    A veces sí, pero es dudoso que esa terapia sea eficaz de modo general. No está nada claro que descargar el enfado tenga efectos liberadores.

    Lo normal es que el hecho de dar rienda suelta a nuestro enfado, aunque al principio parezca proporcionar un cierto alivio o satisfacción, haga poco o nada por mitigar sus efectos. Es verdad que hay excepciones, y a veces resulta necesario expresar con rotundidad nuestra indignación, e incluso puede resultar sumamente pedagógico (por ejemplo, para restaurar la autoridad, o para mostrar la gravedad de una situación); sin embargo, dada la naturaleza altamente inflamable de la ira, eso es mucho más difícil de hacer que de decir: mantenerse dentro de los límites razonables de un enfado es algo que a pocas personas les resulta posible.

    Las más de las veces –casi todas–, descargar el enfado nos lleva a decir y hacer cosas de las que –si somos sinceros con nosotros mismos– nos habremos arrepentido al poco tiempo. En los momentos de enfado se piensan, se dicen y se hacen cosas que producen heridas que a veces no tienen arreglo, o al menos tienen un arreglo difícil.

    Un golpe de estado al gobierno de nuestra persona Discurría una calurosa tarde de agosto de 1963, cuando Richard R. decidió robar por última vez en su vida. Llevaba tiempo sin hacerlo, después de un buen número de pequeños hurtos por los que ya había estado en prisión. Pero necesitaba desesperadamente dinero, y pensó que, de verdad, aquella ocasión sería la última.

    Eligió un lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que ocupaban dos universitarias. Richard pensó que no habría nadie allí a esa hora, pero se equivocó y, una vez dentro, se encontró con una de las chicas. Se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y atarla, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, se tropezó con la otra ocupante del apartamento, que llegaba en ese momento de la calle.

    Mientras ataba a esta última, su compañera iba enfadándose cada vez más, al ver lo que estaba sucediendo, y en pocos minutos fue presa de un ataque de nervios, en medio del cual aseguró a Richard que ella recordaría siempre su rostro y no pararía hasta que la policía diera con él y lo metieran en la cárcel.

    Richard, que tanto se había jurado que aquél sería su último robo, empezó a alterarse, hasta que también perdió completamente el control de sí mismo y, en pleno ataque de rabia y de miedo, apuñaló a las dos chicas repetidas veces, hasta quitarles la vida.

    Treinta años más tarde, aquel hombre aún seguía en prisión por lo que entonces se conoció como «el crimen de las universitarias». Recordando aquella tarde desgraciada, aquel hombre se lamentaba desde la cárcel, en una entrevista publicada en una revista: «Estaba como loco, mi cabeza estalló, no sabía lo que estaba haciendo».

    Aquella aciaga tarde de agosto de 1963 dos personas perdieron el control de sí mismas, y aquello se saldó con el final de la vida de dos personas y la ruina de una tercera que por entonces parecía haberse enderezado.

    Este trágico episodio, tristemente real, es un ejemplo extremo de cómo descargar el enfado puede llevarnos a un verdadero golpe de estado al gobierno de nuestra persona. En forma menos drástica, aunque quizá no siempre menos intensa, es algo que nos sucede a todos con mayor o menor frecuencia. Basta pensar en las veces en que uno puede haber perdido el control de sí mismo al enfadarse con su cónyuge, su hijo, sus padres, un compañero de trabajo, el conductor de otro vehículo, o quien sea. En esos momentos se pueden decir y hacer cosas que, consideradas poco tiempo después, vemos que fueron completamente desproporcionadas y contraproducentes.

    Por esa razón, lo normal es que expresar abiertamente el enfado sea una de las peores maneras de tratarlo, puesto que los arranques de ira incrementan la excitación emocional y prolongan su duración.

    Es mucho más eficaz tratar de calmarse.

    —O sea, reprimirse.

    Más que reprimir el enfado, diría que buscar una salida. No se trata de enterrar el enfado sin más, ni tampoco dejarse arrastrar por él, sino procurar tranquilizarse y buscar una solución del modo más positivo posible.

    —Pero no es tan fácil tranquilizarse cuando a uno le han enfadado.

    No lo es, desde luego, pero hay muchos modos de intentarlo, más o menos eficaces. Por ejemplo, la cadena de pensamientos hostiles que alimenta el enfado nos proporciona una clave para ver cómo podemos calmarlo.

    Debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan el enfado.

    De lo contrario, cuantas más vueltas demos a los motivos que justifican nuestro enojo, más justificaciones encontraremos para seguir enfadados o para enfadarnos aún más.

    Origen y escalada del enfado Según unos estudios de Dolf Zillmann, el enfado suele tener su origen en la sensación de hallarse amenazado. Una amenaza que puede ser física o psicológica –sentirse menospreciado, frustrado, etc.–, y produce una descarga corporal de catecolaminas, más o menos intensa según la magnitud del enfado, y que cumple la función de generar un acceso puntual y rápido de la energía necesaria para la lucha o para la huida.

    Paralelamente, se produce una descarga de adrenalina en nuestro sistema nervioso, que provoca una excitación generalizada que puede perdurar minutos, horas, o incluso días, manteniendo una difusa hipersensibilidad que predispone a nuevas excitaciones. Esto hace que las personas suelan estar más predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas, estén ligeramente excitadas o se encuentren más cansadas.

    Por esa razón, después de un largo día de trabajo, una persona se sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en su casa por las razones más insignificantes (el ruido o el desorden de los niños, o cualquier pequeña contrariedad), aun siendo motivos que en otras circunstancias no tendrían entidad suficiente para provocar esas reacciones.

    El enfado suscita una excitación que tiende a disiparse lentamente. Si durante esa etapa de paulatina desactivación del enfado se presenta una nueva provocación (lo cual es fácil que suceda, debido a la hipersensibilidad propia de esos momentos), se producirá una segunda descarga, antes de que la anterior se haya disipado. Como es natural, este proceso puede repetirse, y cada descarga cabalga sobre las anteriores, y cualquier pensamiento perturbador que se produzca durante ese proceso provocará una irritación mucho más intensa que si se hubiera producido fuera de él.

    Por eso, una vez que alguien está inmerso en esa dinámica del enfado, si no pone un serio esfuerzo por abandonar ese camino, su temperatura emocional irá aumentando hasta desembocar fácilmente en un estallido de ira.

    —Pero, si es así, la gente enfadadiza tenderá a enfadarse cada vez más, y por motivos más nimios.

    Hay, sin embargo, otro elemento que conviene resaltar. La mayoría de las personas que son irritables, agresivas o susceptibles, se sienten muy mal cuando comprueban la facilidad con que pierden los estribos, y eso hace que se muestren bastante interesados en aprender a dominarse.

    Por eso, el remedio más eficaz es conocernos bien, de manera que sepamos bien cuáles son los tipos de pensamientos a los que somos más sensibles, para estar atentos a los primeros síntomas del enfado y poner solución.

    En el caso, por ejemplo, de que una persona con la que hemos quedado citados se retrase, hemos de tratar de buscar una explicación positiva en vez de molestarnos de entrada. Si tenemos que mantener una conversación ineludible con una persona que nos resulta molesta, intentamos desarrollar nuestra capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de esa persona. Y para los momentos críticos, a veces lo más inteligente es tener previstos modos de dominarnos, como esforzarse en callar, no responder a un desaire con otro, seguir caminando sin detenerse ante una provocación, etc.

    Son hábitos de comportamiento que no surgen de manera automática, sino que es preciso aprender. Y el principal problema es que esas habilidades deben ejercitarse precisamente en los momentos en que nos encontramos en peores condiciones, es decir, cuando observamos que se acelera el pulso y nos estamos indignando: es justamente entonces cuando hemos de recordar todo esto, escuchar, procurar calmarnos y mantener el control. Sin alterarnos, sin echar las culpas a otros y sin tampoco refugiarnos en un mutismo rencoroso. Cuando dos personas se están enfadando, la que normalmente demuestra ser más inteligente es la que sabe callar o retirarse a tiempo (o si ya están enfadados, la que toma la iniciativa de la reconciliación).

    Llegar a tiempo El momento de la escalada del enfado en que intervenimos es decisivo: cuanto antes lo hagamos, mayores probabilidades de atajarlo tendremos. El enfado puede apagarse en sus comienzos, antes de que se aviven las llamas, si damos con un pensamiento eficaz que logre contenerlo antes de exteriorizarlo.

    —¿A qué tipo de pensamientos te refieres? A alguna explicación que nos ayude a reconsiderar las cosas, o que satisfaga de alguna manera nuestra perplejidad inicial. Por ejemplo, pensar que la persona que nos ha molestado puede estar cansada, o sometida a unas tensiones que la están alterando, o que es víctima de su mal carácter y no sabe medir bien sus palabras; o recordar que ya otras veces nos hemos enfadado en situaciones parecidas y después lo hemos lamentado a los pocos minutos; etc.

    También puede convenir alejarse un poco de la causa del enojo, o al menos procurar centrar la atención sobre otros asuntos y así frenar la escalada de pensamientos hostiles. Aunque parezca un remedio muy simple, es un excelente recurso para desactivar el enfado, pues es difícil seguir enfadado cuando uno está enfrascado en otras cosas o lo está pasando bien.