Educación en la fe

Allá donde la moral y la religión
son reducidas al ámbito exclusivamente privado,
faltan las fuerzas que puedan
formar una comunidad y mantenerla unida.
Joseph Ratzinger Viejos tópicos. ¿Que pruebe un poco de todo? —Oye, a veces pienso si no sería mejor no entrometerse tanto en estas cosas y dejarle un poco más suelto, no forzarle, contar más con él. Lo piensa mucha gente; mi cuñado, por ejemplo, ha preferido incluso que sea el mismo muchacho quien vaya viendo, y que elija si quiere o no religión, y cuál, cuando sea mayor.

En lo de no ser pesados ni pasarse de impositivos, estoy totalmente de acuerdo. Pero en lo de esperar a que sea mayor para elegir religión, no. Es un tópico muy manido y, además, un contrasentido.

—¿Contrasentido, por qué? Has traído a tu hijo al mundo sin contar con él. Sin contar con él decidiste el idioma que hablaría, la alimentación que iba a recibir, las reglas de comportamiento que tenía que respetar en casa, el tipo de educación… todo. Decidiste, por ejemplo, en qué colegio estudiaría, y le has hecho durante años ir a clase, quisiera él o no.

Y estás en tu derecho de hacerlo, no es que te lo esté negando. Más bien, incluso es tu deber. Lo que no tendría sentido, después de todo esto, es venir con esa historia de que, en lo relativo a la religión, que se eduque él solo, y cuando tenga dieciocho años, “porque es cosa suya”.

—Bien, de acuerdo. Además, yo no soy de esos padres planificadores y posesivos, pero tampoco les puedo obligar por la fuerza a rezar y a ir a Misa…

No me has entendido. Lo planteo de otra manera. Tú tienes una forma de entender la vida que te llevará a hacer un proyecto sobre la educación de tu hijo que englobe todos los aspectos, también la religión que tú sigues y que debes querer transmitirle si de verdad tienes fe (porque si no crees que tu fe es la verdadera, entonces no tienes fe).

Si educas a tu hijo comunicándole esa creencia, por ello no le privas de su libertad. Es más, le privarías de libertad si le abandonaras y le dejaras a merced de las circunstancias sin educación religiosa ninguna.

—¿Por qué? Por ejemplo, sin consultar tu hijo, le enseñas a caminar, quiera o no quiera. ¿Por qué? Porque aprender a caminar es algo bueno, mejor que su contrario, independientemente de que más tarde quiera ejercitar o no esa habilidad, camine de una manera o de otra, vaya a un sitio o a otro, más rápido o más lento. En cambio, si no le enseñaras a caminar, su futuro estaría condicionado por ese handicap. Y a partir de determinada edad, llegaría incluso a ser una función difícilmente recuperable, y siempre más costosa y difícil que si hubiera aprendido a caminar a su debido tiempo. Y eso es porque para educar en la libertad hay que optar por el aprendizaje. Porque si se opta por no enseñar a caminar, pensando que es la opción que deja mayor margen de libertad para en el futuro aprender o no, se opta en la práctica –bajo la bandera de la libertad– por la más lamentable pérdida de libertad. Y con la religión sucede algo muy parecido.

Por eso te digo que es mejor no entrar en disquisiciones sobre lo que es obligatorio o voluntario. El chico asume con total naturalidad toda una serie de cosas –creencias, oraciones, devociones, normas morales– sobre las que no se plantea problema ninguno. No los plantees tú.

—¿Pero no decías antes que había que hacerle pensar? Te estás contradiciendo.

Lo decía e insisto en ello. Conviene hacerle pensar, pero eso es compatible con no darle facilidades para tomar decisiones cómodas. Sería una ingenuidad dar facilidades al chico para abandonar su fe. Tan equivocado es intentar inculcar la religión a base de severidad, como echarla a perder por llevarle tontamente por el camino de la facilonería.

A los doce años, la fe del niño suele ser viva y sincera, y cuando se aleja de ella es casi siempre por simple comodidad. Hay que hacerle pensar, sí, pero concediéndole capacidad de decisión a medida que vayamos viendo que crece su responsabilidad. No se puede tratar a todos de la misma manera. Si el chico no tiene aún resortes para resolver algo con sensatez, sería un perjuicio para él provocar esa elección.

Si la imposición sistemática es poco eficaz, la indiferencia o el abandono es casi peor. Unos padres sensatos harán todo lo que esté en su mano para que su hijo aprenda a administrar bien su libertad, sin que se deje esclavizar por su propia debilidad. Y a esta edad, las principales esclavitudes serán probablemente la pereza y el egoísmo.

Te pongo otro ejemplo. Su éxito académico –quizá ya lo has comprobado– dependerá mucho de que consigas hacerle pensar que ser buen estudiante es una gran cosa, descubra el atractivo del saber, y vaya adquiriendo afición por los libros. Hacerle razonar sobre eso es compatible con que sepa que a clase debe ir todos los días. Y no le preguntas cada mañana si le apetece ir al colegio o no, ni discutes sobre si es obligatorio o voluntario.

Por eso, igual que un día será ya él quien se plantee qué estudiará y qué rumbo dará a su vida, porque tendrá ya una madurez suficiente para hacerlo, también un día abandonará o continuará su práctica religiosa, pero a los diez o doce años es un error plantear disquisiciones de ese tipo.

No es difícil inculcar en el chico una recia y sincera vida espiritual que le lleve a desear libremente ser un buen cristiano y cumplir con todas sus exigencias. Si le educas bien ahora y logras que nazcan en él ideas y sentimientos adecuados, dará luego un rumbo acertado a su vida. Ése es tu papel de padre y educador.

El problema con la libertad viene cuando no se han logrado hacer nacer esos deseos, o cuando algún agente externo (un mal profesor, unas malas lecturas, una mala amistad…) está erosionando sus convicciones religiosas. Y el chico es aún demasiado joven para decidir abandonar la práctica de su fe, igual que lo sería para abandonar los estudios. Los padres deben intervenir a tiempo, y sostener su fe –como se pone un soporte a un árbol tierno que se tuerce–, porque a esta edad es aún perfectamente recuperable.

—Pero es bueno que el chico sepa que hay más cosas en la vida y no se críe demasiado resguardado, como en un invernadero…, ¿no? Sí, pero ten en cuenta que tu hijo tiene ya numerosas facilidades para el mal gracias al poco recomendable ambiente que se ve obligado a respirar con frecuencia en la calle, en el colegio o a través de algunos medios de comunicación.

No caigamos en el extremo de obsesionarnos con que sepa que existe lo bueno y lo malo y que luego él decida, porque el experimento puede salir muy mal.

No nos obsesionemos con que salgan de él todas las buenas iniciativas. Vamos a darle alguna facilidad para el bien, sin forzar en exceso, pero sin ser ingenuos.

Si el chico fuera mayor, el planteamiento sería distinto. En cualquier caso, la habilidad de los padres encontrará una solución que no demuestre desconfianza, y al mismo tiempo no suponga –como decíamos– facilitar ingenuamente al chico abandonar la práctica religiosa. A hacer el bien también se aprende, y, por tanto, hay que enseñarlo.

—Eso no es nada fácil.

Evidentemente. Lograr ese equilibrio constituye, como tantos otros aspectos de la educación, un auténtico arte que los padres deben aprender. Como decía Ruyter, un arte es simplemente hacer bien algo difícil.

La Misa y la Confesión El chico tiene que ver que se da importancia a la Misa dominical, por ejemplo. Desde luego, si los padres faltaran habitualmente a Misa y su hijo acaba teniendo una buena educación en la fe, habrá sido con poco concurso de ellos. Y si faltan de vez en cuando sin mediar un motivo suficiente, dará a los preceptos de su fe la importancia que ve que le conceden sus padres: o sea, poca.

Si por ejemplo, la familia sale un domingo y, por no levantarse antes, no cumplen el precepto dominical, el chico pensará que esa obligación cristiana no tiene suficiente importancia como para madrugar o para organizarse mejor e ir el sábado por la tarde.

O si otro domingo están de visita en casa de los tíos, que nunca van a Misa, y ve que entonces sus padres tampoco van, pensará que se trata de una mera costumbre sin más trascendencia que puede ceder ante cualquier otra cosa.

También ha de ver la Confesión como una práctica natural y frecuente en toda la familia, acudiendo al Sacramento de la Penitencia al menos una o dos veces al mes.

—A lo mejor con una frecuencia tan alta conseguimos aburrirle…

A esta edad suele resultarle grato confesarse, aunque al principio tenga que vencer una pequeña inercia. Se puede ver de forma clara en las familias, parroquias y colegios donde se les facilita hacerlo. Acuden con gran ilusión y absoluta naturalidad.

Después, a partir de los catorce años, quizá les cueste un poco, por vergüenza más que por otra cosa, pero salen encantados. Es un error privarles de la Confesión por pensar que no tienen malicia todavía, puesto que no hace falta malicia para ofender a Dios. Pueden ofenderle, como pasa casi siempre en la mayoría de las personas, sencillamente por debilidad. Y la ayuda –psicológica y espiritual– que reciben con la Confesión es fundamental.

Explícaselo bien. Haz que vayan a confesarse, aunque alguna vez haya que forzar un poco, de modo amable, como tienes que hacer tantas veces para que estudien más, o para que ayuden en casa, o para que sean más ordenados.

Si las cosas se han llevado mínimamente bien, a esta edad el chico no suele plantear problemas, ni con la Misa ni con la Confesión. Pero puede empezar a haberlos y habría que actuar con rapidez, aunque con prudencia.

—Sí. Por ejemplo, ahora va a jugar al baloncesto cuando nosotros vamos a Misa y tiene que ir luego él solo a otra hora. No sé si controlar esto un poco, no vaya a estar engañándome…

Mejor aún sería, si es posible, acomodar el horario para poder seguir asistiendo a Misa todos juntos, que a lo mejor no es tan difícil. Podéis ir antes, o después, o el sábado por la tarde.

Es muy positivo que ir a Misa sea una costumbre con tradición familiar, que puede ir acompañada de algún pequeño extraordinario que le dé un cierto atractivo. Muchas familias dan luego un paseo, compran unos churros, organizan un desayuno más de fiesta, o lo que sea. Eso no es comprarles, sino darle un natural y lógico aire festivo.

¿Tiene conciencia del mal? Hemos hablado de la Confesión, y quizá venga bien extenderse un poco sobre la conciencia del mal y sobre el perdón. Es algo que tiene mucho que ver con el ambiente familiar. Ha de haber un clima que aleje las reacciones de orgullo y engreimiento, una dinámica que haga fácil y natural pedir perdón.

Hay que perder el miedo a hacerlo, rechazar la suficiencia que nos paraliza a la hora de decir: “Oye, perdona, de verdad que siento aquello”, o “no quería ofenderte, lo siento…”, y enseñar a los hijos a hacerlo con agilidad.

Además de pedir perdón a la persona ofendida, el chico ha de saber que Dios queda también ofendido, y que espera también que se le pida perdón. Lógicamente, la ofensa será mayor cuanto más grande sea la bondad y categoría personal del ofendido, y en el caso de Dios es infinita.

Que vaya comprendiendo el gran desafecto para con Dios que hay en el pecado, sin agobiarle, pero explicándole que debe pedir perdón. Y se pide perdón al Señor haciendo un acto de contrición. Luego, debe acordarse de contarlo cuando vaya a confesarse, y hay cosas que son graves y requieren confesarse con presteza porque han supuesto dejar de estar en gracia de Dios.

—Hablas de ofensas y de pecados como si fuera un bandolero… y no es más que un niño.

A los diez o doce años –y antes, ya lo hemos dicho– un chico tiene perfecta conciencia de que hace cosas mal. Aunque tenga un aspecto ingenuo y angelical. Pero la ingenuidad sería nuestra si no lo advirtiéramos.

No es ningún dechado de perversidad, es cierto, pero a su nivel, reconoce y valora con suficiente claridad el bien y el mal.

Si comprende esto, y se acostumbra a examinar su conciencia y a pedir perdón por lo que hace mal, no le va a crear ningún trauma, sino que le hará un gran bien.

Desde su uso de razón –hace ya unos años– distingue, y quizá mucho mejor de lo que nos parece, entre el bien y el mal. Es cierto que sus malas acciones suelen ser cosas que a nosotros nos parecen de poca entidad, pero para él sí tienen importancia.

Son malas acciones a su nivel, pero malas acciones.

Nos jugamos la formación de su conciencia. Aunque no sean crímenes, son cosas malas, y hay que hacerle escuchar y obedecer la voz de su conciencia. Y formarla bien, claro.

Tu hijo tiene experiencia –igual que tú y que yo– sobre lo que es hacer el mal y ofender a Dios. No permitas que nadie le disuada de sentirse mal consigo mismo respecto al pecado. Es la voz –que debiera ser amistosa– de su conciencia, que le reprocha algo que ha hecho mal, como te pasa a ti y a mí.

Ponle ejemplos, póntelos tú. Al aceptar en una compra más cambio del debido, has actuado mal. ¿Ha valido la pena, por unas monedas de más? O aquella mentira…, ¿por qué? O al mostrarte egoísta con aquél que te pidió ayuda…; o aquel otro que te molestó sin querer…, y te enfadaste…, ¿ha valido la pena?, ¿no estás ya arrepentido de haberlo hecho? Son ejemplos de cosas pequeñas, pero las hay más graves.

Tenemos que saber que ofendemos mucho, a los demás y a Dios. Que se acostumbre, que nos acostumbremos, a confesarnos. Es desnudar el alma ante Dios por mediación del sacerdote. Es algo que puede costar, pero después de recibir la absolución, te hallas más cerca de Dios, le has complacido. Dios te ha perdonado, te da fuerza para enfrentarte con la tentación y superarla.

A esta edad –repito– sabe perfectamente lo que es el acoso de la tentación, y lo que es vencer o sucumbir ante ella. También decíamos que no le suele costar confesarse si se le facilita hacerlo. Lo mejor es ir con él y que nos vea confesarnos a nosotros también. Sería un error insistirle en ello y que luego a nosotros nos diera pereza ir por delante con el ejemplo.

El chico mantiene así limpia su alma, y ésa es una gran defensa contra el acoso de las pasiones que quizá se desaten en el futuro. No le privemos de esa ayuda, y menos para esos momentos.

¿Por qué luego pierden la fe? —Lo que no quiero es que con éste me pase como con el mayor… que, al principio, bien; con las primeras crisis de la adolescencia empezó a enfriarse y, ahora, a los veinte años, es agnóstico por completo.

¿Y has pensado sobre las causas de ese abandono progresivo? —Por supuesto. Lo hemos hablado con matrimonios amigos nuestros, y no somos los únicos a quienes nos pasa. Es bastante corriente. Siempre acabamos concluyendo que esas crisis de fe de la adolescencia se deben a que no hemos acertado en algo durante los años anteriores.

¿Has pensado si el problema no será que le falta consolidar las virtudes básicas para poder vivir las exigencias de la moral cristiana? —¿Has dicho exigencias morales… a los diez o doce años? Acabamos de hablar de que a esas edades el chico tiene una conciencia suficientemente clara de lo que hace mal. Y la fe puede perderse por muchas causas, pero tal vez la que ejerce una influencia más fuerte sea el propio desorden moral. La fe está sostenida por la voluntad y por la gracia de Dios. Si falla la moral se pierde la gracia de Dios, la voluntad se orienta al mal y la fe acaba por resentirse. Por eso la fe acaba en cierta manera por estar condicionada por las disposiciones morales.

Por eso no basta con que conozca a fondo la fe, sino que ha de consolidar las virtudes personales, porque, de lo contrario, aprende la teoría pero no tiene luego resortes ni fuerza para llevarla a la práctica, y entonces acaba por rechazar la teoría. Como dice el refrán: Si no vive como piensa, acabará pensando como vive.

Es importante, porque a veces su futuro problema de fe no será problema propiamente de fe, sino, a lo mejor, de:

  • pereza;
  • tal vez, de un arraigado egoísmo de fondo;
  • o de una inconstancia grande que no se esfuerza por vencer;
  • o de frecuentes manifestaciones de envidia, o de soberbia;
  • o quizá de una consentida y habitual falta de responsabilidad.
  • Cuando un chico que ha recibido una buena formación doctrinal pierde la fe y no se encuentran razones directas claras, habría que examinar si esa fe estaba fundamentada en virtudes humanas firmes: generosidad, fortaleza, sinceridad, lealtad, templanza, orden, laboriosidad, constancia, etc.

    Un testimonio de vida. Ejemplos de cómo dar ejemplo En todas las familias cristianas se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da la coherencia de una iniciación a la fe en el calor del hogar. El niño aprende así a colocar a Dios en la línea de los primeros y más fundamentales afectos. Aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres, que logran así transmitir a su hijo una fe profunda, que prende con facilidad en él cuando la contempla hecha vida sincera en sus padres.

    La educación de la fe no es mera enseñanza, sino transmisión de un mensaje de vida.

    Los niños tienen necesidad de aprender y de ver que sus padres se aman, que respetan a Dios, que saben explicar las primeras verdades de la fe, que saben exponer el contenido de la fe cristiana en la perseverancia de una vida de todos los días construida según el Evangelio.

    Ese testimonio es fundamental. La Palabra de Dios es eficaz en sí misma, pero adquiere una fuerza mucho mayor cuando se encarna en la persona que la anuncia. Esto vale de manera particular para los niños, que apenas distinguen entre la verdad anunciada y la vida de quien la anuncia. Como ha escrito Juan Pablo II, “para el niño apenas hay distinción entre la madre que reza y la oración; más aún, la oración tiene valor especial porque reza la madre.” Lo primero es demostrar, con nuestro modo de hablar de lo sobrenatural, que la fe es fuente de alegría, de dicha y de entusiasmo.

    Sería muy negativo tener un aire hastiado y desagradable cuando se habla de Dios.

    Nuestra actitud al recitar unas oraciones, nuestro modo de hacer la señal de la cruz, el respeto y recogimiento con que nos acercamos a comulgar, son detalles que, sin darnos cuenta, tienen más influencia sobre los hijos que los más encendidos discursos.

    Estás educando su vida de fe siempre, no sólo cuando le hablas de ello.

    Educar en la fe no es dar sabias lecciones teóricas. No son clases magistrales. Mejor, es como una clase práctica que empieza cuando tu hijo aún no sabe casi andar, y que no termina nunca.

    —Vas a conseguir agobiarme con esto de dar ejemplo. ¿Por qué no concretas en ejemplos de cómo dar ejemplo? Está bien, pero luego no te quejes si te sientes aludido.

    Por ejemplo, si tu hijo viera que sueles ir a lo tuyo, le será difícil incorporar ideas tan relacionadas con las exigencias de la fe como son la preocupación por los demás, el sacrificio y la renuncia en favor de otros, la misericordia o el sentido de la generosidad.

    O si resulta que con frecuencia no cumples lo que prometes, o te ve recurrir –siempre acaba dándose cuenta– a la mentira o la media verdad para salir al paso de algún problema, no pretendas luego que entienda tus encendidos discursos sobre las excelencias de la sinceridad, de la veracidad, o de dar la cara como un hombre.

    El chico tiene que ver que te preocupa realmente el dolor ajeno, que muestras con tu vida lo connatural que debe resultar al hombre vivir volcado hacia los demás, que le explicas la fealdad de la simulación y de la mentira, o cualquiera de las otras ideas cristianas que quieras transmitirle.

    Hay todo un estilo cristiano de ver las cosas y de interpretar los acontecimientos de la vida, y ha de respirarlo en casa. Lo captará, por ejemplo, viendo el modo en que aceptas una contrariedad. O al advertir cómo reaccionas ante un vecino cargante o inoportuno. O viendo cómo papá cede en sus preferencias, o mamá sigue trabajando aunque esté cansada.

    Y el chico se irá empapando de ideas de fondo que tejerán todo un vigoroso entramado de virtudes cristianas. Aprenderá a respetar la verdad, a mantener la palabra dada, a no encerrarse en su egoísmo, a ser sensible a la injusticia o al dolor ajeno, a templar su carácter, etc.

    Siempre surgen multitud de ocasiones de hacer una consideración sobrenatural sencilla, sin excesiva afectación ni excesiva frecuencia.

    Se trata de que el niño vea cómo la fe se traduce en obras concretas y que no son formalidades exteriores vacías e inconexas.

    En la casa se ha de hablar de Dios, y de nuestro deseo de agradarle, y de evitar las ocasiones de ofenderle, y del premio que recibiremos en esta vida y en la eterna. Y todo ello con toda naturalidad, sin afectación y sin simplezas. Cuando algunos pedagogos ingenuos de la religión presentan la fe como una sociología tonta e insípida, separada de la realidad de la vida, lo que logran es dejar vacío el corazón de los chicos y privarles de toda esa fuerza y esa guía moral tan necesaria en el camino de su vida.

    Una fe profunda y bien arraigada será siempre un recio soporte para toda persona en momentos de crisis. Algo que vendrá a ser en su interior como el giróscopo para un barco en medio de un mar embravecido. Algo que a lo largo de su vida le permitirá mantenerse firme aún en los instantes de mayor dolor o amargura.

    Hacerle discurrir El chico debe captar desde muy pequeño lo razonable de la fe. Habrá advertido hace ya tiempo que existe una fe natural, y observará que la empleamos todos los hombres todos los días muchas veces. La mayoría de las cosas que hacemos vienen marcadas por nuestra aceptación de un testigo, aceptación que es un acto de la voluntad. Se le puede explicar de modo sencillo con algunos ejemplos.

    —Oye, pero…, ¿no querrás que a los doce años le empiece a explicar cosas así? No hace falta que sea algo muy formal. Pero siempre hay ocasiones en las que tratar con naturalidad temas mínimamente trascendentes.

    Todo el mundo cree en multitud de cosas que no se ven ni se sienten. No se ven las ondas de radio, ni los virus, ni la energía, ni la radioactividad, ni muchas otras cosas. Pero todo el mundo habla de ellas y tiene certeza de que existen, porque cree a quienes se lo cuentan y en la explicación que dan a sus supuestos efectos. Los sentidos no agotan el conocimiento. Existen cosas que ni se ven ni se sienten. Hay más modos de conocer.

    Debes enseñarle a pensar con rigor. Por ejemplo, para que no caiga en ese extendido complejo que podríamos llamar idolatración de la ciencia experimental, que constituye un auténtico culto hacia aquello que proviene de la órbita de lo empírico y lleva a la ingenua creencia de que el único modo de conseguir cualquier certeza es el laboratorio.

    Debe saber que no hay incompatibilidad alguna entre ciencia y fe, y que la fe nada tiene que temer de los métodos verdaderamente científicos.

    La ciencia es una gran cosa, y lo natural es estar muy abiertos al progreso de la técnica y a los avances en todas las especialidades humanas, pero sin dejarse impresionar por ese dogmatismo con el que algunos científicos –que quizá no merezcan tal nombre– pretenden imponer sus hipótesis descalificando sin rigor alguno cualquier creencia que no coincida con lo que ellos dicen. Parece como si fueran los únicos mayores de edad y capaces de comprender las realidades de la vida, y además parecen empeñados en sacarnos de las tinieblas de la ignorancia, y en que nos sacudamos esos mitos religiosos y esas creencias anacrónicas…

    —Oye, pero a los diez o doce años yo creo que ni se plantean cosas así. Casi sólo piensan en jugar. Este peligro que dices será más bien para edades posteriores.

    Creo que los niños empiezan a pensar antes de lo que parece y más de lo que parece. Aunque den la impresión de que no hacen más que jugar, reflexionan bastante. A lo mejor a raíz de algún comentario de otro chico, de un profesor, o de un programa de televisión…

    —Ahora que lo dices, recuerdo una ocasión en que mi hijo, con once años, vio un programa sobre el origen del universo y de la vida humana. Entrevistaron a diversos científicos que expusieron sus teorías y finalmente acabaron por decir que la Biblia era un cuento de niños, que la Iglesia decía muchas cosas absurdas…

    Sí, los tópicos de siempre.

    —Para el chico supuso una impresión fuerte. Me preguntó si es que lo del Evangelio era como lo de que los Reyes Magos son los padres, o como aquello de la cigüeña…

    Otra vez la cigüeña… ¿ves como son un desastre las historietas de ese estilo? —Pues estoy seguro de que si el chico no llega a preguntar, y no hubiera sabido yo un poco del tema y le aclaro unas cuantas ideas, ese programa habría supuesto bastante daño para su fe.

    Es curioso comprobar lo convincente que resulta para tanta gente ver en una entrevista en televisión a un personaje extranjero, con aspecto de sabio científico, una bata, un laboratorio de fondo y un doblaje de las respuestas. Parece ya que todo lo que dice es dogma de fe y que por ser un científico nadie puede llevarle la contraria. Dirá que está científicamente comprobado, y todos a callar.

    La manida frase de que “es un hecho científicamente demostrado que…” se ha convertido en la entradilla mágica para imponer opiniones muy discutibles y muy poco científicas. Es como una especie de catecismo laico al que acuden tantos, casi sin darse cuenta, repitiendo sumisamente –con su actitud– que “el científico es una autoridad que todo lo sabe y que no puede engañarse ni engañarnos”.

    —Y lo que se comprueba es que cada pocos años cae una teoría y viene otra, o resulta que una es un caso particular desenfocado de otra más general, o se encuentran multitud de contraejemplos.

    Por supuesto. Por eso los científicos sensatos nunca dan categoría de dogma a sus hipótesis.

    Si los padres están atentos y tienen un mínimo de formación básica, conseguirán que la fe que con tanto esfuerzo están intentando transmitir a su hijo no se pierda luego tontamente ante ese tipo de cosas. Hay que advertir que, siendo el chico tan pequeño, no tiene un sentido crítico suficientemente desarrollado, y carece de criterio para discernir entre un buen documental científico de divulgación y un panfleto tendencioso.

    La realidad de la muerte. Un caso difícil En el capítulo anterior se trató con detenimiento el modo de desvelar al chico los secretos de la vida. Otra oportunidad de hacerle discurrir aparece con los de la muerte.

    —¿Y no crees que es un poco de mal gusto eso de hablarle de la muerte? No creas, porque las preguntas sobre la muerte surgen bastante temprano en el niño. La realidad de la muerte es imposible de ocultar a su observación. Es algo que le inquieta y le plantea grandes interrogantes. Y que le lleva a Dios. Enseguida piensa que si no hubiera nada después, sería algo cruel e injusto.

    No se puede contestar eludiendo el tema, o diciendo que no se sabe bien, o callando, esperando no se sabe a qué.

    Si no se tiene fe, es difícil hablar de la muerte a los niños, pero teniéndola es fácil.

    Recuerdo una anécdota que sucedió una lluviosa tarde de febrero en la que un padre vino a verme al colegio muy preocupado. Su hijo de once años se había criado en íntima amistad con un vecino suyo de la misma edad a quien acababan de diagnosticar una enfermedad rápida e incurable. Le quedaban tan sólo unas semanas de vida.

    La familia mantenía celosa ante el chico el secreto de la cercana muerte de su amigo. Pero los días pasaban y el problema se hacía cada vez más acuciante. ¿Qué hacer? ¿Hasta cuándo se podía seguir así? “Hablarle de eso es demasiado duro –me decía– para esa edad”. El muchacho notaba ya algo raro, y preguntaba qué pasaba, pero no obtenía respuesta.

    Para quienes no tienen fe, es realmente una respuesta difícil. Para quienes la tenemos, no lo es tanto. Es una despedida, a un tiempo dolorosa y alegre. Un cambio de casa, de ésta de la tierra a la del cielo. Una realidad que está permanentemente presente en la educación de la fe, y que no tiene sentido silenciar.

    A todos nos duele despedirnos de un ser querido por mucho tiempo, hasta que nos reunamos con él a nuestra muerte. Pero si la fe es firme, no habrá tanto miedo a la muerte. Y cuando la muerte llame a la puerta, a la nuestra o a la de alguien cercano, la recibiremos con paz si tenemos la conciencia limpia, pues pensar en la muerte obliga a pensar en cómo llevamos la vida. Si en el chico ha arraigado una fe sólida, comprenderá y aceptará esa realidad, como la han comprendido y aceptado todos los auténticamente cristianos a lo largo de los siglos.

    Le animé a que afrontara esa conversación, pero se resistía a hacerlo. “Es algo –se lamentaba– para lo que había que haberle preparado con mucho más tiempo. Le va a suponer un golpe muy fuerte. No sabes lo amigos que son. No pueden hacer nada el uno sin el otro. No sé cómo Dios permite esto…”.

    “Es una realidad –le dije– que debes afrontar. Tú primero, y él después. No pretendas dar lecciones a Dios sobre cómo debe organizar el mundo, que sabe más que tú y que yo. No tiene por qué haber problemas. Háblale de que pronto estará en el cielo.” No veía claro lo de hablar del cielo y el infierno a los chicos. “Eso es algo muy duro y que no termino de entender”, decía.

    Estaba claro que el problema estaba en el padre. Se llamaba a sí mismo cristiano, pero todo lo quería interpretar de forma blanda y acomodada. Era de los que quería ser bueno y no hacer mal a nadie, pero sin poner esfuerzo, sin exigencia personal, sin pecado, sin infierno y sin principios morales objetivos. La muerte –para él– era algo que prefería ignorar poniéndola entre paréntesis. Y los resultados familiares eran tan lacios y desmadejados como sus ideas.

    La existencia del pecado y del perdón, de un Dios remunerador, que premia a los buenos y castiga a los malos, es algo que entienden los niños perfectamente. Lo que les inquietaría es pensar que las injusticias se mantienen a perpetuidad, por la falta de un ser superior que gobernara sapientísimamente el mundo. O que después de la muerte no hay más que un vacío, lleno… de nada.

    Tendrá miedo a la muerte quien espere su llegada con las manos vacías, después de una vida igualmente vacía. No tengas miedo a hablar de que hay otra vida después de ésta, y de cómo hemos de estar preparados para recibir la muerte sin dramatismos.

    No ser pesados. Práctica de la fe en la familia No es necesario que les habléis constantemente de Dios. Si hay fe, los hijos irán creciendo en ese ambiente y comprenderán bien las realidades sobrenaturales. Y eso es lo importante: que el hogar esté vivo y que los padres hablen de Dios a los chicos con su propia vida.

    La instrucción religiosa ha de correr por caminos positivos. No quieras resolver los pequeños problemas domésticos diciendo al chico: “te va a castigar Dios”, o “te irás al infierno”, o “eso que has hecho es un pecado gravísimo”, porque por esas trastadas infantiles no se va la gente al infierno. Ya dijimos que había que hablarles del pecado, pero sin atosigarles con la falsa y tonta idea de que todo es pecado.

    Tampoco se puede poner el demonio a la altura de las brujas, duendes o fantasmas. El infierno es una realidad seria que, sin dramatismos tontos, los chicos deben conocer.

    Igual sucede con el cielo, que a veces los chicos –cuando no se explica bien– pueden asimilar a algo estático y aburrido. Algunos padres identifican la bondad con la quietud, y ese “estate quieto, sé bueno” aburre soberanamente a sus hijos, que, afortunadamente, están llenos de vitalidad. El “estate quieto, sé bueno”, me contaban en una ocasión, cansaba tanto a aquel muchacho, que terminó por preguntar: “Mamá, ¿y en el cielo…, también tendremos que ser buenos?”.

    Debemos hablarles de Dios de modo agradable, no reiterativo y tedioso.

    No se puede usar de Dios según nuestro mezquino interés. No se puede invocar el nombre de Dios para que el niño se tome la sopa o para que baje a hacernos un recado. La realidad de Dios es algo que conviene hacerle descubrir y querer, no un instrumento con el que golpearle en la cabeza a nuestro antojo. Actuar así llevaría a deformar su conciencia y sembrar de sal el fértil campo de su fe infantil.

    No se trata de atosigarle con lecciones profundas e incesantes. La mente del niño se ha comparado al cuello de una botella. Si se intenta meter gran cantidad de líquido en poco tiempo, se desborda y se derrama. En cambio, gota a gota, despacio, pero con constancia, pronto se llena de sabiduría.

    —¿Y qué prácticas cristianas puede hacer a esta edad? No es fácil dar normas fijas. Puedo darte algunas ideas con la exclusiva finalidad de sugerirte algo de lo muy diverso que se puede hacer. Es bueno que las devociones sean pocas, pero serias y constantes:

  • esas tres Avemarías de rodillas junto a la cama, antes de acostarse;
  • aquella otra oración de ofrecimiento del día a Dios, cuando se levanta;
  • bendecir la mesa;
  • ir juntos –y elegantes– a Misa, y rezar algunas oraciones de acción de gracias después;
  • quizá rezar el Rosario en familia, y si son demasiado pequeños sólo un misterio, y en las fiestas de la Virgen algo más;
  • o retomar aquellas viejas devociones del mes de Mayo, la novena a la Inmaculada, el escapulario del Carmen…: no muchas, pero bien vividas.
  • Las familias cristianas no deben olvidar que los padres son los primeros educadores en la fe y que, por tanto, es necesaria una catequesis familiar en la que, con una periodicidad establecida –semanal, por ejemplo–, los padres vayan cumpliendo con esa obligación, que no deben abandonar en manos únicamente del colegio o la parroquia.

    Cuando el problema está en los padres Algunos padres, cuando en los libros o charlas de orientación familiar oyen hablar de Dios, o les hacen alguna consideración sobrenatural, cambian de sintonía y desconectan por completo. Reaccionan como si dijeran: “Vamos a ser prácticos, por favor. No me vengas ahora con sermones como si yo fuera un infeliz en busca de resignación. Quiero soluciones.” Quizá no comprenden lo que es el alma. Que el hombre no es un simple animal extraordinariamente desarrollado en el que educar es simplemente encauzar unos instintos. Que tiene un alma espiritual e inmortal que el educador no puede ni debe ignorar.

    Hay que saber cómo actúa el alma. A lo mejor esas personas entienden muchísimo sobre cómo funciona el cuerpo, y qué conviene a su salud, y cómo prevenir o curar una enfermedad, o lo que sea, pero no saben una palabra sobre la salud de su alma, siendo como son sus enfermedades mucho más dolorosas.

    No olvides que la raíz de muchos problemas está en el alma.

    La raíz de muchos de los problemas de tu hijo está en su alma. La raíz de muchos de tus problemas está en tu alma. Muchas veces, cuando la gente nota un vacío grande, y se pregunta qué le falta a su vida, lo que le falta es la rectitud de la fe, el acatamiento de Dios. Ese reconocimiento es lo que hace que la vida esté construida en sabiduría y libertad.

    “No veo a Dios por ninguna parte”, dicen. O “mi fe se muere”, o “mi fe ha muerto…”. Y quizá su fe sigue latente, ahogada por costumbres insanas o claudicaciones inconfesables.

    “El moderno experimento de vivir sin religión ha fracasado”, decía Schumacher. Y las estadísticas –puede comprobarse en los sondeos Gallup de las dos últimas décadas– confirman esa afirmación, pues tanto el ateísmo como el agnosticismo están en franca recesión en el mundo occidental, en contra de lo que a veces el ambiente social parece querer mostrar.

    La fe es algo personalísimo de lo que no se puede prescindir, y en ella actúa la iniciativa de Dios. Y aunque la iniciativa sea de Dios, nuestra respuesta es decisiva. Y a veces, el griterío de nuestro mundo interior hace imposible oír esa voz, o nuestra falta de fortaleza y de generosidad hace que no queramos o no podamos responder. Son tinieblas muchas veces voluntarias, a las que quizá no se quiere poner remedio porque nuestra conducta interesada ahoga la voz de Dios.

    El problema de fe proviene otras veces del desequilibrio en la formación. No es difícil encontrarse cristianos que son brillantes en su profesión, incluso cultos, muy leídos y muy viajados, con grandes experiencias quizá, pero absolutamente ignorantes en lo referente a su fe. Hombres o mujeres que abandonaron el estudio de los fundamentos de sus creencias con el final de sus estudios primarios o con las primeras crisis de la adolescencia, y que conservan una imagen de la teología que bien podría servir para un cuento de hadas, cuando la teología es sin duda la ciencia sobre la que más se ha hablado, escrito, investigado y debatido a lo largo de los siglos. Les falta estudio de su propia fe, que es equilibrio en su formación.

    Esa ignorancia es un formidable enemigo de la fe, puesto que la fe en cualquier cosa exige siempre un suficiente conocimiento previo. Y esa fe débil bien puede tener su causa en haber recibido una formación religiosa poco afortunada o impartida por personas que no han sabido mostrar su grandeza.

    Por eso hemos de ser consecuentes y dedicar el tiempo que sea preciso para tener un conocimiento de nuestra fe adecuado a nuestro nivel cultural e intelectual. De esta forma, la experiencia de tantos siglos en la vida de tantas personas nos ayudará a vivir esas exigencias y a superar las dificultades que se nos presenten, que quizá no sean tan nuevas.

    —Sin embargo, hay muchos que creen poco, o que no practican, pero sí quieren que sus hijos reciban una buena formación cristiana.

    El valor de la formación moral cristiana es algo bastante reconocido, afortunadamente. Y esa preocupación de esos padres es indudablemente loable y positiva, pero Los padres que quieren que sus hijos crean, pero ellos mismos no practican, suelen fracasar.

    Si no tienen la fe como parte esencial de su vida, o si luego desmienten sus palabras con los hechos, es difícil que las cosas salgan bien.

    Sin embargo, para muchos padres ha sido precisamente la preocupación por educar correctamente a sus hijos y darles un buen ejemplo, lo que les ha llevado por un camino de mayor cercanía a Dios y más profundo conocimiento de la fe, que ha venido a facilitar su propia coherencia y, en cierta manera, su conversión.