El ambiente familiar

¿Qué cosa más grande
que tener a alguien
con quien te atrevas a hablar
como contigo mismo?
Cicerón Diálogo y naturalidad. Virtudes familiares Es mejor no comenzar una conversación –recomienda Lluís Cassany – si no nos sentimos con capacidad de acabarla con serenidad, pase lo que pase, diga lo que diga. Baja la guardia. No le respondas: “porque sí”, ni “porque soy tu padre”, ni “mientras estés en esta casa”.

Razona tu orden, aunque él no lo acepte. Hazle reflexionar sobre el porqué de sus ideas. No seas paternalista ni autoritario.

No grites y no permitas que él grite. Si gritas, permite que él grite.

En las ideas no cabe la imposición. Hay que saber suscitarlas en él sin avasallar. Debemos aprender a dialogar sin pretender rebatir de forma contundente al interlocutor, sin pretender sentar cátedra, porque puede echarse todo a perder por culpa de ese querer concluir triunfadoramente.

Es mejor que no haya vencedor ni vencido, sino que, en un intercambio de impresiones positivo, huyendo desde el principio de planteamientos de debate dialéctico, se llegue de la mano a conclusiones útiles. Se trata de charlar y enriquecerse mutuamente con ideas y modos de ver distintos a los nuestros.

—Oye, que en mi familia no son todo peleas…

Ya me imagino, pero a veces son unas pocas peleas las que deterioran el ambiente familiar, y hay que saber evitarlas. Y esos temas más conflictivos, que separan, habrá que tratarlos alguna vez, pero con prudencia y sin abusar, que ya suelen salir bastante sin necesidad de buscarlos.

Si no se ha comenzado antes, es la hora de dedicar tiempo a cada hijo en particular. Recuerdo una madre muy sensata que se había impuesto a sí misma como norma no dejar pasar ni un día sin haber tenido al menos un momento de conversación personal confiada con cada uno de sus hijos.

Naturalidad. Sencillez. Ausencia de afectación. Espontaneidad. Llaneza. La naturalidad llevará a que los hijos estén relajados y distendidos en nuestra presencia.

Franqueza y no querer aparentar son claves para la confianza y la cordialidad familiar.

Para lograr ese clima, es necesario que los padres:

  • Encuentren tiempo para estar y hablar con los hijos, que son más importantes que los amigos, que el trabajo, que el descanso.
  • Les escuchen con atención. Para ello es buena medida, por ejemplo, que se propongan comer y cenar toda la familia juntos y con la televisión apagada.
  • Se esfuercen por comprenderlos, poniéndose en su lugar.
  • Sepan reconocer la parte de verdad –o la verdad entera– que pueda haber en alguna de sus rebeldías.
  • Aprendan a decirles que no, sin herir, ni producir dramas.
  • Les enseñen a razonar y a tener criterio.
  • No les impongan sistemáticamente una conducta, sino que les muestren los motivos que la aconsejan.
  • Respeten su libertad, pues no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad.

Y para ello, también es importante que los hijos puedan observar esa misma armonía en sus padres, porque vean que:

  • Hay un diálogo fluido entre los cónyuges que evita los enfados y resuelve con buena voluntad las naturales diferencias.
  • No se presenta ese infantil intento de supremacía ante el marido o la mujer, ni se desautorizan el uno al otro.
  • No usan de palabras fuertes o autoritarias entre ellos.

Sin embargo, a veces no quedará más remedio que pasar un mal rato para resolver una situación cuya solución no debe ya aplazarse. Y habrá entonces que agotar la verdad, y entrar a fondo. Será un mal rato para ambos, pero para los dos igualmente necesario.

Otra preocupación que han de tener los padres es la de luchar contra la excesiva monotonía familiar. Tener ideas que hagan que los hijos se diviertan en casa, iniciativas que rompan la rutina y faciliten el descanso:

  • una salida al campo,
  • una visita cultural,
  • un extraordinario en la comida,
  • un juego divertido,
  • una buena película,
  • o lo que sea.

Que haya en la casa:

  • gratificaciones recíprocas;
  • respeto a todos, buenos modales y deseos de agradar;
  • delicadeza en el trato, sin permitir discusiones tontas, peleas, groserías ni palabras inadecuadas;
  • detalles de servicio a los demás;
  • cuidado de la limpieza y la urbanidad;
  • ideas y recursos para animar y estimular a todos.

Es además buena forma de hacer que no busquen fuera lo que deben encontrar en casa.

Alegría, optimismo y buen humor. El caso de Raúl Nada entristece tanto a un hijo como la frialdad de sus padres, el talante hastiado o desagradable.

Estar de buen humor no cuesta tanto, y además es muy gratificante para todos. Hay que esforzarse por sonreír, aunque a veces se haga difícil. Así acabará por enraizarse en el carácter un profundo y estable sentido del humor.

La tristeza no es productiva, no libera en nada de los problemas, y en muchas ocasiones hace pagar la factura a quienes conviven con nosotros, que no tienen culpa ninguna.

La falta de optimismo suele ser defecto del carácter que va unido a una falta de realismo que impide captar lo positivo de las personas y las situaciones.

El chico necesita veros de buen humor. “Mi padre me pega por nada”. “Mi madre siempre está de mal humor”.

No seáis de esos padres trágicos, insoportables, que ni conocen ni dejan conocer la alegría en el hogar.

Ni de esos padres tristes, irascibles, para quienes todo es objeto de bronca.

Ni de aquellos otros, envarados y fríos, secos, demasiado autoritarios, a quienes los hijos jamás les hablan de sus pequeños problemas, no les cuentan nada.

Ni como aquellos otros, cuyos hijos interrumpen secamente sus juegos cuando les oyen llegar a casa, porque les tienen miedo, porque saben que llegará con la misma mala cara de siempre, y se esconderá detrás del periódico, o quedará absorto ante la televisión, y saben que le molesta el más pequeño ruido que se produce.

Son padres que así viven “tranquilos”, a quienes nadie chista en su mesa, que hablan y todos les escuchan, que siempre se acatan sus órdenes…, pero que nunca se ganarán el afecto de sus hijos ni lograrán que crezcan con un carácter enérgico.

—Creo que estas hablando de padres de otra generación. Ahora quedan pocos así.

Tienes razón, pero lo digo porque creo que aún quedan demasiados, más de lo que parece, y que con esa actitud arruinan su vida y la de su familia.

El sentido del humor es una postura ante la vida gracias a la cual se cuenta con recursos para sobreponerse ante los problemas, contrariedades y disgustos que nos sobrevengan.

El optimismo es un multiplicador de nuestra fuerza interior. Cuando falta, todo se ve oscuro y difícil, envuelto por el desaliento. Hay que aprender, nosotros primero, y, luego, enseñar a los hijos, a disfrutar de la vida, no a base de frivolidad, sino sabiendo valorar tantas cosas positivas que nos vienen cada día y por las que deberíamos estar alegres.

Tener ese sentido del humor supone poseer señorío sobre los acontecimientos, un dominio sobre uno mismo que hace posible mantenerse firme ante las adversidades, con elegancia, en la vida cotidiana.

Recuerdo que en una ocasión hablé con un matrimonio que vino al colegio preocupado por la falta de rendimiento escolar de su hijo. Raúl –así se llamaba– estaba triste y sin ilusión, se había vuelto bastante introvertido y a veces incluso agresivo. Y él no era así antes.

Tras una breve conversación, quedó claro el problema. Había una causa, como siempre sucede, y en este caso era sencilla y directa. Surgió enseguida en la conversación, porque necesitaban un desahogo. La madre explicó que su padre había fallecido en un accidente de tráfico hacía unos meses, y les había afectado mucho esa pérdida, pues vivía en su casa y estaban muy unidos a él.

A esto se había añadido el disgusto del reciente matrimonio de su hija mayor con una persona que no era de su agrado. El ambiente de la casa se había ido enrareciendo. Apenas discutían antes, y ahora era cosa frecuente. Cualquier tontería era causa de tensiones.

Eran conscientes de que la situación no conducía a nada, pero se les había venido encima casi sin darse cuenta. Raúl se había resentido enseguida, en el carácter y en los estudios.

Estaban todos muy tristes y no sentían nada que les llevara a estar alegres. “Así –decían–, no vamos a conseguir nada, pero tampoco vamos a ponernos a dar saltos de alegría. Sería algo antinatural, un poco hipócrita.” Enseguida comprendieron que esa última conclusión era equivocada. Si no iban a conseguir nada por la vía del pesimismo y la amargura, lo mejor era que se plantearan positivamente cambiar el ambiente de la casa.

Como suele suceder, el hecho de hablar con confianza hace que las cosas se vean con más perspectiva y casi se arreglen solas. Ellos mismos se plantearon la cuestión, y resolvieron aplicarse una sencilla terapia de buen humor para combatir esa inercia de dejarse envolver por la tristeza, que amenazaba arruinar a la familia.

Con un planteamiento un poco más trascendente y sobrenatural de la muerte, un esfuerzo por aceptar las decisiones libres de su hija ya mayor, y por afrontar el futuro con alegría, pese a las contrariedades, las cosas mejoraron notablemente en poco tiempo, y Raúl lo acusó enseguida, volviendo a su buen rendimiento anterior.

Felicidad y egoísmo. Educación en la generosidad Muchos expertos en educación señalan la edad de diez o doce años como el principio de las relaciones de amistad realmente desinteresadas. Hasta entonces, más que amigos, tenía compañeros de juegos.

Ahora empieza ya a entender la amistad de otra manera, y descubre con mucha mayor profundidad lo gratificante de pensar en los demás. Pero hay que ayudarles en este camino de salida del egocentrismo infantil.

Y enseñarles de modo práctico a que comprendan que los grandes enemigos de la felicidad son el egoísmo y la soberbia.

Porque los chicos a veces tienen unas manifestaciones de egoísmo asombrosas. A lo mejor les molesta que otros disfruten más que ellos, o les cuesta prestar o compartir, o ayudar, o preocuparse de los demás. Hay que hacerles ver lo poco lógico de esos sentimientos, y que comprendan que todos, con nuestra capacidad de hacer el bien a los que nos rodean, tenemos un tesoro que repartir; y que si no lo entregamos se pierde, para nosotros y para los demás.

Que sepan buscar la felicidad de los demás, que además es uno de los caminos más directos para lograr la propia.

Al oír la descripción del egoísta, a todos nos repugna, o le compadecemos, o sentimos una mezcla de las dos cosas. Pero lo malo es que, a pesar de eso, todos tendemos al egoísmo.

Deberíamos preguntarnos con frecuencia, por ejemplo, si reparamos en los sufrimientos de los demás. Y preguntarnos inmediatamente si el chico lo hace también, porque ése es uno de los grandes secretos de la felicidad: descubrir al prójimo, salir de sí mismo, darse cuenta de que hay a nuestro alrededor hombres que sufren, siquiera un poco, pero a los que podemos ayudar mucho.

Cualquiera de nosotros que no encontrase en su camino hombres que sufren, debería pensar si no será un egoísta encerrado en sí mismo. Porque la vida está llena de gente falta de compañía, de afecto, de verdad; de gente herida por la soledad, por su propio difícil corazón.

A nuestro alrededor, y alrededor del chico, hay personas que necesitan ayuda, y sería interesante que cada uno de nosotros viese si no se ha acostumbrado tanto a disculparse, a estar atento sólo a sus propias heridas, que tiene tan arraigado ya el hábito de dar un rodeo y pasar de largo que le parece que a su alrededor no hay nadie necesitado.

A veces sorprende en los chicos su indiferencia ante el dolor ajeno, y casi siempre es porque no se les ha sabido despertar esa sensibilidad. Hay que lograr que no viva cerrado en sí mismo. Que, además de hablar y contar lo que le gusta, aprenda a escuchar lo que les gusta contar a los demás. Que se interese sinceramente por lo ajeno…

—Y si no siente un interés sincero, no se va a poner uno a hacer el hipócrita, ¿no? Ser educado o pensar en los demás no es hacer el hipócrita. Debe adquirir ese hábito de preocuparse por los demás, de procurar ser agradable. Cuando la vida se desarrolla sobre esas coordenadas, hacer eso llega a ser algo que sale natural, sin hacer el hipócrita. Ese es el objetivo.

Debe aprender, como nosotros, a esforzarse por ser simpático y afable. Es triste que tantos hombres y mujeres hagan esfuerzos costosísimos por adelgazar unos kilos o mejorar su aspecto externo, y sin embargo no se esfuercen lo más mínimo por ser agradables, pese a ser algo que repercute mucho más en la buena imagen (y sobre todo en la felicidad propia y ajena).

Para ser agradable es preciso salir de uno mismo y observar a los demás.

Y el chico no lo aprenderá a base de sermones, sino respirando ese ambiente en su propia casa. Viendo que se habla bien de la gente, que se escucha con paciencia, que se eligen los temas de conversación que gustan a los demás, etc.

Tiempo libre, aficiones, deporte y televisión Para el niño, gran parte de su vivir es jugar. Y el juego puede tener un gran valor educativo y una influencia considerable sobre su formación. Además, es una edad crucial para el desarrollo de las aficiones.

Un juego organizado, por ejemplo, como es el caso de cualquier deporte, desarrolla facultades importantes como la atención, resistencia, disciplina, dominio de sí, razonamiento especulativo, etc.

Existen muchos juegos educativos, que los padres deben procurar conocer y fomentar en la familia, sin dejar que se impongan otros de dudosa conveniencia.

—¿Y qué tipo de juegos y ocupaciones son buenas? Es difícil de concretar. Hemos dicho que es positivo que hagan bastante deporte, excursiones, que estén con sus amigos y que los traigan a casa, que vean algún buen programa de televisión, que se aficionen a leer –empezando por cosas sencillas–, que practiquen juegos que impliquen creatividad.

—¿Y son buenos los competitivos? El chico tiene una inclinación natural a la competitividad. Quiere sobresalir y vencer. Conviene cuidar que ese afán de emulación no se convierta en una excesiva rivalidad, y para ello debes inculcar en tu hijo una clara aversión hacia el fanatismo y la obsesión por la victoria a cualquier precio. Hazle ver lo negativo y lo ridículo de esas actitudes.

Debe aprender el arte de ganar y el arte de perder. Tiene que adquirir ese espíritu deportivo, por ejemplo felicitando al vencedor y aceptando la derrota, o llevando con elegancia la victoria.

Resultará positivo todo juego que implique sujetarse a unas normas, respetar el derecho ajeno o entrar en una sana competencia que ayude a relacionar la situación del juego con la realidad de la vida misma.

—¿Y otras ocupaciones positivas? Es una gran cosa que aprenda a tocar un instrumento musical, o que se aficione al dibujo o a la pintura. A otro nivel, son positivos los juegos de construcciones o mecano, que haga maquetas, o que se aficione a hacer colecciones. O juegos que enseñan a pensar, como el ajedrez. No son muy adecuados los de naipes cuando su éxito se basa en la simulación, como el póker o el mus.

—¿Y los juegos de mesa? En principio son buenos, y el niño suele darse a ellos con todas sus fuerzas si captan su interés. Son educativos, pero debe usarse de ellos con moderación, de modo que no le cautiven excesivamente. Aunque siempre serán mejores que entretenimientos más pasivos, como por ejemplo pasarse la tarde viendo la televisión.

Los juegos y el deporte deben ser una escuela de virtudes como la lealtad, el compañerismo, pensar en los demás, reciedumbre, etc. Deben por tanto desecharse desde el principio los enfados y las trampas.

Debe también comprender pronto que el mejor medio para divertirse es hacer que los demás se diviertan: Los planteamientos egoístas desembocan en grandes aburrimientos.

—Oye, antes hablabas de la televisión… ¿No absorbe demasiado a los chicos? Es realmente grande la capacidad que tiene de polarizar la atención. Según un reciente estudio estadístico, un chico de la edad que nos ocupa dedica una media de 214 minutos diarios a ver la televisión: más de tres horas y media al día. Otras fuentes han lanzado la cifra promedio de 13.000 horas de televisión a lo largo de toda su etapa escolar. Puede con esto deducirse que la actividad predominante de ocupación del tiempo no dedicado a dormir, comer o ir al colegio, es ver la televisión. Y esto es algo casi universal, desgraciadamente.

El efecto más negativo de este medio audiovisual en el chico de esta edad es el hábito de pereza que crea, por lo pasivo que es, y por lo que dificulta que aprenda a divertirse con ingenio.

Ver la televisión a granel, sin que medie una selección y búsqueda de espacios determinados que despierten interés, tragándose todo, toda la tarde, lo que salga…, eso es llenar una masa de vacío que no se sabe cómo llenar de diversión, una medida del aburrimiento en el que se puede estar inmerso.

La televisión no es mala, evidentemente. Pero su uso indiscriminado, abusivo y sin ser enjuiciado críticamente puede ser bastante negativo. Como hay tantas emisiones que son perjudiciales para ellos, lo más prudente es ceñirse a una programación convenientemente supervisada por los padres. Esto no es desconfianza. Es velar por su bien, igual que cierras bien la puerta de la calle y que no invitas a cualquiera a tu sala de estar. Si no, es la televisión quien educa, en vez de los padres.

—Bueno, tampoco será para tanto…

Cuando son tres o más las horas que un niño pasa ante el receptor cada día, cabe preguntarse ¿y cuántas horas pasará hablando con sus padres…? A lo que desgraciadamente pocos podrían responder siquiera que diez minutos. Entonces se explica cómo realmente esos hijos están más educados por la televisión que por quienes les dieron la vida y tienen la responsabilidad de formarles.

No dejes que sea la televisión quien eduque a tu hijo. La televisión entretiene e informa, pero sólo a veces forma.

Ante las tradicionales quejas de “¿Pero quién te ha enseñado a ti a…?” (en los puntos suspensivos pueden ponerse las barbaridades que hace, o las que dice, o esos planteamientos extraños que tanto nos sorprenden), cabría comparar cuánto tiempo se dedica al diálogo familiar y cuánto a la televisión y el vídeo.

Recuerda que todo lo que sale de su corazón lo ha almacenado antes en el subconsciente.

Resulta muy significativo, por ejemplo, el hecho de que haya televisor en el dormitorio. Ese fenómeno hace que se pasen las horas sumidos en esa hipnosis televisiva, ya encerrados cada uno en su entorno individual. Las distancias en la familia aumentan. Ya nadie tiene que ceder los propios gustos en favor de otro. Cada uno tiene su apetencia que sacia solitariamente en su cuarto. Los chicos no tienen dificultad en ver programas que sus padres desaprobarían: “mamá nunca se entera de lo que veo”, afirmará luego en clase con una sonrisa maliciosa.

El que ve demasiada televisión se habitúa a un régimen de diversión tan pasivo que luego no tiene fuerzas para entretenerse fácilmente de otra manera. Si en una de esas casas tuvieran que prescindir durante una semana de la televisión, se inundaría de aburrimiento, tendrían que hacer un gran esfuerzo para llenar el tiempo, y eso es síntoma de que falla algo importante, que faltan ideas.

—Entonces, ¿qué aconsejarías en concreto a una familia sobre el uso de la televisión? Es difícil dar reglas generales, pero algunas recomendaciones prácticas podrían ser:

  • tener un solo aparato en la casa;
  • acostumbrar a los hijos a que pidan permiso para conectar la televisión;
  • programar en familia el uso que se va a hacer de la televisión;
  • prever unos tiempos en los que habitualmente no se pone la televisión, para respetar el silencio necesario para estudiar o charlar; por ejemplo, durante las comidas y al menos un par de horas cada tarde.

¿Quién entra hasta tu sala de estar? Viene de antiguo la denuncia del intrusionismo de los medios de comunicación en los hogares. Dejarles paso sin control alguno es como dejar abierta la puerta de la calle a cualquier desconocido.

Hemos hablado antes sobre los peligros del exceso de horas de televisión. Ahora, aun a riesgo de parecer obsesionado contra la televisión, quisiera hablar de la televisión basura.

Este término, acuñado hace unos años en Estados Unidos, hace referencia a una serie de programas que buscan revolver las conciencias de los telespectadores, provocando directamente sus instintos y sentimientos más bajos. El sexo, la violencia descarnada y el sensacionalismo parecen haberse convertido en sus pilares fundamentales.

Muchos padres quizá no se dan cuenta de que la violencia y el sexo son cosas contagiosas. El niño, ante el espectáculo erótico o violento, se impregna de tesis a las que no se adheriría de forma voluntaria. Los profesionales de la televisión saben que a los chicos les gusta lo que es fuerte. Cuanto más impresione al chico, más deseará volverlo a ver.

Según otros recientes estudios estadísticos, se muestran en la pantalla una media –dependiendo de la cadena televisiva– de entre 4 y 10 actos de violencia por hora de emisión. Un chico, al cumplir 18 años, puede haber presenciado unos 100.000 actos violentos a través del cine o la televisión.

En muchas revistas o cadenas de televisión, el dolor humano sirve, con el pretexto del derecho a informar, como reclamo comercial. Gusta mostrar imágenes de cadáveres calientes, entrevistar a criminales y a maníacos. Prima la fuerza de las imágenes sobre la ponderación y la profundidad de los comentarios que las acompañan. Este enfoque hiperrealista fácilmente insensibiliza al niño frente al dolor ajeno o la injusticia, o hace apología de posturas aberrantes ante la vida.

Por su parte, la pornografía es algo degradante, que usa como materia prima a seres humanos. Es degradante para la persona –más frecuentemente para la mujer–, y bastante más deformador para el chico de lo que muchos padres sospechan.

Ese mismo estudio sobre los contenidos televisivos que llegaban a los niños, señalaba una media de entre 3 y 5 actos de violencia sexual o relaciones íntimas descarnadas y fuera de contexto, también por hora de emisión. A la edad que nos ocupa, el chico puede haber presenciado en la pantalla, aparte de los varios miles de asesinatos de rigor, bastantes cientos de conductas sexuales nada educativas.

—Oye, pero si cortas la televisión cuando salen estas cosas le estás cerrando los ojos a algo que sus amigos le comentan luego en el colegio… y puede ser peor.

Verdaderamente es un problema eso que dices. Por eso no basta con cambiar de canal, sino que además debemos dar al chico una explicación sensata, para que no se sienta censurado o acomplejado por no ver esas cosas.

Pero hay que dejar de verlo. Porque son cosas pegajosas, y no basta con desaprobarlo con las palabras pero aprobarlo luego con la conducta, continuando ante la pantalla.

Nadie debe sentir complejo por privarse de algo que es degradante o perjudicial. Y con más razón si sabe que así evita entrar en el juego de los grandes negocios de quienes comercian con la dignidad humana.

De todas formas, hay algo mejor aún que dejar de verlo. Es no llegar a verlo porque se ha hecho la adecuada selección de lo que se quiere ver. Con una inteligente orientación se puede disfrutar mejor de la televisión, aprovechar mejor el tiempo y evitarse situaciones desedificantes.