Enrique Monasterio, “En un hospital de Madrid”

Tengo en el disco duro del portátil una carpeta que llamo “congelador”. Allí voy guardando desde hace años anécdotas verídicas, notas de prensa, sucesos más o menos relevantes, frases oídas al pasar y docenas de ocurrencias personales, con la esperanza de que, descongeladas y bien aderezadas, sirvan de algo en el futuro.

Pocas veces hasta ahora he recurrido al congelador; pero hoy, al enfrentarme con el artículo de mayo, he abierto esa carpeta en busca de alguna vieja anécdota. He aquí una que casi había olvidado.

En marzo de 1996 fui a un gran hospital de Madrid para visitar a un amigo al que iban a operar del corazón. Estuve unos minutos con él, y al salir -¡qué importante es vestir “de uniforme” en estos casos!- fui abordado por una señora mayor. Me dijo que su marido iba a entrar en el quirófano, y quería hablar antes con un sacerdote.

-Tenga en cuenta, padre, que tiene la cabeza un poco perdida…

Al cabo de diez años me resulta imposible recordar el rostro del enfermo. Tampoco anoté su nombre, creo que era Juan, pero no he olvidado su mirada entre tímida e irónica ni su piel reseca y traslúcida, como un envoltorio de papel arrugado, demasiado grande para tan poca carne.

Después de confesarse, me sujetó la mano con inopinada energía. Tenía el pulso acelerado y caliente. No quería que me marchara. Tampoco que llamase a su mujer.

Empezó a hablar despacio, buscando con esfuerzo el vocablo preciso y repitiéndolo cuando al fin lo encontraba, como para tatuárselo en la memoria. Me dijo que era navarro y que había trabajado como médico en un gran pueblo de La Mancha. Sus restantes palabras, tal como las apunté entonces en el congelador, son éstas: -“Todos los moribundos piensan en sus madres. Yo lo he visto muchas veces en los hospitales. Y ahora me estoy muriendo yo. Esta operación servirá sólo para la prórroga y para que tengan tiempo de ir grabando el epitafio. A lo mejor ni eso.

“Quiero mucho a mi mujer. Hemos estado juntos casi sesenta años, y sin ella no sabría dónde he puesto las gafas. Ya comprendo que es una pobre declaración de amor… De mi madre no tengo memoria. Murió cuando yo era muy chico. Sólo conservo una foto que no me dice nada. Está amarilla y fría como un cadáver.

“Le cuento esto porque no tiene lógica que todos los días sueñe con ella. Y cuando estoy despierto, a veces la sigo viendo. Si se lo explico a mi hijo, que también es médico, me dirá que ando mal de la cabeza y que hay que ajustar el litio. Este chico todo lo resuelve a base de litio. Pero el caso es que la veo, y, aunque no se parece en nada a la fotografía, sé que es mi madre porque ella me lo dice. Pero como es muy joven y sonríe, me estaba preguntando si no será la Virgen. ¿Qué piensa usted, padre?” No anoté mi respuesta, pero sí que hablamos casi una hora más. A Juan, en efecto, se le iba un poco la cabeza, pero era hombre reciamente cristiano que hablaba de la Virgen, de su mujer, de Dios, de las gafas, del santo patrón del pueblo y de las pastillas que debe tomar cada seis horas, sin salir de la misma oración subordinada. Todo era igualmente real y cercano.

Rezamos juntos un misterio del Rosario. Le hice notar que, en el avemaria, acudimos a nuestra Madre para que nos proteja en los dos únicos momentos importantes de la vida: ahora y la hora de la muerte. Al fin y al cabo, el pasado ya no existe y del futuro ni siquiera sabemos si llegará. El “ahora” es lo importante…

-…y la muerte.

-Sí. Cuando esos dos momentos coincidan, ¿qué madre no saldría al encuentro de su hijo? San Alfonso María de Ligorio escribió en el siglo XVIII un librito titulado Las glorias de María en el que recoge docenas de tradiciones y leyendas marianas, a cual más ingenua y milagrosa.

La mía es menos pintoresca, pero tal vez sirva para este mes de mayo que dedicamos a la Señora.

Y conste que, en mi opinión, el problema del litio es irrelevante en esta historia.