Francisco J. Mendiguchía, “Los comportamientos inadecuados”

En un capítulo precedente hablaba de los niños que parecen malos pero que no lo son, pero ¿es que hay realmente «niños malos»? En este otro capítulo voy a tratar de ciertos niños a los que los padres muchas veces adjudican este adjetivo, ciertamente peyorativo de «malos» porque, según dicen, cometen maldades como las de mentir, robar cosas en el colegio y otros problemas por el estilo, que tienen todos en común romper los esquemas y las normas establecidas de convivencia familiar y social.

Es por ello que han recibido apelativos como los de «asociales», «niños problema» o «niños difíciles», que indican por sí mismos la hostilidad y apatía que despiertan aunque yo prefiera llamar a estos casos «trastornos menores de conducta» porque, salvo raras excepciones, son perfectamente tratables. A lo que me niego es a denominarles, como hacía el viejo profesor Michaux «enfants perverses» y que hasta escribió un libro con este título, “El niño perverso” cuando, en bastantes casos, se trata de «niños pervertidos» por un ambiente malsano.

Los niños que roban Uno de los síntomas más frecuentes de esta «conductopatía» son los hurtos y robos. Constituyen quizá el motivo que más vemos los paidopsiquiatras en nuestras consultas. Para valorar debidamente este tipo de hechos hay que tener siempre muy en cuenta el factor edad pues, para considerarlos negativamente, el niño ha de tener ya un concepto real de lo que es la propiedad, y esto no se produce hasta los seis o siete años.

Antes de esta edad los niños se apoderan de golosinas, lápices, juguetes o cuentos sin tener la sensación de estar haciendo algo indebido. Por eso lo olvidan pronto o lo devuelven, porque la apropiación sólo tenía carácter temporal. También ha de tenerse en cuenta el valor de lo hurtado pues quitar bolígrafos, gomas de borrar, pastillas de chicle y cosas por el estilo, no debe tener, aun después de los siete años, la consideración de robo. Es más serio cuando lo que se sustrae es dinero, por muy pequeña que sea la cantidad o cuando los objetos son ya más valiosos, como relojes o balones.

La sustracción de dinero empieza siempre por el de los padres, sigue con el de los compañeros de clase y puede acabar con el de cualquier persona que tenga cerca. Sólo en medios familiares «muy especiales» se producen en estas edades robos a personas desconocidas.

Muchas veces, después de apoderarse de dinero, «el ladrón» lo reparte entre sus amigos o compra cosas que también reparte, constituyendo esto lo que se denomina «robo generoso» que, en muchas ocasiones, no tiene más objetivo que comprarse amigos cuando por alguna razón se siente rechazado o, sin serlo, es demasiado tímido para tenerlos de otra manera.

Como mecanismos inconscientes en la comisión de hurtos infantiles se citan: la llamada de atención; son niños que se sienten abandonados, con razón o sin ella, por padres o maestros. También el sentimiento mágico de que, al apoderarse de algo de otro, adquieren parte de su potencia y valor.

Para la valoración de este tipo de conductas y su importancia real a efectos de ponerlas en tratamiento psicológico, hay que considerar, no sólo la magnitud de lo sustraído sino también la reincidencia, pues es ésta precisamente la que da el carácter de antisocial al hurto infantil.

Más importantes son los robos en pandilla que generalmente se cometen en grandes almacenes, y que suelen tomar la forma de campeonatos para ver quién o qué grupo roba más objetos y de más valor. Lo más atrayente de esta conducta, ya predelictiva, es la emoción (miedo) de ser descubiertos y después castigados. Hay que valorar cuidadosamente este tipo de actividad que une el robo a la emoción del miedo de ser descubiertos, porque esta conjunción es precisamente el núcleo de la cleptomanía del adulto, aunque niños cleptómanos puede ser que los haya, pero yo no he visto ninguno.

Un tipo de robos más frecuentes a esta edad son los «robos por venganza», es decir los que cometen algunos chicos que quitan algo a algún compañero del que no pueden vengarse de otra manera. Más refinamiento supone cometer un hurto, por ejemplo, en el colegio, y achacárselo, a veces hasta con misivas anónimas a los profesores, al compañero de quien quieren vengarse (de éstos si que he tenido por lo menos un par de casos).

En los adolescentes, los robos tienen ya otro significado y se cometen la mayoría de las veces para obtener alguna utilidad, desde dinero hasta motocicletas o automóviles, aunque en ocasiones no sean más que robos de «autoafirmación», para probarse a sí mismos o a los demás, que ya es un hombre. Por otra parte las bandas juveniles pueden cometer robos perfectamente planeados y ejecutados como los de los adultos.

Fugas y vagabundeos Veamos ahora otro problema. Hay programas en TV en los que aparecen personas que buscan a quienes faltan del hogar. Muy frecuentemente se trata de padres que preguntan angustiados desde la pequeña pantalla: «Hijo, ¿por qué no vuelves a casa?, ¿qué te hicimos?, ¿por qué te fuiste?». Generalmente se trata de chicos y chicas de más de doce o trece años que se han marchado de casa sin ninguna explicación. Nos encontramos ante unos casos que se denominan en términos psiquiátricos «fugas y vagabundeo».

Las fugas pueden darse en niños más pequeños, pero éstas suelen terminar mejor. El niño vuelve a casa a las pocas horas, cuando empieza a sentir miedo o hambre, aunque puede haber otros más decididos que son capaces de coger un autobús o un tren y marcharse a otra ciudad de donde son generalmente devueltos al hogar por la policía. Estas fugas aisladas y cortas no suelen tener importancia, pero si son largas, y más aún, si son repetidas, habrá que estudiar en profundidad al niño y a la familia, porque algo está pasando en sus relaciones.

En el niño que se fuga pueden darse motivos que se aprecian fácilmente como son: haber tenido malas notas y no querer enfrentarse con los padres; haber tenido un castigo y marcharse de casa para hacer sufrir a los padres mientras le encuentran; o simplemente huyen porque su casa es un infierno donde los padres discuten o se pegan.

Otras veces lo hace únicamente para llamar la atención, por creer que nadie le hace caso o no le entienden, por mero mimetismo, porque lo ha visto en la TV y quiere probar en qué consiste y, en ocasiones, no sabe realmente por qué se ha fugado, es un acto compulsivo que, la mayoría de las veces, no representa más que una huida de sí mismo para reducir su tensión interna producida por algún conflicto del que ni siquiera es consciente.

El vagabundeo es ya más propio de adolescentes. Dura mucho tiempo y, en general, acaba convirtiéndose en un hábito que hace que el muchacho llegue a pasar más tiempo fuera de casa que en el hogar, cayendo así fácilmente en el mundo de la delincuencia y de la droga. Un tipo especial de vagabundeo es el solitario, propio de personalidades introvertidas, soñadoras, con malas relaciones sociales y de gran frialdad afectiva, que se conoce con el nombre de «ambulomanía autista».

Los pirómanos Otro tipo de trastorno de conducta es el de los niños provocadores de incendios que no siempre son pirómanos. Si repasamos las posibles causas de incendios infantiles nos encontramos con varios tipos de ellos: – El fuego es producido por un descuido o un desconocimiento de su capacidad para provocarlo. – El fuego es producido por juego, generalmente en grupo, que después ha escapado a su control. – Los incendios provocados conscientemente (niños o jóvenes incendiarios). – La verdadera piromanía en la que el fuego es debido a una fuerte compulsión imposible de vencer.

Lo cierto es que el fuego tiene un cierto atractivo. ¿Quién no se ha sentado delante de una chimenea contemplando durante mucho tiempo las caprichosas formas de las llamas y sus continuos cambios? Pero al mismo tiempo no hay nada que produzca más pánico que un incendio. Además el fuego es el símbolo del hogar y de la unión familiar, por lo que siempre ha estado cargado de una fuerte carga emotiva.

Las motivaciones de los incendios en niños y jóvenes cambian con el transcurso de la edad: Los niños menores de seis a siete años suelen provocar incendios por curiosidad o por el simple atractivo del fuego. A muchos niños les encanta encender cerillas y jugar con encendedores.

Los niños de ocho a doce años tienen ya otras motivaciones, como las de provocar fuegos con el único fin de llamar la atención o la venganza en situaciones de hostilidad familiar. Algunas veces desencadenan el incendio únicamente para poder comportarse después como héroes en las tareas de apagarlo.

Los adolescentes pueden hacerlo por el simple placer de la destructividad. Los verdaderos pirómanos pueden aparecer ya a esta edad, pero su número es realmente escaso.

Las mentiras infantiles Otro signo de que algo va mal en la conducta del niño es la tendencia a decir mentiras, sobre todo si éstas acaban convirtiéndose en un hábito hasta poder decir de él que «miente más que habla».

¿Por qué mienten los niños? En primer lugar hay que decir que por debajo de los tres años los niños no mienten, aunque digan cosas que no sean verdad, pues para ellos lo son y con ello les basta. Más tarde comienza un tipo de pensamiento llamado «mágico» en el que predomina lo subjetivo sobre lo objetivo, y en el que la realidad y la fantasía no tienen unas fronteras bien delimitadas, por lo que los padres no deben considerar sus fantasías como mentiras. De los cinco a los seis años, ya no cuentan sus fantasías, las siguen teniendo, pero ya saben distinguir bien éstas de la realidad.

Un buen día, a un niño ya de siete o más años le ponen una mala nota en el colegio y cuando llega a casa dice que ha perdido el cuaderno de notas. Aquí sí tenemos ya una verdadera mentira, quizá la primera de su vida. O tal vez la primera fue cuando, al romper un objeto de valor dijo que no había sido él sino su hermano más pequeño. La vida ofrece al niño de esta edad múltiples ocasiones para este tipo de actuaciones que, en conjunto, reciben el nombre de «mentiras de defensa». A veces no es su propia defensa sino la de otro, como cuando un profesor pregunta en clase: ¿quién ha sido?, y obtiene por respuesta un silencio sepulcral o, al revés, se acusan todos para que no haya ningún culpable, el ¡Todos a una! de Fuenteovejuna.

Otras veces resulta que el niño bravuconea de cosas que no ha hecho «para quedar bien», utilizando el ya comentado mecanismo de compensación. O, por el contrario utiliza el de proyección, acusando a otros de cosas como que le tienen rabia, cuando, en el fondo, es él quien tiene rabia a los demás.

Estas mentiras aisladas no tienen importancia y algunas como hemos visto son hasta meritorias, como las de no «chivarse» al profesor. Lo malo es cuando comienza ya a mentir por sistema, negando hasta las cosas más evidentes, convirtiéndose así en un desvergonzado «mentiroso», que puede llegar con el tiempo a «fabulador» y, cuando pierde el control de sus propias fabulaciones, en un «mitómano» que acaba por perder el sentido de la realidad.

Estos niños y adolescentes mitómanos pueden llegar a convertirse en una verdadera pesadilla para los jueces que intervienen en los casos de denuncias por malos tratos o abusos sexuales. Pueden producir graves perjuicios a los acusados que se enfrentan con la «inocencia» de los acusadores.

Los que hacen novillos o pellas Otra queja muy frecuente de los padres sobre la conducta de sus hijos es la de su «absentismo escolar». Este concepto se refiere a que los hijos dejan de asistir a clase cada vez con más frecuencia y se dedican a pasear, jugar, hacer pequeñas fechorías por el barrio o perder el tiempo y el dinero, primero el suyo, después el que roban en casa o a los compañeros, en los salones de juegos electrónicos. Este tipo de comportamiento puede ser cometido en solitario, pero lo más frecuente es que lo sea en forma de pandillismo, las famosas «malas compañías», que no son en realidad más que grupos de chicos con las mismas inclinaciones, en el noventa por ciento de los casos.

No deben confundirse estos casos con los de fobia escolar descrito en el capítulo dedicado a las fobias, ayudando a diferenciarlas las siguientes características: – Fobia escolar: Comienzo súbito; edad más frecuente ocho a doce años; igualdad entre varones y hembras; buena escolaridad previa, personalidad conformista y un hogar adecuado.

– Absentismo escolar: Comienzo insidioso; edad diez a quince años; predominio de varones (por el momento); deficiente escolaridad previa; personalidad rebelde y hogar muchas veces inadecuado.

Problemas con la sexualidad Por último voy a tratar unos asuntos especialmente espinosos para los padres y que casi nunca saben cómo manejarlos: los que se refieren a la esfera sexual.

Empezaré por la masturbación. Para su comprensión ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva de la infancia y de la adolescencia y la angustia que por sí misma genera en los niños. No es propiamente una desviación de la conducta más que cuando se convierte en compulsiva y que por lo tanto debe tratarse como cualquier compulsión. Por lo tanto, excepto este caso que tiene que tratar un psiquiatra o un psicólogo, ni debe sobredimensionarse la masturbación, achacándole males físicos que no produce, ni banalizarlo absolutamente. Lo que no debe hacerse nunca es estimularla y menos aún desde instancias del Estado a través de los colegios.

Un pseudoproblema es el de las llamadas «desviaciones sexuales», como son el fetichismo, el voyeurismo, el exhibicionismo y el travestismo pues éstas forman parte del desarrollo psicosexual normal (Freud decía con cierto gracejo que el niño es un «reverso polimorfo») y suelen pasar sin más complicaciones, aunque sí son convenientes unas explicaciones de los padres para evitar que se conviertan en un hábito, señalando además los inconvenientes sociales de tales conductas.

Más frecuentes son las consultas sobre lo que la clasificación americana DSM-III-R llama «Trastornos de la identidad sexual en la niñez», es decir el niño al que le gustaría ser niña y la niña a la que le gustaría ser niño. Éstos no suelen expresarlo de una forma tan clara, pero los padres nos dicen que tienen un hijo que le gusta jugar con muñecas o que prefiere jugar con niñas o una hija a la que le gustan los juegos violentos, vestirse de chico y ser en general un poco «machota». En los casos que yo he visto de estos problemas, lo normal es que al cabo de los años sean unos chicos y chicas perfectamente normales en su desarrollo sexual, aunque tal vez los chicos son demasiado tranquilos y las chicas demasiado agresivas.

Mucha más importancia tiene el hecho de que niños y niñas rechacen sus atributos físicos sexuales, pues entonces sí se puede estar en camino de un transexualismo y exige una intervención terapéutica, psicoterápica y conductual intensa y duradera.

Los padres deben conocer, sin embargo, que hay una edad, entre los once y trece años poco más o menos, en la que el desarrollo sexual pasa por una fase, que pudiéramos llamar de «indeterminación», que termina en el momento en que la sexualidad se dirige definitivamente hacia el sexo opuesto y durante la cual hay que tener un exquisito cuidado para no fijar, haciéndola consciente, una orientación equivocada.