Juan Manuel de Prada, “De rodillas y abrasaditos”, ABC, 6.II.2006

Mientras Irán, el país islámico que con mayor prontitud, entusiasmo y socarronería se ha adherido a la zapateril Alianza de Civilizaciones, enriquece uranio a toda pastilla, en Beirut y Damasco las turbas enardecidas incendian embajadas y consulados occidentales. El pensamiento débil preconiza que los principios de la tolerancia, el respeto y la convivencia deben regir nuestra relación con el Islam; pero suele olvidar que dichos principios degeneran en flatus voci cuando no se sostienen sobre una defensa convincente de los propios valores. Un mero análisis empírico nos demuestra que el Islam no ha producido instituciones políticas comparables a las que se han desarrollado en el seno de la civilización occidental. Sin embargo, parece prohibido afirmar que el modelo occidental es mejor que el islámico; así, todo diálogo se convierte en una forma de desistimiento. Y dicho desistimiento halla su primera expresión en la aceptación mansurrona de un lenguaje genuflexo. Cuando, por ejemplo, se afirma -para justificar el estallido de furia vesánica que ha desatado la publicación de las caricaturas de Mahoma- que la religión musulmana no es idólatra se insinúa tácitamente que la religión católica sí lo es, afirmación radicalmente falsa. La veneración de imágenes en la religión católica no se dirige a las imágenes en sí mismas, sino a la realidad que representan, el Dios encarnado que, a través de su representación iconográfica, se hace más próximo e inteligible al hombre. Gracias a que la iconoclasia no se impuso en Europa, la civilización occidental ha alcanzado cimas artísticas -Miguel Ángel, Caravaggio, El Greco- que le han sido vedadas a la civilización islámica. Pero definiendo la religión musulmana como contraria a la idolatría, en lugar de afirmar su fundamentalismo iconoclasta, el pensamiento débil soslaya las enojosas valoraciones negativas.

Prescindamos, pues, de las valoraciones y supongamos que la iconoclasia musulmana no empobrece las manifestaciones artísticas de su cultura (lo cual es casi tanto como suponer que sus regímenes teocráticos no reprimen el desarrollo de las instituciones políticas). Abstengámonos de entablar comparaciones; convendremos, sin embargo, que cualquier Alianza de Civilizaciones debe sustentarse sobre la base de la reciprocidad. Enseguida descubriremos que en ningún país islámico los occidentales pueden disfrutar, ni remotamente, del grado de libertad que se reconoce en Occidente a los musulmanes. Diversos grupos extremistas musulmanes -de Hizbolá a las talibanes, de Al Qaeda a Hamás- han predicado sin ambages la guerra santa a Occidente. Algunos ilusos todavía alegan que no se trata propiamente de una guerra declarada, sino de actos aislados de terrorismo, impulsados por unos pocos fanáticos. Basta contemplar las imágenes de furor vandálico que nos llegan en estos días de Damasco y Beirut para comprobar la falsedad de estas aseveraciones: la embriaguez del odio es un festín unánime, una sed de sangre compartida. ¿Es posible una alianza cuando uno de los bandos, por debilidad o miedo, no se atreve a proclamar la defensa de sus valores, mientras el otro no está dispuesto a ceder ni un ápice en los suyos, sabedor de que en el rigor beligerante de su defensa acabará logrando la claudicación del adversario? En circunstancias normales, ante el allanamiento de sus embajadas, Occidente ya habría decretado sanciones amparadas por el Derecho Internacional. Pero el Derecho Internacional es otro producto de la civilización occidental que tampoco conviene invocar, para no exasperar los ánimos del otro bando. Y rezar ya no sabemos; antes deberíamos despojarnos de nuestros tiquismiquis laicistas. Entre tanto, el odio islámico nos socarra con sus llamas. Acabaremos de rodillas y abrasaditos, en un ejercicio de dontancredismo claudicante y suicida.