Orgullo y culpa

  • Perdonar y pedir perdón
  • La fiebre del “no es esto”
  • Admitir la discrepancia
  • Intentos de supremacía
  • Personajes presuntuosos
  • ¿A quién echas las culpas?
  • Susceptibilidad
  • Escapar de uno mismo
  • La espiral del rencor

Perdonar y pedir perdón Cualquier persona comete errores que producen ofensas en quienes le rodean, y esas ofensas suelen llevar aparejadas un sentido de culpa para su causante.

Si esa persona pretendiera desentenderse de la realidad de esa ofensa que ha producido, o intentara proyectar sin razón su culpa sobre los demás, entonces se haría daño a sí mismo, porque no pone remedio a su mal —un verdadero y real sentido de culpa—, sino que lo ignora o lo oculta.

Para vivir feliz, toda persona necesita del perdón. Todos ofendemos a alguien de vez en cuando —quizá con más frecuencia de lo que pensamos—, y para tener la paz necesitamos aceptar la correspondiente culpa, pedir perdón y reparar en lo posible la falta cometida.

Sentirse culpable puede ser algo positivo si nos lleva a reflexionar y a buscar remedio. Sentirse habitualmente inocente de todo y repercutir la culpabilidad sobre los demás suele ser síntoma de la eficiente acción del orgullo, que suele ser corto de vista para los propios errores y agudísimo para los de los demás.

Perdonar y pedir perdón son cosas que a veces van muy unidas. A veces, no llegamos a perdonar totalmente a otra persona, y quizá lo que sucede es que tendríamos que pedirle perdón. Porque es verdad que hay ofensas suyas, pero también ofensas nuestras. Porque los agravios suelen entrecruzarse en una maraña que siempre es difícil desliar.

La vida es demasiado corta para tener atormentado el corazón o con un dolor que ofusque tu memoria. Sentirás la tentación de revivir una y mil veces tu ofensa, pero debes superarlo y perdonar. Además, muchas de las ofensas son imaginarias, y otras están magnificadas. Sea lo que sea, y sea con quien sea, enfréntate a ello. Busca la ocasión de curar esa herida. Coge el teléfono. O escríbele una carta, aprovechando que está fuera. O hazte el encontradizo. Memoriza unas palabras de acercamiento. Pide perdón.

Para una correcta educación, será siempre necesario promover en la familia toda una dinámica que haga del perdón algo natural, que no necesite explicar a los hijos por qué deben disculpar.

La facilidad para perdonar es algo que se respira en una casa. Y la resistencia a hacerlo, más todavía. Los hijos lo notan, porque observan a sus padres y hermanos continuamente. El chico aprenderá a perdonar viendo perdonar. Para una correcta educación, insisto, ha de aprender a perdonar. Entre otras razones, porque tendrá que perdonarnos muchas cosas.

La fiebre del “no es esto” Cuenta la tradición que, en cierta ocasión, un bandido llamado Angulimal fue a matar a Buda. Y Buda le dijo: “Antes de matarme, ayúdame a cumplir un último deseo: corta, por favor, una rama de ese árbol.” Angulimal le miró con asombro, pero resolvió concederle aquel extraño último deseo, y de un tajo hizo lo que Buda le había pedido.

Pero luego Buda añadió: “Ahora, por favor, vuelve a pegar la rama al árbol, para que siga floreciendo.” “Debes estar loco —contestó Angulimal— si piensas que eso es posible.” “Al contrario —repuso Buda—, el loco eres tú, que piensas que eres poderoso porque puedes herir, matar y destruir. Eso es cosa fácil, de niños. El verdaderamente poderoso es el que sabe crear y curar.” Para destruir, para arrasar, para gritar de forma estéril, para estar diciendo siempre que todo esta mal, que no es esto…; para todo eso no hace falta arte, ni ciencia, ni esfuerzo, ni cualidades.

Es verdad que siempre es mejor la rebeldía que el conformismo burgués, porque pienso que no estar satisfecho del mundo en el que se vive y querer cambiarlo es algo digno de alabanza. Pero la rebeldía, que es necesaria, debe reunir ciertas condiciones, y quizá la primera sea saber contra qué nos rebelamos. Y es bueno, lógicamente, rebelarse contra el mal, contra la injusticia, contra la mediocridad…, sí, pero primero contra el mal, la injusticia y la mediocridad que haya en uno mismo. No podemos ser como esos rebeldes de pacotilla que ni estudian, ni dan ni golpe, ni pueden ponerse a nadie como ejemplo de nada. Lo suyo más que rebeldía son ganas de incordiar.

La historia está llena de ejemplos de rebeldes que cuando llegaron al poder se volvieron burgueses. Y de rebeldes que, al fracasar, se convirtieron en resentidos que sólo sabían hacer crítica destructiva. Es muy fácil decir que algo está mal y que hay que cambiarlo. Lo difícil —y lo que hace falta— es aportar ideas positivas y conseguir cambiarlo realmente.

Admitir la discrepancia Me contaron no hace mucho la historia de un pequeño cacique de una modesta población europea de los años sesenta.

Se trataba de una persona que era alcalde de esa minúscula ciudad desde hacía muchos años, y nadie se atrevía a presentarse en las sucesivas elecciones municipales. Su dominio era completo. Nadie podía hacerle sombra ni rechistar sus órdenes. Toda decisión, hasta la más pequeña, pasaba por la mesa de su despacho.

Pasaron los años y un buen día, ante el asombro de todos, apareció otro candidato. Las siguientes elecciones ya no serían la historia de siempre. Se prometían realmente interesantes.

El eterno alcalde se sintió afrentado. Que alguien tuviera la desfachatez de hacerle la competencia era algo intolerable. No es que simplemente le molestara, es que no lo podía entender.

El insólito rival lanzó su programa, distribuyó su propaganda, hizo sus promesas, y llegó por fin el momento de que las urnas resolvieran aquella confrontación. La expectación fue grande. Todo era muy distinto que las veces anteriores.

Al final, por un estrecho margen, el nuevo candidato fue derrotado y el viejo cacique pudo respirar tranquilo. Enseguida hizo unas declaraciones a la prensa local. El recién reelegido alcalde estaba radiante de alegría. Tanto, que haciendo acopio de buenos sentimientos se refirió al vencido contrincante y dijo con voz solemne: “Le perdono”.

Quizá alguna vez nos puede pasar, a nuestro nivel, algo parecido a lo que sucedió a este singular alcalde. Podemos llegar, curiosamente, a considerar una ofensa que nos lleven la contraria, o que nos hagan legítima competencia, o que piensen de forma distinta a nosotros y lo manifiesten públicamente.

Detrás de cualquier problema en la educación o la formación hay siempre un principio de soberbia. Son actitudes en las que se manifiesta ese pequeño tirano que todos llevamos dentro. Actitudes que si las viéramos desde fuera de nosotros nos parecerían tan ridículas o más que la de este alcalde a quien tanto costó perdonar al que había osado hacerle legítima competencia en unas elecciones libres.

Intentos de supremacía «A ella —escribe Miguel Delibes— siempre le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva, era ella la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer.

»En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo.

»El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses del matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección; pero entendía que algunas mujeres ponían, por encima de la autoridad, el placer de proclamarlo, esto es, aceptaban el poder, pero sin ocultar cierto resentimiento.

»Por supuesto, ella era de otra pasta. Y si entre nosotros no hubo un explícito reparto de papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias.» Es una magnífica glosa sobre la autoridad en el matrimonio, qué puede servir también para pensar en el carácter de los hijos, pues se trata de algo que abarca a todo el conjunto de la familia. En toda familia hay que encontrar esa particular y personalísima síntesis entre exigencia y cordialidad, autoridad e indulgencia, respeto y cercanía.

“Esta hija mía no me obedece, es un desastre”, se oye decir a veces. Pero quizá seas tú el que ejerces la autoridad de una forma desastrosa, se podría responder también. Las personas que componen la familia son de una determinada manera y hay que aceptarlas como son, ayudándoles a mejorar y sin dejar a nadie por imposible.

Hay muchos detalles que refuerzan ese natural fluir de la autoridad de los esposos. Detalles que crean un ambiente propicio para la formación del carácter de los hijos. Veamos algunos ejemplos:

  • procurar someterse ambos a una cierta colegialidad en las decisiones de alguna importancia;
  • acostumbrarse a dar cuenta de dónde estamos y de las cosas que hacemos, y no molestarse si nos lo preguntan;
  • tener en mucho el juicio ajeno (y quizá en algo menos el propio);
  • fomentar las iniciativas de los demás sin poner pegas sistemáticamente; las frases como “eso que dices no puede salir bien”, “déjame a mí”, “tú de esto no entiendes”, etc., repetidas con frecuencia, son muy mala señal;
  • saber ceder; y si luego falla lo que el otro decía, no pasarse el resto de la vida recordándoselo.

    Personajes presuntuosos A comienzos del siglo XX se construyeron para el tráfico transoceánico los mayores buques de pasajeros del mundo de entonces.

    En 1907, Inglaterra pone en servicio el Mauretania, de más de 30.000 toneladas, y su gemelo Lusitania.

    En 1911 les siguen los gigantescos Olimpic y Titanic, ya de 46.000 toneladas cada uno.

    En abril de 1912 inicia su primer viaje este último, un gran transatlántico de lujo, dotado de casco de doble fondo para máxima seguridad, y en cuya posibilidad de naufragio ya nadie piensa. En su frontal alguien ha escrito unas palabras de auténtica presunción: “Esto no lo hunde ni Dios”. Todo un símbolo de una mentalidad que creía ciegamente en su poder y desafiaba con orgullo a la furia de las aguas.

    Durante la noche del 14 de abril, en el Atlántico Norte, choca contra un iceberg y se hunde en menos de tres horas: 1517 personas hallan la muerte en aquellas heladas aguas del mar de Terranova, infestadas de tiburones.

    Ha habido a lo largo del siglo XX catástrofes mucho mayores, de las que sin embargo apenas se ha hablado y que al poco tiempo apenas nadie recordaba. Sin embargo, la del Titanic conmocionó al mundo y ha tomado un lugar señalado en la historia de su siglo. Quizá haya sido así debido al trágico ridículo de unos personajes presuntuosos.

    Resulta también triste y ridícula —aunque por fortuna menos trágica— la actitud del chico o la chica presuntuosos, a quienes la vanidad lleva a adoptar un absurdo aire de superioridad, y aparecen como personas engreídas, que repiten constantemente frases en primera persona: “Porque yo…, porque a mí…, porque como yo digo…, porque yo estuve en…, porque mi moto…, porque mi padre…, porque yo una vez…”.

    Se las arreglan, además, para mencionar varias veces cada detalle de disimulada —o no tan disimulada— autoalabanza. Gadda afirmaba que en estos casos es difícil decir si es más grande el orgullo o la estupidez.

    A veces uno llega a pensar: ¿y no tendrá esta pobre criatura un amigo o una amiga que le diga al oído que esos aires son de un ridículo espantoso? Es interesante analizar nuestras actitudes para ver si también nosotros caemos en ellas, porque:

  • A lo mejor una persona que está siempre presumiendo cree que queda muy bien, cuando en realidad resulta muy antipática.
  • va avasallando, pretendiendo humillar a los demás, y a lo mejor también cree que despierta admiración por su ironía, y en realidad sólo logra ganarse enemistades.
  • nunca cede, porque piensa que siempre tiene razón, y aparece a los ojos de los demás como un pobre mediocre que tiene la desdicha de creerse superior a todos.
  • viste como un figurín de revista de moda y no se da cuenta de que va haciendo el ridículo.
  • cuando habla parece que está dando una conferencia, dándoselas de elevado, y no es más que un pedante que no sabe hablar sin afectación.
  • jamás admite tener culpa de nada y, a base de no querer oír hablar de sus defectos, acaba llegando a creer que no los tiene. Addison decía que la más grave falta es no tener conciencia de ninguna.
  • es de esos, prepotentes y arrogantes, que no saben ganar, o ser más hábiles o más inteligentes que otros, sin maltratar a esos menos agraciados (o, mejor dicho, a esos que ellos consideran menos agraciados).

    Sócrates decía que la mayor sabiduría humana es saber que sabemos muy poco. Y Séneca que muchos habrían sido sabios si no hubieran creído demasiado pronto que ya lo eran.

    Se ha dicho también que el mayor negocio del mundo sería comprar a un hombre por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale. Hasta tal punto considera la sabiduría popular que tiende el hombre a sobrevalorarse.

    ¿A quién echas las culpas? Hace poco leí algo que me pareció realmente acertado y de gran sentido común. Se trata de una forma de medir a las personas.

    Consiste en observar cómo valoran ellos a quienes les rodean. La gente para la cual todos sus compañeros son estupendos, sus familiares formidables y sus jefes unos buenos tipos, es que ellos mismos son estupendos, formidables y buenos tipos. Y, por el contrario, las personas que no ven más que defectos en todo el que tienen alrededor, generalmente son ellos los que están llenos de defectos.

    También en la familia podemos acabar siempre por echar la culpa de todo a las dificultades del ambiente, a la falta de medios, a las incompatibilidades de carácter…, o a lo que sea, pero siempre a cosas externas a nosotros. Y eso es mala señal, pues es indudable que habrá también fallos y defectos nuestros —probablemente más de los que pensamos—, y hemos de tener la valentía necesaria para enfrentarnos a ellos y así mejorar.

    Sé sincero contigo mismo, y sé crítico con tus propias excusas. No te fabriques versiones apañadas a tu propio interés, no eches siempre las culpas fuera. No se trata tampoco de cargar con absurdos complejos de culpabilidad, ni de ir por la vida haciendo ostentación de autoculpismo. Se trata, por ejemplo, de preguntarse ante los errores de los hijos:

  • ¿Por qué ha hecho esto hoy este hijo mío?
  • ¿Qué error he cometido yo en su formación para que ahora haya actuado así?
  • ¿Cómo puedo remediarlo en lo sucesivo? No se trata de echarse a uno mismo la culpa de todo. Pero es importante hacer una llamada a la sinceridad total con uno mismo a la hora de analizar los problemas de la familia y ver honradamente cómo mejorar.

    Hace poco me decía un padre de familia hablando sobre su hijo: “Es que es igual que yo…; yo quisiera que fuera distinto, pero tiene un carácter idéntico al mío…”.

    Y ciertamente el carácter de los hijos es en gran parte una réplica del de los padres. Por eso te recomiendo que tengas el valor de pensar si a veces no eres tú mismo tu mayor enemigo a la hora de educar. Examínate con sinceridad. No te ampares en coartadas fáciles. Cambia aquello que no vaya bien en tu vida. Procura aprender cada día un poco sobre tu oficio de educador. No olvides que quien tiene el privilegio de enseñar no puede olvidar el deber de aprender.

    Susceptibilidad Las personas susceptibles acarrean una pesada desgracia: la de ser retorcidos. Complican lo sencillo y agotan al más paciente. Viven siempre con la guardia en alto, a pesar de lo cansado que resulta.

    Son capaces de encontrar secretas intenciones, conjuras o malévolos planteamientos en las cosas más sencillas. Imaginan en los ojos de los demás miradas llenas de censura. Una pregunta cualquiera es interpretada como una indirecta o una condena, como una alusión a un posible defecto personal. Con ellos hay que medir bien las palabras y andarse con pies de plomo para no herirles.

    La susceptibilidad tiene su raíz en el egocentrismo y la complicación interior. “Que si no me tratan como merezco…, que si ése qué se ha creído…, que no me tienen consideración…, que no se preocupan de mí…, que no se dan cuenta…”, y así ahogan la confianza y hacen realmente difícil la convivencia con ellos.

    Veamos algunos ejemplos de ideas para alejar ese peligro:

  • guardarse de la continua sospecha, que es un fuerte veneno contra la amistad y las buenas relaciones familiares;
  • no querer ver segundas intenciones en todo lo que hacen o dicen los demás;
  • no ser tan ácidos, tan críticos, tan cáusticos, tan demoledores: no se puede ir por la vida dando manotazos a diestro y siniestro;
  • salvar siempre la buena intención de los demás: no tolerar en la casa críticas sobre familiares, vecinos, compñeros o profesores de los hijos;
  • confiar en que todas las personas son buenas mientras no se demuestre lo contrario: cualquier ser humano, visto suficientemente de cerca y con buenos ojos, terminará por parecernos, en el fondo, una persona encantadora (Plotino decía que todo es bello para el que tiene el alma bella); es cuestión de verle con buenos ojos, de no etiquetarle por detalles de poca importancia ni juzgarle por la primera impresión externa;
  • no hurgar en heridas antiguas, resucitando viejos agravios o alimentando ansias de desquite;
  • ser leal y hacer llegar nuestra crítica antes al interesado: darle la oportunidad de rectificar antes de condenarle, y no justificarnos con un simple “si ya se lo dije y no hace ni caso…”, porque muchas veces no es verdad.
  • soportarse a uno mismo, porque muchos que parecen resentidos contra las personas que le rodean, lo que en verdad les sucede es que no consiguen luchar con deportividad contra sus propios defectos.

    Escapar de uno mismo “El Caballero de la Armadura Oxidada” es un sorprendente best-seller de Robert Fisher que se vende por millones en Estados Unidos y que en España lleva ya más de cuarenta ediciones. Es un relato de fantasía adulta, cuyo protagonista es un ejemplar caballero medieval que “cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo”. El éxito del libro está en que simboliza nuestra ascensión por la montaña de la vida y hace certeras observaciones sobre la conducta humana.

    Nuestro caballero se había enamorado hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar, y a menudo para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Su mujer estaba cada vez más harta de no poder ver el rostro de su marido, y de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

    La situación llega a ser tan insostenible para la desdichada familia que nuestro caballero decide finalmente quitarse la armadura. Es entonces cuando descubre que, después de tanto tiempo encerrado en ella, está totalmente atascada y no puede quitársela. Marcha entonces en busca del mago Merlín, que le muestra un sendero estrecho y empinado como la única solución liberarse de aquel curioso encierro. Se trata del sendero de la verdad, y decide tomarlo de inmediato, pues se da cuenta de que si no se lanza puede cambiar pronto de opinión.

    Tiene que superar diversas pruebas. En una de ellas comprueba que apenas se había ganado el afecto de su hijo, y eso le hace llorar amargamente. La sorpresa llega a la mañana siguiente, cuando ve que la armadura se ha oxidado como consecuencia de las lágrimas, y parte de ella se ha desencajado y caído. Su llanto había comenzado a liberarle.

    Más adelante, con ocasión de otras pruebas, advierte que durante años no había querido admitir las cosas que hacía mal. Había preferido culpar siempre a los demás. Se había comportado de manera ingrata con su mujer y su hijo. Había sido muy injusto. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas cada vez con más profusión. Había necesitado a su mujer y a su hijo, pero apenas los había amado. En el fondo, se consideraba en poco a sí mismo, y eso le hacía comportarse de una forma poco natural, con idea de ganarse así la consideración de los demás, y por eso resultaba orgulloso y altivo. Había puesto una armadura invisible entre él y su verdadero modo de ser, y le estaba aprisionando. Una armadura que “ha estado ahí durante tanto tiempo —le decía Merlín—, que al final se ha hecho visible y permanente”.

    Recordó todas las cosas de su vida de las que había culpado a su madre, a su padre, a sus profesores, a su mujer, a su hijo, a sus amigos y a todos los demás. Por primera vez en muchos años, contempló su vida con claridad, sin juzgar y sin excusarse. En ese instante, aceptó toda su responsabilidad. A partir de ese momento, nunca más culparía a nada ni a nadie de sus propios errores. El reconocimiento de que él era la causa de sus problemas, y no la víctima, le dio una nueva sensación de poder. Ya no tenía miedo. Le sobrevino una desconocida sensación de calma. “Casi muero por las lágrimas que no derramé”, pensó.

    Todos solemos poner en nuestra vida barreras ante los demás, y un día nos damos cuenta de que estamos atrapados tras esas barreras y nos resulta difícil salir. Por eso, la sabiduría de vivir está, en buena medida, en conocerse lo suficiente a uno mismo como para saber cuándo y cómo ha quedado uno atrapado. De lo contrario, la voluntad se hará cada día más débil, y la habilidad para engañarse, cada día más fuerte. Buscaremos la culpa en los demás, alimentando un orgullo que poco podrá ayudarnos, y quizás luchemos contra todos para no luchar contra nosotros mismos.

    Nuestro caballero tenía que quitarse la armadura para enfrentarse a la verdad sobre su vida. Se lo habían dicho muchas veces, pero siempre había rechazado esa idea como una ofensa, tomando la verdad como un insulto. Y hasta que no reconoció sus errores y lloró por ellos, no consiguió liberarse del encerramiento al que a sí mismo se había sometido.

    Encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre hay culpas exteriores, y hace falta mucha valentía para aceptar que la responsabilidad es nuestra. Pero esa es la única manera de avanzar, aunque sea un recorrido siempre cuesta arriba. Como decía la protagonista de aquella novela de Susanna Tamaro, “cada vez que, al crecer, tengas ganas de convertir las cosas equivocadas en cosas justas, recuerda que la primera revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, la primera y la más importante. Luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que se pueden hacer.” La espiral del rencor Stefan Zweig cuenta en su biografía la triste y fugaz historia de Ernst Lissauer, un escritor alemán de los tiempos de la Primera Guerra Mundial.

    Lissauer era un hombre de enorme erudición. Nadie dominaba la lírica alemana mejor que él. También era un profundo conocedor de la música y poseía un gran talento para el arte. Cuando estalló la guerra, quiso alistarse como voluntario pero no fue admitido por su edad y su falta de salud. En medio de aquel fervor patriótico contra los países que ahora eran enemigos, pronto se vio arrastrado por el ambiente de exaltación bélica propiciado desde la maquinaria de propaganda de la Wilhelmstrasse de Berlín. El sentimiento de que los ingleses eran los principales culpables de aquella guerra lo plasmó Lissauer en el famoso “Canto de odio a Inglaterra”, un poema en catorce versos duros, concisos y expresivos que elevaban el odio hacia ese país a la condición de un juramento de animadversión eterna. Aquellos versos cayeron como una bomba en un depósito de municiones. Pronto se hizo evidente lo fácil que resulta encrespar y azuzar con el odio a todo un país. El poema recorrió Alemania de boca en boca, el emperador concedió a Lissauer la cruz del Águila Roja, todos los periódicos lo publicaron, se representó en los teatros, los maestros lo leían a los niños en las escuelas, los oficiales mandaban formar a los soldados y se lo recitaban, hasta que todo el mundo acabó por aprenderse de memoria aquella letanía del odio. De la noche a la mañana, Ernst Lissauer conoció la fama más ardiente que ningún poeta consiguiera en aquella época. Una fama que, por cierto, acabó por quemarle como la túnica de Neso, porque en cuanto terminó la guerra todos se esforzaron por desembarazarse de la culpa que les correspondía en esa enemistad y señalaron a Lissauer como el gran promotor de aquella insensata histeria de odio que en 1914 todos habían compartido. Fue desterrado, todos le volvieron la espalda y murió en el olvido, como trágica víctima de aquella marejada de sinrazón que lo había encumbrado primero para hundirlo luego todavía más.

    Esta historia es un buen ejemplo de lo que sucede cuando se hace redoblar el tambor del odio. El rencor genera más rencor, y si no se está en guardia contra él pronto se convierte en una ola imparable que hace retumbar los oídos más imparciales y estremece los corazones más equilibrados. En aquella ocasión hubo unos pocos que tuvieron fuerzas y lucidez suficientes para escapar de ese círculo vicioso de odio y agresión que parecía querer absorberlo todo. Fueron personas que no se dejaron llevar por la credulidad propia del rencor, y que lograron superar la torpe y simple idea de que la verdad y la justicia están siempre del propio lado. Y fueron pocos porque, por desgracia, soplar a favor de lo que desune suele ser más fácil y tentador que lo contrario.

    Nietzsche consideraba la misericordia y el perdón como la escapatoria de los débiles. Sin embargo, se necesita más empeño y más fortaleza para perdonar que para dejarse llevar por el rencor y los deseos de venganza. Hace falta más talla moral y más inteligencia para descubrir lo bueno que hay en los demás que para obsesionarse con lo que no nos gusta. Es mejor y más meritorio tirar de lo bueno que hay en cada uno en vez exasperarles con nuestra arrogancia. La historia de la humanidad manifiesta de forma trágica los frutos amargos de todas aquellas ocasiones en que se fomentaron y exaltaron los sentimientos de violencia, intolerancia, soberbia e insolidaridad entre los hombres.

    El resentimiento lleva a las personas a sentirse dolidas y a no olvidar. Muchas veces ese resentimiento llega a ser enfermizo y se convierte en una hipersensibilidad para sentirse maltratado, y esa convicción es reactivada una y otra vez por la imaginación, como las vueltas que da una lavadora, impidiendo olvidar, deformando la realidad y conduciendo a la obsesión. Otras veces son explosiones momentáneas que enseguida dejan el amargo sabor del hastío de las propias palabras, en cuanto se evapora el aguardiente del primer entusiasmo.

    Hay personas que, allá donde están, los conflictos -sean grandes o pequeños- tienden a relajarse, y se acaban superando o resolviendo. Pero hay muchos otros que los exacerban y cronifican. Frente al resentimiento está el perdón y el esfuerzo por superar los agravios. Acostumbrarse a ser persona conciliadora requiere unos resortes psicológicos de más empaque, pero están al alcance de cualquiera, y merece la pena esforzarse por adquirirlos.