31. Quinto mandamiento

Exposición del caso: Victoria es una chica de 17 años desenfadada y, en apariencia, segura de sí misma; ella misma dice que “ya tiene edad para saber lo que quiere”. Es orgullosa y discute con facilidad. Se sabe atractiva, y adopta un estilo ligero en el vestir, hablar y comportarse, aunque de hecho mantiene las distancias. Piensa que se divierte así, y juega con ello.

Un día, uno de sus amigos le dice que, como sus padres van a estar fuera el fin de semana, piensa organizar una fiesta el sábado por la noche y cuenta con ella. Acude, y van transcurriendo las horas entre música a alto volumen, baile, conversación y copas. El anfitrión saca las botellas del mueble—bar de sus padres, y se va consumiendo alegremente por unos asistentes que no están acostumbrados a tenerlo gratis. Victoria, que piensa que tiene buen “aguante” y conoce dónde está su límite —”ponerse alegre sin perder control”—, se sienta junto al anfitrión y hablan. La elegancia y la simpatía del chico hacen que no se dé realmente cuenta de lo que, poco a poco, está bebiendo. Los demás invitados se van yendo, y al final se quedan los dos solos, en un estado que delata su locuacidad, volumen de voz, mirada perdida y alternancia de momentos quietos con otros de movimientos bruscos. Cerca ya de la madrugada, él se ofrece a llevarla a su casa en coche. Victoria acepta, y salen, algo mareados.

Ya en el coche, el chico empieza a hablar de las excelencias del modelo: “lo que tira”, “lo que se agarra”, y por las calles, que aparecen vacías, pretende hacer una demostración: va muy aprisa, hace sonar los neumáticos en algunas curvas y apenas disminuye la velocidad en los cruces. Victoria quiere dar a entender que no se impresiona, pero progresivamente se iba mareando más. Al cabo de un rato, e intentando aparentar un dominio que ya no tiene, le pide que pare donde sea. Él lo entiende como si insinuara con ello que da vía libre para otro tipo de excesos, y de hecho eso es lo que acaba ocurriendo.

Cuando Victoria se da cuenta de lo que ha sucedido, le invade un sentimiento mezcla de desconcierto, tristeza y rabia. Parece que se va sobreponiendo conforme pasan los días, pero al cabo de pocas semanas percibe algún indicio que le lleva a creer que está embarazada. Alarmada, va a ver al chico y se lo cuenta. Con gran cinismo, le contesta que “eso es asunto suyo”, y que él “ni se acuerda de lo que pasó ese día”. Victoria vuelve a su casa abatida, sintiéndose humillada y utilizada, lo que motiva que esté asimismo rencorosa.

Al final, no ve otra salida que decírselo a su madre: piensa que le echará “la bronca del siglo”, pero que le ayudará, y está dispuesta a sufrir lo primero con tal de encontrar ayuda y comprensión. Se lo dice, pero no sucede la reacción esperada. Su madre casi no dice nada, pero pone una cara de alarma. Durante ese día y el siguiente está callada, seria y pensativa, a la vez que nerviosa. Al cabo de ese tiempo llama a Victoria, y le dice que lo más importante es arreglar las cosas cuanto antes. Adopta, para sorpresa de Victoria, un tono amable y cariñoso, y le dice que debe tomarse unas pastillas que le “normalizan” y gracias a las cuales se comprueba si todo ha sido una falsa alarma o no. Victoria, aturdida, no contesta. Pero más tarde, dándole vueltas al asunto, le intriga esa amabilidad, el que no se fuera hasta verla tomar la primera pastilla, el que la caja no tuviera prospecto, y en general la reacción de su madre, que no comprendía. Decide investigar, y, cuando llaman a su madre por teléfono, hurga en su bolso sin que lo vea. Encuentra el prospecto de la caja de pastillas, lo lee apresuradamente, y descubre que se trata de píldoras abortivas.

Esta vez, la reacción de Victoria es de hundimiento. Piensa que ha vuelto a ser utilizada, y se ve desesperadamente sola, sin nadie en quien realmente confiar: sus amistades son más bien superficiales, y ni su madre la quiere de verdad, o, por lo menos, ha demostrado querer más el “no quedar mal” que a ella; mejor dicho, lo ha querido a costa de ella. Entonces ve una posibilidad de venganza. Empieza a pensar que “si no quiere escándalos, pues va a tener escándalo, y éste va a ser sonado”, que “si quería pastillas, pues va a tener pastillas”, y que si nadie la quiere y no tiene ganas de seguir viviendo, ¿para qué seguir viviendo? Además, su vida es suya, y ella es quien puede disponer de ella. Sin pensárselo más, va hacia el cajón que hace de botiquín, toma una caja de pastillas —sin saber muy bien de qué tipo son—, y la traga entera.

Por fortuna, su hermana pequeña ve lo sucedido, y lo dice a sus padres. Apresuradamente, llevan a Victoria a un hospital. Consiguen salvarla, aunque debe permanecer hospitalizada varios días. Al principio, estaba seria y deprimida: la única vez que esbozó una sonrisa fue cuando se enteró de que el chico causante de sus problemas había tenido un accidente que le había costado la rotura de un brazo, la pérdida del coche y un procesamiento judicial. Victoria se alegró, pensando que se lo merecía, y que ojalá fuera a la cárcel. También fue un alivio comprobar que lo del posible embarazo se había quedado en una falsa alarma.

Sin embargo, tuvo otras sorpresas mejores. Comprobó que bastantes amigas y compañeras iban a verla —en algún caso, quien menos esperaba— y querían ayudarla. Pero lo más increíble era que su compañera de habitación en el hospital, una chica de su edad que tenía un tumor grave e iba a ser operada en breve, se interesaba por ella e intentaba animarla. Además, parecía estar alegre. Se puso a reflexionar, pensando si todo lo que le había ocurrido no se lo “habría ganado por egoísta”, y se puso a llorar. Pensó luego en quién podría confiar más, y al final la elección recayó en una compañera suya con quien no se había llevado bien hasta entonces —incluso la había insultado varias veces—. Ahora veía claro que lo que había calificado de estupidez y “formalismo” correspondía en realidad a una persona con entereza; más aún, se dio cuenta que esa postura de enfado escondía una cierta admiración. Resolvió pedirla perdón y confiarle lo que le pasaba. La llamó a la hora de la cena, diciendo que necesitaba que le dedicara bastante tiempo. Tras vacilar un poco, contestó resueltamente que por una vez “pasaba de clases”, que iría al día siguiente y estaría toda la mañana. Victoria apenas pudo darle las gracias: empezó a llorar, esta vez por otro motivo mejor.

Preguntas que se formulan: — ¿Podrías identificar en el caso todos los pecados contra el 5º mandamiento? ¿Hay alguna característica común a todos ellos? — ¿Hay asimismo algún comportamiento virtuoso en relación a este mandamiento? ¿Cuál crees que es la principal manifestación de virtud en este terreno? ¿Por qué? ¿A qué se opone? ¿Qué debe entenderse por “escándalo”? ¿Cuál es su gravedad? ¿Hay alguno en el caso planteado? — ¿Cómo influye el alcohol en la conducta expuesta? ¿Está mal el exceso de alcohol sólo por los riesgos que conlleva? ¿O sólo por el daño corporal que pueda causar? ¿Cuál es el principal motivo de que sea inmoral? ¿Cuál es su gravedad? ¿El aludido “ponerse alegre” está mal? ¿Por qué? ¿Es pecado mortal o venial? ¿Resulta contradictorio ese “ponerse alegre sin perder control”? ¿Es una medida razonable? ¿Por qué? ¿Es el juicio moral sobre el alcohol trasladable a otras sustancias? ¿A cuáles? — ¿Es inmoral la conducción del coche que se expone? ¿Por qué? ¿Es grave? ¿Puede decirse que no lo es porque “no pasó nada”? ¿Qué tipo de pecado es? ¿Hay alguna otra imprudencia en el caso expuesto? ¿Es temeraria? — ¿Puede encontrarse algún atenuante a la conducta de la madre de Victoria? ¿Puede decirse que actuó pensando en el bien de su hija? ¿Lleva consigo su conducta alguna pena canónica? ¿Por qué? ¿Cómo debiera haber actuado? — ¿Es correcto el razonamiento de que “su vida es suya, y ella es entonces quien puede disponer de ella”? ¿Por qué? ¿Puede decirse que tomó esa caja de pastillas irreflexivamente, y eso le disculpa? ¿Supone por su parte su estado de ánimo una disculpa, o al menos un atenuante? — ¿Está justificado el rencor de Victoria? ¿Es inmoral su alegrarse por el accidente? ¿Lo justifica el pensar sinceramente que lo merecía? ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia entre el deseo de justicia y la sed de venganza? ¿Cuál de los dos se da aquí? — ¿Como piensas que se puede ayudar a Victoria? ¿Qué le dirías? Bibliografía Vid. Catecismo de la Iglesia Católica nn. 2258-2301.

Comentario: Lo primero que cabe poner de relieve, a la vista del caso, es que el contenido de este mandamiento es bastante más amplio que lo que la formulación corriente —”no matarás”— expresa. En realidad, se refiere al respeto a la persona en su vida. Lo que implica que hay una gran variedad de aspectos. En este caso se recogen bastantes, pero con todo no dejan de ser una muestra, significativa, pero limitada al fin y al cabo.

El primer aspecto es el respeto de la vida como tal: “no matarás”. Aquí nos encontramos con un intento de suicidio. Cuando se ha formulado el mandamiento se ha hecho aludiendo al respeto a la persona, y no al prójimo. La razón es que incluye el respeto a la propia vida. La primera vida que hay que querer es la propia. Y este amor —amor propio en el buen sentido— va a constituir la referencia del amor al prójimo: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Si uno se odia, se desprecia o se maltrata a sí mismo, entonces al prójimo… El suicidio tiene además una especial gravedad porque, al ser un pecado mortal y pretender ser el último acto de esta vida, dirige a la persona no sólo a la pérdida de esta vida, sino también de la eterna, más importante que ésta. Claro que esto no permite afirmar que todo suicida se condena: por una parte, siempre queda un último instante de vida para poder arrepentirse de lo hecho; por otra parte, es frecuente que medien en el suicidio trastornos psíquicos de diversa índole que hacen que el acto sea total o parcialmente exento de responsabilidad.

¿Y la excusa de que “mi vida es mía, y puedo hacer con ella lo que quiera”? No es cierta. La vida es fundamentalmente un don, algo que nadie se da a sí mismo, y que procede de Dios. De Dios venimos… y a Él vamos. Por eso hay que darle cuenta de cómo se ha aprovechado la vida. En términos absolutos, pues, no es nuestra. Hay libertad para autodestruirse, en el sentido de que podemos hacerlo. Pero ello no deja de ser un mal, y, por tanto, un pecado.

El atentado contra la vida del prójimo está representado por el aborto que se pretende —no por parte de Victoria, sino de su madre—. Esa pretensión es ya un pecado —”pues del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios… (Mt. 15, 19)—, aunque luego resultara que no existía a quien matar. Porque abortar voluntariamente es sencillamente un asesinato: matar a un ser humano inocente privándole de la vida —desde el principio: se le impide vivir su vida—, y de la gracia —antes de que sea posible el bautismo—: por eso es gravísimo. Pretender eliminar de esa manera un problema angustioso para Victoria, además de injustificable, crea un problema aún peor: la conciencia de haber matado a un hijo (aunque, en este caso, no es Victoria la que pretende una cosa así). Por su gravedad lleva aparejada una excomunión, aunque no ocurre así en este caso. Para que se dé esa pena, el aborto tiene que ser consumado —efectivamente realizado— y cierto —que se sepa con certeza que así ha ocurrido—, y en este caso no es ni siquiera lo primero.

En un escalón inferior a la vida tenemos la integridad física. Aquí está representado por la conducción temeraria. No es un atentado directo, sino indirecto: es una imprudencia. Ya apareció un ejemplo de imprudencia temeraria, grave, al tratar el primer mandamiento. Pero, al igual que en aquel ejemplo, en éste también acaba la cosa con daños reales: los resultantes del accidente que acaba teniendo. Como puede verse, la imprudencia no es algo que se deba despreciar…

Pero la vida que se protege no se limita tan sólo a la vida física. El hombre no es un simple animal, y la vida digna que le corresponde es una vida humana, racional. Lo que trunca este tipo de vida está mal, y es por tanto un pecado. Aquí el ejemplo es el abuso del alcohol. Merece subrayarse que el daño producido no es solamente el daño corporal —que lo hay, sobre todo con las drogas, y cuando el abuso del alcohol se vuelve crónico—, sino también el daño a la racionalidad que debe presidir la vida humana. Animalizar la vida humana es siempre un mal. Y esto, sin contar los males que indirectamente causan estas conductas —aquí, el alcohol inmoderado—, pues bajan las defensas morales y con ellas la resistencia a cualquier tipo de pasión o instinto que pueda surgir. En este caso tenemos un claro ejemplo de ello.

Queda un aspecto por tratar de esa vida que protege el mandamiento: el espiritual. Aquí el mal tiene un nombre: el pecado. Cuando uno lo comete, la conducta misma hace referencia a un mandamiento u otro. Pero en este mandamiento se engloba el daño que se hace al prójimo por incitarle al pecado. Es lo que en moral se conoce como “escándalo” —en el lenguaje corriente con frecuencia el término tiene otro significado—. Es un pecado grave si a lo que se incita es a un pecado grave, y más grave aún cuando se busca el pecado como tal, pues entonces es malicioso. Es, por otra parte, más frecuente de lo que a primera vista parece; téngase en cuenta, por ejemplo, que el los pecados en los que interviene más de una persona alguien suele ser el instigador, que anima a los demás. El caso anterior proporciona un buen ejemplo de escándalo. En este caso, Victoria, cuando se da cuenta de lo que ha hecho su madre con ella, utiliza la palabra “escándalo”, pero en su sentido vulgar, no moral. Y es que aquí no se puede hablar propiamente de escándalo, pues es la madre la que comete directamente el pecado engañando a su hija con las pastillas, en vez de incitar a la hija a pecar, comete ella el pecado directamente. Aquí, el único escándalo detectable es el que se supone que comete el anfitrión seduciendo a Victoria.

Claro está que a grandes pecados se contraponen grandes virtudes. Si está muy mal incitar al mal, lo mejor que se puede hacer en relación a este mandamiento es incitar a hacer el bien: el apostolado. La amiga de Victoria hace bien. Saltarse clases no es precisamente una virtud, pero algunas veces en la vida se pueden presentar motivos para hacerlo. Aquí encontramos uno de ellos. Cuando de verdad te necesitan, debes ir.

Hay otro aspecto de este mandamiento que trata el caso estudiado. En los dos mandamientos siguientes, el 6º y el 7º, hay un “desglose” entre lo externo y lo meramente interno, que se contempla en otros dos mandamientos: el 9º y el 10º respectivamente. Con el 5º no sucede esto: abarca tanto la conducta externa como la meramente interna. Incluye también por tanto los pecados internos contra las personas. Y el principal es desear mal al prójimo: el odio. Hay que saber distinguir entre el “caer mal” y el “querer mal”: propiamente el pecado es lo segundo. ¿Lo comete Victoria? Parece que sí, puesto que se la ve rencorosa primero, y después se alegra del mal del prójimo, y no parece que sea tanto un deseo de justicia como una consecuencia de la sed de venganza. Motivos no le faltan para llevarla a ese estado, pero nadie dice que la virtud sea fácil ni que el pecado sea tal sólo cuando se hace sin motivos que impulsen a ello. Lo que sí se puede ver con este ejemplo es la necesidad de la gracia para vivir la virtud, pues es cierto que hace falta bastante fuerza de voluntad —heroísmo— para que Victoria reaccione como pide el cristianismo: perdonando. En este caso encontramos también un ejemplo muy simpático de lo contrario, de desear el bien ajeno y ayudar en consecuencia, en la compañera de habitación de Victoria, y en menor medida en las que la visitaban y se interesaban por ella. Y es que no hay que perder de vista que el cariño no sólo proporciona ayuda para la enfermedad física, sino también para la enfermedad moral, para salir de las lamentables situaciones a donde puede conducir el pecado.