Sacar partido al propio talento

  • Soluciones inteligentes
  • Hacer rendir el propio talento
  • Serenidad y dominio propio
  • Felicidad y dinero
  • Autodisculpa y mediocridad
  • Actitud positiva

Soluciones inteligentes Ya hemos dicho en otras ocasiones que, por lo general, el problema de la mayoría de las personas no es que carezcan de recursos. Su principal dificultad suele ser que carecen del necesario control sobre los recursos personales que ya poseen.

Acudamos a una comparación. El director de una película, o de un reportaje televisivo, puede obtener efectos muy distintos de una misma realidad que está filmando. El ángulo y el movimiento de la cámara, el tipo de música de fondo y su volumen, el color y la calidad de la imagen, etc., pueden crear en el espectador impresiones enormemente diferentes. Hay todo un conjunto de detalles que influye mucho en los sentimientos que una misma realidad puede generar en quien la vive o la presencia.

Algo parecido sucede con el mundo interior de cualquier persona. Dependiendo de cómo se utiliza la cámara con que observamos lo que nos sucede, o la música con la que acompañamos esa mirada, o los diálogos que establecemos en nuestro interior, una misma situación objetiva puede generar en nosotros efectos subjetivos muy diversos. Puede ponernos en pantalla ideas positivas o negativas, estados emocionales favorables o desfavorables, argumentos alentadores o depresivos.

Aunque quizá sea simplificar un poco, puede decirse que cabe vivir de dos maneras. O bien se deja que la mente siga su curso al son de lo que espontáneamente surja ante lo que nos sucede, o bien se opta por dirigir conscientemente nuestra actividad mental. Esos dos estilos corresponden, por decirlo de modo sencillo, a dos niveles de uso de la inteligencia: la inteligencia simple y la inteligencia guiada inteligentemente. Lo verdaderamente inteligente —pido disculpas por la redundancia— es lo segundo: implantar en nuestro interior los estilos intelectuales y emocionales que consideremos mejores (o más adecuados a nuestra situación).

Todos tenemos experiencia de cómo el simple hecho de dar vueltas a un pensamiento negativo (ya sea de envidia, rencor, victimismo, crítica exacerbada, tristeza, etc.), acentúa y amplifica nuestras percepciones negativas sobre la realidad en cuestión. Si se sigue así un poco de tiempo, ese diálogo interior nos acaba llevando, por su propia dinámica, a una situación en la que probablemente el asunto quede fuera de toda proporción sensata. ¿A qué se debe? Sin duda, en gran parte a la fuerza de nuestras imágenes mentales. Y esas imágenes mentales no estaban al principio, las hemos aportado nosotros. Nos hemos ido haciendo una película en la que la imagen, la música y los diálogos nos han conducido a un estado emocional muy negativo, muy poco real y que nos puede perjudicar mucho. ¿Cuál es la solución? Llegar a ser el director de esa película, no un simple espectador.

¿Te has visto alguna vez atormentado por un diálogo interior incesante, por una de esas situaciones en las que la mente gira a gran velocidad y parece casi imposible de parar? Muchas veces nuestra mente dialoga consigo mismo de modo interminable, sopesando pros y contras de una decisión intrascendente, buscando un nuevo argumento para darnos la razón en una antigua discusión sin importancia, o acumulando agravios sobre determinada persona a la que deberíamos tratar con afecto y comprensión.

Haz un esfuerzo por hacerte con el mando de esa voz, de esa música y de esas imágenes. No dejes que se te llene la cabeza de ideas recurrentes sobre tus grandes cualidades advertidas o inadvertidas por todos, ni sobre tus grandes limitaciones igualmente advertidas o inadvertidas por todos, ni sobre los grandes defectos o cualidades de los demás, lo que te han hecho o dicho o dejado de decir.

¿Te hablas a ti mismo constantemente con un tono de voz quejoso, o triste, o amargo? Prueba a hacerlo con un tono más cordial, alegre y positivo. Piensa también si te hablas con un tono de voz crispado o estimulante. Piensa si te tratas con el afecto y la comprensión, y también la exigencia, con que debes tratar a cualquier amigo al que aprecias de verdad y quieres ayudar a mejorar.

Hacer rendir el propio talento E.M.Gray escribió hace unos años un ensayo bastante famoso, que tituló The Common Denominator of Success: El común denominador del éxito. Lo hizo después de dedicar mucho tiempo a estudiar qué era lo común a las personas que tenían éxito en su trabajo y, más en general, en el resultado general de su vida.

Curiosamente, su conclusión no situaba la clave en trabajar mucho, ni en tener suerte, ni en saber relacionarse (aun siendo todas estas cuestiones muy importantes), sino que, según E.M.Gray, “las personas con éxito han adquirido la costumbre de hacer las cosas que a quienes fracasan no les gusta hacer”. Hay muchas cosas que no les apetece en absoluto hacer, pero subordinan ese disgusto suyo a un propósito de mayor importancia: saben depender de los valores que guían su vida y no del impulso o el deseo del momento.

Da igual que seas un estudiante universitario o una profesora de un instituto, un médico o una juez, una madre que se dedica por entero a su familia o bien otra que es además una joven ejecutiva de una multinacional; en cualquier caso (y quizá en este último más aún), en tu vida hay un reto muy importante en cuanto a la organización del tiempo.

Para una persona con un mínimo de inquietudes en la vida, el reto probablemente no es lograr ocupar el tiempo, sino más bien saber sacarle su máximo partido. Y no se trata simplemente de conseguir hacer muchas más cosas, sino de hacer las que pensamos que estamos llamados a hacer, establecer una juiciosa distribución del tiempo que nos permita alcanzar una alta efectividad en el trabajo y, a la vez, un uso equilibrado del resto del tiempo, en el que tenga cabida la familia, las amistades, la propia formación, la atención de otras obligaciones, etc.

Recordando las reflexiones de John Keating, aquel carismático profesor de literatura de El Club de los poetas muertos, se trata de «vivir a conciencia la vida, de manera que no lleguemos a la muerte y descubramos entonces que apenas hemos vivido».

Vivir a fondo, extraer a la vida todo el meollo. Son ideas con las que Keating luchaba por sacar a sus alumnos de la monotonía y la mediocridad. Les proponía salir del montón, vivir con intensidad el instante, recuperar el viejo carpe diem —aprovechad el momento— acuñado por Horacio.

Aunque quizá Keating se pasa, como se comprueba en la película, porque aprovechar el instante no significa vivir para él, sí resulta positivo ese afán por extraer a la vida humana toda su riqueza. No le falta razón en ese esfuerzo suyo por arrancar a sus alumnos de la vulgaridad, de la falta de sentido. Porque es triste ver cómo algunos casi se puede decir que han muerto antes de morir, porque cuando les llega la muerte le han dejado casi todo el trabajo hecho.

Serenidad y dominio propio Cuentan —me imagino que no será cierto, pero el ejemplo nos vale— que ciertas tribus africanas emplean un sistema verdaderamente ingenioso para cazar monos.

Consiste en atar bien fuerte a un árbol una bolsa de piel llena de arroz, que, según parece, es la comida favorita de determinados monos. En la bolsa hacen un agujero pequeño, de tamaño tal que pase muy justa la mano del primate.

El pobre animal sube al árbol, mete la mano en la bolsa y la llena de la codiciada comida. La sorpresa viene cuando ve que no puede sacar la mano, estando como está abultada por el grueso puñado de arroz.

Es entonces cuando aprovechan los nativos para apresarlo porque, asombrosamente, el pobre macaco grita, salta, se retuerce…, pero no se le ocurre abrir la mano y soltar el botín, con lo que quedaría inmediatamente a salvo.

Creo que, salvando las distancias con este pintoresco ejemplo, a los hombres nos puede pasar muchas veces algo parecido. Quizá nos sentimos aprisionados por cosas que valen muy poco, pero ni se nos pasa por la cabeza abandonarlas para poder ponernos a salvo, quizá porque nos falta dominio propio y estamos —igual que ese pobre mono— como cegados, impedidos para razonar.

Por el contrario, el hombre sereno y que se domina a sí mismo irradia de todo su ser tal ascendiente que sin esfuerzo disipa las dudas de quienes están a su alrededor.

No son rasgos del carácter fáciles de adquirir, ciertamente, pero son tan difíciles como importantes. Lo que se debate es nuestra capacidad para otorgar a la inteligencia y a la voluntad el señorío sobre los actos todos de nuestra vida.

¿Cómo se puede avanzar en eso? Pongamos algunos ejemplos de cómo ir mejorando en dominio de uno mismo.

Para empezar, no hacer muchas declaraciones ni tomar muchas decisiones en medio de las olas encrespadas de la vanidad ofendida, de la ira o de otras pasiones desatadas. Porque en esas situaciones la pasión arrastra a las obras. Obras que, a los cinco minutos, somos los primeros en lamentar. No seamos de aquellos que actúan bajo la influencia de la impresión primera, y demuestran con ello cuán increíblemente débil es su voluntad.

Privarnos de lo que debamos privarnos. Se ha dicho, y con razón, que sólo poseemos realmente aquello de que somos capaces de privarnos. En las comidas, por ejemplo: comer lo que nos sirvan, no llenarse de caprichos, atenerse a los regímenes y horarios de comida, no atiborrarse, etc. Es sorprendente ver cómo muchos hombres y mujeres pierden el dominio de su voluntad en el mismo momento en que se sientan a la mesa.

Aprender a oponerse razonablemente, a decir que no si hay que decir que no, con claridad y firmeza. Algunos confunden el dominio propio con sufrir todo ataque con mansedumbre de cordero y recibir cualquier ofensa sin réplica alguna, y no es eso. Muchas veces habrá que plantarse, pero sin perder la elegancia y la mesura ni olvidar los buenos modales.

Felicidad y dinero En una entrevista a la multimillonaria Barbara Hutton, un periodista se dirigió a ella comenzando con la típica frase hecha: “Aunque sabemos que el dinero no da la felicidad, díganos, por favor…”. La entrevistada no le dejó terminar: “Oiga, joven, ¿pero quien le ha dicho a usted esa tontería?”.

Aunque haya infinidad de dichos populares que sostienen que el dinero no asegura nada, es frecuente ver que luego en la vida práctica son pocos los que se lo creen. La respuesta de aquella mujer, y lo cortado que debió quedarse el entrevistador, son un buen reflejo de ello.

Es evidente que una persona con semejante fortuna recibiría como una catástrofe un empeoramiento de su situación económica. Igual que un mendigo recibiría con gran satisfacción cualquier mejora sustanciosa en su nivel de vida.

¿Influye mucho entonces el dinero en la felicidad? Durante más de diez años, un nutrido equipo de investigadores norteamericanos dirigido por David Myers y Ed Diener ha intentado arrojar alguna nueva luz sobre esta cuestión a través de amplios estudios estadísticos.

Desde el principio se propusieron no fijarse sólo en las sensaciones subjetivas de felicidad que tenían los encuestados, sino también en el juicio que merecían ante los demás. Este enfoque les facilitó una de sus primeras conclusiones: casi todos los que se sentían felices también lo eran a los ojos de sus más íntimos amigos, de sus familiares y de los propios psicólogos que les interrogaban.

Pronto comprobaron también, con cierto asombro, que la impresión personal de felicidad está distribuida de modo bastante homogéneo en casi todas las edades, niveles de ingresos económicos o de titulación académica, y tampoco se ve afectada de modo significativo por la raza o el sexo. Por ejemplo, sólo encontraron una cierta relación entre ingresos económicos y sensación de felicidad en algunos países muy pobres, como la India o Bangladesh; en los demás casos, solía ser incluso ligeramente más frecuente lo contrario.

La investigación concluía señalando una serie de rasgos de carácter que parecen comunes a casi todas las personas que se sienten felices: la persona feliz es cordial y optimista, tiene un elevado control sobre ella misma, posee un profundo sentido ético y goza de una alta autoestima. Aunque es difícil saber en qué medida esos rasgos de carácter contribuyen a la felicidad o son más bien parte de sus efectos, sí podemos concluir con Myers y Diener en destacar la gran importancia que para toda persona tiene su mejora personal.

Aunque la ilusión —legítima— de muchas personas sea que les toque la primitiva, o el sorteo de la ONCE, o el gordo de Navidad —y en España las cantidades que se invierten en esto son enormes—, la realidad es que luego se comprueba que aquellos a quienes les ha tocado la lotería no son, al poco tiempo, más felices que antes. Otro dato ilustrativo es que las encuestas realizadas en países en etapas de gran crecimiento económico tampoco ofrecen las diferencias esperadas en el sentimiento de bienestar subjetivo de la población.

Podría decirse que una vez se tienen resueltas las necesidades básicas, cada uno tiende a adaptarse al nivel económico que tiene, y su felicidad apenas depende del nivel en que está situado. Es verdad que una mejora de nivel económico suele repercutir en el sentimiento de felicidad, pero esa impresión suele durar poco. De manera análoga, un empeoramiento de ese nivel suele producir una cierta infelicidad (en ese caso, además, los efectos suelen ser algo más duraderos), pero con el tiempo suele aceptarse y se acaba llegando a reconocer y disfrutar lo que antes apenas se valoraba.

En general, el dinero no parece colaborar mucho a sentirse feliz de modo estable. Tampoco la fama suele aportar mucho por sí misma (es más, hay que ser muy maduro emocionalmente para saber digerir de forma adecuada el encumbramiento). Tener un gran talento, o muy buena salud, o un gran atractivo físico, tampoco puede considerarse el eje de la felicidad: indudablemente pueden favorecerla, y crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, ni mucho menos.

Como escribió Séneca, todos los hombres quieren ser felices, “lo difícil es saber lo que hace feliz la vida”. Hay que acertar en esa búsqueda, pues quien no lo hace se pasa la vida esperando un mañana que nunca llega.

Autodisculpa y mediocridad «A mí no me gusta exigir tanto a mis hijos… —me decía en cierta ocasión una madre durante una conversación sobre la incierta trayectoria de uno de ellos.

»Me conformo con que aprueben, aunque sea a trancas y barrancas. No les pido que se compliquen la vida, ni que hagan ninguna maravilla. Ni yo ni ellos somos perfectos. Somos humanos. Y yo no quiero amargarles la existencia…» Bien. De acuerdo. Pero…, me pregunto, ¿por qué equiparar eso de amargarse la existencia con tener unos ideales más altos? ¿Por qué ante cualquier fallo nuestro o ajeno —sobre todo nuestro— enseguida lo justificamos diciendo que es algo muy humano? Somos humanos: parece como si lo propio del hombre fuera lo bajo, lo vulgar, lo vicioso, lo mezquino; cuando lo propiamente humano es la razón, la fuerza de voluntad, la verdad, el esfuerzo, el trabajo, el bien. Para ser verdaderos hombres hemos de empezar por no autodisculparnos siempre con la excusa de que somos humanos.

Es una excusa que tiene apariencia de humildad y, sin embargo, oculta habitualmente una cómoda apuesta por la mediocridad.

Hay que inculcar en los hijos un inconformismo natural ante lo mediocre, porque resulta mucho mayor el número de chicos y chicas que se acaban deslizando por la pendiente de la mediocridad que por la pendiente del mal.

Son muchos los que llenaron su juventud de grandes sueños, de grandes planes, de grandes metas que iban a conquistar; pero que en cuanto vieron que la cuesta de la vida era empinada, en cuanto descubrieron que todo lo valioso resultaba difícil de alcanzar, y que, mirando a su alrededor, la inmensa mayoría de la gente estaba tranquila en su mediocridad, entonces decidieron dejarse llevar ellos también.

La mediocridad es una enfermedad sin dolores, sin apenas síntomas visibles. Los mediocres parecen, si no felices, al menos tranquilos. Suelen presumir de la sencilla filosofía con que se toman la vida, y les resulta difícil darse cuenta de que consumen tontamente su existencia.

Todos tenemos que hacer un esfuerzo para salir de la vulgaridad y no regresar a ella de nuevo. Tenemos que ir llenando la vida de algo que le dé sentido, apostar por una existencia útil para los demás y para nosotros mismos, y no por una vida arrastrada y vulgar.

Porque, además, como dice el clásico castellano: no hay quien mal su tiempo emplee, que el tiempo no le castigue.

La vida está llena de alternativas. Vivir es apostar y mantener la apuesta. Apostar y retirarse al primer contratiempo sería morir por adelantado.

Actitud positiva He recibido un e–mail, de esos envíos masivos que se mueven a diario por el ciberespacio, que habla de un tal Jerry. Tiene su gracia, y es breve, así que lo copio a continuación.

Jerry era director de un restaurante en una pequeña ciudad de Estados Unidos. Siempre estaba de buen humor y tenía algo positivo que decir.

Era un motivador nato. Por dos veces, cuando cambió de trabajo, varios de sus empleados se empeñaron en seguirle a donde él fuera a trabajar. Si un trabajador tenía un día malo, Jerry siempre estaba allí, haciéndole ver el lado positivo de la situación.

Su manera de ser provocó mi curiosidad, así que un día le pregunté: «No me lo explico. No se puede ser positivo siempre, sin interrupción. ¿Cómo lo haces?». Jerry me contestó: «Cada mañana me levanto y me digo, tengo dos opciones, puedo elegir estar de buen humor o de mal humor. Y siempre elijo estar de buen humor. Cada vez que ocurre algo malo, puedo elegir entre el papel de víctima o el de aprender algo de aquello. Y procuro elegir lo de aprender algo. Cada vez que le oigo a alguien quejarse, puedo elegir entre sumarme a sus lamentos o fijarme en el lado positivo de la vida, y siempre escojo el lado positivo de la vida.» «Pero no siempre es tan fácil», protesté. «Tampoco es tan difícil», contestó Jerry. «La vida es una elección constante. Cada situación es una elección. Eliges cómo reaccionar ante las situaciones. Eliges cómo va a afectar la gente a tu humor. Eliges estar de buen o de mal humor. Es elección tuya decidir cómo vives tu vida.» Tiempo después, Jerry fue víctima de un atraco. Había olvidado cerrar con llave la puerta trasera del restaurante mientras hacía el balance de caja del día, y entraron dos hombres armados. Trató de abrir la caja fuerte, pero con el nerviosismo fallaba la combinación. Los atracadores se pusieron más nerviosos aún que él, y acabaron por dispararle. Afortunadamente, le llevaron enseguida al hospital, y después de una larga operación y varias semanas de convalecencia, Jerry recibió el alta.

Vi a Jerry unos meses después. Le pregunté qué le había venido a la mente cuando ocurrió el atraco. «La primera cosa en que pensé es que debía haber cerrado bien la puerta. Luego, después de que me disparasen, cuando estaba tendido en el suelo, recordé que tenía dos opciones: podía elegir vivir, o podía elegir morir. Y escogí vivir.» «Los camilleros eran unos tíos simpáticos. Me animaban. Me decían que me iba a poner bien. Pero cuando me metieron en la sala de urgencias y vi las caras de los médicos y enfermeras, mientras me exploraban, me asusté realmente. En sus ojos se leía “es hombre muerto”. Entonces vi que tenía que pasar a la acción.» «¿Qué hiciste?», pregunté. «Bueno, había una enfermera que me preguntaba a gritos si era alérgico a algo. “¡Sí!”, le contesté. Se hizo un silencio grande. Esperaban que continuara. Yo cogí aire y dije: “Sí, tengo alergia… ¡a las balas!”. Después de las risas de todos, les dije: “Quiero vivir. Así que, por favor, opérenme cuanto antes”.» Jerry piensa que vivió gracias a los médicos y enfermeras, pero también gracias a su actitud. Yo aprendí de él que cada día puedes elegir si vas a encarar la vida con ganas o te vas a amargar. La única cosa enteramente tuya, que nadie puede controlar o asumir en tu lugar, es tu actitud. De modo que si tu te das cuenta de esto, todo lo demás de la vida se hace bastante más fácil.

La historia de Jerry concluye aquí. Es quizá un tanto simple, pero apunta una idea importante. Todos conocemos personas que, con su sola presencia, irradian sentido positivo. Su actitud es optimista, animosa, esperanzada. Poseen como una especie de campo magnético que orienta los de los que le rodean, que quizá son más débiles o más negativos. Son desactivadores de crispaciones y rencillas. Cuando afrontan una situación difícil, suelen ser serenos, conciliadores, armonizadores.

Suelen ser personas que han conseguido aprender de sus propias experiencias, tanto de las negativas como de las positivas. Creen en los demás. No reaccionan desproporcionadamente ante sus defectos, ni ante la crítica o las dificultades. No se sienten satisfechos cuando descubren los errores y debilidades de los demás (y eso no porque sean ingenuos, pues también ellos ven esos errores, pero saben que con su actitud pueden hacerles mejorar o encastillarse en su conducta). Procuran no etiquetar ni prejuzgar a la gente, sino descubrir los valores positivos que hay en toda persona. Despiertan agradecimiento y gratitud. No son envidiosas. Son agradecidas. Tienden, de forma casi natural, a perdonar y olvidar las ofensas que reciben. Buscan el modo de mejorar su formación. Leen, escuchan, poseen afán de conocer cosas, les interesa lo que interesa a quienes le rodean. En fin, toda una actitud digna de imitar en nuestra vida.