¿Un respiro de vez en cuando en cuestión de sexo?

Cuando el amor desenfrenado
entra en el corazón,
va royendo todos los demás sentimientos;
vive a expensas del honor,
de la fe y de la palabra dada.

Alejandro Dumas

Somos humanos…

—Todo el mundo tiene deseos y apetencias sexuales. Y como somos humanos, no podemos ignorar que lo natural es que tengamos debilidades. Muchos piensan que no se le debe dar mayor importancia.

Cuando se dice “somos humanos”, muchos parecen querer justificar que lo natural en las personas es no tener dominio sobre sus pasiones e instintos.

Sin embargo, debemos esperar algo más de nosotros mismos. Somos seres dotados de inteligencia, voluntad y libertad. Dios nos ha otorgado el don de la sexualidad no para deshonrarlo, abusar de él y degradarlo, sino para darle un uso conforme a su naturaleza.

Decir “somos humanos”, en ese sentido, conduce a un lenguaje equívoco:

  • He estado viendo una película pornográfica cuando mi mujer estaba fuera. ¿Qué quieres que te diga…? Somos humanos.
  • Mi novio me dice… lo que dicen todos. Que si es verdad que le quiero, que se lo demuestre. Que todo el mundo lo hace. Que es muy importante para enamorarse de una persona “saber cómo funciona en eso”. Somos humanos.
  • La otra noche, en un congreso en otra ciudad, coincidí en el hotel con una chica encantadora. Todo el mundo lo hace. Las cosas son así hoy día. Somos humanos.
  • En internet te encuentras a veces con páginas “para adultos”. Es verdad que son bastante fuertes, pero me he acostumbrado y no lo puedo dejar. Somos humanos.

Es fácil decir que “lo hace todo el mundo”, que “somos humanos”, que todo eso no te afecta tanto, que ya eres adulto, que eres capaz de asimilarlo. No te engañes. Porque serás tú mismo quien recoja las consecuencias en tu propio corazón. Porque esas claudicaciones van creando en tu interior una costra que se endurece cada vez más, y al final no hay piqueta que pueda con ella. Una capa de egoísmo que asfixia la propia afectividad, un refugio equivocado que acabará por oscurecer esa relación quizá antes transparente.

Algunos dicen que es imposible vivir hoy sin concederse de vez en cuando “un respiro” en cuestión de sexo. Parece una forma poco razonable de justificarse. Además, con ese planteamiento, a esas personas no debería molestarles que se dudara de la honestidad de sus padres, o de su mujer, o de su marido. Considerar la lujuria o la infidelidad como unos simples caprichos que no se pueden dejar es una triste forma de engañarse.

Vidas arruinadas por la lujuria

Todos hemos conocido casos de personas cuya vida ha quedado destrozada por el mal uso del sexo. Quizá al principio había mucho de pretendida ingenuidad. Y en el asentarse de la adicción, un silencioso alimentar las propias debilidades.

Eran “pequeñas tonterías”, “cosillas sin importancia”. “Probar, que no pasa nada”. “Nuevas emociones”. “Una simple concesión sin más trascendencia, que no hace mal a nadie. Además, lo hace todo el mundo… Somos humanos”.

Sin embargo, esos errores personales nada tienen de inofensivos. A partir del momento en que se sucumbe, ese error entra en la propia vida y no es algo de lo que sea fácil desentenderse.

Quien se haya dejado llevar por el desorden sexual debe pararse a pensar, y decidirse a tomar una ducha fresca, intelectualmente hablando, que le despierte de los engaños consigo mismo, y así valore debidamente esas costumbres, esas películas o esas páginas de internet que acostumbra a ver. Puede parecer que no tiene importancia, pero el pecado siempre tiene importancia.

¿Pecado?

—Pero mucha gente no cree en el pecado…

La historia de la humanidad muestra con claridad que la conciencia del pecado es algo que siempre ha estado presente, pues el ser humano necesita remedio al sentimiento de culpa que le producen sus errores personales. Todas las religiones, incluidos los cultos más antiguos de la época precristiana, hablan del perdón y la expiación de los pecados, y todos los sistemas de pensamiento se plantean de una forma u otra el problema de la culpa y cómo liberarse de ella.

Toda persona comete errores. Unos serán más graves que otros, y unos más culpables que otros, pero todos comprometen en cierta manera su felicidad. El pecado siempre produce un daño a uno mismo, se quiera reconocer o no. De la misma manera que, por ejemplo, la droga destruye la salud del cuerpo, podría decirse que el pecado, si no hay arrepentimiento y rectificación, va deteriorando la salud del espíritu y arruinando la vida entera de la persona.

Georges Bernanos decía que si no había perdido la fe era porque Dios había tenido a bien guardarle de la lujuria. Me parece una reflexión acertada, porque en el arranque de todo alejamiento de Dios suele haber una claudicación en esta materia.

Concretando un poco

No se debe eludir ni tergiversar la realidad. Por más que se intente disfrazar, el adulterio es pecado. La unión sexual fuera del matrimonio, la masturbación, recurrir a la pornografía, todo eso, cuando se admite y se consiente, es pecado.

—Pero nadie está exento del pecado…; ¿es que, entonces, nadie puede ser feliz?

Es cierto que nadie puede evitar totalmente el pecado. Pero, ante su natural acoso, caben dos actitudes: el afincamiento en él, o el arrepentimiento y el perdón.

Cuando uno se empeña en ignorar el pecado, acaba sucediendo lo mismo que cuando la basura se acumula dentro de casa y no se echa fuera. Al principio esa dejadez puede parecer más cómoda, pero acaba por convertir la vida en algo muy desagradable.

Cada vez que se presenta una ocasión de pecar, se ofrece también una oportunidad de elegir el camino de la verdad. Mientras no consientas, mientras digas “no” (y no importa cuántas veces tenga que repetirse ese “no”), no habrá pecado. Lo que importa es resistir la tentación, no acercarse a ella temerariamente, esforzarse con determinación.

Cada vez que se impone la debilidad y se cae en el pecado, la persona se hace un daño a sí mismo, y quizá también a otros, además de rechazar a Dios. Es un engaño, una mentira quizá satisfactoria a corto plazo, pero que conduce a la soledad y la desesperanza si no se sale pronto de ella. Si es ahí donde te encuentras en estos momentos, sabes bien de lo que te estoy hablando y debes rogar a Dios que te conceda valor para cambiar.

Debes decirle a Dios que le necesitas, para salir del pecado o para no caer en él. No es necesario que recites una larga oración formal. Una súplica de ayuda será oída, pero debes seguir rezando hasta salir de aquello. Dios está junto a ti. No hace falta que le expliques tu caso. Ha sido testigo de todo.

¿Confesar los propios pecados a otra persona?

—¿Y no es demasiado pedir que haya que confesarse y manifestar los propios errores ante otra persona?

Cuando una persona se arrodilla en el confesonario porque ha pecado —escribe George Weigel—, en aquel preciso momento contribuye a aumentar su propia dignidad como persona. Aunque esos pecados pesen mucho en su conciencia, y hayan disminuido gravemente su dignidad, el acto en sí de volverse hacia Dios es una manifestación de la especial dignidad del ser humano, de su grandeza espiritual, de la grandeza del encuentro personal entre él y Dios en la verdad interior de su conciencia.

Los no creyentes se preguntan si es apropiado revelar los más íntimos secretos a alguien que tal vez sea un extraño. La confesión fue, sin duda, una innovación audaz de la fe cristiana. Es un mandato del propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los apóstoles ese poder para perdonar los pecados: “a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La confesión es una de las innovaciones más impresionantes del Evangelio.

Por otra parte, cuando el sacerdote confiesa, además de perdonar los pecados, actúa de alguna manera como acompañante del drama de la vida de esa persona. Acompaña a otro ser humano como él, estimula su criterio espiritual, le ayuda a hacer más profunda su fe y a mejorar su discernimiento cristiano, que no ha de quedar en una mera letanía de prohibiciones morales. En el confesonario, el sacerdote se encuentra con esa persona en lo más hondo de su humanidad, ayuda a cada uno a internarse en el drama cristiano de su propia vida, única e irrepetible. Un drama lleno de paz y esperanza, pero presidido por la inevitable tensión dramática de la vida: la tensión entre la persona que soy y la persona que debo ser.

La Iglesia busca reconciliar a cada ser humano con Dios, con el resto de la humanidad, con toda la creación. Y una de las maneras que tiene de hacerlo es recordar al mundo la realidad del pecado, porque esa reconciliación es imposible sin nombrar el mal que origina la división y la ruptura.

El pecado es una parte esencial de la verdad acerca de las personas. Cada persona puede hacer el mal, y lo hace. Y se abre con ello una doble herida: en uno mismo y en sus relaciones con su familia, amigos, vecinos, colegas y hasta con la gente que no conoce. Llamar por su nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la mejora personal, el perdón, la reconciliación, la reconstrucción de cada persona y de toda la humanidad. Tomarse en serio el pecado es tomarse en serio la libertad humana. Cuanto más se acercan el ser humano a Dios, más se acerca a lo más profundo de su humanidad y a la verdad del mundo.

Dios no desea sino nuestro propio bien. Desobedecer sus mandatos es ir contra nuestra verdad natural, causarnos daño a nosotros mismos. “El pecado —ha escrito Javier Echevarría— no se queda en algo periférico que deja inmutado al que lo realiza. Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que verdaderamente somos y contra lo que verdaderamente estamos llamados a ser, incide en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado hiere a la persona, descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la espiritual, y genera en el alma un desorden íntimo entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Después, y como consecuencia del pecado, nuestras potencias operativas aparecen debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí: a la mente, sometida al influjo de las pasiones, le resulta arduo acoger la luz de la verdad y separarla de las nieblas de lo falso; la voluntad encuentra dificultad para elegir el bien, y se siente tenazmente atraída por la búsqueda de la autoafirmación y del placer, aun cuando se opongan al bien y a la justicia; nuestros afectos y deseos tienden a centrarse con egoísmo en nosotros mismos”.

Pecar es dar la espalda a Dios. A partir del momento en que reconozcas la verdad —esa verdad sencilla y liberadora, bien presente y clara cuando no nos resistimos a verla—, a partir de ese momento en que —como decía Lloyd Alexander— “has tenido el valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente es y de darle su verdadero nombre, a partir de ese momento, carece de poder sobre ti y puedes superarlo”.

Alfonso Aguiló