Alfonso Aguiló, “Fortaleza y generosidad”, folleto MC, 1991

Entre muy pocos

Junto a las aguas del Pacífico, un día de otoño de 1523, un grupo de soldados cansados y harapientos marcha errante en busca de un gran imperio que no aparece. Hasta ahora no han encontrado mas que dificultades. Sus compañeros de conquista han sido el hambre, enfermedades, unas horribles emboscadas, traiciones… y la muerte.

Muchos llevan tiempo hablando de renunciar. La situación se hace insostenible. Hay que volverse, dicen; no tiene sentido continuar así; es una locura.

Pero Pizarro no es hombre de rendiciones. Sabe lo que quiere y tiene una decisión y un empuje a toda prueba. Cuando parece perdida toda esperanza y nadie piensa ya sino en dar marcha atrás, protagoniza aquel episodio de inesperada audacia que ha quedado como uno de los gestos más gloriosos que se recuerdan.

Desenvaina su espada, traza con ella una larga línea en la tierra, de oriente a occidente, y lanza su reto: —”Amigos, allí está el Sur. Por ahí se va hacia la muerte y hacia la gloria. Por este otro lado, hacia la comodidad y la molicie. ¡El que tenga corazón, que me siga!” (1).

Hubo instantes de duda. Nadie se atrevía a traspasar esa raya que tanto significaba. Pero finalmente unos pocos superaron el miedo y continuaron con aquella empresa que verdaderamente era una locura. Fueron trece, los trece de la fama, cuya audacia fue premiada con una hazaña que asombraría al mundo.

No todos los gestos de audacia a lo largo de los tiempos han sido premiados igualmente, pero es indudable que el mundo se mueve arrastrado por personas con carácter. Las mejores páginas de la Historia se han escrito entre muy pocos. Las han protagonizado personalidades geniales que han dado un estilo propio a cada lugar y a cada época. Son biografías que emergen llenando de colorido civilizaciones enteras, modelos de conducta en los que hay mucho que admirar e imitar. Y estos grandes personajes conocieron en su vida —como cualquiera— momentos de aridez o de desastre en los que todo les parecía inútil o imposible; pero su espíritu inquebrantable y su grandeza de ánimo hicieron posibles esos imposibles, las realizaciones más elevadas, las más grandes empresas de todos los tiempos.

En este folleto hablaremos de fortaleza y de generosidad, de templar la voluntad, de tener carácter, de ser magnánimos. De aspectos que son fundamento sobre el que construir una persona, cimiento firme para ser soporte del resto de las virtudes y cualidades, y que se logran con un continuado ejercicio de la voluntad: un entrenamiento que nunca acaba y que dice mucho de la valía de la persona.

El atractivo de lo exigente

Todos sospechamos cuando algo es sorprendentemente fácil. Vemos anuncios de prodigiosos métodos para aprender inglés en 15 días sin salir de casa, o de magníficos sistemas de ganar dinero sin riesgos ni apenas trabajo, o de adelgazar sin esfuerzo, o de misteriosos masters que casi pueden hacerse por correspondencia… y, casi siempre, desconfiamos de tales promesas, porque casi nada se puede conseguir en 15 días, ni sin riesgos, ni por correspondencia, ni sin esfuerzo.

Todos sabemos que lo que vale, cuesta; y que, además, generalmente cuesta bastante. Y sabemos que cualquier objetivo medianamente serio en la vida lleva aparejado un esfuerzo y una renuncia de los que difícilmente se puede escapar.

Por eso, cada vez se entiende mejor que para prepararse bien profesionalmente haga falta cursar unos estudios costosos o sujetarse a unas normas duras; o que en beneficio del adecuado tono de una empresa o de un ambiente, sea preciso funcionar con arreglo a unos criterios, a veces muy estrictos; o que tengas que aguantarte sin fumar y cueste cumplirlo. La gente sensata lo entiende, y no considera que por ello pierda la libertad, porque, pese a la natural inclinación a la comodidad, los valores verdaderos siempre han tenido un atractivo superior. Son personas que no se dejan seducir por esas promesas electoralistas que algunos hacen a la gente de poca voluntad, por esos paraísos fáciles al alcance de la mano.

No se trata de sufrir por sufrir. Lo que sucede es que quien evita a toda costa lo que contraría sus gustos o le supone esfuerzo, precisamente por no querer renunciar a nada inmediato placentero, tarde o temprano acaba sumergiéndose en la pereza o el egoísmo.

A veces no nos damos cuenta del daño que nos hacemos con la excesiva indulgencia con nosotros mismos. Es un problema de planteamiento ante la vida. Hay quien dijo que la pereza seduce; el trabajo satisface. Y puede decirse lo mismo de casi todos los vicios: ejercen un fuerte poder de seducción, pero no resuelven nada; lo que satisface realmente es la virtud.


Libertad y voluntad

La fuerza de voluntad libera a las personas de las cadenas de su propia debilidad, como son la pereza, el mal genio, o la inconstancia. Hace a la persona más libre. La libertad exige posesión, es decir, señorío de sí mismo, porque quien no logra dominarse a sí mismo tampoco es libre: la incapacidad de controlarse a sí mismo es la peor de las tiranías.

Parece que precisamente serás libre cuando hagas lo que te dé la gana, pero no es así exactamente. Es una interesante paradoja de la vida del hombre. Si en uso de la libertad eliges el mal, el vicio correspondiente acabará por atraparte y, entonces, esa libertad no es tal libertad.

La verdadera libertad es la que es capaz de elegir dentro del bien. Cuando no goza de esa adhesión habitual a lo bueno, sufre una tremenda esclavitud. Y esa esclavitud suele nacer de la falta de una voluntad firme que conduzca nuestros actos hacia donde la cabeza nos indica. ¿Y si a veces la cabeza te pide que vayas a por algo malo…? Por naturaleza, todo hombre busca el bien. El innato deseo humano de felicidad te llevará hacia él. Lo que sucede es que el mal no suele presentarse químicamente puro, y puede también atraerte por los destellos de bien que lo recubren.

Se trata, pues, de que estés lo suficientemente formado e informado como para identificar lo malo y lo bueno, o lo mejor y lo peor, y, después, una vez que sabes lo que de verdad te conviene, tengas suficiente fuerza de voluntad para alcanzarlo.

Si algo es malo y tú pensabas que era bueno, también te haces daño a ti mismo. Por eso, si a la hora de decidir qué vas a hacer, no te enfrentas con valentía a la realidad de las cosas para calibrar su verdadera conveniencia, estás engañándote a ti mismo, que siempre es algo triste. Esto es lo que sucede, por ejemplo, si rehuyes la necesaria formación de tu conciencia, o si practicas el escapismo.

Ha dado en llamarse así a un modo de comportarse que es propio del mundo del alcohol y de las drogas, pero que es aplicable a todo. El escapista busca vías de escape frente a los problemas, pero no los resuelve; se evade, esquiva la incomodidad a toda costa e ignora sus consecuencias futuras: si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.

“A mí no me gusta comprometerme con nada ni con nadie”, dirá. O “no sé si está bien o mal, pero me gusta y lo hago”. Y al final acaba comprometido con su propia flojedad, contra la que apenas puede hacer nada.

Así sucede al drogadicto, al alcohólico, al adicto al sexo o al juego, y —a su nivel— al apático con su pereza Son adicciones que aguan la fiesta del placer. Personas que acaban descubriendo que, si no se practica la templanza, la propia naturaleza se encarga de castigarles con esa dura dependencia de su fragilidad.

Es estupendo tener una gran fuerza de voluntad, pero ¿qué hacen, o qué hacemos, los que hemos nacido con menos voluntad? La voluntad crece con su ejercicio continuado y cuando se va entrenando en direcciones determinadas. Es cuestión de esforzarse para que se robustezca, y eso se logra venciendo en la lucha que —queramos o no— vamos librando de día en día.

Esta consolidación de la voluntad admite una sencilla comparación con la fortaleza física: unos tienen de natural más fuerza de voluntad que otros; pero sobre todo influye la educación que se ha recibido y el planteamiento que uno se haga de la vida.

Una voluntad recia no se consigue de la noche a la mañana. Hay que seguir una tabla de ejercicios para fortalecer los músculos de la voluntad, haciendo ejercicios repetidos, y que supongan esfuerzo.

Si no suponen esfuerzo, son inútiles: ahora hago esto porque es mi deber; y ahora esto otro, aunque no me apetece, para agradar a esa persona que trabaja conmigo; y en casa cederé en ese capricho o en esa manía, en favor de los gustos de quienes conviven conmigo; y me propongo luchar contra ese egoísmo de fondo para ocuparme de aquél; y superar la pereza que me lleva a abandonar mi formación o mi práctica religiosa; y estudiar ese examen, aunque esté aún lejos.

Sin dejar esa tabla a la primera de cambio, pensando que no tiene importancia. Con constancia y tenacidad, con la mirada en el objetivo que nos lleva a seguirla. Porque ¿qué se puede hacer, si no, con una persona cuyo drama sea ya simplemente el hecho de levantarse en punto cada mañana, o estudiar esas pocas horas que se había propuesto? ¿Qué soporte de reciedumbre humana tendrá para cuando haya de tomar decisiones costosas?

Y aunque estamos hablando mucho de la voluntad, en el fondo es cuestión también de inteligencia porque, quien es realmente listo, sabe bien lo importante que es para él curtir su propia voluntad.

Todos habremos oído alguna vez el clásico comentario, normalmente poco objetivo, que la madre del niño perezoso hace a su profesor: “sabe usted, si el chico es muy inteligente… lo que pasa es que es un poco vago”. Y, tantas veces, cabría contestar: “pues si fuera tan listo, ya se habría dado cuenta de que así no va a llegar a ningún sitio… y habría estudiado algo”.

Voluntad decidida

Dicen que la muerte blanca —la muerte por congelación— es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista… y entre dos sueños se escapa el alma. Aquel hombre, Guillaumet, lo sabía. No le costaba nada dejarse estar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó!, y no volver a intentarlo de nuevo.

La historia es de Antoine de Saint-Exupéry, en uno de sus mejores libros (2). La cuenta penetrando en la mente del protagonista y dialogando con él.

Tenía además un montón de excusas a su favor: no conocía el camino, no sabía si el esfuerzo que estaba haciendo podría servirle de algo. Su avión, llevado por la tormenta, se había posado junto a la Laguna Diamante, sobre la vertiente chilena de Los Andes, en un embudo flanqueado por uno de los lados por el volcán Miapú, de seis mil novecientos metros. Solo. Perdido. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía: “los Andes en invierno, no devuelven a los hombres”. Roto de golpes, de fatiga, de cansancio.

“He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarse en este martirio?” Te bastaba cerrar los ojos para lograr la paz en el mundo. Para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Y ya no habrá golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni quemantes hielos, ni ese peso de la vida que hay que arrastrar. Ya gustabas ese frío transformado en veneno y que, semejante a la morfina, te colmaba, ahora, de felicidad…

Pero este hombre piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les podía fallar. Ellos le querían, le esperaban. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? “Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí y soy un canalla si no camino”.

Cuando volvía a caerse, repetía estas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y la humedad; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo, “si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo”.

Cuando lo encontraron, su primera frase inteligible, llena de orgullo fue: “Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho”.

“Ningún animal lo hubiera hecho”. Los animales no tienen voluntad ni libertad. Les mueven unos apetitos, siempre en la misma dirección. No saben de amor. Tienen sólo instintos, instintos ciegos, como son ciegos los sentimientos cuando no están dirigidos por la razón. Pero los hombres tenemos inteligencia y voluntad, y cuanto más uso hagamos de ellas, más nos alejaremos de los seres irracionales.

Este episodio, profundamente humano, es un elocuente ejemplo de sometimiento heroico de los sentimientos a la fuerza imperiosa de la voluntad. Una subordinación que no significa prescindir de ellos, sino saber encauzarlos hacia donde deben ir. Un objetivo presentado por la razón, que mueve a una voluntad decidida a arrostrar las dificultades que se presenten, por amor a los suyos.

La voluntad ha de tomar conciencia de su papel y remolcar de nuestro ánimo cuando sea preciso. Muchas veces habrá de hacerlo en solitario, sin la compañía de sentimiento favorable alguno. Esto, que ningún animal puede hacerlo, es paradigma de la grandeza de la condición humana.

San Agustín ponía en la voluntad el precio del hombre. Santa Teresa hablaba de cómo “el demonio tiene gran miedo a las almas decididas y determinadas, que tiene ya experiencia le hacen gran daño”. No seas tú de esos que se entusiasman con las primeras piedras y luego se desinflan, de esas personas que oscilan entre la euforia y el abatimiento en inacabable vaivén. Grandes ímpetus, fabulosos proyectos, altísimos ideales… y, luego, todo queda en nada. Condimenta esos afanes con la constancia, para que no resulten inútiles.

Pero peor aún son los que ni siquiera llegan a ilusionarse, aquellos se debaten en la duda permanente y habitual y no terminan de decidirse sobre si merece la pena luchar por algo.

O aquellos otros que quizá acaban decidiéndose, y dicen que sí, que quieren, pero luego los hechos demuestran que quieren sólo en teoría. No suelen pensar mucho, y si piensan, no se deciden; si se deciden, no se lanzan; y si se lanzan, no perseveran. Prometen y no cumplen. Miran obsesivamente hacia atrás.

O el inseguro y vacilante, que para todo duda: para elegir carrera, la ropa que se va a poner, o lo que va a hacer el fin de semana. Siempre está descontento de su decisión: le apetece lo que ve en los demás pero, cuando ya lo tiene, suele quedar insatisfecho y desear otra cosa. El resultado es una espiral de atormentamiento propio, consecuencia de no haber sabido autoeducar la voluntad.

Todo lo que es valioso resulta difícil de alcanzar. Con razón decía Séneca que no es que nos falte valor para emprender las cosas porque sean difíciles, sino que son difíciles precisamente porque nos falta valor para emprenderlas. Para todo hace falta vencer dificultades, superar obstáculos, tener decisión.

El carácter y la falta de carácter

Cada uno tiene su personalidad, una forma de ser que le es propia, que configura su carácter. Cada uno es a su manera. Afortunadamente no somos todos iguales: hay aspectos que nos distinguen de otros, cualidades, aptitudes, rasgos que componen nuestra personalidad, de la que podemos y debemos estar orgullosos.

Muy distinto es sin embargo lo que sucede con los defectos. Ya no son cosas del carácter, sino mas bien de la falta de carácter. No se puede considerar como un rasgo positivo el ser perezoso, o patológicamente curioso, o un egoísta redomado. Tampoco, por ejemplo, el ser arrogante o envidioso. Son defectos que es bueno conocer, y saber que existen, pero como tales hay que proponerse eliminarlos.

A su vez, hay aspectos del carácter que siempre serán positivos y en los que convendrá ir mejorando. Es una labor que hay que comenzar desde temprana edad porque, cada día que pasa, cuesta más. No se reconducen igual los defectos a los cincuenta años que a los quince.

Es verdad que el tiempo es sabio y atempera el carácter… Pero el tiempo arregla a los que se esfuerzan por mejorar y estropea a los que se dejan llevar por su falta de carácter. Su mero transcurso, sin más factores, no hace cambiar el sentido de una evolución; simplemente la hace mayor o menor.

Si no se hace nada, el tiempo pasa y seguimos igual, o peor. Y a partir de cierta edad, se puede decir que uno es ya responsable de su cara, de su talante, de su trato agradable o desagradable. Y si tiene mal carácter es porque no ha sabido o no ha querido corregirse.

Hay que enfrentarse al tema del carácter, antes de que sea tarde y haya cristalizado en defectos difíciles de superar. Es una pena ver a personas que por su edad debieran ser otra cosa, y que se reconocen impotentes ante su cobardía, o sus arranques de mal genio, o su apatía permanente… cuando ya, a esas alturas, el arreglo es muy fatigoso.

¿No es un poco antinatural esa lucha? ¿Cada uno es como es y ya está? Creo que ninguno estamos totalmente satisfechos de cómo somos, y deseamos mejorar. Tener deseos de mejorar es lo más natural del mundo. Y para mejorar, primero hay que conocerse, y para eso hay que hacer un poco de autocrítica, de introspección. También te será de gran utilidad el consejo de alguien que te aprecie, de ése que sabe decirte las cosas de verdad, a la cara, lealmente, aunque de primeras a veces no te guste. A todo el mundo le hace mucho bien que le digan cómo es, y que le hablen de ello con afecto y claridad.

Y después de conocerte tendrás que saber aceptarte como eres, sin soberbia —cosa a veces nada fácil— aunque con deseos de mejorar. Entonces ya es sencillo trazarse metas con las que finalmente superarse.

Audacia y valentía

Los hombres, muchas veces, tenemos miedo. El inventario de los miedos humanos sería inacabable. No nos extrañaría descubrir que un paracaidista, o un boxeador, a lo mejor tiene miedo de intervenir en una tertulia donde hay siete u ocho personas. Otras veces, un hombre que tiene una gran fuerza para los debates públicos y habla ante unas muchedumbres que a cualquier otro le resultarían abrumadoras, se asusta, a lo mejor, cuando el coche adquiere un poco de velocidad, o al encontrarse con un perro inofensivo.

Cada uno tiene su propio miedo. El temor es algo natural, ante lo desconocido, ante lo que supone dificultad y exige sacrificio. Cada uno sabemos lo que nos aterra; a veces nos avergüenza pensar cómo pueden dominarnos cosas tan tontas.

Piensa en qué cosas te dan miedo, y si debes o no superarlo. Piensa en aquello de que no aprenderá las lecciones de la vida quien diariamente no vaya venciendo algún temor.

Hay que, por ejemplo, evitar el desmedido afán de seguridad: perder el miedo a comprometerse en empresas que merezcan la pena, superar el exacerbado sentido del ridículo propio de muchas formas de ser. El riesgo al fracaso es un condimento que da sabor al triunfo. La vida es un juego maravilloso en el que hace falta apostar por las cosas en las que creemos y por las personas a las que amamos. Sin temeridades, pero con valentía, invirtiendo con generosidad los propios bienes y talentos. Si alguna vez se pierde, tampoco es una tragedia: cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender.

A veces los hombres buenos, pero apocados, se acobardan ante la agresividad del ambiente y se dejan influir demasiado por él.

Piensa en la tradicional persona poco coherente, y que en realidad no le importaría serlo si fuera fácil, y sobre todo, si se llevara más. Por no contrariar el ambiente de su entorno, tiene una personalidad mudable, una especie de doblez que le lleva a presentar una cara distinta dependiendo de dónde y ante quién esté. Ser coherente no es tan fácil como decirlo.

Felicidad y egoísmo

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros, y muy difícil en sus propias circunstancias. A lo mejor el pobre, si oye hablar de felicidad, piensa que es cosa que se está diciendo para los ricos, que sólo los ricos son, quizá, felices. Y los ricos, poderosos y afamados, quizá de su propia grandeza prisioneros, pensarán que se refiere a la gente sencilla, a los que ellos, inexplicablemente, ven tantas veces disfrutar y reír con cosas a las que su condición les impide acceder.

Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, o tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, o protagonizar hazañas enormes…; y no suele lograrse con eso.

La prueba es que la gente más rica, o poderosa, o que mejor juega al fútbol… no coincide con la gente más feliz. No es que para ser feliz hubiera que ser pobre, miserable y desafortunado… Ni una cosa ni la otra. De entre los pobres, miserables y desafortunados, unos son felices y otros no. Y entre los ricos y poderosos, los hay también felices e infelices. Eso demuestra que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona.

Son cuestiones íntimas, y si investigamos llegamos a descubrir que están causadas por nosotros mismos. Y muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de congojas por las cosas secundarias que nos apartan de proyecto principal de nuestra vida, del egoísmo. Pueden venir por acostumbrarse a ver con demasiado dramatismo pequeñas derrotas; derrotas, además, que con el paso del tiempo y vistas en el conjunto de la vida, pueden resultar victorias.

Cuántas veces pasamos penas grandes por contratiempos mínimos. Cuántas veces un seguidor de fútbol es un hombre que está triste, que está desanimado, y que tiene una tristeza y un desaliento que duran, a lo mejor, varios días, porque resulta que su equipo, que parecía imbatible, ha perdido —o a lo mejor simplemente empatado— en su campo con uno de los colistas. O los pequeños contratiempos de la oficina, del trabajo, de la clase; o esos disgustos familiares que, por separado, se ve que no son cosas que tengan gravedad para producir en el corazón del hombre tanta pena o tanto disgusto.

El egoísmo y la soberbia son los grandes enemigos de la felicidad. El egoísta vive ensimismado, emborrachado en su propia contemplación. Vivir en egoísmo es como vivir en un calabozo: oímos sólo nuestra propia voz; hablamos sólo de nosotros mismos; sólo escuchamos los lamentos de nuestro propio dolor; únicamente captamos la gloria de nuestra propia victoria personal. Cualquier otro interés está mediatizado por el interés propio. Ser egoísta es una desgracia. La generosidad y la felicidad están indefectiblemente ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.

Todos, con nuestra capacidad de hacer el bien a quienes nos rodean, tenemos un tesoro que repartir; y, si no lo entregamos, se pierde, para nosotros y para los demás. Por eso, buscar la felicidad de los demás es uno de los caminos más directos para lograr la propia.

Deberíamos preguntarnos con frecuencia si reparamos en los sufrimientos de los demás, porque es ése uno de los grandes secretos de la felicidad: trascender de uno mismo, descubrir al prójimo, darse cuenta de que hay a nuestro alrededor hombres que sufren, siquiera un poco, pero a los que podemos ayudar mucho.

Cualquiera de nosotros que no encontrase en su camino hombres que sufren debiera pensar si no será un egoísta encerrado en sí mismo. Porque la vida está llena de gente falta de compañía, de afecto, de verdad; de gente herida por la traición, por su propio difícil corazón. A nuestro alrededor hay personas que necesitan alivio, y sería interesante que cada uno de nosotros viese si no se ha acostumbrado tanto a disculparse, a estar atento sólo a sus propias heridas, que tiene tan arraigado ya el hábito de dar un rodeo y pasar de largo, que le parece que a su alrededor no hay nadie necesitado.

Hay que aprender a no vivir centrado en uno mismo, a procurar interesarse sinceramente por lo ajeno… Pero, ¿y si no sientes un interés sincero, no sería hacer el hipócrita?  Ser educado o pensar en los demás no es hacer el hipócrita. Si uno se habitúa a preocuparse por los demás y a procurar ser agradable, y desarrolla su vida en esas coordenadas, le saldrá natural ser así, y sin hacer el hipócrita. Ese es el objetivo.

Debemos esforzarnos por ser afables. Es triste que tantos hombres y mujeres hagan grandes sacrificios para poder lucir un coche o un traje un poco mejor, o adelgazar unos kilos, y sin embargo apenas se esfuercen por ser agradables, que es gratis y de mucho mejor efecto ante los demás.

Para ser agradable es preciso salir de uno mismo y ser un buen observador de los demás. Todos tenemos en la cabeza la imagen de hombres o mujeres, quizás de apariencia modesta y de cualidades corrientes, pero perseverantes en la amistad, leales, que contagian a su alrededor alegría y serenidad; y su vida aparece como una luz, como una claridad, como un estímulo. Todos aseguraríamos que esos sí que son felices. Y si intentamos encontrar un algo común a todos ellos, quizás descubrimos que su secreto es que no están centrados en sí mismos.

Algo parecido a lo que sucedía con Momo, la pequeña protagonista de ese libro de Michael Ende (3). Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas. Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. Las gentes se han dado cuenta de que han tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.

A la hora de hacer balance de su atractivo, no es fácil decir qué cualidad especial le adorna. No es que sea lista. No. Tampoco pronuncia frases sabias. No se puede afirmar que sepa cantar o bailar o hacer acrobacias. ¿Qué tiene entonces? La pequeña Momo sabe escuchar; algo que no es tan frecuente como a veces se cree.

Momo sabe escuchar con atención y simpatía. Ante ella, la gente tonta tiene ideas inteligentes. Ante ella, el indeciso sabe de inmediato lo que quiere. El tímido se siente de súbito libre y valeroso. El desgraciado y agobiado se vuelve confiado y alegre. El más infeliz descubre que es importante para alguien en este mundo. Y es que Momo sabe escuchar.

Educación del sentimiento

“La experiencia de la vida —dice Enrique Rojas (4)— es siempre dolorosa y difícil. Cualquier biografía está surcada por cordilleras de obstáculos y frustraciones. Asomarse a la vida ajena es descubrir sus desgarros, las señales de la lucha con uno mismo y con su entorno, pero también la grandeza del esfuerzo por salir adelante, por eso que se llama vivir. La vida es un forcejeo permanente con las adversidades, un intento por solucionar las dificultades, apoyado por el amor y el trabajo”.

Cualquier historia personal pasa por momentos de dolor, y lo habitual es que sean frecuentes y que llenen la vida de cicatrices que van curtiendo al hombre. Pretender que la vida transcurra sin penalidades ni agobios de ninguna clase, es una ingenuidad. Por eso, cuando para actuar queramos esperar siempre a la llegada de sentimientos favorables, nos exponemos a entrar en una dinámica de gran dependencia de los estados de ánimo; sería como un cándido deseo de prolongar indefinidamente las diversiones y la falta de responsabilidad infantiles.

La persona sentimental se siente casi incapaz de sacrificarse por algo que no suponga un beneficio a muy corto plazo: no se pondrá seriamente a estudiar un examen hasta poco antes del día fijado; para que consiga leer un libro tendrá que ser muy entretenido desde las primeras páginas; para animarse a hacer cualquier plan, tiene que apetecerle muchísimo; si una relación de amistad o de convivencia pasa por algún altibajo, probablemente no sepa superarlo.

No será capaz de continuar en cuanto unas nubes de tormenta emborronen un poco el horizonte. “Parece como si el sentimiento hubiese ocupado en esas personas el lugar de la facultad de pensar. En vez de razonar, de entender…, ellos sienten. Sólo puede convencerles lo que agrade sus sentimientos.” (5)

A golpe de sentimiento no se puede edificar. No es que el ideal fuera ser persona sin sentimientos, estoica, espartana, sin corazón… Hay que encontrar un equilibrio entre este extremo y su contrario. Tan peligroso es el hombre frío, racional y sin sentimientos, como aquél que es todo un monumento al sentimentalismo romántico. Es un equilibrio difícil, pero del que depende en mucho el acierto en el vivir.

Ante el peligro del sentimentalismo, la primera reacción podría ser de rechazo de los sentimientos. Sin embargo, está comprobado que sin la ayuda de los sentimientos bien orientados, el intelecto es débil frente al ambiente. No se trata, pues, de prescindir de ellos, sino de saber encauzarlos.

“Por cada persona que necesita ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad —dice Lewis (6)— hay tres que necesitan ser despertados del letargo de la fría mediocridad. La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados. Un corazón duro no es protección infalible si va acompañado de una mente débil.”

No se trata, pues, de ser frío, ni calculador, ni deshumano. Para educar la propia afectividad hay que cultivar esos sentimientos de persona de buen corazón y profundamente humana; que desea ayudar a quien lo necesita, consolar al que está triste, acompañar al que ha sido despreciado, perdonar a ése que le ofendió, querer a todos; que se siente afectado por el sufrimiento de los demás, que comprende, que perdona.

Y conviene también poner entusiasmo en las cosas. Las pasiones —hemos dicho— no son malas, si las sabemos orientar hacia el bien, si están bajo el señorío del entendimiento: hemos de soñar, aunque sin ser soñadores; saber encontrar ilusiones en las cosas de cada día, pero sin ser ilusos ni irreflexivos. Se trata de que las cosas no se hagan sólo por ilusión o sólo por entusiasmo: el entusiasmo no puede ser el motor, sino una valiosa ayuda, como una vela que nos empuja cuando el viento sopla a favor, pero de la que no podemos depender en exclusiva.

Amor y sexualidad

Decíamos que el amor no es sólo sentimiento; es algo más. Es también —glosando de nuevo ideas de E. Rojas— una tendencia a compartir la vida, a desear el bien de la persona amada casi por encima del propio, alegría compartida que alivia las tensiones y dificultades que convivir trae consigo.

Como los sentimientos fundamentales son perennes y no pasan de moda, el amor será siempre un tema eterno, por mucho que cambie la humanidad, porque no hay felicidad sin amor. El amor, y no la comodidad o la fama o el dinero, es lo que hace felices a las personas.

Y para no trivializar el amor, debe prestarse una gran atención a la educación de la propia afectividad. Es una autoeducación en la que hay que comprometerse personalmente, y que lleva a entender en profundidad cómo dos seres humanos dan y reciben amor, a comprender que el sexo pertenece a la intimidad humana y que lo natural es que se ejerza en el marco de una donación personal. Si hay un exceso de sexualización del amor, todo esto tiende a difuminarse y puede haber mucho de sexo y poco de amor.

Señor de uno mismo

Combatir contra uno mismo es la batalla más difícil y, junto a ello, vencerse a sí mismo es la victoria más importante. Al intelecto corresponde regir la conducta humana, y esto constituye una pelea diaria contra todo lo que en nuestra vida debe mejorar, o contra lo que nos aleja de los objetivos que nos hemos marcado. Sin excesiva formalidad, pero debemos conocernos un poco y tener claro cuáles son nuestros defectos dominantes para ir superándolos.

Debemos otorgar, en definitiva, a la inteligencia y a la voluntad, ese señorío sobre los actos todos de nuestra vida. Repasemos unos cuantos detalles prácticos sobre señorío personal.

Serenidad y equilibrio. Tiene múltiples manifestaciones en la vida diaria. Las personas serenas saben mantener la lucha en varios frentes sin azorarse, son capaces de tener dos cosas a la vez en la cabeza. No se vienen abajo cuando sufren un contratiempo.

Paciencia. Hay que aprender a esperar, a dar tiempo al tiempo. Como siempre, además, suelen ser precisamente los más impacientes y que más exigen a los demás quienes luego más transigen consigo mismo y con más facilidad justifican todo lo que hacen, incluso aquello que verían mal si lo hicieran otros.

Elegancia ante el fracaso o el triunfo. También es señorío saber hacer frente con elegancia al fracaso y al triunfo. No ser de esos que se les suben a la cabeza los primeros éxitos y se hunden luego al mínimo contratiempo. Si se viene abajo lo que estamos haciendo, hemos de ser capaces de volver a empezar sin nerviosismos; o conservar la calma cuando todo va mal, y los demás pierden los papeles.

Quienes mantienen el aplomo y la entereza en circunstancias difíciles, tienen un especial atractivo humano; y los que no, dan pena: en cuanto algo no sale conforme a sus previsiones pierden su habitual buen talante y no hay quien les soporte.

Nobleza. Lealtad. Señorío ante el agravio. Ser leal, mantener la palabra dada, no recurrir al insulto ante una afrenta; son también manifestaciones de señorío y clase humana. Igual que aprender a defenderse del inicuo agresor sin entrar en su sucio juego de injurias y de mentiras; y también en su ausencia: hemos de tener horror a la murmuración, que produce unos efectos demoledores en cualquier ambiente.

Acostumbrarse a hablar bien de los demás, en cambio, es una costumbre muy recomendable. Todavía recuerdo con emoción el funeral de aquel amigo, excelente profesional fallecido en accidente de tráfico; al terminar, uno de sus compañeros me decía: “mira, le tenía una gran estima porque sabía hablar bien de la gente; llevaba dieciocho años trabajando a su lado y jamás le oí murmurar de nadie”.

Control de la imaginación. A lo mejor empezamos a leer una página y tenemos que volverla a leer porque no nos enteramos de lo que dice… por falta de atención. Quizá, ante algo con lo que soñamos, mostramos una inquietud grande, que raya en la ansiedad. O somos distraídos y fantasiosos, con tendencia al desánimo. Todas esas señales pueden ser consecuencia de la falta de un suficiente control personal de la propia imaginación; una difícil batalla contra esa potencia humana que a veces se convierte en un enemigo íntimo que hace daño.

A todo el mundo le llegan momentos más o menos largos de desánimo o de pesimismo, y cada uno de nosotros debemos saber que no somos excepción. En muchos casos esas crisis provienen de un excesivo darse vueltas alrededor de uno mismo con la imaginación, y desaparecerían con un poco de disciplina mental, sabiendo orientar —como un guardia de circulación— esos pensamientos inútiles que a veces tanto estorban. Ese sano dominio sobre la fantasía y de la memoria será una protección ante los peligros del pesimismo, la tristeza y la vanidad.

Rechazo de la envidia. A cuántos les viene la tristeza por las rendijas de la envidia, porque se alegran de los fracasos de los demás y en absoluto sufren con sus dolores o preocupaciones. No les sucedería si cortaran de raíz cualquier asomo de desazón o de celos por esta causa.

Borrar el resentimiento. Otro de los peligros de ese mundo interior enrarecido de que hablamos es que sirve de caldo de cultivo de agravios y rencores de todo tipo. Es un ambiente cerrado donde a veces sólo se mantiene el recuerdo de las afrentas y de los desplantes. Hemos de aprender a perdonar y a olvidar, que son llaves de entrada a esa preciada paz interior.

Ante un enfado hay que preguntarse: ¿vamos a mantener en la memoria estas palabras de hoy que nos separan ? Si alguien tiene una queja contra mí, si yo tengo una queja contra alguien…¡vamos a olvidarla o vamos a arreglarla! Parece a lo mejor difícil, pero muchas veces la paz está en el olvido y en el mutuo entendimiento.

Orden. Otro punto importante es el orden en la cabeza, ser dueños del propio tiempo y de la agenda, tener un claro orden de prioridades en lo que hemos de hacer, no empezar siempre por lo que más apetece o reviste una urgencia momentánea sin pararse a pensar si eso es lo más importante. El mundo está lleno de hombres perezosos que no paran de trabajar y de moverse…

Es la pereza activa: hacer cosas constantemente, pero no las que deberían hacerse. Hay estudiantes que cuando tenían que estar estudiando despliegan otras grandes actividades, de por sí buenas, pero inoportunas; padres de familia que no paran de ir de un lado a otro cuando deberían estar con su mujer y sus hijos; trabajadores maniáticos que se entretienen en detalles inútiles dejando escapar lo principal de su tarea. Es la común tentación de hacer lo urgente antes que lo importante, lo fácil antes que lo difícil, lo que se termina pronto antes que lo que requiere un esfuerzo continuado.

Con un poco de orden se puede sacar tiempo para todo. Es evidente que no se puede llegar a hacer en la vida todo lo que uno quisiera, porque no hay tiempo; el problema es por dónde se recorta, y esa decisión no la debe tomar el capricho.

Escuchar la corrección. Otra gran cualidad del hombre sensato es saber escuchar la corrección del amigo leal. No ser de esos que sólo admiten adulaciones, que no se les puede decir nada; que si, a solas y con caridad, un buen amigo les advierte de algún detalle que afea su conducta, jamás lo admiten, o lo toman a mal. Son personas que parece que todo lo tuvieran que hacer bien por definición. Nunca reconocen su error; no se aplican aquello de que “de sabios es rectificar” y, en el fondo, son muy ignorantes por culpa de su cerrazón ante toda idea que no sale de su propia cabeza.

Por el contrario, debemos guardar un especial afecto y estima a las personas que alguna vez han tenido el valor necesario para advertirnos de algo que en nosotros no iba bien, y agradecérselo.

Querer de verdad

A veces hay que pedir ayuda para no abandonar. Recordemos la historia de Ulises y las sirenas. Las sirenas eran unos grandes pájaros de enormes plumas y cabeza de mujer. Fue una tradición tardía, del siglo VI, la que las describió como criaturas mitad mujer mitad con cuerpo de pez… En la Odisea se cuenta cómo este famoso personaje mitológico, al pasar por delante de aquel lugar en el que todos quedaban embaucados por el canto de las sirenas y acababan perdiéndose contra los arrecifes por culpa de ese encantamiento, pidió a los suyos que se taparan con cera los oídos y que a él le ataran al mástil, y que no le soltaran por mucho que luego lo pidiera.

Así lo hizo; quienes estaban con él no le desataron y, gracias a esa ayuda, logró salir vencedor de aquel difícil trance.

Es un ejemplo. Te puedo poner otro, el de un opositor, sin ir más lejos. Suele pagar a un preparador que le va tomando las lecciones, le echa broncas si no ha cumplido el plan de estudio que le ha puesto, que suele ser muy duro… y te repito que además le paga por ello. Y es muy difícil aprobar una oposición sin ese sistema.

Lo mismo sucede si vas o has ido a clase, ¿no? Pues también pagas para que te suelten un rollo, te pregunten, te hagan estudiar, madrugar bastante, soportar a profesores que te caen mal o asignaturas que no te gustan… y podrías haber hecho el bachillerato por libre desde tu casa, pero seguramente te habría ido peor.

Es muy sensato sujetarse a algo que te obligue a hacer lo que quieres conseguir; como eres tú quien te obligas, no dejas de ser libre; al contrario: eres más libre porque de esta manera consigues hacer lo que te propones y de la otra no.

Querer el fin es querer los medios necesarios para alcanzar ese fin. Querer, es querer de verdad, con todas sus consecuencias; porque, si no, no se quiere. No se puede pretender vencer sin entrenamiento, ni llegar a ser algo en la vida sin hacer nada costoso, o ser buena persona sin esforzarse. Hace falta poner los medios, día a día, y para ello tener fortaleza.

Hay demasiado idealista que sueña con grandes proyectos que, luego, a la hora de la verdad, quedan en nada. Son personas que se forjan un ideal, pero en cuanto se les hace algo costoso lo abandonan. Son esos que quieren ser premios Nobel sin estudiar, ricos sin dar ni golpe, ganarse la amistad de todos sin hacerles un favor, o ingenuidades por el estilo. Son incapaces de enfrentarse con la realidad de la vida porque están muy limitados por su falta de fortaleza interior, porque están enormemente mediatizados por la comodidad.

No distinguen entre lo que es propiamente querer algo con todas sus consecuencias, y lo que es sencillamente una ilusión, un apetecerles, un soñar soltando la imaginación.

Quieren triunfar en la vida, como todo el mundo, pero olvidan el esfuerzo continuado que esto supone: para hacer bien una carrera son precisas muchas jornadas de clases y estudio que no siempre apetecen; para ser un buen atleta hay que perseverar en un entrenamiento muchas veces agotador; para dominar un idioma no bastan cuatro clases o unas semanas en el extranjero. Para casi todo hace falta esfuerzo y, si éste se rechaza, supone rechazar el fin, no querer de verdad.

Esta ingenuidad a veces se disfraza de una auténtica fiebre por cambiar de objetivo. Típico ejemplo infantil: chico que ve anunciado en la televisión un eficacísimo método de aprendizaje de inglés, que pasa inmediatamente a resultar absolutamente imprescindible… consigue que su madre le dé el dinero para comprarlo. Lo compra. La primera decepción es que los manuales apenas tienen fotos; además el método es muy laborioso, hay que ir grabando unos ejercicios en cada lección… De todos modos, comienza…, le cansa, sigue, lo deja. Lo retoma, se aburre… y finalmente lo deja en el olvido… en la lección 4ª…

Y quizá no sea un ejemplo tan infantil, porque puede ser de la juventud o de la madurez. Como aquél que se propone hacer footing todos los días y no pasa de tres o cuatro; a la semana siguiente comienza a leer una novela interesantísima, y enseguida se le hace pesada y queda abandonada en los primeros capítulos; al poco fantaseará con ser un insigne virtuoso de aquel instrumento musical, pero pronto le parecerá inútil o imposible; quizás más adelante empiece con otra afición, y será un nuevo hobby que se sumará a la serie de ilusiones que nunca se alcanzan, a ese continuo devaneo presidido por la inconstancia.

El que se mima a sí mismo se vuelve blanducho. Las flores de mejor aroma son precisamente las expuestas a los vientos y a la intemperie. No podemos refugiarnos en esa moral tonta y blanda de los buenos sentimientos. Cuántos, después de ver una película o de leer un libro en los que se exalta la figura de un personaje, con quien se identifican, se llenan de proyectos buenos y de ilusiones sanas… pero que se desvanecen en cuanto respiran el aire de la calle… en cuanto aterrizan de su sentimentalismo sin sentido.

Esto también tiene que ver con lo de hacer rendir los talentos. Hay personas que aunque a veces estén menos dotadas por la naturaleza, salen siempre triunfantes. Recuerdan a la fábula de la liebre y la tortuga. Con su trabajo y su tesón acaban por superar a otros mucho más capacitados.

Esa humilde perseverancia es todo un ejemplo de cómo hay que hacer rendir los talentos que cada uno hemos recibido. La gente muy brillante despierta admiración, pero quienes han sabido suplirlo con una mayor fuerza de voluntad tienen aún más atractivo y se hacen también acreedores de un mérito mucho más grande.

Sorprende cómo tantos se apuntan a ser como ese siervo de la parábola que sólo recibió un talento, lo enterró, y esperó cómodamente la vuelta de su señor. A la hora de la vanidad, todo son alardes; a la hora de dar cuenta, todo es falsa humildad, excusas; dicen que no pueden hacer más. No te refugies en esa caricatura de la modestia.

El premio de la generosidad

Cada uno cosecha lo que siembra. Recuerda lo que sucedió con aquel príncipe insensato del cuento. Había un rey que deseaba edificar un gran palacio y encargó a uno de sus hijos que lo construyera. Le entregó la suma de dinero necesaria, y el muchacho, que era un vivo, pensó: “construiré el palacio con malos materiales y me quedaré con el dinero que ahorre. Poco me importa si luego se viene abajo”.

Así lo hizo y, cuando lo hubo terminado, se presentó ante su padre y le dio la noticia: “El palacio que me encargaste ya está terminado. Puedes disponer del él cuando gustes”.

El rey tomó las llaves y las devolvió a su hijo con estas palabras: “Te entrego el palacio que construiste. Es para ti. Esa es tu herencia.”

Cuando uno actúa habitualmente con esa mentalidad de buscar el provecho propio por encima de casi todo, suele sucederle como a este personaje: en cierto momento de su vida recibe el pago a su falta de generosidad, se encuentra con que, con su egoísmo, se ha hecho mucho daño a sí mismo; que mientras pensaba que disfrutaba de su juventud aprovechando al máximo el presente, no ha logrado otra cosa que arruinar su futuro.

El egoísta es una persona destinada a sufrir, que es presa de su difícil corazón. El hombre generoso, por el contrario, es feliz precisamente porque no regatea tiempo, sacrificio ni afecto para los demás. Siempre ha habido más dicha en dar que en recibir.

Grandeza de ánimo

Existe una leyenda entre los indios norteamericanos —cuenta J. Eugui— que narra cómo un bravo guerrero, en cierta ocasión, encontró un huevo de águila y lo puso en un nido de chochas. El aguilucho nació y creció con las chochas y terminó por ser una más entre ellas.

Para comer no cazaba como las águilas, sino que escarbaba la tierra buscando semillas e insectos. Cacareaba y cloqueaba. Correteaba y volaba a saltos cortos, como las chochas.

Un día vio un magnífico pájaro, a gran altura, en un cielo azul intenso. Su aspecto era majestuoso, aristocrático, real, imponente. —”¡Qué pájaro tan hermoso! ¿Qué es?”, preguntó el águila cambiada mientras sentía rebullir su sangre de un modo muy íntimo.

—”¡Ignorante! ¿No lo sabes?, cloqueó el vecino. Es un águila: la reina de las aves. Pero no sueñes, nunca podrás ser como ella.”

El águila cambiada lanzó un profundo suspiro nostálgico… bajó la cabeza… picoteó el suelo… y se olvidó del águila majestuosa. Pasado el tiempo, murió creyendo que era una chocha.

A muchas personas les sucede como a esta pobre águila inconsciente de su noble origen y de sus posibilidades. Han venido al mundo y hacen lo que ven hacer a los que tienen a su alrededor. No se sienten llamados a nada grande. Cuando observan en otros algo digno de imitación, lo ven siempre como algo lejano e inasequible para ellos. No trascienden, no aspiran a más, se contentan con el aburrido transcurrir de las costumbres de su entorno. No entienden de magnanimidad.

La magnanimidad es grandeza de ánimo, es virtud que inclina a lo grande, fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos para emprender obras valiosas en beneficio de todos. El hombre magnánimo ayuda a los demás con gusto, no se asusta ante la adversidad, no desea la adulación ni se deleita en los honores recibidos. Dedica sus fuerzas a aquello que cree que vale la pena, y lo hace sin reservas. Recibirá multiplicado —en esta vida y en la otra— el premio a su desinteresada generosidad.

Esta grandeza de ánimo empuja a luchar por causas que se consideran justas y a empeñarse en proyectos audaces. Es algo que siempre satisface profundamente; el vacío de ideales, por el contrario, resulta la más amarga de las carencias.

La magnanimidad es virtud de personas que desean abandonar la transitada senda de la medianía y recorrer otros caminos, caminos de almas grandes…, siguiendo el ejemplo de aquella alma prócer, Santa Teresa, a quien “espanta lo mucho que hace en este camino animarse a cosas grandes”; son palabras que animan a avanzar por el camino de la vida sin detenerse en lo fácil, sin mentalidades tacañas, sin horizontes pequeños.

El pusilánime, por el contrario, piensa que todo está por encima de sus posibilidades. Se disfraza de una falsa humildad que es cobardía y comodidad. Es ése que espera sentado su oportunidad, que aguarda pacientemente tiempos mejores mientras se lamenta de lo difícil que está ahora todo.

 

 

(1) Citado por Jesús Urteaga, Ahora comienzo, Libros MC, p.81

(2) José Benito Cabaniña, folletos MC 240, p.18.

(3) Julio Eugui, Anécdotas y virtudes, n. 83.

(4) Enrique Rojas, Remedios para el desamor, p. 99.

(5) José Benito Cabaniña, folletos MC 240, p.7.

(6) C.S.Lewis, The abolition men, p. 18.