José Francisco Sánchez, “Siempre y nunca: mentiras”, NT, 1.X.03

EI profesor novel es uno de los seres más indigentes, inermes y desamparados que pueda encontrarse sobre la tierra. Si es profesor de bachillerato, más. Yo no era profesor de bachillerato, pero sí novel, y se me ocurrieron varios sistemas para paliar un poco esa indefensión en la que me veía sumido: enfrentarme todos los días a ciento cincuenta estudiantes de quinto de Periodismo. Una de las artimañas que desplegué resultaba verdaderamente innovadora, o al menos eso pensaba. Dije a mis alumnos el primer día de curso que no me vinieran con cuentos de terror ni con certificados médicos en el caso de que hubieran faltado a alguna de las inevitables prácticas: “Yo les creo siempre”, añadí. Pensaba que así defendía mi debilidad de carácter, esa enfermiza propensión a comprender demasiado que me lleva, como consecuencia, a pasar por tonto o por primo. “Si les crees siempre por norma -me decía-, nadie podrá atribuirse el mérito de haberte burlado”.

Una mañana recibía a mis alumnos en la puerta de cristal del aula informatizada. Una chica se paró para contarme una historia absolutamente inverosímil que pretendía explicar su ausencia continuada en las clases prácticas. La atajé: -Vale, no te preocupes. No hace falta que me cuentes más. Está claro. Tranquila.

Lejos de tranquilizarse, para mi espanto, rompió a llorar. Y entre sollozos dijo entrecortadamente una frase que no se me olvidará mientras viva: -Sí, sí. Usted, con eso de que nos cree siempre, no nos cree nunca.

Sentí un trallazo durísimo en algún lugar del alma. Una confusión de sentimientos encontrados. Se adensó en mi mente como una bola de mercurio deslizante. La garganta se me llenó de pequeños cristales rotos y no supe responder. Pensaba: “Es cierto, no le estoy creyendo. Sabe que no le creo y quiere que le crea y no sólo que le diga que le creo, a pesar de que ni siquiera ella cree su historia. Si al menos le dijese la verdad, podría mostrarse ofendida. Así no le queda nada. Sólo la angustia de nadar entre mentiras”.

Todo era cierto: que yo no la creía, que a veces necesitamos alimentarnos de falsedades socialmente reconocidas para seguir viviendo y que la chica había dicho una gran verdad para replicar a una gran mentira. No se puede ir por la vida diciendo que todo el mundo es bueno o que todo vale: equivaldría a decir que todo el mundo es malo y que nada vale. No son dos visiones del hombre distintas, una alentada por corazones benevolentes y tolerantes, y la otra, por corazones sucios y abyectos. Son, simplemente, la misma mentira.

Nuestro Tiempo Arvo Net, domingo, 12 de octubre 2003

José Francisco Sánchez, “Sobre sueños incumplidos”, Arvo, 26.X.03

ALGUIEN ME ESCRIBE para decir que se le escapan los sueños. Que va teniendo una edad, unos hijos de los que cuidar y un trabajo cada vez más exigente. Que no le queda tiempo para sí mismo, para vivir su vida, para soñar sus sueños. Que cada vez se siente más atado a la tierra, más esclavo de las cosas, menos capaz de volar por cuenta propia. Que a veces se entretiene una mañana de sol templado a pensar en todo esto, como si el aire tibio quisiera inspirarle otras cosas, otras búsquedas más auténticas, más suyas, quizá más dulces e inspiradas, más creativas incluso.

TIENE UNOS POCOS años más que yo y, aunque nos hemos visto poco -lo suficiente para que me escriba con estos argumentos-, estoy seguro de que es una buenísima persona. Le pasa, sólo, que tiene los años que tiene. Voy viendo que estos planteamientos se hacen progresivamente frecuentes en muchos de los amigos que andamos por estas alturas del vivir. Supongo que todo influye. Pero influye más que nada la edad: el meridiano ese de la vida que te hace pensar en que la has desperdiciado o aprovechado poco.

LE CONTESTÉ ALGO que ahora no me atrevo a repetir aquí, y que además no era interesante. Su respuesta, sin embargo, sí: al fin y al cabo, me decía, “cuando pienso esas cosas actúo como si yo fuera dos: el iluso soñador y el otro, el práctico, que va haciendo lo que tiene que hacer. Y no hay dos, sino uno: el que tiene las ataduras que se ha buscado”. “Hacer lo que uno tiene que hacer” no está nada mal. El peligro reside en dejarlo por los sueños, por el mero soñar incluso, cosa que este amigo ni se ha planteado. También me decía en su respuesta que quizá estuviera disfrazándose con palabras y con sueños para no reconocer lo que realmente es, por miedo a afrontarse, por miedo a reconocerse demasiado diferente de quien cree que es o de quien quiere pensar que es. Bien visto. Me recordó lo que decía otro: “Yo se lo digo siempre a mi mujer. Mira, te quiero un montón, no fumo ni bebo ni ando zascandileando por ahí, trabajo como un burro y nunca nos ha faltado nada… es que, si supiera y quisiera ponerle los pañales a los niños, bueno, es que… ¡Entonces sería perfecto! Y perfecto no soy”.

YA ME LO HA contado varias veces, probablemente porque sabe que me río mucho con ese razonamiento. Aún no me he atrevido a decirle que si, para ser perfecto, sólo le falta el dominio de un arte tan poco sofisticado, le valdría la pena intentarlo al menos. Porque asumir los propios defectos, siempre que se refieran a cosas que no nos apetece hacer, resulta francamente fácil. Entre otras razones, porque exigir la perfección ajena -la de quien tiene que soportarnos- sale mucho más barato que plantearse la propia. Pero, de todos modos, no está mal razonado. Hay que contar con los defectos de los demás si queremos que los demás sean pacientes con los nuestros. Y recordarlo siempre -que la imperfección es el estado natural de las cosas y de las personas- para no soñar perfecciones que, según todos los testimonios, jamás han existido.

LO COMENTABA CARLOS, hace muchos años, a propósito de un chaval que iba dejando de serlo y no encontraba novia de su gusto: “Es que ese anda buscando un híbrido entre Marilyn Monroe y Santa Teresa de Jesús. Y claro, no lo encuentra”. Debe de ser que vemos muchas películas. “American Beauty”, por ejemplo.

Arvo Net, 26 de octubre 2003